Jueves, 9 de enero de 1969

Cuando Delia llamó a la puerta de Emily Tunbull con la aldaba de latón que prefería a la Quinta de Beethoven, no salió nadie a abrir. ¡Qué raro! Emily era la más dada a recluirse de las mujeres Tunbull, según le habían dado a entender, y su elegante Cadillac Seville nuevo estaba aparcado en el garaje, la puerta abierta como si hubiera tenido intención de salir pero algo la hubiese entretenido. Tras cinco infructuosos minutos más, Delia rodeó la casa hasta la parte de atrás; algunas locas, como bien sabía ella, colgaban la ropa en tendederos para que se congelara en vez de usar una secadora. Pero Emily Tunbull no estaba por allí tendiendo ropa mojada para que se helase.

La casa era bonita, y mirando por una ventana vio un interior agradable, de un tono beige sin riesgos, con muebles de buen tono. Evidentemente a la Imprenta Tunbull le iba lo bastante bien como para que todos sus propietarios pudieran permitirse vivir con considerable holgura. El jardín trasero era pulcro y estaba rodeado por una cerca de cadenas, aunque en un lado y por la parte posterior había solares vacíos; la casa de Ivan y Lily, igualmente bonita, estaba al otro lado, donde la cerca tenía una cancela. Como era de esperar, en el jardín de atrás había un tendedero, y un par de cobertizos, aunque las puertas estaban cerradas con candado; el cobertizo del fondo parecía bastante sólido, tal vez incluso con aislamiento en las paredes.

Delia se dio por vencida y se fue por Hampton Street hacia la casa en lo alto de la pequeña colina, donde Uda abrió la puerta.

—¿Está la señora Tunbull? —preguntó Delia con semblante serio.

—Espere. Voy a ver.

No estuvo mucho rato helándose las manos en el umbral; Uda regresó y abrió la puerta de par en par.

—Está —asintió.

—Imagino —dijo Delia a las paredes— que entiende usted los matices del idioma inglés, Uda. Sencillamente no lo demuestra.

Davina estaba en el salón, vestida con un traje pantalón de color violeta y zapatos planos italianos a juego: ¿la matriarca en casa?

—Sargento Carstairs —dijo—. ¿Café?

—No, gracias. —Delia buscó un sillón lo suficientemente bajo para que sus pies quedaran apoyados en la moqueta; Davina era bastante alta y Max era un hombre alto, así que era una casa al estilo Delmonico en ese aspecto—. Señora Tunbull, ¿por qué trata a su hermana melliza como una vil criada?

Los ojos azules se abrieron de par en par y quedaron fijos en ella, luego dejó caer los párpados, su treta evasiva habitual.

—Ya veo. Ha estado hablando con el señor Quinn Preston.

—Sí. De hecho nos hizo un informe entusiasta sobre las dos, así que no tiene por qué preocuparse en lo que a Inmigración respecta.

—¡No me preocupo en absoluto! Uda y yo somos ciudadanas norteamericanas.

—Siguiendo con lo de Uda, ¿por qué la trata de una manera tan abominable?

—¡Eso es insultante!

—No tan insultante como es para Uda ese trato.

Le bastó con chasquear los dedos para que Uda diera media vuelta y se dirigiera hacia la puerta.

—¡Haga el favor de quedarse, señorita Savovich! —dijo Delia con voz autoritaria.

—¡Esta es mi casa! —espetó Davina.

—Esta es mi investigación de unos asesinatos, señora. Si sus consecuencias le resultan inconvenientes, lo lamento, pero no puedo librarla de la obligación de responder a mis preguntas. ¿Por qué trata a su hermana melliza como una vil criada?

—Así funcionan las familias en mi país —dijo Davina con un mohín—. Uda nació deficiente. La he cuidado como ella sería incapaz de cuidarme a mí. Tiene una cama cómoda en un apartamento propio de lo más lujoso, y toda la buena comida que sea capaz de comer. Soy yo quien mantiene a la familia. Soy yo la que da de comer a Uda. El precio que pongo es su trabajo y su obediencia.

—¿Qué le parece a usted ese contrato unilateral, Uda?

—Estoy contenta. Me gusta el trabajo. Cuido la casa, cuido de Vina —dijo Uda con un acento todavía marcado, aunque la gramática había mejorado un poco—. Soy necesaria, sargento Carstairs. Sin mí, Vina no se las arreglaría.

—¡Ah! —exclamó Delia—. Entonces valora el poder.

—¿No lo valora todo el mundo? —comentó Davina.

—Claro. Pero usarlo sabiamente es otro cantar. ¿Diría usted, señora Tunbull, que corrió un riesgo terrible al convencer al señor Max Tunbull de que imprimiese veinte mil ejemplares de Un dios helicoidal antes de que lo autorizase C.U.P.?

—¡Bah! —soltó Davina, como si la estupidez de la gente la asombrase—. Ya dije que sabía que Thomas Tinkerman moriría en el banquete de C.U.P. ¿Dónde estaba el riesgo?

—Se incrimina por voluntad propia.

—¡Tonterías! —dijo Davina—. Creo en el don de Uda porque lo conozco desde hace mucho tiempo. Cuando lee el futuro en el cuenco de agua no se equivoca nunca. Y usted no puede demostrar que maté a Tinkerman porque no lo hice. Esa noche ni siquiera me acerqué a él.

«Es hora de cambiar de tema», pensó Delia.

—Tengo que pedirle otra cosa, señora Tunbull. Quiero ver a su bebé.

Eso dejó de piedra a las dos. Davina, que seguía con los dedos el dibujo del reposabrazos del sillón, los hundió tan súbitamente en el tejido que Delia oyó cómo se le rompían las uñas. Uda, con las manos apoyadas en el respaldo del sillón de Davina, palideció y aferró el tapizado con ferocidad.

—Lo siento, eso es imposible —dijo Davina, mirándose las uñas rotas con exasperación.

—¿Por qué?

—Porque no quiero enseñárselo.

—Entonces, señora, volveré con una orden, después de haber puesto agentes de vigilancia para que no se lleve a la criatura.

—¡No puede hacer eso! ¡Esto es América!

—Puedo, y lo haré. —Delia se descolgó del sillón y se irguió en todo el esplendor de su traje pantalón púrpura, su blusa naranja y la larga bufanda de color rosa intenso que colgaba a ambos lados de su cuello—. Venga, señora Tunbull, muéstreme ese bebé del que tanto ha oído hablar todo el mundo y sin embargo nadie ha visto aún. Esta mañana estamos en la intimidad. Si vuelvo con una orden me acompañarán dos agentes varones como testigos. Será un circo. Enséñeme a Alexis ahora y quedará entre las tres.

Las hermanas Savovich permanecieron en silencio un momento; luego Davina suspiró.

—Muy bien, sargento. Voy a traer a Alexis.

La noticia era demasiado urgente y vital para confiarla a la radio de la policía, y Delia no tenía ganas de buscar una cabina que no hubiera sido destrozada por vándalos para llamar antes a Carmine; sencillamente comunicó por radio que iba de regreso a Servicios del Condado y tenía que ver al capitán.

«Delia rebosante de novedades», pensó Carmine mientras ella entraba a pasitos rápidos como un cangrejo que acabara de descubrir lo divertido que es desplazarse hacia delante, era una de las mayores alegrías que le daba trabajar en la policía.

—Pareces Pandora con la caja —comentó él.

—Me siento más como el Mauna Loa a punto de entrar en erupción —dijo con un chillido.

—Entonces, suéltame esa lava, Deels.

—Hay un bebé, y es una preciosidad —dijo Delia—. Uno de los niños más encantadores que he visto en la vida. Aunque he de decir que el factor que más contribuye a su hermosura es su color de piel. Es negro.

Un alfiler cayendo al suelo habría sonado como una pequeña explosión. Con el mentón colgando, Carmine la miró durante lo que se hizo un rato larguísimo antes de cerrar la boca y recuperar la compostura.

—Negro —dijo entonces—. ¿Cómo de negro, Deels?

—Medianamente negro. No negro… negro, pero más oscuro que el café con leche. —Se interrumpió, tomó aliento y soltó la auténtica bomba—. Tiene los ojos verdes, justo del mismo color que ya sabes quién.

Carmine notó que se le ponía de punta el vello de la nuca.

—¡Dios santo!

—He tenido que preguntárselo, claro.

—¿Qué ha dicho? ¿Qué podía decir?

—Lo ha negado tajantemente. Ha confesado que había sangre negra en su propia familia, un par de bisabuelos y un abuelo, el padre de su padre. Su abuelo no era de raza pura, ha dicho, pero a primera vista parecía africano. Salvo por el pelo rojo y los ojos verdes. —Delia se dejó caer en una silla.

—¿Y qué dice Max Tunbull? ¿Has abordado el asunto, o se han cerrado en banda las Savovich?

—¿Que si se han cerrado en banda? ¡Todo lo contrario! Una vez he tenido a Alexis sobre las rodillas, parecían aliviadas de que alguien más conociera el secreto. Por lo visto Max está tan embelesado que se creería cualquier cosa que le dijera Davina, incluido lo de sus antepasados negros. Que Jim Hunter pudiera ser el padre ni tan siquiera se le ha pasado por la cabeza a Max, según jura Davina. Confieso que me inclino a creerla. Es capaz de embrujar a los hombres, esa mujer.

—¿Ha mencionado a Jim Hunter?

—No. Se ha limitado a culpar al mundo entero por pensar lo peor cuando el bebé nació de ese color. Naturalmente, lo de los ojos es un hecho reciente: los bebés tardan un tiempo en adquirir el color definitivo del iris. Así que para Davina los ojos verdes suponen una preocupación muy nueva. El instinto la ha llevado a ocultar a la criatura tanto como ha podido. Emily le lanza pullas, pero Davina se mantiene firme. —Delia apoyó la barbilla en las manos—. Es una situación pésima para una mujer, eso ya lo veo. Tanto si Jim Hunter es el padre como si lo de los improbables antecedentes negroides de su familia es cierto, que una mujer blanca dé a luz a una criatura negra es…, ¡ay, horrible! Davina tiene enemigos, incluso entre los Tunbull. Sabe que el día de la revelación tiene que llegar, pero esperaba posponerlo hasta después de que el libro de Jim Hunter se haya convertido en un gran superventas, y los Hunter se hayan alejado de ella un poco.

—¿Está al tanto Jim Hunter de que hay un bebé negro?

—No. Y Millie tampoco. Los únicos que lo saben son Max y las mellizas Savovich, y ahora yo, claro. Le he dicho que intentaría mantenerlo en secreto —dijo Delia—. De hecho, me da pena, Carmine. ¿Y si lo de los antecedentes familiares es cierto?

—Esto desplaza por completo el epicentro del asunto —dijo Carmine, caminando de aquí para allá—. Sea como sea, de momento creo que tú y yo vamos a guardarle el secreto a Davina. Sea verdad o no, todo el mundo supondrá que es cosa de Jim. Millie quedaría destrozada, aunque insistiera en que lo de los antecedentes negros de la familia es cierto. Esa actitud no la salvaría de la malicia y la especulación, desde su lugar de trabajo hasta el hogar de los O’Donnell. Además, ¿cómo va a saltarse generaciones el aspecto negro? Yo creía que era un gen dominante, que se imponía al gen caucásico.

—Con el paso del tiempo, eso no está tan claro —señaló Delia—. En tiempos de Mendel las leyes de la herencia eran incuestionables, ahora no. Pregúntaselo a Jim Hunter, su área es la bioquímica.

—Pero la gente no está al tanto de las teorías modernas al respecto.

—A eso voy.

—Ay, Deels, esto es terrible. Supongamos que Jim Hunter es el padre, ¿cuándo pudo haber ocurrido?

—Alexis nació cumplido todo el embarazo el catorce de octubre, lo que sitúa el momento de la concepción en torno a Año Nuevo de 1968 —calculó Delia—. Desde agosto de 1967 hasta Navidad, Jim escribió Un dios helicoidal además de llevar toda la carga de su investigación, que dio fruto más o menos por entonces. No habría tenido ni un segundo que dedicar a una aventura amorosa, y menos con Davina. Mientras que ella habría sido de los primeros en ver el manuscrito, teniendo en cuenta que Max se lo envió. Un lapso de tiempo muy breve, Carmine, en torno a un año atrás.

—Naturalmente, debía de conocer a Davina de libros anteriores.

—Sí, y eso ¿por qué? —preguntó Delia—. Trabajaba en Chicago, pero, sin embargo, publicaba en Chubb.

—A eso tendría que responder Max Tunbull —señaló Carmine.

—O el antiguo decano de investigación. ¡Vaya lío! —exclamó Delia.

«Tengo que dar un paseo», se dijo Carmine, que se puso el anorak de plumón y se aseguró de llevar los guantes en un bolsillo. Bajó al patio adoquinado entre el enorme edificio con veinte años de antigüedad de Servicios del Condado y el antiguo anexo donde estaban los calabozos.

Al abrigo de lo peor del viento, Carmine se caló la capucha e inició la caminata familiar que todos los casos atormentadores parecían provocar. De un extremo a otro, en torno al perímetro, luego dos diagonales antes de empezar de nuevo. ¿A quién se encontraría hoy? Siempre se topaba con alguna que otra alma en pena.

Hoy a Fernando Vasquez le estaba resultando difícil adaptarse al invierno de Connecticut después de años en Florida.

—Pareces Scott en la Antártida —dijo Fernando.

—Muchas gracias por compararme con ese tipo que no salió de allí —repuso Carmine con rigidez.

—Sí, pero tomó el camino más difícil. Amundsen contaba con trineos tirados por perros a mansalva, además de sus conocimientos escandinavos. Scott era un inglés con un presupuesto limitado, decidido a llegar al Polo a pie. Bueno, es casi como si Amundsen hubiera hecho trampa.

—¡Tú no eres un grande de España! Eres un buscavidas británico. ¿Quién ha estado adoctrinándote? ¿Es que Desdemona y tú me estáis haciendo trampas a mí? ¿En trineo? ¡Venga, Fernando, corre!

Acompasaron el paso y siguieron caminando en silencio varias vueltas enteras, con una sonrisa en los labios.

—¿Qué tal va la división de agentes de uniforme?

—Sin prisa pero sin pausa. Se están familiarizando con formularios e informes, sobre todo después de que trajera a ese abogado famoso, Anthony Bera, para que impartiera un seminario sobre el papel de la policía a la hora de prestar testimonio y la desmitificación de los procedimientos judiciales. Es impresionante. Mientras que a mí habían dejado de creerme, a él le creían si vacilar: escoba nueva barre bien, y todas esas chorradas.

—Empezamos a contar contigo justo a tiempo, Fernando. ¿Qué tal van los tenientes?

Vasquez echó atrás su atractiva cabeza y rio.

—¡Muy bien! Sobre todo Corey. Le ha cogido el tranquillo al trabajo.

—Más de lo que consiguió cogérselo con mis enseñanzas. Pero no es tu candidato preferido, ¿verdad?

—¿Con Maureen como esposa? ¡Me recuerda a Torquemada! No, yo me decanto por Virgil Simms.

—Eso tiene sentido. Hablando de él y de ciertos sucesos, ¿has oído qué tal le va a Helen MacIntosh? —se interesó Carmine.

—Tirando de gatillo, como siempre. Va a dejar su distrito de Manhattan para trasladarse a los verdes pastos de Nashville.

—¿A quién mató?

—A cuatro pandilleros en incidentes separados. Salió limpia como una patena de la investigación de asuntos internos, pero sus colegas empezaban a guardar una distancia de seguridad de diez pasos e incluso así les preocupaba no estar lo bastante lejos para eludir las balas perdidas.

—Buena suerte, Nashville. —Carmine sonrió recordando otros tiempos—. Esa no durará mucho en ninguna parte. Le gusta tirar de gatillo.

Delia volvió a Hampton Street, decidida a ver a Emily Tunbull. Tamborileó de nuevo con la aldaba pero no obtuvo ningún resultado, aunque la puerta del garaje seguía levantada y el Seville, a la espera. Tenía que encontrarse en casa, y no estaba en casa de Lily Tunbull porque sus dos coches seguían fuera y la casa, en silencio. ¿Habría salido quizá con Lily y los niños? No, Delia estaba segura, sin haber cerrado antes la puerta del garaje. Funcionaba por control remoto, sin necesidad de hacer ningún esfuerzo. No, algo iba mal.

Regresó al jardín, que continuaba desierto. No había cambiado nada; nadie había pasado por allí y dejado prueba de esa visita. Delia miró por todas las ventanas de la planta baja: ni rastro de Emily, aunque fuese dormida en un sillón o un sofá. Una vez comprobado eso, lanzó guijarros contra las ventanas de la planta superior, sin conseguir nada. Otra vez al jardín.

Dos cobertizos. Uno probablemente era para la leña, el otro tal vez para algún pasatiempo de Val; resultaba difícil creer que Emily tuviera una afición que requiriese un cobertizo. Ninguno de los candados era un reto importante para un detective de policía; Delia abrió con ganzúa el que más cerca estaba de la casa y encontró leña de la que se usa en la chimenea para hacer bonito en vez de para calentar de verdad. El segundo candado se abrió igual de fácil; Delia retiró la hembrilla y abrió la puerta.

La pobre mujer había sufrido horriblemente. Se había arrancado la ropa con sus propias manos enfebrecidas, tal vez en un intento de limpiar parte de la porquería que estaba dejando por todas partes, sin poder detenerse o controlarse. El lugar cerrado apestaba a vómitos y heces, esparcidos mientras Emily se había revuelto y luego había sufrido convulsiones. Su cuerpo desnudo estaba acurrucado de tal modo que el espectador veía las nalgas y el perineo, las piernas separadas que prolongaban la vista hasta el pubis, todo cubierto de porquería. La parte superior del torso estaba salpicada y manchada de vómitos, donde el costado izquierdo había quedado levantado del hormigón, y sin embargo su cara ofrecía un aspecto horrible, como si una mano gigante la hubiera aplastado contra el suelo. La agonía escrita en ella era aterradora. Delia se apoyó en la pared del cobertizo y lloró en una mezcla de conmoción y lástima escandalizada. ¡Nadie se merecía que lo vieran muerto de esa manera! Era horroroso, era inhumano, era… Delia sollozó.

En cuanto fue capaz de moverse cerró la puerta y volvió a poner el candado en su lugar, luego se dirigió a la puerta trasera: una tarjeta de crédito le sirvió para abrirla. Una vez dentro, se sentó en una silla y acercó un teléfono que había sobre el mostrador.

—¿Carmine? Soy Delia. He encontrado a Emily Tunbull… Quiero personal que respete los cadáveres de verdad… —Volvió a sollozar—. No, ¡insisto! La pobre mujer ha quedado profanada, no había visto nunca nada parecido. No quiero que su familia ni ningún idiota le ponga la vista encima hasta que se hayan ocupado de ella, ¿queda claro? —Y colgó sin añadir una sola palabra, sin esperar a que Carmine contestara o le diera indicaciones.

Acudió él mismo, acompañado por el aullido de la sirena y seguido de cerca por Paul Bachman y Gus Fennell.

—Delia, ¿qué demonios ocurre? —preguntó, entrando en la cocina—. ¿Está ahí dentro? Paul y Gus necesitan saberlo.

—Está en el cobertizo del fondo. Abre el candado con ganzúa, es fácil. Y luego echa un vistazo. —Delia intentó limpiarse el rímel corrido y volvió a venirse abajo—. ¡Ay, Carmine, es horrible! Di a Paul y Gus que las fotografías deben quedar bajo custodia.

Carmine desapareció y regresó poco después, pálido.

—Ya veo por qué estás tan afectada. Es inadmisible. No te preocupes, Paul y Gus ya están allí, todo irá bien, te lo prometo. —Fue al salón y regresó con una botella sin abrir—. Toma, bébete esto —dijo, a la vez que le servía coñac de la botella—. Adelante, Deels, haz el favor de bebértelo.

Ella obedeció; recuperó un poco del color después de tener arcadas y lograr contenerlas a base de esfuerzo.

—No lo olvidaré nunca —dijo entonces—. Carmine, te lo ruego, enciende una vela para que yo no muera así. Despojada hasta del último ápice de dignidad… ¡Qué horror, qué horror! No lo olvidaré nunca. ¿Qué le ocurrió?

—Tetrodotoxina por vía oral, creo yo —respondió Carmine, al tiempo que le calentaba las manos frotándoselas—. Mucho peor incluso que la estricnina.

—¡Enciende una vela! —insistió ella.

—Encenderé un centenar. Igual que tío John. Pero tenemos un arma secreta: la señora Tesoriero. También la meteremos en esto, Delia. A ti no te ocurrirá nada parecido, te lo garantizo.

Delia rompió a llorar de nuevo. Carmine la dejó tranquila, y luego ordenó que la llevaran a casa. Se recuperaría, lo sabía, pero con el maquillaje corrido por toda la cara, no estaba como para que la viera nadie.

Abe ya estaba allí cuando volvió al cobertizo.

Resultó que Emily tenía un pasatiempo después de todo. El cobertizo era de ella y contenía la parafernalia de una escultora. Su afición era la cerámica y había muestras de su trabajo en unos estantes: bustos de retrato, cabezas de caballo, gatos en poses diversas. Las paredes estaban revestidas con aislante; la luz entraba por el tejado a través de láminas de plástico translúcidas, y el aire por medio de un ventilador en la parte superior de dos paredes opuestas. Nadie alcanzaba a ver el interior, lo que llevó a Abe a preguntarse cuánta gente sabría de su hobby.

—A mí nadie me lo mencionó —dijo Abe—. Ni siquiera ella.

—Tenía intención de vender las piezas a tiendas de regalos una vez las hubiera vidriado y horneado —comentó Carmine—, y la familia no la apreciaba mucho. Creo que quería darles una buena sorpresa y cortarle un poco las alas a Davina.

Los bustos de retrato probablemente no eran para venderlos, y tal vez nunca fueran a pasar por el fuego, pero demostraban un talento del que carecían otras piezas. Emily era capaz de sugerir carácter en los retratos, como en el busto de Max: un viejo cansado que intentaba ser joven. Y, en el caso de que Millie Hunter lo hubiera visto, habría coincidido con la interpretación que había hecho Emily de Davina: Medusa, con todas las serpientes en su cabeza.

El cuerpo ya había sido retirado, pero la porquería que no había quedado adherida a Emily seguía allí, así como un tenue indicio de putrefacción.

—¿Ha dicho Gus cuánto tiempo llevaba muerta? —preguntó Carmine.

—Casi veinticuatro horas —respondió Abe—. Ha calculado que ocurrió ayer por la tarde, poco después de las cuatro.

—¿No hay comida por aquí?

—Nada. Solo una garrafa de agua y un vaso. Paul se ha llevado los dos —explicó Abe—. Tengo entendido que Delia está afectada, ¿no?

—Mucho. La obscenidad del acto le ha llegado muy hondo.

Abe hizo un ligero gesto de disgusto.

—Ojalá Gus no hubiera trasladado el cadáver antes de llegar yo.

—Lo ha hecho por orden mía, Abe. Lo he visto, y tú tampoco habrías observado nada más allá de la pura obscenidad. La pobre criatura se había arrancado toda la ropa durante la agonía y murió retorcida. Delia ha pedido que no la viera nadie, y la he complacido. Te llegarán las fotos, pero guárdatelas. Liam y Tony no tienen por qué verlas. Es un asunto femenino, y lo respeto.

—Por mí no hay inconveniente. —Abe se había dado media vuelta para irse cuando reparó en una cajita sobre un estante, entre un gato ovillado y otro sentado sobre sus propias patas—. Qué sitio tan curioso para dejarla —dijo, la abrió y luego sostuvo en alto el contenido: una ampolla de vidrio casera con la cantidad de polvo suficiente para cubrir con una capa fina una moneda de diez centavos. Incluso con guantes, la cogió con delicadeza; luego la volvió a dejar en la caja y puso la caja en el estante—. Tengo que esperar a Paul —señaló.

—Cierra el cobertizo con candado y pon un hombre de guardia, Abe. Tenemos que registrar la cocina antes de que llegue a casa el marido.

Val Tunbull llegó escoltado por un coche patrulla; no le habían puesto al tanto de la suerte que había corrido Emily, solo de que se requería su presencia en casa.

Abe salió a recibirlo en la puerta principal y lo acompañó a su propio salón; la cocina era una colmena de actividad y no se atrevieron a ofrecerle café o té. Había una botella de bourbon sin abrir en el carrito de los licores; tendría que bastarle con eso cuando llegara el momento.

Un hombre de cincuenta y tantos años, Val Tunbull tenía un rostro agradable, despejado y bien parecido, coronado por una buena mata de pelo amarillo dorado, que Abe y Carmine habían llegado a asociar con los Tunbull.

—¿Qué ocurre? —preguntó, perplejo, aunque no en tono agresivo; era el suplente en los negocios familiares, y lo suyo no era fanfarronear ni avasallar.

La noticia de la muerte de su esposa lo conmocionó visiblemente, pero rehusó el alcohol.

—Té, prefiero un té —dijo, con lágrimas resbalándole por la cara.

Abe se decidió.

—Lo siento mucho, señor Tunbull —le advirtió—, pero tenemos que confiscar toda la comida y la bebida que hay en su casa. Su mujer fue envenenada y no sabemos cómo ingirió el veneno. ¿Está su hijo en casa?

—Sí. Al venir a buscarme la policía, nos ha seguido.

—Entonces, ¿por qué no vamos usted y yo a casa de su hijo? Puede tomarse el té allí, y así tendrá compañía también.

Val Tunbull se puso en pie de inmediato.

—Sí, por favor. Tengo que contárselo a Ivan: le partirá el corazón.

Abe lo llevó hacia la puerta principal.

—¿Tenía enemigos, su esposa? —preguntó, a la vez que apoyaba la mano detrás del codo de Val.

Val dio un traspié; se apoyó un momento en Abe.

—Supongo. Ella…, detestaba a la primera mujer de Max, Martita, y eso ocasionó graves problemas. —Se interrumpió, se enjugó los ojos y se sonó la nariz—. A Max le resultó difícil perdonarla, pero ahora eso queda tan lejano que no veo qué importancia puede tener. Emily tampoco apreciaba a Davina, pero Davina la puso en su sitio. Martita habría sido incapaz de algo así. Por eso no me preocupó la campaña de Emily contra Davina. Es dura de pelar. —Hablaba con soltura, como si buena parte de aquello lo hubiera mantenido en secreto a falta de alguien dispuesto a escuchar—. Y Emily había descubierto la escultura en arcilla y cerámica: le encantaba, sencillamente le encantaba. Yo creía que algunas piezas eran maravillosas, y la animé. Se pasaba en el cobertizo día y noche. Hice que lo aislaran y lo dejaran bien cómodo. Se lo pasaba en grande. Por fin era feliz. —Se echó a llorar con desolación.

Abe le instó a dejar de caminar hasta que se hubiera recobrado; luego continuaron lentamente.

—¿Comentó alguna vez algo su esposa sobre el envenenador?

—Me dijo que sabía quién era, pero lo cierto, teniente, es que no la creí. Meter esa clase de bolas era el gran pecado de Emily: le encantaba escandalizar a la gente así, ¿sabe? Pero estoy seguro de que se lo había inventado. A decir verdad, a Emily le habría encantado ser como Davina: prepotente, glamurosa, más lista que el hambre.

—¿Dijo algo en concreto? ¿Mencionó un nombre?

—No me entiende, teniente. Nunca decía nada convincente. Esta vez aseguró que sabía dónde estaba el alijo de veneno. ¿Alijo? No, creo que esa palabra es de mi cosecha. Emily dijo provisión, me parece. En cualquier caso, ya sabe a lo que me refiero.

—Pues sí.

—Pero no he podido sacarle nada más —le dijo Abe a Carmine unos minutos después—. Sabemos que ella tenía una ampolla de la sustancia, pero eso no es un alijo. Al envenenador le quedaban al menos tres ampollas, tal vez más, si guardó lo que no utilizó cuando tomó las dosis para las inyecciones.

—Sea como sea —dijo Carmine—, no vamos a encontrar tetrodotoxina en la cocina de Emily, ¿verdad?

—No, no la vamos a encontrar. ¿Qué creo yo? Que estaba en la garrafa de agua.

Una conclusión a la que también había llegado Gus Fennell.

—No queda ni rastro en su estómago —dijo a Carmine y Abe—. Vomitó con tanta intensidad que las muestras de vómito que hemos retirado del suelo también contenían materia intestinal. Había tetrodotoxina, pero la naturaleza de la comida era imposible de determinar más allá de que era blanda, rápidamente digerida y sin apenas grasas. Lo único que hemos podido reconstruir era un poco de masa de pan en torno a una especie de relleno al curry, pero eso no llevaba veneno en absoluto. Supongo que fue el agua de la garrafa.

—¿Tiene algún sabor? —preguntó Abe, curioso.

—¿Quién sabe? ¿Quieres probar? —preguntó Gus.

—¡No, gracias!

—¿Has conseguido dejarla presentable, Gus? —se interesó Carmine.

El semblante anodino se vino abajo.

—No. Después de remitir el rígor mortis, pude enderezarla y disponer el cadáver de una manera decente, pero la cara no tiene remedio. Su marido tendrá que identificarla, pero la enterrarán con al ataúd cerrado, no puede ser de otro modo.

—¿Hora de la muerte?

—Entre las cuatro y las seis de la tarde de ayer.

—Val Tunbull dijo que trabajaba día y noche en el cobertizo, pero no mencionó que anoche no pasó por la casa.

—Creo que el pasatiempo de Emily le permitía librarse de deberes domésticos o conyugales que ya no la entusiasmaban —comentó Carmine—. Había un sofá muy cómodo en el cobertizo, y una buena estufa. Supongo que Val no mencionó su ausencia porque es algo que ocurría a menudo. ¿Alguien apuesta a que él come habitualmente en la casa de al lado con su hijo y su nuera?

Paul entró en el despacho de Gus.

—¿Queréis las novedades sobre la ampolla? —preguntó; su rostro era oscuro, inescrutable.

—¿Por qué no? —dijo Carmine.

—Polvos contra las pulgas. Ni rastro de tetrodotoxina.

—¡Joder! —exclamó Carmine.

—¿Alguna huella? —preguntó Abe.

—Solo las de Emily. Creo que nos hemos topado con una auténtica pista falsa —comentó Paul.

—Me parece que la que se encontró con una pista falsa fue Emily —dijo Carmine tras hacer una pedorreta—. Hace falta mucho descaro para jugar con una víctima en potencia antes de asesinarla. ¿Ahora qué, Abe?

—Depende. ¿Has roto la ampolla, Paul?

—No. Hice un orificio en la parte inferior y la vacié así. El chisme en sí sigue por lo demás intacto. —Paul hizo una mueca—. Lo único que puedo decir es que quien lo hizo es un mero aficionado.

—Voy a llevárselo a Millie Hunter —dijo Abe—. Seguro que hace algún comentario revelador al respecto.

Abe la encontró en su laboratorio, aunque sin duda era ya hora, pensó, de que una mujer casada estuviera regresando a casa para preparar la cena. Pero no en el hogar de los Hunter, supuso; era un domicilio que funcionaba a fuerza de cenas precocinadas que se quemaban porque olvidaban cuándo las habían metido en el horno.

Trabajaba en una sala interior de unos tres metros por dos y medio; un cruce entre laboratorio y alacena, a juzgar por la cantidad de estantes en las paredes. El suelo estaba cubierto de módulos estándar con equipamiento electrónico, cables sujetos con cinta adhesiva para no tropezar con ellos y un minúsculo fregadero con grifo de cuello de cisne que parecía ser el único lugar donde había agua salvo por unas garrafas con etiquetas de «Destilada» o «Desionizada». Llevaba a cabo sus procedimientos sobre un carro de acero inoxidable meticulosamente cubierto con paños de lino, y tenía una autoclave pequeña pero adecuada en un estante, así como, en un hueco, una nevera/congelador con una lengüeta de acero y un candado.

La sala estaba muy bien iluminada por hileras de fluorescentes bajo difusores en el techo; Bach sonaba desde otro estante, donde había un radiocasete barato. Todo estaba limpio como los chorros del oro, pensó Abe al recorrer el laboratorio con la mirada; su alma pulcra sintió admiración por la clase de persona capaz de meter tanto en tan poco espacio. La propietaria de la sala era una persona organizada y obsesiva. Cree el ladrón que todos son de su condición.

—Ojalá pudiera decir que me alegro de verle, Abe —dijo Millie, encaramada al único asiento de la habitación, un taburete alto y acolchado que giraba.

Abe se quedó en un espacio vacío con los codos pegados al cuerpo.

—Ya lo sé, Millie, y soy del mismo parecer. ¿No pueden buscarle un laboratorio más grande? Este está más atestado que una celda en Sing Sing.

—No soy un pez lo bastante gordo —dijo ella con buen humor—. Nunca me darán el premio Nobel, pero contribuiré con una pizca de conocimiento al funcionamiento del sistema nervioso central, algo así como una pieza perdida de cielo azul en un puzle de cielo azul. Es el trabajo de Jim el que resulta revolucionario, y por eso dispone de toda una planta de la Burke en la actualidad.

—Bueno, creo que es maravilloso que se lo tome así.

—Y creo que es maravilloso que usted me lo diga. —Su hermoso rostro adoptó un gesto más sobrio—. ¿En qué puedo ayudarle, Abe?

Sacó una caja y extrajo la ampolla.

—¿Hizo usted esto, Millie? No, no es peligroso. Contenía antipulgas.

Ella cogió la ampolla con curiosidad, negando con la cabeza.

—No, no es obra mía. Es muy tosca, y me atrevería a decir que no la hizo nadie capaz de calentar bien el vidrio en las condiciones de un laboratorio. Quiero decir que nosotros siempre estamos calentando y moldeando vidrio. El que hizo esto serró dos tubos de ensayo estándar por la mitad, introdujo el…, ¿antipulgas?, eso me gusta…, en el de abajo, lo puso derecho en un torno, calentó el borde superior, calentó el borde del otro y los fusionó como si fueran de plastilina. Seguro que no aspiraba a hacer el vacío en el interior. Yo hice las mías a partir de dos tamaños distintos de tubos de vidrio fino, y para cuando acabé, tenía algo con un aspecto bastante profesional —se jactó Millie.

—Si calentó el borde superior con la sustancia en la parte inferior del tubo, ¿no se habría visto afectado el polvo?

—No. El vidrio es muy mal conductor de calor.

—¿Tiene idea de quién hizo esta ampolla?

—Ni la más mínima, salvo que no fue un técnico de laboratorio. Yo despediría a cualquiera que no fuese capaz de obtener mejores resultados con un solo mes de preparación.

—¿Se le ocurre por qué escogió polvo contra las pulgas?

—Supongo que quiere decir que ha visto la tetrodotoxina. El color y la consistencia son más parecidos que, pongamos por caso, el talco o el azúcar en polvo.

—Gracias, Millie. —Abe tomó la ampolla de sus manos, volvió a dejarla en la caja y se metió la caja en el bolsillo—. ¿A qué hora va a casa, encanto?

—Voy a cerrar aquí ahora mismo, de hecho, pero luego subiré a la planta de Jim a ver si necesita que le eche una mano.

Abe regresó al coche bajo la noche fría y oscura, consciente de que tenía un nudo en la garganta. ¿Alguna vez tendrían un hogar propiamente dicho Jim y Millie? O quizá, pensó, como el hombre justo que era, ya tenían todo el hogar que querían o necesitaban: un laboratorio. Aunque no les serviría de consuelo en la vejez.

Un día desdichado para Delia, que, al llegar a casa, se preparó un baño y permaneció dentro hasta estar más arrugada que una pasa. No le quedaba ni pizca de maquillaje o rímel en la cara, tenía el pelo mojado pegado al cráneo y se quedó allí sumida en una dicha como la de mecerse en una cuna de líquido amniótico. Una de esas criaturas afortunadas cuya flotabilidad la impedía hundirse, hacia el final de la inmersión dio una cabezada, y el sueño surtió su efecto reparador. Al despertar fue capaz de salir de la bañera, ponerse un viejo albornoz a cuadros y unas zapatillas mullidas y pensar por fin en comida. La visión de Emily Tunbull había quedado enterrada en su lodo cerebral, y en caso de reaparecer, lo haría únicamente ante la muerte que se presentara de la misma guisa, y en las pesadillas.

Sacó cuatro salchichas británicas como es debido del congelador y las metió en el horno para que se descongelaran: no había prisa. Entre las (pocas) cosas que echaba en falta de Inglaterra, la primera de la lista era una buena salchicha británica. Por razones que no alcanzaba a entender, los americanos no tenían ni idea de cómo hacer una salchicha decente; lo único que producían eran esas cositas duras y horribles que comían para desayunar, ¡embadurnadas en almíbar! Pero Delia conocía a un carnicero en la otra punta de Utica que hacía salchichas británicas de verdad, y cada seis meses, pertrechada con una caja de poliestireno del laboratorio y una bolsa de hielo seco, se aprovisionaba de salchichas y las guardaba en el congelador.

Esta noche comería salchichas y puré de patatas con guisantes, pero no hasta después de haberse tomado varias copas de jerez. Encendió la chimenea de imitación, buscó la excelente novela de misterio que tenía a medio leer y se fue con una copa, la botella de jerez y el libro a la ventana. La idea más reconfortante en el fondo de su mente era que Carmine estaba encendiendo velas. Estaba a salvo, eso seguro.