Era una reunión general, celebrada en el despacho del inspector jefe Silvestri, una especie de compensación por haberlos citado a las siete de la mañana. El café era tan bueno como el de Luigi’s, y los bollos de hojaldre y pasas eran frescos.
—Patrick ha tenido que recusarse por completo —dijo Silvestri, vestido con los habituales pantalones negros y jersey negro de cuello alto—, pero hablé con Doug Thwaites y acordamos que tú no te recuses, Carmine. Millie no es hija tuya, y es prima de la mitad de los agentes de policía de Holloman por lo menos. Gus Fennell se encargará del frente patológico, y Paul Bachman, del trabajo forense. Patrick estará ocupado con el resto de los asuntos del depósito. Yo preferiría que no se le informe en absoluto, ¿queda claro? Paul y Gus ya lo saben, se lo he dicho en persona.
—Patsy sería incapaz de irse de la lengua, señor —dijo Carmine.
—Lo sé, pero no nos conviene que algún abogado defensor sediento de publicidad insinúe más adelante que lo hizo. —Su rostro de un atractivo zalamero no cambió de expresión—. No hay que olvidar que la capacidad de los abogados defensores va en aumento. Nuestro trabajo policial estará limpio como una patena, y el poli que no vele por la cadena de custodia se enfrenta a una suspensión de seis meses sin sueldo. Firmada, sellada y enviada por triplicado, tal como ordena el capitán Vasquez. ¿Entendido?
Las cabezas asintieron solemnemente por toda la habitación; Donny Costello, para quien esas reuniones con las altas esferas eran nuevas, estaba pálido y atemorizado. Entrar en Detectives era un éxito, pero sin duda tenía su lado negativo.
Silvestri terminó de escudriñar las caras, satisfecho.
—Carmine, ¿cómo vas a proceder? —preguntó.
—Primero, señor, tenemos que supervisar la actividad en los dos guetos, el Hollow y la avenida Argyle. Nick lleva infiltrado allí cuatro meses y quiero que siga con ello.
Nick parecía un tanto contrariado, pero lo que sentía era más entusiasmo que decepción; único detective afroamericano de Carmine, estaba condenado a seguir siéndolo al menos unos años más, porque formar detectives llevaba tiempo. Fernando estaba reclutando agentes negros y venían bien capacitados, pero con los detectives era siempre cuestión de tiempo.
Conque Nick Jefferson defendía el fuerte afroamericano por sí solo. Tenía treinta y cuatro años y era padre de dos hijos, y el año anterior su familia había encajado un duro revés cuando su esposa sufrió un grave derrame cerebral del que aún se estaba recuperando. Eran modestamente acomodados y vivían en el Valle, no muy lejos de Hampton Street y los Tunbull; sus hijos iban al instituto Dormer gracias a becas parciales y al tesón de la familia Jefferson por que siguieran yendo allí. Su trabajo actual conllevaba cierto peligro, pues lo realizaba bajo dos identidades: una era la del detective negro a la moda, la otra la del tipo difícil de mediana edad vinculado a Mohammed el Nesr y la Brigada Negra. Si hubiera sido posible comparar una piel con otra, ni siquiera un observador atento habría sido capaz de adivinar que ambas eran la de Nick Jefferson.
—Va a ser una primavera violenta desde el punto de vista racial —dijo Carmine— y puedo arreglármelas sin Nick, si está dispuesto a continuar con su proyecto.
—Lo preferiría, Carmine —aseguró Nick con firmeza.
—Te lo agradezco. Abe, Liam y Tony se concentrarán en el asesinato de los Tunbull sin emplear agentes en la búsqueda del veneno. De eso se encarga Buzz, a quien apenas conocen ninguno de los implicados, incluidos los doctores Hunter. —Hizo una pausa, súbitamente autocrático—. ¡Atentos todos los hombres en este caso! No os quedéis a solas con Davina Tunbull: acusa de violación y cuenta con el respaldo de su criada, Uda.
Más asentimientos solemnes.
—Delia, tú estás con los planos de las mesas del Ivy Hall y cualquier sutil indicio que saques de ellos. Hay ubicaciones curiosas: ¿por qué, por ejemplo, estaba Nate Winthrop en la mesa presidencial y el juez Thwaites atrapado junto a un enemigo mortal? Puedes interrogar a cualquier sospechosa en cualquier momento porque ves a las mujeres de una manera distinta.
Hoy Delia llevaba un jersey de angora color malva intenso con una chaqueta de tweed cubierta de nudos y falda en tonos rojos y amarillos mates, y se había puesto un pasmoso colgante de lo que parecían ser carretes de hilo teñidos y pintados. Todos la miraban de reojo; de algún modo había corrido el rumor de que ella y Davina habían tenido una disputa sobre ropa, así que nadie tenía valor para mirarla fijamente, y como es natural nadie con dos dedos de frente haría ningún comentario sobre su atuendo más allá de decirle que estaba preciosa. Aunque no, intuían, ese día.
—Desde luego, Carmine —asintió con entusiasmo.
—Donny —continuó Carmine, con un aspecto casi tan felino como el inspector jefe—, recibirás tu bautismo de fuego entrevistando a los Parson, a los cinco, con sus respectivas esposas, que están en el hotel Cleveland, y no muy contentos al saber que no pueden marcharse de la ciudad. Tienes una cita a las dos de la tarde, por lo que cuentas con la mañana y la hora del almuerzo para ponerte al día sobre ellos. Mis notas acerca del caso Ghost te serán útiles; las he dejado en tu mesa con las páginas importantes marcadas. Cuando veas que no puedes sacarles más información, déjales volver a Nueva York. Luego quiero que veas a los dos Caballeros Acompañantes del banquete, Dave Feinman y Greg Pendelton.
Miró a John Silvestri.
—Y eso es todo por el momento, señor. ¿He olvidado algo?
—Si es así, no alcanzo a verlo. —El inspector jefe se frotó las manos—. Ahora, vamos a desayunar.
Era curioso verse ascendido a compañero del capitán, pensó Buzz mientras seguía a Carmine a la más animada de las salas de interrogatorios, lo que no era mucho decir. Apestaba aún a sudor y miedo, con esa atmósfera propia de un lugar frecuentado por polis duros.
El doctor Jim Hunter ya estaba sentado en la silla del sospechoso, su atención fija en un libro inmenso cuyas páginas hojeaba como haría un cajero con billetes de banco diversos. Si estaba leyendo de veras, le bastaba con echar un vistazo a la página para asimilarla. Al entrar los dos hombres se puso en pie.
—Doctor Hunter —dijo Carmine, tendiendo la mano—. Le presento al sargento Buzz Genovese.
—Encantado —dijo Hunter, que se sentó y cerró el libro.
—Puesto que me gustaría grabar nuestra conversación, ¿quiere que esté presente un abogado de su elección? —preguntó Carmine.
Las cejas se enarcaron sobre los ojos tranquilos.
—¿Estoy detenido?
—No.
—Entonces, ¿para qué traer una cuarta persona a una sala ya abarrotada? Una conversación grabada sin duda me protege en la misma medida en que facilita su investigación —dijo Jim Hunter—. Vamos a ello.
Carmine puso en marcha la grabadora.
—Lunes, seis de enero de mil novecientos sesenta y nueve, las nueve y dos de la mañana. Están presentes el doctor James Keith Hunter, el capitán Carmine Delmonico y el sargento Marcello Buzz Genovese. —Se inclinó hacia delante, entrelazando holgadamente las manos y poniéndolas encima de la mesa.
»Doctor Hunter, haga el favor de decirme qué sabe acerca de la tetrodotoxina de la doctora Millicent Hunter. Quiero saber hasta la última palabra de todas las conversaciones que mantuvieron sobre esa sustancia, por triviales que puedan parecer. Es un ejercicio encaminado a buscar datos, doctor, y su profesión indica que entiende la importancia de los datos. Si queremos llegar al fondo de este asunto, lo necesitamos todo. Téngalo en cuenta en todo momento, por favor.
«Los ojos —pensaba Buzz—, son asombrosos en esa cara que no guarda mucho parecido —si es que guarda alguno— con un gorila. Me pregunto por qué lo apodaban así de niño. No tiene las ventanas de la nariz enormes ni la nariz aplastada, y los ojos de un gorila son negros y ocupan toda la órbita visible: son inhumanos. Los ojos de este hombre son humanos a más no poder: ¡qué color! En esta habitación demasiado iluminada, de un verde oscuro brillante. Con el aspecto de inteligencia que poseen los de muy pocos hombres; como si ya supiera todo lo que revelará la entrevista». Él también entrelazó las manos sobre la mesa; sus palmas eran rosadas en marcado contraste con el resto de la piel.
—En primer lugar, deben entender que mi mujer y yo trabajamos en campos muy distintos —empezó con voz grave y serena—. Después de tantos años juntos, no compartimos todos los detalles tal como acostumbrábamos en otros tiempos, pero siempre sabemos en qué anda ocupado el otro. Millie, como llamaré a mi mujer, está interesada en la bioquímica de las descomposiciones neuronales. Con eso me refiero a descomposiciones localizadas que solo afectan a una parte del cuerpo o un órgano, así como a descomposiciones generalizadas que acaban desactivando el sistema nervioso por completo. No es muy conocida, y es posible que ella no se lo haya dicho, pero su beca proviene en primera instancia de una agencia gubernamental interesada en los gases nerviosos como los que se diseminaban en los campos de batalla durante la Primera Guerra Mundial, y las toxinas que podrían inocularse, por ejemplo, en el suministro de agua de una ciudad. Si quiere más información, no puedo ayudarle: eso dependerá de si tiene usted autorización. —Tomó aliento; las manos no se le habían tensado en absoluto—. La tetrodotoxina era un catalizador más que un fin en sí en los experimentos de Millie; una herramienta, podría decirse. Es demasiado difícil aislar grandes cantidades para considerarla un arma. La primera noticia que tuve fue cuando Millie me pidió que fuera a verla pescar. Tenía una pecera grande con peces globo, y es comprensible que quisiera que fuese a verlos. Eran deliciosos, un poco como cachorrillos marinos. No tenía idea de que eran venenosos hasta que me habló de la tetrodotoxina, que tenía intención de aislar ella misma porque es una sustancia difícil de obtener y muy cara. Millie es una técnico excelente y yo sabía que obtenerla estaba al alcance de su nivel de aptitud. Pero en realidad no le di demasiada importancia, si sabe a lo que me refiero. Ese día estaba a punto de hacer otro descubrimiento de mi propia cosecha, así que aquello de lo que me hablaba estaba tan alejado de mis pensamientos como Mercurio de Plutón. Volví a mi propio trabajo y me olvidé por completo de la tetrodotoxina de Millie.
—¿Aunque estaba al tanto de todo eso de la agencia del Gobierno? —preguntó Carmine con incredulidad—. Los científicos son los primeros en oponerse justo a lo que fomenta esa agencia gubernamental, ¿y ahora me lo encuentro elogiando sin tapujos la fuente de financiación de su esposa?
Cruzó por sus ojos un destello esplendoroso.
—Ha sacado usted mucho de apenas nada, capitán, si es eso lo que ha deducido. Lo que también parece olvidar es que se trata de Millie. Nunca haría nada que le supusiera trabajar más duro, y la agencia implicada, después de todo, está interesada en los actos enemigos contra nosotros. Sé que Vietnam es un cáncer y no creo ni una palabra de lo que dice Nixon acerca de sacar a nuestros muchachos de allí, pero la investigación de Millie no tiene nada que ver con Vietnam ni con quien está en la Casa Blanca, por muy sospechoso que sea. ¡Yo voté por Humphrey! —Se retrepó en la silla, cruzó los brazos sobre el pecho inmenso y dio la impresión de que estaba dispuesto a vérselas con la mitad de la policía de Holloman.
Carmine le dejó tranquilizarse durante cinco minutos de silencio, y luego:
—¿Cuándo volvió a prestar atención a la tetrodotoxina? —preguntó.
—Cuando Millie vino a casa y me dijo que alguien había robado seiscientos miligramos de esa sustancia. El jueves pasado. Estaba tan preocupada que fue a pedir consejo a su padre, así que supe que el hurto le parecía muy grave. Entonces me preguntó si le había hablado de la sustancia a alguien, y le dije que no porque así era.
—¿Sabía usted dónde estaba? ¿Cómo la había guardado? —dijo Buzz.
—Lo cierto es que no. Si me lo hubiera preguntado, no habría sabido decirle si era soluble en agua o si estaba en solución. De hecho, supuse que estaba ya disuelta, pero me equivocaba: Millie dijo que la había guardado en ampollas al vacío y la había refrigerado. Por lo general uno no se preocupa de hacer eso con sustancias en polvo, pero era otro paso de cara a prepararla para su uso, y cuando entendí lo letal que era, su meticulosidad me pareció admirable.
—¿Le explicó ella entonces cómo afectaba a la víctima? —indagó Carmine.
—No. Estaba muy ocupado intentando animarla. Y no tengo empacho en decir que tenía la cabeza en otra parte: me inquietaba el problema que iba a suponer Tinkerman. Estaba tremendamente preocupado.
—Ahora ya no —comentó Buzz.
Hunter le lanzó una mirada de reproche.
—Anda, venga ya, ¿cómo no iba a estar preocupado? —replicó—. Tanto trabajo escribiendo el libro y luego la oportunidad de obtener ingresos extras se va al garete por el poder y los prejuicios de un hombre. ¿Preocupado? ¡Pues claro que estaba preocupado! ¡Como lo estaría cualquiera!
—Tiene aliados poderosos en Chubb, doctor —dijo Carmine—. En vez de debatirse presa de la preocupación, ¿por qué no intentaba que Tinkerman cambiara de postura?
Jim Hunter se retorció, al parecer movido por la frustración.
—Por razones que ustedes no entenderían —respondió—. Tinkerman no podía impedir la publicación de Un dios helicoidal, ni siquiera podía obligarme a que optara por un título menos misterioso, pero lo que sí podía era negarse a que C.U.P. apoyara con todo su peso el libro una vez en los puntos de venta, tomarse demasiado tiempo en enviar los pedidos, negarse a autorizar más ediciones: eso es lo que habría hecho. La Imprenta Tunbull espera obtener grandes beneficios, igual que la propia C.U.P., si a eso vamos, pero Max ya se había pasado de la raya enviando el libro a imprenta sin autorización, y no habrían permitido que algo así volviera a suceder. Así que antes de decidir que soy el único con un móvil para la muerte de Tom Tinkerman, más vale que no pierdan de vista a los Tunbull. O —dijo, echándose hacia delante con emoción— fíjense en cualquiera de los demás autores que publican con C.U.P., pero no contaban con el beneplácito de Tinkerman. Era uno de esos eruditos capaces de abocar al fracaso a otro investigador por poner en entredicho un detalle menor de la vida de Jesucristo. ¡Hay sospechosos a mansalva!
—De acuerdo —dijo Carmine en tono animado—, vamos a repasar los hechos una vez más, doctor.
Eso sorprendió al doctor Jim; saltaba a la vista que había esperado contar su versión y luego marcharse a casa. Ahora se le quedó mirando de hito en hito.
—¿Es necesario?
—Me parece que sí. No ha mencionado a John Hall, y tengo que saberlo todo acerca de sus contactos previos con él.
—¿John? —Al doctor Jim le asombró la nueva línea de interrogación—. Era un amigo. Un amigo de verdad. Nos conocimos al matricularnos en el programa de máster de Bioquímica en Caltech, y supongo…, no, estoy convencido de que fue él quien tomó la iniciativa. Vino a presentarse a Millie y a mí. Por lo general Millie y yo no trabamos amistad con otros, pero de alguna manera John nos cogió con la guardia baja. Millie creía que era porque no tenía prejuicios respecto a los matrimonios mixtos, blancos y negros. Al parecer veía de veras por qué yo amaba a Millie y por qué Millie me quería a mí. Era un solitario, un solitario de verdad. Tardamos tiempo en averiguar que tenía más dinero del que podía gastar: nunca nos lo restregaba ni insultaba nuestro orgullo ofreciéndose a pagar. Bueno, solíamos ir a la playa pública y contar las monedas a ver si nos llegaba para comer barato en el paseo marítimo, y él sacaba la misma calderilla que nosotros. Lo suyo era el negocio forestal, pero su padre adoptivo, Wendover Hall, quería que estudiara bioquímica de la madera, y puesto que no es una asignatura de por sí, cursaba los mismos estudios que nosotros: bioquímica de nivel avanzado. Millie, que es una profesora estupenda, acostumbraba a traducírsela a términos que le fueran de utilidad. —Hunter se encogió de hombros—. Y eso es todo, capitán. Éramos sencillamente… amigos.
—¿Por igual? ¿Usted y Millie, quiero decir, con John? —preguntó Buzz.
Una pregunta que el doctor Jim sopesó con cuidado; ahora era plenamente consciente de los objetivos que perseguía la policía, y probablemente, pensó Carmine, les llevaba una buena ventaja. Era muy inteligente.
—No, supongo que yo tenía una relación más estrecha con John que Millie, pero había una razón de peso para ello. —Tomó aliento de manera perceptible—. Yo no estaba bien. En los ocho años que pasé en Holloman y Nueva York, debí de pelearme docenas y docenas de veces. Si la pelea era uno contra uno, no corría peligro, incluso podía aguantar el tipo contra dos, pero mis rivales no eran muy honrados. Se me echaban encima hasta seis tipos y me daban de hostias. Luego volvía a casa, y tener que vérmelas con Millie, llorando, desesperada, con ganas de darse por vencida, era muy duro, capitán. Para cuando fuimos a California estaba entrando en un grupo de edad que castigaba por medios distintos de la fuerza bruta, así que las peleas se acabaron. Claro que, incluso ampliamente superado en número, les dejé unas cuantas cicatrices.
—¿Dónde sufrió peores daños? —se interesó Carmine.
—Dios sabe las hemorragias que tuve en el pecho y el vientre, pero por lo visto se curaban, y no tengo síntomas que puedan llevarme a pensar que nadie me causó daños permanentes. Lo peor fue la cara: los senos faciales. Ya no podía respirar por la nariz, y me daban accesos de dolor que me hacían derrumbarme igual que un novillo desnucado; estaba hecho polvo. A principios de nuestras primeras vacaciones de verano, en junio de mil novecientos cincuenta y nueve, John me lio para que fuera a ver a un cirujano especializado, al parecer todo un genio, que me suplicó que le permitiera reparar mis cavidades sin cobrarme nada; dijo que era un reto fantástico para él, que no podía dejarlo pasar. Pero yo había conseguido un empleo, y sabía que Millie y yo no nos las apañaríamos a menos que yo empezara a trabajar de inmediato.
Se interrumpió. Carmine y Buzz permanecieron en silencio, sin acuciarlo ni empujarlo. Cuando tuviera el siguiente capítulo armado y bien trabado en la cabeza, ya continuaría.
—Fue entonces cuando John confesó que Wendover Hall le había legado literalmente millones de dólares. Y me suplicó aún más encarecidamente que me sometiera a la operación. Si no aceptaba el dinero como regalo, me dijo, podía tomármelo como un préstamo. Algún día, cuando tuviera un puesto de catedrático, se lo devolvería. Cedí cuando Millie se sumó a sus ruegos, y confieso que los ataques de dolor nervioso eran horribles. El cirujano dijo que una vez retirase todos los huesos rotos de los canales nerviosos, el dolor desaparecería. También el peligro de sufrir abscesos cerebrales. En total, entre la operación, una semana en el hospital y el verano que pasé recuperándome, John Hall me prestó diez mil dólares. La deuda me pesaba, así que no tienen idea de lo mucho que me alegraba pensar que por fin iba a poder pagarle. Y entonces murió. ¡No es justo! ¡Simplemente no es justo!
Emily Tunbull iba por el breve trecho de carretera entre su casa y la de Davina, echando chispas para sus adentros. ¿Cómo era posible que una putilla de veinticuatro años de Dios sabe dónde se hubiera quedado con la casa, el negocio y la fortuna de Max delante de sus narices? Pero ¿quién lo habría imaginado cuando esa zorra escuálida apareció en la Imprenta Tunbull provista de una carpeta con su trabajo, haciendo ojitos a Max mientras explicaba que acababa de abrir un estudio de diseño en Boston Post Road, y que si estaría interesado en encargarle algún proyecto? Y Max, el viejo estúpido, relinchó, piafó y se engañó pensando que no era un viejo chocho sino un semental en lo mejor de la vida.
Había sido astuta. Nadie de la familia había sospechado lo que venía ocurriendo a lo largo de seis meses, seis meses durante los que Max había llevado al zorrón a cenar, le había hecho regalos caros, le había ofrecido el contrato para encargarse de las sobrecubiertas pasmosamente sosas en las que C.U.P. envolvía sus libros. Val había apreciado indicios, pero no había adivinado la causa. Las sobrecubiertas se habían animado, pero de un modo inofensivo —el color, el tipo de letra, un aire sutilmente moderno—, y Max no había ocultado a qué se debía: Imaginexa, el nuevo estudio de diseño a menos de un kilómetro, en Boston Post Road. Que Max hubiera mejorado su aspecto y encargado pintar la fachada de su casa parecía natural, lógico; después de todo, tenía cincuenta y ocho años, ya le tocaba una puesta a punto.
Emily no se había preocupado en muchos años por la herencia de Ivan. Una vez Martita se esfumó con su hijo, Emily había sabido que todo acabaría por ir a parar a Ivan, como debía ser. ¿Quién más quedaba que mereciera heredar más que Ivan? Se había esforzado mucho por impresionar a tío Max, había hecho lo que se le decía, se había moldeado a imagen de Max. Y agradaba a Max, que tal vez lamentara no tener un hijo propio, pero sabía que la Imprenta Tunbull estaba en buenas manos con Ivan.
Hasta que llegó Davina Savovich, la modelo de Nueva York que le llenó a Max la cabeza de ideas grandiosas sobre su importancia para C.U.P. ¿Qué otra imprenta de Connecticut podía hacer frente a las necesidades de una editorial universitaria, con sus publicaciones extrañas y sus tiradas limitadas?
Al cabo de sus seis meses en secreto, Max y Davina se casaron; no hubo nadie presente que pudiera poner objeciones. En cambio, el matrimonio les había caído encima a Emily, Val e Ivan como unas cataratas del Niágara medio heladas. El viejo chocho de Max se había casado con una mujer que tenía un tercio de su edad, y cuando a ella se le empezó a hinchar el vientre, Emily supo que el objetivo de su vida se había ido al cuerno. ¡Sí, naturalmente la zorra le había dado un cachorro! Alexis, además. Davina estaba loca por los zares rusos e insistió en poner a su vástago un nombre ruso. Y el viejo chocho de Max había cedido, como cedía a todo lo que sugería Davina, incluso locuras como inmensas tiradas de ejemplares sin autorizar. Ahora era evidente por qué Max había pintado la fachada de su casa: estaba esperando a que su nueva dueña le diera su toque al interior con formas, colores y dibujos extraños, homenaje a un maestro apenas conocido que se llamaba Paul Klee.
Ivan era un muchacho encantador. Nunca daba problemas, nunca causaba preocupaciones. En secundaria había dicho que quería ser piloto, pero cuando Val le explicó su posición como heredero de Max, renunció a cualquier aspiración juvenil, fue a la Universidad de Connecticut para licenciarse en Ingeniería de Precisión y entró a trabajar en la imprenta. Había ido a elegir una novia tal vez un poco por debajo de sus posibilidades, por lo menos a juicio de Emily, pero Lily resultó ser una muchachita adorable. Si la gramática delataba sus orígenes, eso era soportable en comparación con la esposa que había elegido Max, pensó Emily, todavía echando chispas al enfilar el sendero hasta la puerta principal. Las esposas que había elegido, si a eso vamos. Martita había sido demasiado presumida para confraternizar con nadie de la familia, ¡y ahora Davina intentaba decir a la familia con quién confraternizar! Qué zorra odiosa, tan segura de sí misma, tan segura de Max… Era hora de darle un susto…
Emily llamó al estúpido timbre con su estúpida melodía y se quedó de una pieza cuando salió a abrir la puerta la propia Davina. ¿Dónde estaba aquella horrible Uda? ¡Y además vestida! ¿Nada de camisones de satén ni negligés? Emily se alegró más aún de que se hubiera «vestido» para ir a ver a su cuñada, que ahora la estaba mirando.
Hacía mucho tiempo de Waterbury, y Emily Tunbull había aprendido, como era imprescindible cuando tus hombres hacían negocios con gente importante de veras. La arribista polaca había aprendido tan bien que apenas recordaba que su nombre de soltera había sido Malcuzinski. Así que era esbelta y atractiva a sus cuarenta años largos, iba al salón de belleza una vez a la semana para que la peinaran y le hicieran la manicura y compraba sus vestidos durante las rebajas en tiendas de primera calidad. Hoy llevaba un modelo azul oscuro bien entallado y los zapatos que se había calzado tras despojarse de las botas eran de cabritilla italiana azul oscuro. En la parte inferior del hombro lucía un broche de zafiro y diamante. De joven había sido arrebatadoramente bonita, pero eso nunca dura; sus rasgos habían adoptado un aspecto atractivo, más bien masculino, y llevaba corto el cabello moreno y rizado, recortado por manos expertas. Sus ojos eran oscuros y muy inquietos; Emily Tunbull no pasaba nada por alto. Como estaba a punto de hacer saber a Davina de la manera más dulce posible.
—¿Dónde está Uda? —preguntó, sentándose en el borde de un sillón.
—Me está preparando algo en la cocina.
—¿Cómo está Alexis?
—Perfectamente sano.
—No es a eso a lo que una se refiere cuando pregunta por un bebé —comentó Emily, mientras veía a Davina prender un cigarrillo Sobranie Cocktail; estaba liado con papel verde.
Las finas cejas negras se arquearon.
—¡Vaya, vaya! ¿A qué otra cosa podrías referirte, Emily?
—Davina, es un bebé. Son encantadores, y no paran de crecer; debe de tener todo un repertorio de gracias e historias encantadoras.
Ahora las cejas se fruncieron.
—¿Historias encantadoras, un crío de cuatro meses?
—No —dijo Emily, procurando mantener la calma. Esa estúpida cazafortunas fingía no entender los matices del inglés—. Me refiero a que cuando te pregunto por él, tendrías que contarme un montón de historias encantadoras.
Davina bostezó.
—Supongo que Uda podría hacerlo, si hablara inglés mejor. Y tengo una chica que se encarga de cuidarlo: lava los pañales, lo baña, tiene preparada la ropa limpia. —Alzó un hombro impaciente—. Pero ¿por qué me preguntas eso hoy, Emily?
—Supongo que no había tenido ocasión antes. No te has dejado ver mucho desde que nació, ¿no crees?
—Sufrí una hemorragia y eso me dejó agotada. Los idiotas de los médicos se demoraron demasiado hasta hacerme una cesárea. Prácticamente acabo de recuperarme.
—Si comieras mejor, no habrías sufrido tanto.
—¡Bah! Lo que se lleva es estar delgada. Alexis es un bebé pequeño.
—Hiciste dieta hasta quedar agotada. Los huesos son para cubrirlos, no para enseñarlos.
La discusión en ciernes quedó zanjada al entrar Uda; Davina se volvió hacia ella con agradecimiento.
—Café —dijo secamente.
—Tratas a esa pobre mujer de pena, Davina.
—Es mi criada; tiene la obligación de servirme. Eso ya lo sabes.
—En Yugoslavia, supongo que cualquier cosa es posible, pero no aquí en América. Uda es libre, no está sometida a nadie.
—Cuando se trata de esa clase de vínculos, el país no tiene importancia. Su familia lleva quinientos años sirviendo a la mía.
—Qué suerte la tuya —comentó Emily en tono áspero.
Permanecieron en un silencio incómodo hasta que Uda regresó empujando un carrito con café, pastas y bocados salados para picar.
—No había necesidad de tomarse tantas molestias —dijo Emily, con la taza de café en una mano y una especie de bollo al curry en la otra. Le dio un mordisco y asintió—. Muy bueno, pero no era necesario.
—¿A qué has venido, Emily? —Davina se sirvió un café solo sin azúcar y dejó de lado el tentempié.
—Para aclarar ciertas cosas que he observado este último año.
Davina posó la taza.
—¿Qué cosas?
Emily tomó otro minúsculo bollo al curry.
—Anda, venga, Vina. ¿Tengo que ser más clara? Sabes muy bien adónde quiero ir a parar.
Su respuesta fue un gesto desdeñoso; luego se encogió de hombros.
—Cuando te pones en plan misterioso, Em, me convierto en santo Tomás, lleno de dudas.
—¿Dudar tú? ¡Eso nunca! —dijo Emily adoptando también una actitud desdeñosa—. Es sorprendente lo que se ve y se oye, y el sentido que adquiere todo.
La piel blanca había perdido su lustre; el pecho de Davina, más bien plano, se hinchó al tomar aire.
—Lo que quieres es sembrar cizaña.
—¿Está Max en casa? Me parece que no le he visto salir en coche.
—Esperamos a la policía.
—Sufrirás más si me voy de la lengua y se lo cuento a Max.
—¿Contarle qué a Max? ¿Tus mentiras de siempre? Eres como esa escoria que aparece encima de todo lo que queda en pie; no haces más que causar problemas.
—Quiero que Ivan herede la mitad del negocio —dijo Emily.
Recuperada del susto, Davina observó sus largas uñas pintadas de rojo.
—¡Bah! No sabes nada porque no hay nada que saber. Es así como ahuyentaste a Martita, ¿verdad? A fuerza de calumnias, insinuaciones… Convenciéndola siempre de que decías la verdad. Bueno, yo no soy Martita. No soy una mujer frágil y depresiva. Tampoco soy vulnerable. Eres una embustera declarada.
—Igual puedo demostrar que no soy una embustera, esta vez. —Emily tomó un tercer bollo—. Ya sabes a lo que me refiero, Vina. ¡Están deliciosos! ¿Me puedes dar la receta?
—Le diré a Uda que anote la receta en kilos y gramos, ¿vale? —Davina sonrió—. Uda cocina de muerte.
—¿Estamos de acuerdo? —preguntó Emily—. La mitad para Ivan.
—Si es eso lo que quieres… —dijo Davina, en tono indiferente. Luego levantó la voz para gritar—: ¡Max, querido! ¡Café y compañía!
El elegante mobiliario de Ivy Hall había quedado amontonado al fondo del salón, donde ahora reposaba tras haber sido minuciosamente registrado por el equipo de Paul Bachman. Eso dejaba por examinar el resto del enorme salón, incluida la basura. Donny y Delia representaban a la sección de Detectives; el grueso del trabajo recaía sobre los del equipo forense.
Dos técnicos forenses ya habían hecho lo peor: revisar los cuatro cubos de basura con los restos de comida. Era el único aspecto del trabajo que no podía esperar hasta el lunes.
Así que el lunes Delia y Donny, Paul y dos más, vestidos con monos, fundas para los zapatos, guantes y gorras, se ocuparon del resto de los desperdicios. Los habían depositado en pequeños recipientes metálicos de toda clase, receptáculos dispersos por rincones, contra las paredes, por los pasillos hacia la entrada y los servicios, los servicios propiamente dichos y la cocina.
Trabajaban encima de una inmensa lámina de plástico azul, sobre la que cada investigador vaciaba un recipiente antes de revisar el interior vacío, ayudado de una linterna, en busca de cualquier cosa que pudiera haber quedado adherida o pegada en un pliegue. La basura en sí se registraba meticulosamente y luego se echaba a un bidón grande.
—Cuando el menú incluye salmón ahumado, pechuga de pollo o bacalao a la parrilla a elegir y tarta de melocotón con helado, ¿para qué demonios traer algo así? —preguntó Donny, sentándose sobre los talones a la vez que levantaba un envoltorio vacío de queso para untar.
—No a todo el mundo le gusta la comida —respondió Delia, con la cabeza gacha y el trasero en pompa—. He encontrado envoltorios de chocolatinas a mansalva, así como parte de lo que parece la teoría del universo escrita en un pedazo de papel. Debía de ser errónea, porque el genio la tiró.
—¿Quién trajo una criatura a la fiesta? —preguntó Paul, con un pañal desechable sucio en la mano.
—En teoría, nadie. Debía de estar en un cesto de juncos. ¡Ah, los misterios inherentes a la basura de una nación! —exclamó Delia, levantando un envase de repelente contra mosquitos—. ¿En esta época del año? ¡Hay que ver!
—He encontrado un cubo de Rubic, un libro de crucigramas y cinco piezas de puzle —comentó uno de los técnicos de Paul con una risilla—. Supongo que hay quien vino preparado para los discursos aburridos.
Casi habían terminado; sería el trabajo menos grato relacionado con el caso, o eso esperaban.
—Eh, Deels, he encontrado algo —gritó Donny.
Delia se acercó de rodillas y puños, y miró la palma de su guante mientras los otros se reunían en torno. Tenía una lámina circular de metal de poco más de un centímetro de diámetro y medio centímetro de profundidad en el centro. Debajo, soldado al centro del pequeño disco, estaba el extremo abierto de una fina aguja hipodérmica de tal vez un centímetro y medio. Estaba clavada en un diminuto cubo de corcho. En el reborde superior del disco se había pegado una cobertura de goma utilizando un pegamento que disolvía en parte la goma, adhiriéndola con suma eficiencia a la lámina de acero.
—¡Bingo! —dijo Paul entre dientes—. Es increíble que tirara esto a la basura.
—Carmine estaba en lo cierto —comentó Delia—. El asesino no sabía que no teníamos la menor oportunidad de conseguir órdenes para registrar a la gente antes de que se marchara. Así que se deshizo de eso a la primera oportunidad.
—Le tiene respeto al veneno, porque se aseguró de que no pudiera entrar nada en su propio cuerpo mientras lo llevaba. Un bolsillo de la chaqueta habría sido ideal, pero al hurgar en él para sacarlo…, sí, podría haberse pinchado —dijo Donny—. Aun así era arriesgado. Me pregunto cuándo retiraría el corcho. Y por qué, tras haber usado el dispositivo, no lo dejó caer y lo empujó con el pie debajo de la mesa. Solo que no veo cómo lo hizo.
—Carmine tiene que verlo ahora mismo —dijo Delia, que se puso en pie y fue en busca de un teléfono.
Diez minutos después estaba allí, tras haber dejado que Buzz siguiera apretándole las tuercas al doctor Jim Hunter. Traía consigo dos litros de agua destilada, una jeringa de diez centímetros cúbicos con una aguja corta del veinte, unos tubos de ensayo y una batea.
—De acuerdo, Paul, tú te ocupas de lavarlo —dijo Carmine—. Si hay tetrodotoxina en este artilugio, es potencialmente letal hasta que, según dice Gus, se haya lavado del derecho y del revés, lo que se hace introduciendo agua en el disco a través del diafragma de goma y recogiéndola en tubos de ensayo o, en el peor de los casos, en la batea.
Era una operación penosamente lenta, pues la aguja fina soldada a la base del disco goteaba el agua a un ritmo monótono, pero al final Paul quedó satisfecho y enjuagó el exterior del adminículo sobre la batea.
—¿Sabéis qué? —preguntó Carmine, cogiendo el dispositivo. Al no responder nadie, habló de nuevo—: Creo que hemos hecho todo este trabajo para nada. Me parece que esto no ha contenido nunca ni una gota de tetrodotoxina.
Se oyó un grito ahogado de asombro; todos se quedaron mirando a Carmine, conmocionados.
Donny fue el primero en recuperarse.
—¿Cómo funciona? —preguntó.
—Así, me parece. —Carmine cogió el dispositivo e introdujo el extremo de la aguja hipodérmica entre los dedos índice y corazón de la mano derecha de modo que la punta sobresaliera casi junto a la palma. De ese modo el disco quedaba apoyado en la parte superior de los dos mismos dedos—. El platillo se llena de tetrodotoxina y el asesino lo sujeta así. Luego pone la mano, con la palma hacia abajo, sobre un lado de la nuca de la víctima. El agua entra hasta donde lo permiten los dedos. Luego pone el pulgar de la otra mano sobre el diafragma de goma y lo aprieta igual que si apretase un ojo. Eso hace salir el veneno del disco, a través de la aguja hipodérmica, hasta el cuerpo de la víctima. Se hace literalmente en cuestión de segundos, y la mano izquierda sobre la derecha disimula por completo lo que está haciendo. En cuanto termina, baja las manos. Debe de haberlo hecho de manera que tuviera la seguridad de haber clavado la aguja en el corcho antes de metérselo en el bolsillo. Yo diría que ensayó toda la operación hasta ser capaz de realizarla en sueños. Tendría que haber habido algún incidente que distrajera la atención de la gente, que hiciera mirar a todos hacia otro lado, quizá. Más llamativo aún en la cena de los Tunbull. —Carmine meneó la cabeza con gesto contrariado—. En el banquete habría estado detrás de todos los hombres en la hilera de comensales, sin nadie que alcanzara a ver lo que hacía con las manos aparte de las mujeres sentadas enfrente, que veían manos sobre hombros cada vez que un hombre se levantaba para ir al servicio. Ingenioso y efectivo.
—Y, sin embargo, ¿no crees que se utilizara? —indagó Delia.
El corcho fue depositado en una bolsita; el dispositivo, en un tarro con tapa, donde giró igual que una peonza caída.
—¿Cómo lo llenó? —preguntó Donny.
—Del mismo modo que lo hemos lavado nosotros: inyectó la sustancia en el interior del disco con una aguja hipodérmica —dijo Carmine.
—Entonces llenarlo fue muy jodido.
—Hablando de tareas difíciles, Donny, ¿no tendrías que estar haciendo los deberes sobre los Parson? Has quedado con ellos a las dos.
—No lo he olvidado, capitán —se apresuró a decir el culpable, antes de que Delia pudiera dar la cara por él—. Leí sus notas sobre el caso Ghost y engatusé a una archivista de prensa de la morgue para que me buscara todos los artículos sobre los Parson. Me ha parecido que convenía echar una mano en Ivy Hall, con su permiso.
Carmine sonrió.
—Quedas perdonado, pero ya puedes mover el culo.
—Es un buen tipo —comentó Delia cuando hubo salido.
—No te equivocas —convino Carmine.
Ella volvió a centrarse en el adminículo.
—No sabía que el acero inoxidable pudiera soldarse —dijo.
—Soldar es como la mayoría de las cosas, Deels. Si eres escrupuloso a la hora de limpiar las superficies, frotándolas con éter, pongamos por caso, la soldadura aguantará bastante bien.
Paul y sus técnicos estaban recogiendo para marcharse; solo Carmine y Delia seguían allí, aparentemente ociosos.
—¿De dónde sacó el platillo ese? —preguntó Delia.
—No tengo ni idea, pero debe de ser parte del instrumental de un laboratorio —respondió Carmine.
—Ah, otra vez los Hunter —señaló Delia.
—O gente con algún tipo de taller, como los impresores —sugirió Carmine.
Carmine solo se habría ausentado del interrogatorio del doctor Jim Hunter por algo vital, pero cuando el capitán le envió un ayudante encarnado en un agente de uniforme que formaba parte del grupo de los detectives en potencia, Buzz Genovese entendió que debía seguir adelante. Puesto que el doctor Jim ya había hecho referencia a lo de la cirugía de reparación de los senos faciales, Buzz decidió encajar el nuevo rostro en el mundo del médico instándole a que le diera más detalles.
—Fue más que una simple operación, doctor —dijo, mientras el agente de uniforme intentaba fundirse con el enmaderado.
—¿Una simple operación? —Hunter le miró de hito en hito—. Fue cualquier cosa menos eso, sargento. Estuve en el quirófano durante once horas y, sin que yo lo supiera, Zimmerman el cirujano había llamado a un cirujano plástico llamado…, esto…, Feinberg, o Nussbaum o algo por el estilo. Así que cuando salí del quirófano, tuve que hacerme una foto nueva para el carné de conducir: aquellos dos me habían cambiado la vida. Bueno, no me convertí en Sidney Poitier, pero desde luego ya no me parecía a un gorila. Seguía siendo feo, pero me dieron mi propia cara. Ya no hacía pensar en nada a nadie.
—¿Se alegró? —le preguntó Buzz.
—¡Eso sería quedarse corto! Estaba…, estaba muy agradecido. Solo por ese regalo habría sido incapaz de ponerle un dedo encima a John Hall. Los cirujanos insistieron en que no era cirugía cosmética, solo una reconstrucción total de los senos que alteraban el exterior de mi cara, como por lo visto ocurre. Si algo hubo de cirugía plástica, tuvo que ver con la nariz. Le dieron cierta forma y me hicieron unos orificios nasales nuevos.
—¿Qué pensó su mujer de todo eso?
—Estaba encantada, sobre todo cuando dejé de tener dolores en los nervios. Pasé de sufrir varios ataques al día antes de la operación a uno cada seis meses después de la cirugía. Y notaba la cara…, no sé, como ligera. Podía respirar como es debido, incluso profundamente dormido.
—Recuérdemelo, ¿cuándo se sometió a la operación?
—En junio de 1959. Fue una de las primeras operaciones de esa clase que se llevaron a cabo, así que mi caso apareció en algunas revistas.
Hunter ya llevaba en la sala un par de horas, soportando las preguntas, muchas veces reiteradas, como lo hacían las personas sumamente inteligentes, perplejo en ocasiones de que sus interrogadores pudieran ser tan duros de mollera, un sentimiento que inevitablemente conducía a la irritación. Hace falta ser un genio muy poco común para sobrellevar las preguntas de necios sin inmutarse, un hecho con el que contaban Carmine y Buzz. Aunque Jim Hunter había soportado las pullas y los flechazos de los prejuicios raciales, también era un ídolo en el campus. En su lugar de trabajo era la fuente de todo conocimiento, el jefe de un equipo entero de «acólitos», como los llamaba la doctora Millie, y era objeto de una adoración generalizada. Era tolerante, divertido, compasivo y siempre rebosaba entusiasmo, lo que hacía de él un líder estupendo para un equipo de investigación; nadie que trabajase para él haría o diría nada que pudiera incriminar a Big Jim, como lo llamaban. Era un apodo que reflejaba un cariño absoluto.
Por tanto, el interrogatorio ya podía ser repetitivo, inexorable y, para alguien como Jim Hunter, rayano en lo absurdo. Su ego y su trabajo lo habían condicionado para esperar que sus respuestas se aceptaran a la primera; ahora allí estaba, siendo vapuleado por unos idiotas de tomo y lomo.
Una hora después de que Carmine se hubiera esfumado, el doctor Jim se quitó la corbata; estaba sudando, aunque en la habitación hacía fresco.
Todos y cada uno de los minutos de la interminable entrevista después de haberse ido Carmine se habían centrado en su relación con John Hall, y el doctor Jim se había mantenido en sus trece: Millie y él lo conocieron en California, trabaron amistad con él, disfrutaron de conversaciones maravillosas que iban desde el Big Bang hasta los misterios de la genética, pasando por el ansia de la humanidad por destruir sus hábitats.
—Venga, doctor —le instó Buzz con gesto desdeñoso—, seguro que había algo negativo, siempre lo hay. Las amistades no son estáticas ni idílicas. Tienen altibajos como los matrimonios y los hermanos presumidos y las hermanas mandonas. Bueno, me parece a mí que su mujer era en buena medida la tercera en discordia en ese toma y daca ideal entre dos hombres.
Entonces ocurrió, tan de súbito que a Buzz le cogió por sorpresa. Horas de calma, de irritación comprensible pero bien controlada, y ahora, ¡toma! ¡Hunter estalló!
—¡Qué imbécil! —se mofó Hunter, con un crujir perceptible de los músculos—. ¡Dios santo, qué estúpidos son los polis! Esto es propio de un parvulario, es como ir otra vez a gatas. Millie no era la tercera en discordia, ¡era la piedra angular! John estaba loco por ella, y a ella le gustaba demasiado: casi la perdí a manos de un hombre a quien yo apreciaba, respetaba y con el que además estaba en deuda. ¿Cómo cree que eso me hacía sentir?
Se interrumpió, aunque Buzz no hubiera sabido decir si fue por el espanto de haber estallado, de haber dicho más de la cuenta, o simplemente para darse unos segundos preciosos a fin de plantearse el siguiente paso. Tras quince años de policía e innumerables interrogatorios, Buzz Genovese sabía que apenas era un principiante. ¿Por qué no estaba Carmine presente para verlo? Con cualquier otra persona habría interpretado lo sucedido como lo que parecía, pero un instinto en la parte propia del policía de su cerebro le susurró que el doctor Jim ahora estaba tan sereno como en cualquier otro momento. ¿Cómo podía ser así?
—John era rico —dijo Jim Hunter, con voz neutra—. Si yo trabajaba toda la noche y no necesitaba a Millie, él la llevaba a cenar a sitios donde yo no podría haberme permitido beber el agua de los cuencos para lavarse las manos. Un par de veces le hizo regalitos: un collar de perlas de imitación muy buenas, un broche de diamantes también de imitación. Yo se lo permitía porque así podía trabajar sin tener que preocuparme por Millie. Por lo general ella me hacía las veces de técnico de laboratorio, pero había ocasiones en que no hubiera hecho más que estar en medio. Literalmente, quiero decir. Las universidades no suelen ser generosas en cuestiones de espacio. —Se interrumpió de nuevo.
—¿Cuándo fue todo eso? —preguntó Buzz.
—Justo al final, gracias a Dios. Nos fuimos a Chicago el día después de que todo saliera a la luz. Millie se ocupó de John: yo no le vi en absoluto.
—¿Cómo salió a la luz, doctor?
—Llegué a casa temprano y los sorprendí besándose. Millie juró que era la primera vez, y que John la había besado en contra de su voluntad, pero desde luego a mí me pareció recíproco. Acababa de darle el collar de perlas, y yo lo cogí: se rompió, las perlas cayeron al suelo por todas partes. Millie se puso de rodillas para recogerlas, llorando a moco tendido; dijo que las perlas eran auténticas y los diamantes no eran de imitación sino reales. Recuerdo que tomé su cara entre las manos: podría haberle aplastado el cráneo de haber querido. —Tomó aliento como si sollozara—. Pero no pude. ¡A Millie, no! Sencillamente sabía que iba a perderla.
—¿Y la perdió, doctor?
—No. Hizo un paquetito con las perlas y el broche de diamantes y se lo llevó en persona.
—¿John no seguía presente?
—No. Se largó por la puerta mientras Millie recogía las perlas.
—Así que le llevó los regalos. ¿Qué ocurrió entre ellos?
—No lo sé. Ella no me lo dijo y yo no se lo pregunté.
—¿Cómo afectó a su matrimonio? —indagó Buzz.
El carnoso labio superior se alzó.
—Eso no es asunto suyo. Baste decir que Millie y yo somos como siameses: nada ni nadie puede separarnos.
—Así que volver a ver a John Hall no debió de ser una alegría.
—No le veía desde finales de julio de 1960. Ahora hace ocho años. Desde luego no pensé que su llegada supusiera la menor amenaza para mi matrimonio, sargento. Incluso estoy en posición de devolverle el dinero de la operación, y su muerte no cambia nada, es una deuda de honor. Lo añadiré a su herencia —aseguró Jim Hunter.
—¿De modo que el estado de ánimo de su mujer no le preocupó?
—Desde luego que no.
—Volvamos al veneno, doctor. ¿Lo sustrajo usted?
—Desde luego que no.
—Pero debió de sentir la tentación.
—¿Por qué? John Hall no suponía ninguna amenaza.
—Su implicación sentimental con su esposa es un móvil.
—Lo de California ocurrió más de ocho años atrás. Es cosa del pasado, sargento.
—¿Han cortejado a su mujer otros hombres aparte de John Hall, doctor?
—No que yo sepa, y ella nunca ha dicho nada.
Buzz miró el reloj. Más de tres horas. Se moría de ganas de continuar, pero el hombre había rechazado contar con la presencia de un abogado, y Buzz era consciente de estar acercándose peligrosamente a lo que más adelante un letrado podría considerar acoso. No era hora de almorzar, pero no quedaba más opción.
—Vamos a hacer un descanso para comer —dijo en tono enérgico—. Pediré que envíen algo de Malvolio’s. ¿Asado, pudín de arroz y café del bueno le parece bien?
—Desde luego que sí. ¿Puedo estirar las piernas?
—Claro, pero no salga del patio de Servicios del Condado.
Carmine estaba de regreso y parecía satisfecho; después de que Buzz lo pusiera al corriente, se le agrió un tanto el ánimo.
—No puedo estar seguro con ese tipo —reconoció Buzz mientras comían en Malvolio’s—. Incluso cuando se ha sincerado con respecto a Millie, me ha dado que pensar. El poli que llevo dentro se huele que nos la está jugando, que todo lo que dice, el aspecto que tiene cuando lo dice, todo está calculado. Y, aun así, todo tiene sentido.
—Entonces, si era algo calculado, ¿para qué le hacía falta incluir a Millie y la infidelidad en la ecuación? —se interesó Carmine—. Le atribuyo un móvil que antes ignorábamos, así que, ¿por qué?
—Tal vez cuando se dio cuenta de que íbamos lo bastante en serio para retenerlo mucho más tiempo del habitual en esta clase de interrogatorios, pensó que haríamos lo mismo con Millie. No es ningún bobo, sabe que ellos dos son nuestros principales sospechosos. Jim Hunter no se viene abajo, pero a Millie podría pasarle. Así que le ha preparado el terreno —dijo Buzz.
—¡Eso está pero que muy bien! —le felicitó Carmine, sonriendo de oreja a oreja—. Eso es exactamente lo que ha hecho. Le ha preparado el terreno a Millie para que se venga abajo.
—¿Hago pasar a Millie?
—Desde luego, lo antes posible. Que coma también. Voy a subir a ver al inspector jefe.
—Tengo la sensación de que esto no ha hecho más que empezar —le dijo a Silvestri después de ponerle al corriente.
—Yo también. Por ejemplo, ¿está el propio doctor Jim libre de pecado? Es un ídolo del campus de ciencias —se preguntó el inspector jefe.
—Si es la mitad de bueno de lo que asegura M. M., su libro hará de él un ídolo en todos los campus de ciencias del país. Por no hablar de muchos hogares e instituciones. Con la muerte del doctor Tinkerman y el eclipse de los Parson, nada impedirá que Un dios helicoidal entre en la lista de los más vendidos y permanezca en ella muchos meses.
—¿Lo escribió ex profeso para vender, Carmine?
—Supongo que debió de hacerlo, aunque la idea se la dio otra persona. Según la leyenda familiar es un hombre completamente absorbido por su trabajo, un hombre que nunca lee un libro normal ni ve las noticias en televisión. Su aislamiento de las publicaciones científicas populares es un buen punto, John, que debemos explorar. Tengo entendido que el doctor Jim escribió Un dios helicoidal muy rápidamente, sin apenas esfuerzo y hace poco tiempo. Conque, ¿de dónde sacó la idea?
—¿Millie? —sugirió Silvestri.
—Sí, ella es la más probable. —Carmine se encogió de hombros—. El problema de esa pareja es que es difícil saber qué se traen entre manos. Sin embargo, Millie no está más familiarizada con el mundo de la edición comercial que Jim. Sea como sea, lo investigaremos.
—Aún es pronto, lo sé, pero crees que los Hunter están detrás de los dos asesinatos, ¿no? —dijo Silvestri con tono imparcial.
—A menos que descubramos algo inesperado de verdad, eso parece. Pero ¿cuál de ellos? ¿O fueron los dos? Hoy tenemos que averiguar cuál es la forma de ser de los Hunter, como diría Desdemona. —Adoptó un semblante pensativo—. Hay una enorme oposición familiar a la mera idea de que Millie estuviera implicada siquiera, y yo tiendo a verlo así también, conociéndola como la conozco desde que nació. Pese a su trayectoria, no es una oveja negra.
—Qué metáfora tan poco adecuada —comentó Silvestri secamente—. Pero ya sé a qué te refieres. Continúa indagando, Carmine, y no te preocupes por Patsy. Voy a tenerlo bien cerca, de manera que él y Nessie no se sientan desamparados en sus aprietos. Gloria es una gran ayuda.
Millie llegó desconcertada, pero se alegró de encontrarse con Jim, a quien solo le permitieron ver de pasada, sin darle oportunidad a hablar con él.
Iba con vaqueros y una sudadera; las prendas de abrigo con relleno de plumón colgaban fuera de la sala a la que la habían llevado. Nada de maquillaje ni peinado elaborado; su aspecto no le preocupaba, nunca le había preocupado, hasta donde sabía la familia. Su cuerpo esbelto no era el resultado de dietas estrictas, se debía a una combinación de intentar comer los alimentos adecuados (y más caros), dar las raciones más abundantes a Jim y a menudo olvidar por completo comer porque el trabajo la reclamaba. Pero se movía con elegancia y dignidad, erguía la cabeza con orgullo sobre un cuello de cisne y tenía curvas abundantes en su físico: pechos pequeños pero preciosos, una cintura minúscula, caderas generosas. Hombro con hombro con Davina Tunbull habría sido como ver algo genuino al lado de una caricatura. En prendas de K-mart, Millie llamaba la atención; con ropa de la Quinta Avenida, le habrían ofrecido contratos para hacer cine.
—¿Por qué estoy aquí? —le preguntó a Carmine.
—Han salido a relucir algunas cosas acerca de John Hall, Millie. No nos dijo que le tiró los tejos en California, que le regaló joyas caras, que la besó, como mínimo.
Se quedó tan blanca que Carmine estuvo a punto de levantarse de la silla para acercarse a ella, pero se recuperó enseguida y alzó la barbilla.
—Era asunto mío y de nadie más, capitán.
—¿En la investigación de un asesinato? ¿Cuando la persona que le tiró los tejos es la víctima? Eso no hay quien se lo trague, doctora Hunter, y usted lo sabe. ¿Tuvo una aventura con John Hall?
—No, no la tuve —repuso, ahora tranquila—. Me besó una vez, y sin que yo le hubiera invitado a hacerlo. Sencillamente me dijo que las perlas eran reales y que el broche era de diamantes auténticos. Yo había supuesto de manera automática que eran imitaciones, pero cuando me besó y me dijo que estaba enamorado de mí, me reveló su valor real. Le dije que no podía corresponderle, y se los devolví. —Se estremeció—. Fue uno de los días más horribles de mi vida.
—Tengo entendido que a usted y el señor Hall los sorprendió cuando se estaban besando su marido, que le arrancó las perlas que llevaba al cuello. La acusó de infidelidad —dijo Carmine.
—No, me niego a creer que en lo más hondo de su corazón Jim me creyera capaz de traicionarlo —dijo Millie con voz ronca—. Es celoso, y aquello lo enfureció. Pero Jim no se deja arrastrar por las emociones, recupera la serenidad enseguida. Así que cuando la recuperó, recobró también su capacidad para pensar con detenimiento, y vio de inmediato que yo era inocente.
Una explicación envuelta en dramatismo femenino, utilizando palabras como «traición» e «inocencia», pensó Carmine. De una manera extraña, habían desactivado lo que era una situación explosiva, uno de los peores días de su vida. ¿Había aborrecido a John Hall por exponerla a ella, la esposa perfecta, a la ira y la decepción de Jim?
—¿Cuándo ocurrió todo eso en relación con el tiempo que pasaron en Los Ángeles? —indagó Carmine—. He de decirle que sabemos lo de la operación de su marido y el préstamo de John Hall para financiarla, y que eso fue en junio de 1959.
—Nos fuimos de California en agosto de 1960 —respondió Millie lentamente— y John intentó ligar conmigo unos seis meses antes…, hacia finales de febrero de 1960, debió de ser.
«¡Ah! —pensó Carmine, estupefacto—. Él dice que ocurrió la víspera de que se marcharan a Chicago, ella asegura que fue seis meses antes. Es Hunter quien miente, no su esposa, pero ¿por qué?».
—Así que los últimos seis meses en Los Ángeles no los pasaron en compañía de John Hall, ¿no es así?
Ahora fue ella la que se quedó estupefacta.
—Las cosas continuaron como siempre —repuso—. ¿Por qué iba a ser de otra manera? No fue más que una aberración pasajera, capitán. John pidió disculpas a Jim, y ahí acabó todo. —Frunció el ceño—. Un encaprichamiento, eso fue todo.
—¿Y cómo se sintió usted después del incidente?
—¿Yo? Me alegré de que todo hubiera quedado atrás. Yo no era ni remotamente tan esencial para John como lo era su vínculo con Jim. —Movió las manos como si pudiera transmitir con ellas aquello que eludía a las palabras—. El caso es que John era una de esas personas que sienten verdadera adoración por los genios, y cada vez que John veía a Jim, se daba de bruces con la genialidad. No había ni pizca de homosexualidad en su relación, pero era íntima, muy íntima. Yo tengo la teoría de que John solo podía rivalizar con Jim en un aspecto: su atracción por las mujeres, y se propuso ver si podía arrebatarle algo a un genio, aunque solo fuera su esposa.
—Lo dice como si una esposa no fuera muy importante para un genio.
—¡No, no! No me refiero a que yo no sea importante para Jim. Pero la esposa es independiente del genio; al menos eso era lo que pensaba John Hall. Daba por sentado que el lugar que ocupaba yo en la vida de Jim tenía que ver con asegurarme de que llevara más capas de ropa que una hoja de parra, comiera con regularidad y tuviera un cuerpo femenino a su lado en la cama. En California Jim pasó por su peor periodo de salud, así que mi importancia para Jim como colega en el trabajo no era tan evidente como en otros tiempos. Dejó de tener presente que yo también soy bioquímica, y que eso me permite ser útil al genio de una manera que suele estar fuera del alcance de las esposas. Hasta que llegamos a Chubb, yo era la técnico jefe de Jim, aunque nunca figurase en sus libros. Hoy en día tiene tantos acólitos que no me necesita como antes. —Sonrió—. Sea como sea, a veces aparezco después de las once de la noche, cuando está solo, y trabajo como su mejor técnico. No hay nadie a mi altura.
Se interrumpió con los ojos arrasados en lágrimas.
—John nunca llegó a entender todo eso, y una vez Jim se serenó, comprendió lo que había ocurrido en realidad, lo de que John quería robarle algo a un genio.
—Pero Jim le perdonó.
—Sí, claro.
—¿La perdonó a usted, Millie?
—No había nada que perdonar.
—Su marido dijo que el incidente con John Hall tuvo lugar la víspera de que se mudaran a Chicago.
Rio con alegría.
—¡No me extraña! Es posible que incluso lo crea así. A Jim no se le dan bien las fechas y las épocas. Para él la ciencia lo es todo; no es perspicaz ni poético, me temo.
—Sin embargo, tengo entendido que Un dios helicoidal es perspicaz y poético. ¿Cómo es eso?
—¡Es su trabajo, capitán, a eso se dedica! Es un compartimento totalmente distinto del de la vida cotidiana. Cuando se trata de su trabajo, el genio surge con estrépito de las profundidades de su cerebro y nadie diría que se trata de la misma persona. Jim está escindido.
—¿Ha habido alguna infidelidad por su parte?
Millie se quedó de piedra.
—¿Jim? ¿Infiel? —Sus ojos danzaron por la sala—. Si se le hubiera pasado por la cabeza, tal vez lo hubiera sido, pero las mujeres no tienen un esqueleto como es debido. No tienen forma de hélice. Desde el punto de vista físico, Jim es el hombre más fuerte que he conocido, pero no malgasta energía en cosas que no sean helicoidales.
—¿Quién tuvo la idea de escribir Un dios helicoidal? —preguntó Carmine.
Durante un largo instante Millie se mostró totalmente desconcertada, luego tomó aliento como si hubiera olvidado que respirar era una necesidad.
—¡Qué pregunta tan fascinante, Carmine! El caso es que no puedo contestarla. A mí no me dijo nada, simplemente se sentó ante nuestra vieja máquina de escribir IBM una noche y empezó a machacar las teclas. Yo ni siquiera estaba al tanto de que Jim supiera que existía eso que se llama best seller hasta que me explicó lo que estaba haciendo cuando nos acostamos a eso de las cuatro de la madrugada. ¡Ah, qué inteligencia! Le salió ya minuciosamente analizado y editado, por lo que dijo el doctor Carter. Un capítulo detrás de otro en la secuencia adecuada, la jerga para especialistas lo bastante matizada para llegar al gran público. ¡Su prosa era increíble! ¡Tan poética! Me quedé maravillada, Carmine, maravillada.
—¿Cuándo empezó a escribirlo, Millie?
—Esto… —Se interrumpió para pensarlo—. Por lo que yo recuerdo, fue en septiembre de 1967, porque ya tenía un buen manuscrito entre las manos a finales de 1967, hace ahora un año. La única persona que lo había visto era yo, y estaba decidida a que lo llevara a una editorial comercial que supiera exactamente cómo lanzarlo al mercado. —Apretó los puños en un gesto de frustración—. Pero Jim no quería ni pensar en una editorial comercial. Quería que fuera un superventas, pero también aspiraba al prestigio del imprimátur de Chubb University Press, tal como lo llevan sus dos libros de texto. No conseguí que diera el brazo a torcer, y fíjese en la que se ha armado. Todas esas idioteces de los decanos de investigación y de anteponer el bien general del sello a los ingresos de un superventas de los grandes: cuando nos enteramos de que Tinkerman había ocupado el puesto del doctor Carter como decano de investigación, creo que Jim habría hecho prácticamente cualquier cosa por que le rescindieran su contrato con C.U.P. Pero no estaba en sus manos. Sus ansias de mantener los laureles académicos lo habían ligado a C.U.P. pasara lo que pasase.
Carmine sonrió.
—¿Le dijo usted: «Ya te lo advertí»?
Dejó escapar una risilla.
—No, no se lo dije. De otro modo se hubiera cometido un asesinato, y la víctima habría sido yo. Un caso claro a más no poder.
Con el almuerzo ya en el recuerdo, Buzz seguía batallando con el doctor James Hunter, sin llegar a ninguna parte; no iba a perder los estribos de nuevo.
Entonces Carmine envió una nota.
—¿Quién le dio la idea de Un dios helicoidal? —preguntó Buzz.
Hunter parpadeó.
—¿La idea?
—Sí, la idea. ¿Quién tuvo la idea de escribir ese libro?
—Yo —aseguró Jim Hunter.
—Sí, claro, y las vacas vuelan… —se mofó Buzz—. Doctor Hunter, a los científicos como es debido no les llega de pronto la inspiración de escribir libros populares. Se los sugiere alguien capaz de blandir el hacha comercial, por así decirlo, igual incluso les ayudan a sacar el proyecto adelante. ¿Quién le ayudó a usted?
—Yo mismo.
—¿Nadie le susurró siquiera la idea? ¿No la concibió en sueños?
—No contribuyó absolutamente nadie, ni siquiera la parte de mi cerebro que sigue activa en sueños.
—¿Estaría dispuesto a jurarlo?
—¡Qué pregunta tan absurda! —replicó Hunter, aunque no con furia—. No es mi libro el que está bajo sospecha de asesinato, sargento, así que no veo a qué viene sacarlo a colación.
Entró Carmine.
—Doctor Hunter, encantado —saludó.
—Ojalá pudiera decir lo mismo.
Carmine metió la mano en el bolsillo y sacó un tarrito de cristal.
—¿Le importa prestarse a un experimento, doctor?
—¿Con qué fin?
—Con el de quedar tal vez fuera de toda sospecha de homicidio; o, en caso contrario, dejar bien claro que con gran probabilidad es usted culpable de asesinato.
—Capitán Delmonico, estoy dispuesto a prestarme a cualquier clase de experimento que demuestre mi inocencia. Adelante.
—No se trata de nada amedrentador —advirtió Carmine, sonriendo al tiempo que le quitaba la tapa al tarro—. Acerque la mano derecha, por favor, con la palma hacia abajo y los dedos extendidos pero juntos.
Hunter hizo lo que le decía. Al ver el tamaño de la mano, Carmine tuvo una sensación halagüeña. Sacó el dispositivo utilizado para poner la inyección.
—Necesito que separe muy ligeramente los dedos, doctor, manteniendo la mano extendida y firme.
Carmine colocó el platillo de acero sobre el hueco entre el índice y el corazón, y luego, suavemente, asegurándose de no rozar la piel, introdujo la aguja hipodérmica entre los dedos hasta que la superficie del pequeño disco quedó apoyada en los dorsos.
—Junte los dedos para sujetar el tubo que acabo de dejar entre ellos —le indicó Carmine, y le dio la vuelta a la mano para que quedara con la palma hacia arriba. No se veía ni rastro de la punta de la aguja.
—Mantenga los dedos firmemente unidos mientras enredo un poco —dijo, hurgando en la fisura entre los dos dedos. ¡Ahí estaba! A la punta de la aguja hipodérmica le faltaban por lo menos tres milímetros para sobresalir por el lado de la palma de la mano de Hunter—. Bien —continuó—. Ahora vamos a probar con los demás dedos, y después con la otra mano.
Al cabo, la punta de la aguja hipodérmica asomó apenas entre los dedos anular y meñique de la mano derecha. No lo suficiente para controlar debidamente el trabajo, decidió Carmine.
—Gracias, doctor, puede irse a casa. Millie también está aquí, y con ella también hemos terminado. Pueden irse a casa juntos.
Millie y Jim se miraron, pero no hablaron hasta estar a salvo en su coche, saliendo ya del aparcamiento de Servicios del Condado.
—Qué día tan horrible —dijo ella, sin saber por dónde empezar.
—¿Cuánto has estado ahí?
—Desde mediodía.
Él sonrió, intentando quitarle hierro.
—Te he ganado por tres horas, pequeña.
—Somos los principales sospechosos, Jim.
—Bueno, eso era inevitable desde que averiguaron que conocimos a John en California. Éramos el eslabón perdido.
—Bueno, puesto que no fuimos nosotros, ¿quién lo hizo? —preguntó ella.
—Ojalá lo supiera. Sea quien sea, la poli no lo ha encontrado todavía —dijo Jim con voz apagada. La miró fugazmente de soslayo y luego volvió a centrarse en la carretera—. ¿Qué les has dicho sobre lo de que John intentó ligar contigo en California?
—He procurado hacerles ver que no tuvo la menor importancia, pero es difícil hacer entender a gente que no estaba presente cómo fue aquello en realidad. —Millie le apretó el muslo—. Te has equivocado con respecto a cuándo ocurrió, eso ha sido lo peor. Les he visto aguzar los oídos.
—Ah, Dios, ¿me he equivocado? ¿Por mucho?
—¡Qué va! —dijo ella a la ligera—. Apenas seis meses. He intentado explicarles que es típico de ti, pero no les ha parecido muy verosímil. ¡Hay que ver, Jim! ¿La víspera de que nos fuéramos a Chicago?
—¿No fue entonces? Creía que sí, pero han pasado muchas cosas desde entonces.
—¿Cómo podemos convencerles de que para nosotros no fue el fin del mundo? —preguntó ella.
—No dejes que te reconcoma, cariño. Todo se resuelve tarde o temprano, así que verán cómo sus sospechas van perdiendo fuerza. Hay una gran diferencia entre una sospecha y la prueba de que estuvimos implicados, porque no lo estuvimos.
—¡Es cosa de Davina Tunbull! —dijo Millie a voz en grito.
—Tiene que serlo —convino Jim—. John Hall era una amenaza para su precioso Alexis, y Tom Tinkerman, para su prosperidad. Bueno, incluso si John les dijo a ella y a Max que no quería saber nada del dinero de los Tunbull, es posible que mintiera. Davina tiene un pasado turbio.
—¿Cómo lo sabes? —indagó Millie con curiosidad.
—Se tomó una copa de champán de más cuando el libro era aún un manuscrito, y dijo unas cuantas cosas que debería haber callado.