Apenas había amanecido cuando Liam Connor aparcó en segunda fila en una calle de Queens no muy lejos del aeropuerto JFK; subió cinco peldaños hasta una puerta principal azul pálido, buscó el nombre de Q. V. Preston y llamó al timbre. A todas luces las cosas habían salido según lo planeado; la puerta emitió un chasquido y se abrió, pero a Liam no le hizo falta entrar. Su presa estaba saliendo, abrigada para un viaje invernal a Connecticut.
—Este tiempo le helaría las pelotas a un mono de latón —comentó el señor Q. V. Preston al tiempo que se acomodaba en el asiento del acompañante y buscaba con la mano el cinturón de seguridad, de lo que dedujo Liam que no se montaba en muchos coches; los partidarios del cinturón de seguridad estaban teniendo problemas para convencer a la población de que se lo abrochara, y los polis eran los peores infractores: les parecía una suerte de restricción.
—En el coche hace calor, señor Preston.
—¿Podemos parar a desayunar en ese pequeño restaurante de carretera tan bueno que hay en Co-op City?
—Claro —accedió Liam, que tenía órdenes de ser amable.
El trayecto de tres horas (con desayuno incluido) transcurrió muy agradablemente; el señor Q. V. Preston tenía historias muy interesantes y el restaurante de carretera de Co-op City era soberbio. Liam tomó nota para futuras excursiones a la Gran Manzana.
Sobre todo, el señor Q. V. Preston disfrutó de lo lindo con la salida, arrancado de sus rutinas cotidianas como había sido, según le explicó a Carmine, que le dio la bienvenida y lo llevó al despacho de Delia para la entrevista, porque las sillas eran más cómodas y sin duda tenía un toque femenino, como ponían de manifiesto los jarrones con flores. Las preguntas las haría él, pero todos los miembros de su equipo o del equipo de Abe que podían estaban allí, dispersos por el despacho como si se dispusieran a charlar amigablemente.
Habían tenido un golpe de suerte extraordinario cuando Liam empezó a indagar en Inmigración y Naturalización acerca de un par de refugiadas yugoslavas llamadas Davina Savovich y Uda X: el tipo que se había ocupado de su caso seguía en el departamento, trabajando en la ciudad de Nueva York, y aseguraba recordarlas bien.
Su nombre completo, dijo a la grabadora, era Quinn Victor Preston, y once años atrás había estado trabajando en el Puerto de Nueva York.
—Las dos chicas habían llegado como polizones en un carguero italiano que zarpó de Trieste, y para cuando llegaron hasta mí, se encontraban en mal estado. Davina chapurreaba un poco el inglés, lo suficiente como para que no fuera necesario un intérprete. Siempre alteran el sentido, según mi experiencia. Vina y Uda eran eslovenas, es decir, de los principados balcánicos más occidentales, que el mariscal Tito combinó bajo un solo gobierno como Yugoslavia. Los distintos principados no podían ni verse, sobre todo aquellos en que la población musulmana y la cristiana estaban distribuidas de manera más o menos pareja. Ningún problema en Eslovenia, que abarca aproximadamente los Alpes yugoslavos: apenas había musulmanes, si es que había alguno.
»Davina me pareció sumamente inteligente —continuó Preston, cogiendo carrerilla—. Su inglés mejoraba a cada frase que cruzábamos: veía cómo archivaba en la cabeza la gramática, que es siempre el aspecto más difícil del inglés para los europeos del Este. Estaba delgada como si acabara de salir de un campo de concentración nazi, era toda piel y huesos, quizás unos cuarenta kilos. Uda estaba igual de mal. No tenían documentos, y se pusieron literalmente a mi merced; yo era el jefazo en aquellos tiempos. Ahora trabajo para aerolíneas, un mundo distinto.
Se retrepó en la silla y tomó un sorbo del café de la poli sin quejarse; el café de Inmigración debía de ser igual de malo, pensó Carmine, que no quería atosigarlo. Un hombre próximo a la edad de jubilación, que por lo visto vivía solo y no era de esos que buscan las viudas: demasiada grasa en torno a la cintura, muy poco pelo, una cara aburrida, la ropa desaliñada. Lo más probable es que tuviera buenos ahorros, pero sencillamente no se los gastaba probando suerte con las mujeres cuando la tele le ofrecía retransmisiones deportivas, y la nevera, cerveza. Aun así, la adolescente Davina Savovich le había causado impresión.
Dejó la taza.
—Cruzaron las montañas, ¡los auténticos Alpes!, hasta Trieste, se escondían durante el día y avanzaban por la noche. Robaban comida cuando tenían ocasión. Descubrieron que el Cavour zarpaba hacia Nueva York y de algún modo subieron a bordo. Lo primero que comprobé fue si Davina se había prostituido para conseguirlo, pero no lo había hecho. Con el paso del tiempo, entendí mejor que no era el sexo su manera preferida de alcanzar sus fines. Sospecho que sufrió una violación en grupo en alguna parte, y eso aniquiló su deseo sexual, incluso como herramienta.
—Suele ocurrir —coincidió Carmine, a la vez que le llenaba de nuevo la taza.
—Pidieron asilo en Estados Unidos de América —siguió Preston—. Yo le pregunté cómo tenía intención de ganarse la vida si se lo concedían. Trabajando, dijo, en lo que encontrase. Hiciera lo que hiciese, Uda la acompañaría. Tenía planeado ir a uno de los hoteles grandes para ofrecer sus servicios como limpiadoras. Como suele ocurrir, el que le sonaba era el Plaza. Yo conocía al gerente de un hotel menos famoso, el Grand Lion, y le llamé para ver si su establecimiento podía ofrecerles un puesto. Él…, bueno, aceptó sin pensárselo, convencido de que serían más manejables que las puertorriqueñas.
—¿Quiere decir que tenía usted organizado una especie de chanchullo? —preguntó Tony Cerruti, que vio cómo caían sobre sí un montón de miradas gélidas. «¡Qué estupidez, Tony, qué estupidez!».
Al señor Q. V. Preston la pregunta no le molestó en absoluto.
—Solo tendría organizado un chanchullo si hubiera aceptado compensaciones, y no las aceptaba —dijo con toda tranquilidad—. Un funcionario de Inmigración y Naturalización no tiene el deber, estrictamente hablando, de gestionar una empresa de trabajo, pero a veces esas cosas ocurren por puro accidente. Yo tenía un amigo. Mi amigo tenía un hotel. Necesitaba tener la seguridad de que las personas a quienes concedía visados tendrían un empleo digno, y mi amigo hostelero tenía puestos vacantes. ¡Oye, Preston! —Rio disimuladamente de sus propias palabras.
—Pero las chicas eran menores de edad —objetó Tony.
«¡Tony, Tony!».
—¡Eso ya lo sabía! Sea como sea, no tenían papeles de ninguna clase y Davina juró que Uda y ella habían cumplido los veintiún años. —Se encogió de hombros—. Yo tenía dos opciones. Negarles la petición de asilo, lo que suponía enviarlas de regreso a disturbios y penurias que bien podían costarles la vida. Lo hago a diario, caballeros, pero no me entusiasma precisamente. La otra opción era mandar a Davina y Uda a mi amigo del hotel como empleadas legales. —Torció el gesto—. ¡Tenía muchas esperanzas respecto a Davina! Estaba convencido de que se las arreglaría, y algún día sería una persona valiosa para este país. Cosa que no puedo decir de muchos de los refugiados que se presentan ante mi mesa.
—¿Así que obtuvieron sus papeles y fueron a trabajar al hotel? —preguntó Tony, dichosamente ajeno a que no se trataba de un interrogatorio propiamente dicho.
—Sí. Tuve una conversación seria con Davina, advirtiéndole que podía retirarle su estatus de inmigrante cuando me viniera en gana si no cumplía con su parte del trato. Así que nada de prostituirse ni robar. Davina prometió que trabajarían duro, y eso hicieron.
—¿Cómo puede estar seguro, señor Preston? —preguntó Abe en tono cortés.
—Tenía que presentarse cada seis meses para informarme de su situación. Y, naturalmente, me mantenía en contacto con mi amigo del Grand Lion. —Cruzó la cara de Q. V. Preston una sonrisa nostálgica—. El cambio que vi en ellas al cabo de los primeros seis meses fue increíble. Las dos habían engordado y Davina había tenido ocasión de ir a un salón de belleza: ¡estaba preciosa! ¿Y Uda? Bueno, Uda seguía siendo Uda, solo que más gorda. Las habían puesto a trabajar en la cocina del hotel y habían avergonzado a las puertorriqueñas hasta tal punto que fueron objeto de amenazas. Davina no se dejó intimidar en absoluto. Se rio de ellas y dijo que si intentaban algo, las rajaría: «todo el mundo tiene que dormir», susurró. Cualquier otra mujer habría acabado con el cuello cortado, pero a Davina la creyeron. La tomaron por una bruja.
—No me extraña —comentó Carmine, risueño.
—Cuando les di mi aprobación, mi amigo puso a Davina en el puesto de azafata del restaurante: su inglés había mejorado a ojos vistas. Uda la acompañó como ayudante personal. —Preston dejó escapar un suspiro de alegría—. Davina llevaba como azafata casi seis meses cuando el propietario de una agencia de modelos fue a cenar allí y le ofreció incluirla en su cartera. Le dije que no dejara pasar la oportunidad.
—Así sin más —dijo Carmine.
—Sí, fue muy sencillo, pero solo después de mucho sufrimiento, no lo olvide, capitán. —Adoptó un semblante triste—. Solo volví a verlas una vez, cuando Davina apareció en las carteleras y levantando las piernas en los anuncios televisivos de gel de baño. Había más modelos bonitas, pero Vina tenía un don extraordinario: ver sus fotos te llevaba a creer firmemente que el producto que anunciaba era mejor que la competencia. Cerré mi expediente sobre ellas con la nota de que se les concediera la ciudadanía tan pronto como fuera posible, y ahí terminó todo. O… casi. —Se interrumpió.
—¿Qué más, señor Preston? —preguntó Carmine.
—Oí que después de obtener la ciudadanía Uda y ella, se mezclaron con un tipo sospechoso llamado Chez Derzinsky: me parece que tuvo algo que ver con un fraude. Hay un teniente de policía en Brooklyn, que antes estaba en uno de los distritos del centro de Manhattan, que podría contarles mucho más: Milton O’Flannery.
Liam ya lo estaba anotando.
—Pero ¿no volvió a verla en persona? —insistió Carmine.
—No. Nunca esperé que me hiciera una visita nostálgica: esa chica no vuelve la vista atrás. Pero me encantaría saber cómo le fue en Connecticut.
—Iremos a comer a Malvolio’s antes de que le llevemos a casa y se lo contaré. Pero antes, ¿qué más nos puede decir sobre Uda? —preguntó Carmine.
Q. V. Preston pareció sorprendido.
—Yo siempre pensé que constituía una de las mayores virtudes de Davina —dijo—. En ningún momento dejó de lado a su hermana disminuida.
—¿Su hermana?
—Cómo, ¿no lo sabían? ¡Qué increíble! Son hermanas mellizas. Su familia es muy antigua, y por lo visto muy endogámica. Davina me contó que para contrarrestar el efecto de la endogamia, sus bisabuelos y tatarabuelos y sus hermanos habían contraído matrimonios peculiares, con chinos, negros y demás.
—Sospecho que nada de eso se sabe en Connecticut, ni siquiera su marido y la familia de este —dijo Abe.
—Con Davina, ¿quién sabe? —comentó Preston—. Ella era la melliza mayor, y salió perfecta. Uda nació con un aspecto extraño, aunque es pura apariencia. Es tan inteligente como Vina, creo yo.
Tony Cerruti había recibido el encargo de llevar de regreso a su casa al funcionario de Inmigración, pero en vez de comer en Malvolio’s, tuvo que tragarse un despiadado sermón de Carmine.
—¡Eso ha sido estúpido, Tony, clara, simple e increíblemente estúpido! Ese hombre es un alto ejecutivo de una organización mucho más importante que la policía de Holloman, y nos ha brindado la jornada para ofrecernos información que necesitábamos desesperadamente acerca de dos sospechosas en un asesinato. ¿Y qué haces tú? Vas y le haces sentir como un sospechoso con preguntas indiscretas. Juro que estoy tentado de volver a ponerte de uniforme, Tony, si después de un año en Detectives no has afinado el instinto un poco más. Aún tienes que llevarlo a casa, pero ya te puedes preparar si haces algún comentario fuera de lugar. Quiero que lo dejes delante de su televisor como si hubiera pasado un día estupendo por ahí. Ahora largo, y métete en algún sitio donde no pueda verte.
Después de lo cual, naturalmente, tuvo que oír el mismo sermón de labios de Abe Goldberg: un corte más profundo si cabe porque provenía de un instrumento menos afilado.
Carmine arqueó una ceja hacia Liam y Abe.
—¿Qué clase de hermana obedece con solo chasquear los dedos? —preguntó.
Liam sonrió.
—Ninguna de la que haya oído hablar mi familia. Si Sheila chasqueara los dedos a Pauline, la pelea se oiría desde Stamford, Hartford y New London.
—Mis hermanas también. Supongo que tener aspecto de disminuida psíquica debe de afectar al funcionamiento de una relación entre hermanas, pero Davina, según tengo entendido, trata a Uda con auténtico desprecio. O quizá —continuó Carmine, en tono de estar pensando— es todo un cuento para que nos lo traguemos.
—Y para que se lo traguen los Tunbull, que están convencidos de que Uda es una especie de esclava —señaló Abe, igualmente pensativo—. Tenemos que investigar más a fondo a esas dos, Carmine.
—¿A quién se lo encargamos?
—A Delia —sugirió Liam al instante.
—A Delia —dijo Abe, respondiendo a coro.
—Yo también lo creo, sin duda. Delia, mañana por la mañana. Es una pena que no haya estado aquí para conocer al señor Preston.
Esa misma tarde Carmine convocó una reunión en su despacho; el único que no estaba presente (aparte de Nick) era el desafortunado Tony, que estaba llevando a Q. V. Preston de vuelta a Queens. La noticia de su caída en desgracia ya había pasado de la Policía a Planificación Urbana, Asistencia Social y una docena más de empleados del laberinto de Servicios del Condado.
—Estamos estancados —reconoció Carmine— en un caso que se va a cimentar sobre pruebas circunstanciales. Por suerte para nosotros los demás delitos que reclamaban nuestra atención han sido sencillos, con pruebas evidentes y testigos. Pero este es un cenagal, sin una corriente clara a la vista. La lista de sospechosos es breve y los móviles, evidentes. John Hall fue asesinado porque sabía algo de alguien relacionado con la edición de libros en Chubb University Press, posiblemente del libro con el título de Un dios helicoidal. El doctor Tinkerman fue asesinado para eliminarlo de su puesto de decano de investigación de C.U.P. Una vez más, sale a colación el libro Un dios helicoidal. Sin embargo, no debemos tomarlo por un hecho probado. Podría ser una tapadera, una pista falsa. El móvil de ambos asesinatos podría estribar en relaciones personales que no tienen nada que ver con los libros como tales. —Se paseó por el despacho, frunciendo el entrecejo ligeramente—. Los Tunbull son la clave. Todos los presentes en la cena de Davina son sospechosos del asesinato de John, que, según indican las pruebas, no pudo haberlo cometido nadie desde fuera. Y todos esos sospechosos estaban presentes en el banquete en el que murió Tinkerman.
Escribió en la pizarra:
—«James y Millicent Hunter. Max y Davina Tunbull. Val Tunbull. Ivan Tunbull», y no lo olvidemos, «Uda Savovich». Que no estaba en el banquete.
Dejó la tiza.
—Eso es todo. Una de esas personas cometió el doble asesinato. A primera vista, me inclino a descartar al doctor James Hunter porque el dispositivo que encontramos era muy pequeño para su mano y sus dedos. Sea como sea, pensándolo más detenidamente, el dispositivo podría haberlo dejado de manera deliberada Hunter, provisto de otro que encajara en su mano a la perfección. —Regresó a la pizarra tras otro rápido paseo—. Ha llegado el informe de Paul. El dispositivo que encontró Donny nunca contuvo ni una gota de tetrodotoxina. Lo que nos deja entre la espada y la pared: ¿fue así como administró el asesino el veneno, o utilizó otra cosa? Es posible que nunca lo averigüemos. Abe, ¿qué tienes tú?
Abe se puso en pie con gesto sosegado.
—La influencia de Davina sobre la familia Tunbull es muy acusada —dijo—. Se han tomado decisiones que nunca se habrían tomado de no ser por la presión de Davina. Sobre todo, la tirada de veinte mil ejemplares de Un dios helicoidal que C.U.P. no autorizó. ¿La razón de Davina? Que así ya no se discutiría el título elegido por el doctor Jim, al que Tinkerman se oponía. Él estaba a favor de Ácidos nucleicos, que no es el mejor título para llamar la atención de alguien que curiosee en una librería. Si los rumores son ciertos, Tinkerman consideraba el libro del doctor Hunter una afrenta a Dios, y estaba decidido a que el título omitiera cualquier referencia al Creador. Su táctica, y, a partir de ahí, la táctica de C.U.P., sería menospreciar el libro desde el punto de vista académico y asegurarse de que no alcanzara el éxito popular. Así que supongo que me decanto por que el libro es un móvil para el asesinato.
Delia lanzó un bufido.
—Según Davina, esa tirada no suponía el menor riesgo. Uda había pronosticado el futuro de Tinkerman, que era morir en el banquete. Davina creía la visión de Uda a pies juntillas: Tinkerman iba a morir, lo que no es lo mismo que decir que Davina, o Uda, lo mataran. Aunque confieso, jefe, que el fenómeno de la tirada no autorizada me desconcierta.
—A mí también —coincidió Buzz—. Bueno, Max lleva más de veinte años asociado con C.U.P. Es un empresario sofisticado además de astuto. Conque, ¿por qué hizo tal cosa?
—Sospecho que hay respuestas, pero aún no hemos dado con el oráculo adecuado —dijo Abe, sonriendo—. El hombre que puede ofrecernos respuestas es el antiguo decano de investigación, Don Carter, que figura en mi lista de personas a entrevistar. Sugiero que os toméis lo de la tirada como una decisión más lógica de lo que parece.
—Vale —dijo Buzz, que sonrió con picardía—. Tengo otra pregunta, Carmine: los Parson, los colegas de Tinkerman, eran lo bastante influyentes para obligar a M. M. a hacer lo que le dijeran: ¿por qué no figura el nombre de M. M. en la pizarra como sospechoso?
—Estoy de acuerdo en que debería ser uno de los sospechosos, Buzz —dijo Carmine en un tono cargado de ironía—, pero yo no tengo la fortaleza intestinal necesaria para escribir «Mawson MacIntosh» en esta pizarra. M. M. sería perfectamente capaz de matar en defensa de su adorada universidad, pero su especialidad es el asesinato del carácter de uno antes que nada, y si eso no da resultado, de su mismísima alma. Por suerte está en el bando de los ángeles, y sus víctimas vienen siempre directas del infierno.
Buzz hizo una mueca de dolor y alzó las manos en ademán de rendición.
Fue Abe quien habló:
—Es posible que me esté alejando del asunto, muchachos, pero ¿ha visto alguien al bebé de Max y Davina? ¿El famoso Alexis?
La pregunta fue recibida con un silencio vacío hasta que Delia contestó:
—Yo no, y supongo que eso quiere decir que no lo ha visto ninguno de vosotros. ¿Qué sospechas, Abe? Estoy intrigada.
—Supongo que empecé preguntándome si le ocurría algo al bebé. Luego pasé a plantearme si había un bebé. He charlado un par de veces con Emily Tunbull, que es una mala pécora, y me hizo sospechar al decir que en realidad ella no había visto nunca a Alexis, solo una mantita dentro de la que podía haber habido un muñeco —explicó Abe—. Su teoría es que Alexis es un producto de la imaginación de Davina y en el fondo no existe. Emily cree que Davina ha engañado a la familia con la connivencia de Max. La pasión de Emily es su propio hijo, Ivan, a quien la llegada de Alexis ha desposeído de su herencia.
—Qué interesantes son las familias, ¿eh? —comentó Delia—. Lo que ve alguien desde fuera no es más que lo que la familia quiere que vea.
—Me alegra que pienses así, Delia —dijo Carmine—, porque vas a investigar los parámetros existentes de la familia Tunbull, armada con lo que ahora sabemos sobre Davina y Uda. Habla con Emily. Y exige ver a la criatura sin mantita. —Echó atrás la cabeza y rio—. Me encantaría ir a ver a su señoría el juez y pedirle una orden para que nos enseñen un bebé sin mantita.
—Es tan puñetero que sería capaz de dártela —aseguró Abe.
Prunella, que seguía viviendo con sus padres, se había hecho cargo de Julian y Alex durante el día y la noche para ofrecer a Desdemona la rara oportunidad de pasar a solas toda la velada con su marido. La experiencia de Carmine con los días de labor le había llevado a escoger el miércoles como su jornada especial, sobre la teoría de que si discurría como solían discurrir los miércoles, volvería a casa temprano. Y estaba en lo cierto; los asesinatos de la tetrodotoxina se habían ido a pique y para las cinco ya entraba por la puerta.
—Qué maravilla —dijo Desdemona, sonriendo al verlo en su sillón, sin ningún niño encima, sí, pero con el estorbo de Winston, un gato anaranjado grande y gordo—. Reconozco que las mascotas son lo peor, porque siempre quieren tumbarse en tu regazo, pero Frankie es un reposapiés estupendo. —Pasó los tobillos y los talones descalzos por el costado de Frankie, a lo que el perro respondió con unos formidables gruñidos.
—La vida de familia es siempre distinta de la de los amantes. —Tomó un sorbo de su copa, consciente de que disponía de tiempo para hacerla durar y echar un par de tragos más antes de la cena. Así que preguntó—: ¿Qué hay de cena?
—Uno de tus platos preferidos. Saltimbocca alla romana, acompañada de ziti con salsa de tomate, y ensalada verde con vinagreta de aceite de nuez. Después, un queso medio líquido y deliciosamente apestoso que cuesta una fortuna.
—He muerto y estoy en el cielo.
—Cuéntame cómo va el caso.
Lo hizo mientras tomaba esa copa y la siguiente; ella escuchó con atención, frunciendo el ceño de vez en cuando. Al final, le llevó la tercera copa y lanzó un suspiro.
—Pobre Millie —dijo, enigmáticamente.
—¿Por qué ella, querida?
—Era tremendamente joven cuando tomó su decisión, y es demasiado terca para echarse atrás. ¡Quince años! El encanto de su relación debió de esfumarse cuando tenía veintitantos años, y para entonces seguro que todas sus amigas del instituto ya se habían casado al menos una vez, tenían un par de críos y se pasaban buena parte del tiempo lamentándose de un mobiliario que Millie habría considerado suntuoso. ¿Qué tenía Millie a los veintitantos años? Un genio egoísta por marido cuyo color le había provocado infinitos sufrimientos, una serie de apartamentos cutres llenos de muebles de la beneficencia, un coche viejo a medias, apenas calderilla en el bolso y ni el eco más remoto de risas, o lloros, infantiles.
—Visto así, y teniendo en cuenta sus orígenes, describes una situación terrible, Desdemona.
—¡Imagínatela en California! No habría sido un ser humano si no hubiera anhelado una vida mejor, y California fue la época en que vio sin asomo de duda cómo sería su vida de allí en adelante. John Hall no podría haber aparecido en un momento más propicio para sus propósitos ni hecho adrede: una Millie triste y desilusionada, madura para ser objeto de sus atenciones. ¿Sabía ella que las perlas y los diamantes eran de verdad? No tiene mucha importancia. Lo importante es que aquel hombre bien parecido y encantador se fijó en ella, le hizo regalos a ella. Millie es tremendamente lista, pero la bioquímica era un modo de abrirse paso hasta Jim, una garantía de que siempre tendrían de qué hablar en la mesa y en la cama cuando llegara la prosperidad. Había pensado que llegaría antes de que él obtuviera el doctorado. En California comprendió por fin que nunca la alcanzarían.
Carmine dejó de acariciar la cabeza de Winston.
—Me estoy saliendo de mi terreno —comentó, arrugando el ceño.
—Jim invierte el dinero de ambos en su trabajo —continuó Desdemona, camino de la cocina.
Carmine dejó caer al suelo a Winston, que se mostró afrentado, y siguió a su esposa pasando por el fregadero para lavarse las manos antes de sentarse a la mesita de la cocina.
—No puede hacer eso —dijo.
—Tanto si puede como si no, lo hace. Jim ve algún instrumento de investigación nuevo que no puede permitirse y trampea el presupuesto para comprarlo con el dinero del que disponen para vivir, o lo compra para el laboratorio de Millie con el dinero de ella. A Jim ni se le pasa por la cabeza que está exprimiendo las becas de ambos, niega a Millie la dignidad de su puesto. —Desdemona se atareó en la cocina—. Cuando por fin entraron a formar parte del cuerpo docente de Chubb, Millie tenía treinta años. Ahora ahí está, rayando los treinta y tres, viviendo en State Street. ¿Una profesora de Chubb viviendo en State Street? ¡Venga ya, Carmine! Todo el mundo sabe que las universidades importantes de veras ofrecen más prestigio que dinero, pero esos dos ni siquiera tienen el suficiente para subsistir. ¿Cómo puede un hombre que posee toda una planta de la Torre Burke de Biología estar viviendo en la miseria? M. M. sabe que es un premio Nobel en potencia, así que yo apostaría a que Jim tiene un sueldo bastante bueno. ¿La devolución de los préstamos estudiantiles? Eso deberían haberlo hecho tiempo atrás, incluido el dinero que les prestó John Hall para la operación de reconstrucción de los senos faciales, que imagino que, en realidad, John nunca esperó que le fuera reembolsado. No, Jim lo invierte todo en su trabajo con una compulsión ciega. Simpatizaría más con esa clase de impulso de no ser porque Jim saquea el sueldo y el dinero de la ayuda de su mujer como si fuera suyo. —Desdemona entrechocó las manos y lanzó un gruñido.
—¿Cómo es que ves todo eso cuando nadie más parece haberse dado cuenta?
La cena estaba en la cazuela, removía la salsa para los ziti y la pasta ya hervía. Desdemona pestañeó.
—Dirigía una unidad de investigación muy grande, Carmine. Lo sé todo acerca de los investigadores.
—Haces que me entren ganas de despreciar a Jim Hunter, y eso es un sentimiento nuevo.
Mezcló la ensalada y agitó con brío el tarro de la vinagreta que había preparado Desdemona.
—No tienes por qué despreciar a Jim, en serio. La respuesta no está en él: nunca la estuvo y nunca lo estará. Millie tiene que ponerle fin, así de sencillo. Sencillamente tiene que decir: «No, Jim, mi dinero es mío, mi instrumental es mío, y quiero vivir con comodidad. Eso significa que tienes que darme algo de tu dinero para variar de modo que pueda acondicionar el nido y tener mis criaturas». Nunca lo ha dicho porque piensa que la abandonará. ¡Vaya montón de sandeces! Jim Hunter sería tan incapaz de abandonar a Millie como la Luna de alejarse de la Tierra.
Con la cabeza dándole vueltas, Carmine puso cuchillos y tenedores, y las cucharillas de postre que Desdemona insistía en usar para recoger el líquido sobrante de cualquier plato.
—¿Un vino Syrah? —preguntó él.
—Ese chileno clarito tan rico. —Estaba lista para servir la cena—. No te ensañes con Jim, es un caso especial —advirtió—. Como hombre, no tiene ni idea de lo que son las mujeres, ni de lo que necesitan. Solo ha conocido a una mujer en su vida: Millie. Que se transformó en un felpudo para él, ¡a los quince años! ¿Cómo puede saber él que en realidad no es un felpudo? Ella no le ofrece el menor indicio.
Habían aparecido los cuencos de ziti y salsa, la ensaladera y dos cuencos de porcelana vacíos en los que servir las raciones; luego llegaron los platos de saltimbocca con una presentación impecable. Carmine cogió el cuchillo y el tenedor.
—Bueno, lo único que puedo decir, gloriosa Desdemona, es que a un hombre que no deja a su esposa acondicionar el nido, y aprender a cocinar como una licenciada por Le Cordon Bleu, le pasa algo muy grave. Incluso ese gato bobo forma parte del hogar que has creado para nuestros hijos y para mí. Y no creas que me pasa inadvertido el hecho de que crees que a mi presión arterial le va de maravilla acariciar los diez kilos largos que pesa Winston.
—Bueno, sí que te resulta beneficioso —repuso ella, al tiempo que se sentaba y husmeaba—. ¡Qué bien huele! A hincar el diente, Carmine.
Obedeció la orden e hincó el diente, pero después de haberlo puesto todo perdido con el queso medio líquido y haberse retirado al salón con una tetera, le volvió a la cabeza lo que había dicho Desdemona acerca de Millie Hunter. Frustrada además de infeliz, y empezando tal vez a pensar que incluso si el libro llegaba a ser un superventas, todos los derechos de autor de Jim se invertirían en sus investigaciones, sin dejar nada para Millie ni los hijos que según Desdemona ansiaba tener.