Se reunieron en el despacho de Carmine a las diez de la mañana; aún no había necesidad de importunar a las mujeres madrugando en domingo, y a los solteros les gustaba quedarse un poco más en la cama tanto como a los casados.
Abe, reflexionó Carmine mientras miraba a su colega más antiguo y leal, estaba adaptándose a su autoridad de teniente con la discreción con que lo hacía todo, pero se apreciaba una suavidad y placidez nuevas en su semblante, provocadas por un extraordinario golpe de buena suerte. La empresa líder alemana en productos químicos Fahlendorf Farben había otorgado a sus dos hijos becas completas para asistir a las universidades que eligieran cuando alcanzasen la edad de cursar estudios superiores, prorrogables para seguir programas de doctorado. Un inmenso alivio para el padre de dos chicos sumamente inteligentes; ahorrar para las tasas universitarias dejaba a los padres en la miseria. La beca había surgido del trabajo policial de Abe; puesto que no podía aceptar una recompensa en metálico, Abe la había rehusado. Así que Fahlendorf Farben había otorgado becas a sus hijos, firmadas, selladas y con el dinero ya invertido.
Abe siempre trabajaba con Liam Connor y Tony Cerruti, su equipo personal.
Liam tenía treinta y tantos años y había estado a las órdenes de Larry Pisano, aunque prefería con mucho trabajar para Abe ahora que Larry ya no estaba. Casado y padre de una niña, mantenía su vida privada bien separada de su carrera en la policía, lo que indicaba, a juicio de Carmine, que era un hombre digno en una situación doméstica moderada, ni el paraíso ni el infierno. Apenas alcanzaba la estatura mínima exigida pero se mantenía en forma y tenía un rostro agradable: ojos azul grisáceo, abundante pelo rubio y buena estructura ósea. Su reputación en la policía de Holloman era la de un hombre que no cometía excesos en nada; probablemente por eso congeniaba con Abe. Eran hombres racionales.
Tony Cerruti provenía de una familia italoamericana de East Holloman de la que habían salido muchos polis, su parentesco estaba lo bastante alejado del inspector jefe y Carmine, los dos medio Cerruti. Con treinta años y soltero, era moreno, atractivo y encantador, con un toque levemente callejero; Abe siempre lo enviaba tras cierto tipo de sospechosas. Aún estaba aprendiendo a moderar la faceta más salvaje de su temperamento, pero era un buen tipo, y sentía un gran apego por Abe, que le inspiraba temor reverencial.
Carmine fue el primero en hablar, perfilando la desaparición de la tetrodotoxina de la doctora Millie Hunter.
—Gracias a que Paul reaccionó con tanta rapidez, las dos víctimas aún tenían rastros en el organismo —dijo—. Cada cual tenía un pinchazo en la nuca, hacia la izquierda, en el músculo y el tejido adiposo, no cerca del hueso. La inyección debió de absorberse a ritmo intramuscular. La dosis era casi microscópica: en torno a medio miligramo. Eso la hace cien veces más potente que el cianuro. No hay antídoto ni tratamiento. Lo peor es que la víctima permanece consciente por completo hasta la muerte.
—¡La hostia! —exclamó Donny, palideciendo—. ¡Qué horror!
—Hay que tener mucha sangre fría para hacer algo así —dijo Carmine—. Aunque no es lo que toca, me gustaría continuar un momento con el veneno. Tienen que quedar al menos quinientos miligramos: muerte en abundancia, aunque no parece que se trate de un asesino al comienzo de una serie de crímenes, así que es más probable que los restos se guarden. Parece que ninguna de las dos víctimas sintió dolor al recibir el pinchazo, pero también sabemos que el asesino no utilizó una jeringuilla normal con aguja hipodérmica. De modo que, ¿cuál fue el método de inyección y cuánto tiempo antes de la aparición de los primeros síntomas se suministró?
—He vuelto a ver a Gus Fennell y Paul Bachman esta mañana —dijo Abe— y han estado haciendo muchas lecturas, además de elaborar una secuencia temporal más precisa de los síntomas de John Hall. Tuvieron que administrarle una inyección intramuscular dentro del estudio de Max Tunbull, es imposible que se la hubieran puesto antes de entrar. Nadie salió del estudio, ni siquiera para ir al cuarto de baño. Tanto Gus como Paul insisten en que no transcurrieron más de veinte minutos entre la inyección y la muerte, y los seis hombres estuvieron en el estudio de Max treinta minutos. Eso significa que estás en lo cierto respecto de cómo se le administró, Carmine. Nada de aguja hipodérmica ni jeringuilla.
—El auténtico escollo en los planes de nuestro asesino fue Millie Hunter —dijo la sonora voz de Delia Carstairs—. De no haber informado a su padre del robo de la tetrodotoxina, habría sido imposible demostrar que esas dos muertes fueron asesinatos.
Carmine dirigió una mirada risueña a Delia. Estaban a varios grados bajo cero en el exterior y corría viento, lo que agravaba la sensación térmica; Delia iba vestida para la ocasión con un abrigo de piel sintética a rayas como una tigresa rojinegra. El vestido que llevaba debajo también era atigrado, pero de colores rosa y negro, y lucía pinceladas de azul intenso porque su corazón reclamaba color, color y más color. Estaba muy por debajo de la estatura reglamentaria y tenía la constitución física de un barril sobre patas de piano de cola, ni rastro de cuello y una cabeza inmensa adornada con pelo ensortijado de tono cobrizo; llevaba tanto rímel en torno a los chispeantes ojos castaños que siempre parecía cubierta de brea. El pintalabios rojo intenso tenía tendencia a mancharle los dientes un poco salientes, así como a deslizarse hacia las arrugas de expresión en torno a la boca, aunque nadie tenía una sonrisa tan genuina como Delia. Poseía una naturaleza perfecta para el trabajo policial, pues era meticulosa hasta el punto de la obsesión y no cejaba nunca; nadie era capaz de ver más detalles en una hoja de números o el plano de la planta de un edificio, lo que hacía de los crímenes de guante blanco su placer más codiciado.
Sobrina carnal del inspector jefe John Silvestri por parte de los Silvestri, era inglesa, hija de un prestigioso catedrático de Oxford, y pese a sus excentricidades en lo tocante al vestir, ocupaba una posición social relativamente elevada en la jerarquía de la ciudad de Holloman (garantizada por su acento afectado). Quienes no la conocían bien tendían a considerarla un tanto necia. ¡Qué error!, pensaba Carmine. Tener a la sargento Delia Carstairs era como ser un dictador no declarado con un misil intercontinental secreto.
—Explícate —dijo Carmine.
—Creo que ya he dado en el clavo, jefe. Que conozcamos el método de asesinato ha echado sus planes por tierra —dijo Delia—. No uno, sino dos asesinatos, ambos en banquetes, y, sin embargo, de carácter totalmente opuesto. Nueve sospechosos de la muerte de John Hall, setenta y dos de la del doctor Tinkerman. Si damos por sentado que los únicos sospechosos viables asistieron a ambos banquetes, tenemos a Max y Davina Tunbull, Val Tunbull, Ivan Tunbull y Jim y Millie Hunter.
—¡Millie, no! —dijo Tony Cerruti al instante.
—¿Por qué no?
Carmine llenó el vacío lanzando una mirada a Tony.
—Supongo que Millie forma parte del clan —respondió con calma—, y desde luego yo me llevaría una sorpresa si resultara ser la culpable. Nosotros…, la conocemos. Pero tienes razón, claro, Deels. Tiene que estar en la lista de sospechosos.
—Por lo que a mí respecta, ella y Jim encabezan la lista —señaló Abe—. ¿Quién, si no, pudo llevar ese veneno en concreto a la cena de los Tunbull? ¿El ladrón? ¿Cómo podía haber estado al tanto de la existencia de la tetrodotoxina ningún miembro de la familia Tunbull? —Abe adoptó una expresión sombría—. Mi instinto me dice que no es Millie. Solo queda Jim.
—Quien tiene buenas razones para querer asesinar a Tinkerman, pero ¿por qué a John Hall? —preguntó Liam.
—¿Cómo lo sabes? —indagó Carmine.
—Muy fácil. Lo sabe todo el mundo. El doctor O’Donnell no ha mantenido en secreto la actitud de Tinkerman respecto del libro de Jim Hunter —dijo Nick Jefferson—. Según los rumores que corren por Servicios del Condado, Tinkerman aborrecía a Jim Hunter. —Su atractivo rostro negro se tornó severo—. Creo que alguien robó el veneno, ¡y lo utilizó!, para implicar al doctor Jim.
—Demasiadas especulaciones sobre la base de muy escasas pruebas —respondió Carmine con un suspiro—. Sabemos que se cometieron dos asesinatos distintos por medio de un instrumento que el asesino creía indetectable. Sin duda es lógico suponer que la misma mano es responsable de ambas muertes. Pero ¿y el móvil? No tenemos idea. El ladrón de la toxina, ¿también es el asesino? No tenemos idea.
—Es hora de indagar —dijo Donny Costello.
Era el último de los sargentos, ascendido apenas unos meses atrás, y era entusiasta, metódico, de pensamiento un poquito excéntrico. Atezado, fornido y con treinta y un años recién cumplidos, había contraído matrimonio recientemente y estaba en esa bruma dichosa del recién casado: desayunos caseros, sexo en abundancia, una mujer que nunca le dejaba verla con rulos en el pelo o el temperamento hecho jirones.
—¡Eso es, Donny! —gritó Abe—. A indagar se ha dicho.
—¿Quién se beneficia de esto? —preguntó Carmine—. ¿Qué vínculo puede haber entre un magnate maderero de la costa Oeste y un erudito en teología de la costa Este? ¿Murieron porque se conocían o porque alguien no quería que llegaran a conocerse? —Frunció el ceño—. Sinceramente, Jim y Millie Hunter parecen sospechosos en más aspectos que todos los demás juntos.
—¡No es Millie! —repuso Tony en tono belicoso.
—El libro de Jim Hunter tiene algo que ver —continuó Carmine como si nadie le hubiera interrumpido.
Abe terció:
—Max Tunbull me contó que él y Val, su hermano, tomaron una decisión ejecutiva justo antes de Navidad y encargaron una primera impresión de veinte mil ejemplares, aunque C.U.P. no la había autorizado. Y Davina Tunbull encargó imprimir veinte mil sobrecubiertas.
—Delia, ocúpate tú de hablar con Davina —dijo Carmine.
—Y tú, ¿qué vas a hacer, jefe? —preguntó Delia.
Ella era la única que lo llamaba «jefe»; de un tiempo a esta parte Carmine había empezado a creer que formaba parte de su tendencia a arrogarse poder de manera totalmente extraoficial. De no haberla adorado…, pero la adoraba, con todo su corazón. Era su misil intercontinental.
—Voy a ver a M. M. —dijo—. Abe decidirá quién se encarga de entrevistar a quién, aparte de Davina. Y no olvidéis ni por un instante que Donny es el nuevo: habrá que indagar con más tesón para llegar más hondo.
Había un aspecto del asesinato de Tinkerman que M. M. no lamentaba.
—Me he quitado de encima a los Parson —dijo, al tiempo que acercaba a Carmine el plato de hojaldre de manzana.
—¿De veras le chantajearon para que nombrara a Tinkerman, señor?
—Fue culpa mía. Debería haber mantenido un poco más el puño de hierro en guante de terciopelo. Pero, ay, Carmine —dijo el rector de Chubb; sus ojos eran de un azul candente—, estaba harto de esperar a que esos capullos beatos entregaran la colección de cuadros de Chubb. Me traen sin cuidado el Rembrandt o el Leonardo…, bueno, no del todo, pero ya sabe a lo que me refiero. ¡Quería el Velázquez, los Goya de la guerra, el Vermeer, el Giotto y los de El Greco! ¿Quién tiene oportunidad de verlos? ¡Los Parson! Quiero que cuelguen aquí, donde pueda contemplarlos toda Chubb y las numerosas visitas que vienen.
—Lo entiendo —dijo Carmine, tomando un bocado de hojaldre.
—Cuando ese idiota de Richard Spaight dijo que iban a quedarse con los cuadros de Chubb al menos cincuenta años más, se me acabó la paciencia. Les dije que los entregaran en el plazo de un mes o les denunciaría. Y lo decía en serio —aseguró M. M.
—Y sabían que no podrían sobornar al tribunal —dijo Carmine.
—No carezco de influencias —respondió M. M. con suficiencia—. Ahí está el problema, claro. Tienen miles de millones, pero no cultivan los contactos adecuados, mientras que nosotros, los MacIntosh, sí. Y tampoco andamos escasos de dinero.
—Es una pena que los Hug se retiraran. Los Parson estaban encantados de financiar una investigación tan importante, pero fue un error fatal dejar la administración en manos de un psiquiatra.
—¿Y eso por qué, Carmine? —preguntó M. M.; su famoso pelo de color albaricoque era ahora de un pálido tono melocotón.
—Desdemona dice que los psiquiatras con cabeza para los negocios están en el sector privado. Los que investigan tienden a entusiasmarse con proyectos lunáticos o cosas tan alejadas de la realidad que apenas se intuyen. Así que los Hug se retiraron. Mejor así: una parte de la Facultad de Medicina sin más ni más en vez de un lugar lleno de bichos raros.
—Los Parson me consideran responsable, hasta donde yo sé, simplemente por ser rector de Chubb. ¿Lo de los cuadros? Puro rencor.
—No, nada de eso —dijo Carmine, recordando un almuerzo con los Parson en la ciudad de Nueva York a punto de ser azotada por una ventisca—. Disfrutan de veras contemplando los cuadros, señor rector, sobre todo el de El Greco, al fondo del pasillo. La codicia les tentó a quedarse con todos, una codicia visual. Por lo que al rencor respecta, forma parte del carácter de los Parson.
—De ahí lo de Tom Tinkerman. No se habría publicado nada de interés durante su mandato en C.U.P. —dijo M. M. rotundamente—. Lo cierto es que me alegro mucho de que esté muerto.
Carmine esbozó una sonrisa torcida.
—¿Le mató usted, M. M.?
Abrió la boca con gesto decidido y la cerró de golpe.
—Me niego a morder ese anzuelo, capitán. Ya sabe que no le maté, pero… —Iluminó el rostro de M. M. una hermosa sonrisa—. ¡Qué alivio! No pueden chantajear otra vez a la junta directiva porque no queda ningún Tinkerman entre los candidatos. Tan poco tiempo después del nombramiento de Tinkerman, nos limitaremos a poner discretamente al candidato que queríamos desde el primer momento. Me parece que no le conoce: Geoffrey Chauce Millstone.
—Qué nombre tan halagüeño —comentó Carmine con gravedad—. ¿Quién es?
—Un profesor adjunto del departamento de Inglés: un callejón sin salida desde el punto de vista académico, pero no tiene madera de docente. Es muy brusco y pragmático. Es duro con los alumnos no licenciados y más duro aún con los colegas de cualquier clase. Ideal para C.U.P.: nada de calmosas publicaciones de tratados abstrusos sobre el uso del gerundio en el inglés moderno.
—¡Maldita sea! Justo lo que estaba esperando. ¿Es adecuado para cosas como la ciencia y el libro del doctor Jim?
—Perfecto —contestó M. M. con satisfacción—. También es innegable que a C.U.P. le vendrían bien los fondos que reporta un superventas de los grandes. El decano de investigación tendrá dinero para publicar libros que de otro modo habrían quedado fuera del presupuesto. C.U.P. cuenta con fondos considerables, pero el dólar no es lo que era, y hoy en día los antiguos alumnos que tienen dinero para donar se decantan por la medicina o las ciencias. Los tiempos en que las artes liberales recibían donaciones astronómicas han tocado a su fin.
—Sí, eso es inevitable. También es una pena —comentó Carmine; lo suyo eran las artes liberales—. ¿Se apellida Millstone? ¿Por los Millstone yanquis o por los típicos Millstone inmigrantes judíos?
—Los típicos Millstone inmigrantes judíos, gracias a Dios. Chauce, como se le conoce, vale por todo un clan de los Parson.
Carmine se puso en pie.
—Tengo que ir a ver a unas personas a las que seguro que voy a ofender, señor. Ya puede estar preparado.
—Haga lo que sea necesario. —El rostro atractivo adoptó su semblante más afable—. Pero procure no ensañarse con el doctor Jim. No me ha pasado inadvertido que está abocado a ser el sospechoso principal.
Con el gorro de tigre puesto para mantener las orejas calientes, los brazos cortos envueltos en pliegues de piel sintética, Delia condujo su coche sin distintivos policiales por la Autopista 133 y dio con Hampton Street. Era un vecindario extraño para gente relativamente acomodada, pero gracias a sus indagaciones preliminares había descubierto que tanto Max como Val Tunbull construyeron sus domicilios en Hampton Street en 1934, cuando América empezaba a recuperarse de la Gran Depresión, en terrenos que no les habían costado prácticamente nada y con contratistas que se alegraban de tener trabajo. Probablemente pensaron que Hampton Street se convertiría en un lugar bastante lujoso, pero no había sido así. La gente que aspiraba al lujo había preferido la costa o los terrenos de cinco acres, más alejados.
La casa de Max Tunbull era impresionante. Delia aparcó su Ford en el sendero de acceso de modo que otros coches lo pudieran rodear y llamó al timbre: campanillearon las primeras notas de la quinta sinfonía de Beethoven, elección que a ella le pareció abominable.
En primavera, verano y otoño habría un agradable jardín en torno al altozano sobre el que se alzaba la casa, aunque quienquiera que hubiese elegido las plantas por lo visto era indiferente a los efectos del hielo sobre la vegetación mediterránea. ¿Alguien con nostalgia de la costa dálmata, quizá?, se preguntó Delia mientras esperaba.
Una de las mujeres más minúsculas que había visto abrió la puerta. Uno cuarenta y seis, no más, y sin forma definida, vestida con un uniforme gris también informe. Tenía un aspecto que el padre de Delia habría definido como «erróneo»: la estructura craneal de una imbécil, con la piel amarillenta y moteada además. Pero los ojillos, muy oscuros, rebosaban inteligencia cuando observaron a Delia, que no era una gigante.
—¿Qué desea? —preguntó; su acento era marcado y balcánico.
Delia mostró su placa dorada de detective.
—Soy Delia Carstairs, sargento de la policía de Holloman, y tengo una cita con la señora Davina Tunbull.
—Está enferma, no ver.
—Entonces tiene diez minutos para recuperarse, y me va a ver —aseguró Delia, que sorteó con destreza a la enana—. Esperaré en el salón. Haga el favor de mostrarme el camino.
La ira y el miedo pugnaron por hacerse con el control; se impuso el miedo, así que la enana llevó a Delia a una gran sala decorada de un modo poco convencional: sillones y mesitas de centro que no hacían juego, estanterías con recuerdos y obras de arte, una pared recubierta de libros encuadernados en cuero, volúmenes con dorados, una gruesa alfombra con un dibujo que recordaba a un cuadro de Paul Klee. Los colores combinaban bien, los sillones eran cómodos pero el tapizado demasiado moderno: a la decoradora le encantaba Paul Klee. Había varios cuadros en las paredes que a Delia le parecieron Klee auténticos. Una elección interesante, exponer a un maestro impresionista no muy conocido fuera de los círculos del arte. Igual esa Davina Tunbull tenía más capas que el hojaldre.
—¿Cómo se llama? —le preguntó a la duende.
—Uda.
—¿Es el ama de llaves?
—No. Pertenezco a señora Davina.
—¿Le pertenece?
—Sí.
—Entonces, Uda, haga el favor de informar a su señora de que no puede eludir esta entrevista. Si está enferma, la acompañaré al hospital de Holloman y la interrogaré allí. O, si no quiere hablar conmigo, la detendré por obstrucción a la justicia y la veré en la comisaría de Holloman en una sala de interrogatorios como es debido.
¡Era extraordinario el efecto que tenía la palabra «interrogatorio» en los europeos del Este! Uda se desvaneció como si hubiera dejado de existir mientras Delia se despojaba de su abrigo; la sala estaba bien caldeada. Alguien era fumador pero no había olor a tabaco en el aire, así que la ventilación debía de ser excelente. Unos cigarrillos poco comunes que Delia conocía bien, pues los había fumado en otros tiempos. Sobranie Cocktails, hechos de tabaco de Virginia con remate dorado y papel de varios colores pastel: rosa, azul, verde, amarillo y lila. Por la noche, quien fumaba Cocktails por lo visto se pasaba a los Sobranies negros: remate de papel dorado y papel negro que encapsulaba puro tabaco turco. No había colillas por ninguna parte en los inmaculados ceniceros modernos de vidrio, aunque había seis cajetillas de Sobranie Cocktails y tres cajetillas de Sobranies negros repartidas entre las mesitas.
Davina Tunbull entró tambaleándose, con ayuda de la criada. Llevaba un camisón de noche de satén púrpura y una bata ondosa de gasa lila encima. Largo cabello negro, piel blanca, ojos azules y una de esas caras bellamente huesudas como la que Delia imaginaba debía de haber tenido Mata Hari. Parecía una amante, no una esposa. Una mano larga y elegante apoyaba los dedos rematados en rojo en la frente, la otra se aferraba a Uda, que debía de ser muy fuerte. La señora Vina Tunbull no fingía estar apoyando en ella buena parte de su peso.
—Siéntese, señora Tunbull, y déjese de esa actitud ridícula —dijo Delia secamente—. A mí no me engaña con la histeria, y el histrionismo me hace reír. Así que ni lo uno ni lo otro, por favor. Siéntese bien y compórtese como una mujer muy inteligente que posee y dirige un negocio de gran éxito.
La boca opulenta se le quedó abierta; a todas luces, la señora Tunbull no estaba acostumbrada a que le hablaran sin rodeos de esa manera.
—¡Rosa! —le espetó a Uda, que abrió una cajetilla de Sobranie Cocktails, sacó un cigarrillo rosa, lo encendió y se lo pasó a su señora—. ¿Qué quiere? —le preguntó a Delia bruscamente, mientras el humo le salía poco a poco por la nariz como a un dragón perezoso que no tuviera ganas de avivar su caldera.
—En primer lugar, ¿qué le llevó a celebrar una cena de etiqueta en su casa el viernes pasado? —preguntó Delia.
El pitillo rosa se agitó al encogerse de hombros Davina.
—Tenía que haberse celebrado hacía tiempo —dijo, su acento era más una virtud que una carga; sin él, su voz no resultaba atractiva—: Mi marido, Max, cumplió sesenta años en Año Nuevo, esa era una razón. Otra era que yo quería celebrar el nacimiento de nuestro hijo, Alexis; he tardado mucho en recuperarme. Por último, John había regresado de entre los muertos. —Cerró los párpados velando sus ojos; le pasó el cigarrillo a medio fumar a Uda, que lo apagó—. Fue el auténtico regreso del hijo pródigo, mi querida sargento Delia Carstairs.
«Vaya, vaya, así que Uda le ha dicho mi nombre, mi rango y todo», pensó la sargento Delia Carstairs.
—Max y su hermano, Val, creían que John llevaba mucho tiempo muerto —continuó Vina—. Buscaron a John y su madre en 1937 con un inmenso dispositivo policial, y la búsqueda no se abandonó hasta varios años después. Es tradicional sacrificar el becerro cebado cuando regresa el hijo pródigo perdido tiempo atrás, y eso hice, serví ternera asada como plato principal, qué ingenioso por mi parte, ¿verdad?
—Muy ingenioso, sí —asintió Delia secamente—. ¿Estaba el señor Tunbull seguro de que John era su hijo?
—Al final estaba totalmente seguro —afirmó Davina—. John tenía el anillo de compromiso de su madre. Ah, y había numerosos documentos y papeles, pero fue el anillo lo que convenció a Max, que no pudo por menos de creer lo que veía. Martita, la madre de John, se había quedado prendada de la piedra en una tienda de minerales, y Max encargó que la engarzasen en un anillo caro. Es un ópalo, pero el color del ópalo surca a rayas una piedra de un negro intenso, como una cebra. Se lo enseñaré —dijo, chasqueando literalmente con los dedos a Uda, que se acercó a una caja en un estante, la abrió y le llevó un anillo inmenso a Delia.
Asombroso, desde luego. Delia no había visto nada parecido, ni siquiera hojeando los libros de piedras preciosas que a veces se veía obligada a consultar como policía. Las rayas, negras además de blancas, eran de unos dos milímetros de grosor, las negras mates y opacas; al mover la piedra, el blanco del ópalo destellaba pasando del rojo al verde fuego. La piedra en sí —de unos veinte quilates— estaba engastada en oro amarillo.
—En tanto que gema, probablemente no es tan valiosa —reconoció Delia, que se la devolvió a Uda—, salvo por su rareza, que probablemente aumentaría el valor de manera considerable.
Uda había guardado el anillo y regresado junto a Davina; ¿esperaba que le lanzara otro chasquido?
—También había similitudes físicas —dijo Vina—. John tenía rasgos y tonos diferentes, pero sus expresiones faciales eran puro Max. Ivan lo vio de inmediato. Ivan es el sobrino.
—¿Por qué invitó a los doctores Hunter a su cena?
—Para agradar a John. Los conocía de California, y pensé que le gustaría encontrar amigos suyos aquí. —Volvió a encogerse de hombros, un gesto que hacía por toda clase de razones—. Después de todo, sargento Carstairs, Max, Val, Ivan y yo conocemos muy bien al doctor Jim a través de C.U.P. Era a su mujer a quien no conocíamos.
—Por lo visto tienen puestas muchas esperanzas en su libro, ¿no?
—¡Naturalmente! —dijo Davina con impaciencia—. Si Un dios helicoidal es un best seller, la Imprenta Tunbull y mi empresa, Imaginexa, pueden ganar mucho dinero. Nos va bien imprimiendo cualquier libro de C.U.P., pero el del doctor Jim es único. Max ya ha encargado la impresión de veinte mil ejemplares.
—Pero ¿no sigue el título en tela de juicio? —preguntó Delia en tono neutro—. ¿No fue muy apresurado enviarlo a la imprenta?
—Fue idea mía —reconoció Davina con aire triunfal—. El doctor Jim está enamorado de su título. Así que si el libro y la cubierta ya están en la imprenta con ese título, ¡la victoria es nuestra!
—Bien podrían acabar librando una batalla ante los tribunales con C.U.P., que podría prolongarse durante años —señaló Delia, que no daba crédito a sus oídos. ¡Razonaba como una niña pequeña! ¿Y Max y Val e Ivan habían arriesgado su negocio confiando en el instinto de Davina? ¡En las condiciones adecuadas, seguro que Davina Tunbull era capaz de vender el puente de Brooklyn diez veces al día!
—Tiene usted el toro por las patas y no por los cuernos —dijo Vina, en tono despreocupado—. Solo corríamos peligro si Tinkerman era decano de investigación, y sabíamos que no lo sería. Le pedí a Uda que leyera el futuro en el cuenco de agua. No se equivoca nunca. Dijo que Tinkerman moriría atragantado en el banquete y es exactamente lo que pasó. El doctor Jim mantendrá el título. No corremos ningún peligro ahora que Tinkerman ha muerto.
«¡Virgen santa, esta mujer es una cría!», pensó Delia, asustada.
—Señora Tunbull, creo que es hora de que le recuerde que tiene derecho a contar con la presencia de un abogado mientras la interrogo —se apresuró a decirle—. He procurado que nuestra conversación fuera neutra, pero usted se está incriminando por voluntad propia. A los jurados no les impresionan los adivinos. ¿Quiere seguir hablando conmigo o prefiere que haya presente un abogado?
—No necesito abogados —dijo la dama en tono altivo—. Yo no maté a ese hombre. Ni siquiera me acerqué a él. Por lo que a mi cena respecta, ¿por qué iba a matar al pobre John? Nos dijo a Max y a mí que no quería la herencia de Alexis. Su padre adoptivo es muy rico y ya había provisto a John de millones. Yo en su lugar, me centraría en Ivan. Estaba convencido de que saldría perdiendo mucho.
—Gracias por esta conversación tan reveladora —dijo Delia en un tono que sonó falso—. ¿Hay algo más que deba saber?
—Solo que John —Vina bajó la voz hasta convertirla en un susurro— estaba enamorado de mí. No podía decírselo a Max, ¡y no se lo dije! Pero por ese lado fue una suerte que John muriera, sargento. Se mostró tan apasionado que tuve que defenderme con uñas y dientes. Luego llegó Uda y me salvó. ¿Verdad que sí, Uda?
—Sí.
—¿Cuándo fue eso, señora Tunbull?
—El viernes pasado. En la cena. Consiguió quedarse conmigo a solas.
—¡Hombre malo! —dijo Uda, con el ceño fruncido.
—En la cena, señora Tunbull, ¿entró usted en el estudio en algún momento después de que los hombres se hubieran trasladado allí?
—No —dijo Davina.
—No —convino Uda.
—Le aconsejo que diga a su marido que busque asesoramiento jurídico, señora Tunbull. Tiene usted tendencia a ser indiscreta —señaló Delia, que se puso en pie para marcharse.
—¡Indiscreta! ¡Qué palabra tan buena! La recordaré. Ahora voy a ser indiscreta en un asunto distinto, sargento. Viste usted muy mal. Muy, pero que muy mal.
Su mejor cara de póquer no la traicionó; Delia se mostró curiosa.
—¿Está usted capacitada para juzgar? —preguntó.
—Ay, sí. Fui modelo en Nueva York. En anuncios para la tele. Mi cara apareció en algunas carteleras. Mis piernas también. Davina Savovich, pero como modelo simplemente Davina. Por lo que a usted respecta, sargento, tiene que adelgazar por lo menos quince quilos —continuó la voz aguda y despiadada— y hacer los ejercicios adecuados para tener por lo menos un poco de cintura. Llevar pantalones para disimular las piernas, porque eso no tiene remedio. Cuando adelgace, vuelva y la vestiré.
Para entonces Delia ya se había puesto el gorro atigrado y se había atado el lazo bajo el mentón; Uda sujetaba la puerta abierta, las pasas negras de sus ojos iluminadas por la burla. Delia salió hasta el felpudo y se volvió con una sonrisa radiante.
—Me parece milagroso, señora Tunbull, que nadie la haya asesinado a usted —dijo, y se fue hacia el coche a largas zancadas.
«¡Zorra insolente!», gritó al aire helado mientras abría de un tirón la portezuela del Ford. En el asiento del conductor, volvió el espejo retrovisor para mirarse la cara con el gorro que la enmarcaba; su furia remitió. «¡Cuánta tontería!», dijo al tiempo que arrancaba. «¡Tengo un gusto impecable para vestirme! Tía Gloria Silvestri lo dice, ¡y basta con verla! Es la mujer que mejor viste de Connecticut, según el Courant de Hartford. Esa zorra delgaducha no tiene ni idea de moda».
Sea como sea, aún estaba un poco alterada cuando, como por casualidad, pasó por el depósito de cadáveres de camino a su despacho. ¡Por fin un golpe de suerte! Sentado a una mesa, tomando notas meticulosamente, estaba el doctor Gustavus Fennell, forense adjunto. Era tan anónimo como tendía a ser la mayoría en el ámbito de ocuparse de los muertos; ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni rubio ni moreno. Don Término Medio y Nada Memorable.
—Gus, ¿te has ocupado de John Hall? —preguntó.
Dejó el bolígrafo y sopesó la pregunta.
—Sí.
—¿Tenía el cadáver magulladuras, mordiscos o arañazos? ¿Como los que habría tenido un hombre que hubiese intentado sin éxito cometer una violación?
—No, sin lugar a dudas.
—¿Podrían aflorar los moretones post mórtem? ¿Sigue ahí?
—En la sala grande. Podemos echar un vistazo —dijo el doctor Fennell, a la vez que se ponía en pie—. Sería insólito que aparecieran magulladuras post mórtem en una piel que durante la autopsia no presentaba ninguna marca —dijo, llegándose a la pared donde estaba la puerta de la cámara.
—Sí que hay ajetreo —comentó Delia al ver varias camillas ocupadas.
—Dos entradas adicionales por homicidios inesperados cambian las cosas. De no ser por el señor Hall y el doctor Tinkerman, habría sido un fin de semana normal. Hubo un tiroteo en la avenida Argyle, pero el resto no son más que investigaciones rutinarias encargadas por médicos de cabecera perplejos. —Retiró la sábana que cubría a John Hall.
Provistos de guantes, examinaron el cadáver juntos, por delante y por detrás, de la cabeza a los pies y todo lo que había en medio.
—Ni un solo moretón —dijo Delia, quitándose la goma de las manos—. Me daba en la nariz que igual sí que los había. Su madrastra lo acusa de haber intentado violarla el viernes pasado.
—Reminiscencias de Fedra e Hipólito —comentó Gus con una risilla.
—Vaya, un experto en mitología griega.
—Pues sí, pero es muy poco común que una mujer esté dispuesta a respaldar su acusación quitándose la vida, como hizo Fedra. ¿Igual esa Fedra mató a este Hipólito?
—Tratándose de ella, no me extrañaría. Gracias, Gus, querido.
—Bueno —dijo, presentándose en el despacho de Abe—. Te aseguro que si la señora Davina Tunbull te dice que John Hall intentó violarla, miente. He encargado a Gus Fennell añadir un post scríptum al informe de la autopsia señalando específicamente que el cadáver no muestra marcas de dientes, uñas, puños ni pies. Qué caso tan extraordinario. Estas personas mienten con tal descaro que una no puede por menos de preguntarse sin son mentalmente competentes. Ha sido así desde el primer momento, Abe. Yo, que Millie, creo que hubiera pasado de todo y no me hubiese molestado en informar de la desaparición del veneno.
Se le había empezado a fruncir el ceño; Abe miraba a Delia con gesto raro.
—Muy perspicaz, sargento Carstairs. Si no se tratara de nuestra Millie, mi mente retorcida habría husmeado una trama, en connivencia con su marido.
—Eso es lo que nos pierde, Abe. Tenemos la mente demasiado retorcida. Como dice Carmine, la primera impresión es por lo general la que cuenta. ¿Cuál te llevaste tú, ya que yo no estaba presente en casa de los Tunbull?
—Que lo hizo el doctor Jim. Es un instinto visceral, nada más.
—No encaja, sin embargo, a menos que supongamos que él sí que es tan retorcido como para probar el veneno con John Hall a modo de preparación para el auténtico acontecimiento: envenenar a Tinkerman.
—Puedes verlo así, Deels —dijo Abe—. O puedes interpretar todo el asunto como un intento de incriminar al doctor Jim.
—¡Vaya, detesto los crímenes que buscan incriminar a alguien! —gritó Delia—. Tienen una capa de celofán que impide sacar la tarta sin hacerla migas.
—Buena metáfora. Gracias, Delia, y gracias también por pedirle a Gus que eche otro vistazo al cadáver. Acepto asimismo tu opinión sobre las mentiras de Davina. Hay que ser superlisto para comportarse de una manera supertonta. —Abe se llevó una mano a la coronilla, donde el pelo raleaba—. Cualquiera de los que estaban en el estudio podría haber administrado el veneno, aunque nos sería de gran ayuda saber qué instrumento utilizaron.
—¿Consideras sospechoso al doctor Markoff?
—Hasta que se demuestre que no tenía ningún móvil, sí.
—¿Quién es el que más se beneficia de la muerte de John?
—Ivan, el hijo de Val. El pequeño Alexis le privó de parte de su herencia, supongo, pero un bebé no supone la misma amenaza que un hombre hecho y derecho. John, según dicen todos, hacía hincapié una y otra vez en que no estaba interesado en el negocio ni la fortuna de Max porque su padre adoptivo es muy rico y ya le había dejado dinero. Por lo que he comprobado hasta la fecha, ese Wendover Hall es propietario de medio Oregón.
—Investiga más a fondo al propio John —dijo Delia.
—Así lo haré. Bueno, en nuestro trabajo se ve cómo al parecer la gente nunca tiene suficiente dinero. John Hall podría haber sido heredero de la fortuna de los Vanderbilt y aun así codiciar la pequeña tajada de Max.
—A quien más hay que investigar en esa casa es a Davina. ¡Vaya zorra delgaducha y testaruda está hecha!
Abe no cometió el error de sondear por qué de pronto Delia detestaba hasta tal punto a Davina Tunbull; si su olfato, de una sensibilidad exquisita, le decía que tenía que ver con el atuendo de Delia, razón de más para callarse. Conque se ciñó a los términos generales.
—¿Sus antecedentes yugoslavos? —preguntó.
—No, su carrera de modelo en Nueva York. Me huele a chamusquina, Abe, seguro que hubo algo raro en todo eso. Además, está pirada —dijo Delia con seriedad—. No hacía más que decirme cosas que nadie en su sano juicio diría sin un abogado presente, y cuando le puse al tanto de sus derechos, no me hizo el menor caso. Al margen de lo que hagas o no por otro lado, asegúrate de que haya testigos presentes cuando la interrogues. De otro modo, probablemente te acuse de violarla, y Uda la respaldará.
—¿Es tonta de verdad?
—Si esa es tonta, también lo es Oppenheimer. Por eso prefiero decir que está pirada. Piensa como cree que nosotros creemos que piensan las mujeres.
Del despacho de Abe, Delia fue al suyo propio. Antes era el de Corey Marshall, ahora teniente superior de los agentes uniformados con el capitán Fernando Vasquez, y había estado desocupado menos de media jornada cuando Delia se plantó allí, anunciando que necesitaba sitio para desplegar unas inmensas láminas de papel. Carmine señaló que ella había planificado trasladarlo a la suite de despachos de Mickey McCosker para tener espacio de sobra para sus despliegues, pero para el caso, podría haberse ahorrado la saliva. Sí, pero ese espacio era en realidad de Carmine: Delia desplegó sus láminas como a regañadientes, necesitaba su propio espacio…
Silvestri cedió, y entonces su sobrina lo acosó para que le permitiera adquirir un mobiliario que, según dijo para engatusarle, «revelase la competencia y la mano de una mujer». De una manera similar se había arrogado el puesto totalmente extraoficial de subjefa del equipo de Carmine; en ausencia de Carmine, tanto Nick y Buzz como Donny acataban las órdenes de Delia. Cómo había ocurrido era un misterio, solo que Carmine estaba al tanto de hasta qué punto confiaba el inspector jefe en la naturaleza de Delia. Si uno vacilaba, Delia tomaba los mandos.
Este caso era interesante, pensó al tiempo que colgaba el abrigo de tigresa y se sentaba a una mesa larga y estrecha donde ya había cuatro grandes hojas de papel: los planos de los invitados al banquete de C.U.P.
La mesa de Chubb, la primera de las que estaban en el salón propiamente dicho, era la más enigmática, decidió, deslizándose sobre su silla con ruedas hasta quedar justo encima. Cuatro miembros de la junta directiva de Chubb con sus esposas, tres por parte de los Parson también con sus mujeres, su señoría el juez Douglas Wilbur Thwaites y su esposa, Dotty, así como el decano Robert Highman y su mujer, Nancy. Los cuatro miembros de la directiva ocupaban un extremo de la mesa, los tres Parson, el otro, con el decano Highman junto a los Parson y el juez Thwaites al lado de los miembros de la junta. Como el college de Bobby Highman, el Paracelsus, era una donación de los Parson, era lógico sentarlo cerca, pero no era de extrañar que Doug el Escéptico se hubiera pillado semejante mosqueo: William Holder, miembro de la junta, sentado a su lado, había hecho trizas una vez al fiscal de distrito Thwaites logrando que absolvieran a un acusado a todas luces culpable. Lo que podría no haber tenido consecuencias, solo que Holder seguía metiendo el dedo en la llaga de la derrota cada vez que veía al ahora juez, que con toda razón achacaba el veredicto al jurado, no a la defensa de Holder.
Dos de los Caballeros Acompañantes de Carew estaban sentados a la mesa de C.U.P., observó Delia: Dapper Dave Feinman, que iba con la jefa de redacción, Fulvia Friedkin, y el refinado Gregory Pendelton, que acompañaba a la directora de diseño, Hester Grey. La edición, pensó Delia, era atractiva para las mujeres, y les ofrecía altos puestos directivos, cosa rara en las empresas. Los doctores Hunter estaban sentados a la mesa presidencial, pero los tres Tunbull y sus mujeres estaban con C.U.P., lo que suponía que debían de ocuparse de imprimir todos los libros de C.U.P. ¡Qué interesante!
Muy bien: café con Dotty Thwaites, una charla con Nancy Highman, una larga y encantadora entrevista con Hester Grey, y ¿le importaría a Abe si se ocupaba ella de Emily Tunbull? Los dos casos estaban tan entrelazados que haría falta una mujer astuta para levantar la tapa del caldero de malicia de Emily, aunque solo estuviera al tanto de oídas. Luego, naturalmente, tendría que ver cómo iba la búsqueda entre los restos del banquete…
Carmine entró por la puerta.
—¡Qué bien! —dijo Delia—. Jefe, ¿puedo quedarme con la mesa de C.U.P.? Está llena de mujeres, y tú ya tienes trabajo de sobra ocupándote de los hombres.
Carmine había adelgazado un poco y tenía, pensó su seguidora más entregada, muy buen aspecto. Con el invierno encima, ella había esperado que volviera a adoptar los andares más bien reumáticos del invierno pasado, pero hasta la fecha se movía como un joven ágil. ¡Qué hombre tan atractivo! Consciente de ser una admiradora platónica hasta donde eso era posible, Delia apreciaba a Carmine por lo que era: un hombre de cuarenta y ocho años, con la constitución de un toro pero la figura esbelta y el rostro de un emperador romano: autocráticamente atractivo, con un par de ojos color joya que penetraban hasta el alma.
Pensando que acabaría dando clases en una escuela, se había licenciado en la Universidad Chubb con inglés y matemáticas como asignaturas principales, pero tras dedicarse a su gran pasión, la investigación policial, había cursado sin prisas un máster que giraba en torno al incremento de la violencia urbana y su relación con los enormes cambios en la metáfora literaria, como demostraba la escuela de Raymond Chandler. Había sido una tesis buena pero no importante que no le hubiera granjeado un doctorado, aunque no había cursado un máster por ambición. Eso era cosa del aburrimiento de sus años de soltería.
—Tienes buen aspecto —dijo, antes de que pudiera contestar su primera pregunta—. Nada de art-uritis, ¿eh?
—Desdemona llenó unas cápsulas de tamaño caballo con cúrcuma, ya sabes, ¿ese polvo que se pone de un color amarillo curry? Leyó en alguna parte que es bueno para el reuma, como lo llama ella. Y tiene razón, o algo ha surtido efecto. Este invierno no tengo dolores ni molestias. —Se acercó a mirar el plano de asientos de la mesa de C.U.P.—. Sí, Deels, esta es para ti. Abe me ha dicho que la señora Davina Tunbull se está incriminando con toda tranquilidad. —Encaramó un lado del trasero a la mesa.
—La he puesto al tanto de sus derechos, jefe, pero no me ha hecho ningún caso. Creo que deberías ir a verla tú, Carmine. Aquí ocurre algo: ¡todas esas tonterías acerca de que el fallecido intentó violarla! Solo que no vayas a verla sin testigos. La cretina de su criada está dispuesta a corroborar cualquier cosa que diga Davina.
—Si hay síntomas de cretinismo, Delia, es imposible que Uda sea inteligente. El retraso mental es una parte de ese síndrome —objetó Carmine—. No se puede ser medio cretino.
—¡Nada de eso! —replicó Delia con rotundidad—. He visto casos parecidos en individuos con aspecto de cretinos, y a esa evidencia me remito. Los cretinos a veces conservan la inteligencia, y Uda es una de esos. Tal vez solo padezca ese síndrome a medias, no lo sé, pero a Uda le funciona el cerebro tan bien como a Davina.
Carmine se irguió.
—Vete a casa, Delia. Aún es domingo: Ivy Hall no estará listo para que le dediques tu atención hasta mañana. Davina Tunbull puede esperar, así que podemos descansar.
—Gus Fennell comparó a Davina y John Hall con Fedra.
—La joven esposa de Teseo en su senectud, que se enamoró del hijo de este con la reina amazona —comentó Carmine, sonriente.
La casa de Delia era un apartamento frente al mar en Millstone, en el extremo oriental del condado de Holloman; Millstone Bay era un festón en la línea costera allende a la península de Busquash, y era uno de los lugares más caros donde vivir. Si Delia había podido recientemente comprar su piso era gracias a una bonita herencia de la hermana de su padre; le había supuesto una enorme diferencia desde el punto de vista económico.
Tal vez no fuera del gusto de todo el mundo, pero era Delia en estado puro, desde sus colores óxido, amarillo y azul cielo intenso hasta las docenas de tapetitos con margaritas bordadas, chucherías y muebles muy cómodos; incluso tenía una butaca y una silla de respaldo recto diseñadas por Desdemona.
Despojada de la ropa de calle, se llevó la copa de jerez a la ventana de vidrio cilindrado que constituía buena parte de la pared frontal de la sala de estar y se quedó contemplando con placer el mundo invernal. La playa pedregosa estaba sembrada de pedazos de hielo sorprendentemente hermosos desprendidos de algún iceberg hecho añicos empujado por la corriente ártica —el agua estaba por debajo de la temperatura de congelación del aire, todavía líquida debido a la sal que contenía— y los árboles mostraban el esplendor de sus esqueletos revestidos de encaje gris. No había mucha nieve, pero sí una cantidad de hielo considerable; podía ocurrir de esa manera, y Holloman había sufrido una auténtica tormenta de hielo dos días antes de Navidad de resultas de la que aún quedaban carámbanos oscilantes en aleros y ramas. Long Island resultaba visible, pero solo apenas; se avecinaba más mal tiempo, a juzgar por el cielo de color negro nieve. ¡Qué maravilla! A Delia le encantaba su vista de la playa en todas sus variedades estacionales, y rezaba, junto con todos los demás habitantes de Millstone, para que ese año volviera a haber una gran tormenta que devolviese la arena a la playa. Les había sido arrebatada once años atrás como parte de un ciclo; los yanquis de la zona juraban que tenía que volver a aparecer pronto.
Había preparado un gran puchero de sopa de jamón y guisantes, uno de los aspectos más agradables de ser una solterona, reflexionaba mientras se ponía las botas de sopa y porciones de tostada untadas con mantequilla. Podía tirarse pedos la noche entera sin ofender la nariz de nadie salvo la suya.
Esa horrible Davina Tunbull le vino a la cabeza en cuanto metió el plato, la taza y el cuenco en el lavavajillas. ¡Perder quince kilos, claro! ¿Vivir de hojas de lechuga y café solo en vez de sopa de guisantes y tostadas con mantequilla? Podría dejarla atrás en una carrera de cien metros. ¡Menuda zorra engreída! «Tal vez no luzcan en una cartelera de Times Square, pero mis piernas son para usarlas, no para mirarlas».
Carmine estaba contemplando el mismo paisaje acuático invernal, pero la suya era una vista más ajetreada, que abarcaba el puerto con todo su tránsito. El hielo formaba una corteza en torno a la costa de East Holloman, pero no iba a ser un invierno de esos tan duros, como el invierno en el que vio un rompehielos afanándose por abrir un canal hasta la explotación de hidrocarburos. El cielo negro auguraba nieve a espuertas, pero la ausencia de caballa indicaba que no soplaría un temporal que dejase montones de nieve.
Había dejado atrás su puerta principal, hacia la mitad de la propiedad de dos acres en pendiente que consideraba su hogar, necesitado de un poco de sal en el aire y el atisbo de un mundo más amplio que el que lo ocupaba ahora en su peor manifestación: parientes cercanos implicados en los crímenes que sus detectives y él habían jurado perseguir hasta su resolución. Lo que tenía que hacer era ahuyentar los espectros de Jim y Millie Hunter, reunirlos con el resto de los sospechosos y reconocer que, tal como estaban las cosas, eran los sospechosos más probables.
Lo peor era que aún no se había encontrado con muchos de los implicados, ni llegaría a hacerlo, a menos que usurpara el puesto de Abe Goldberg como investigador jefe de la cena de los Tunbull. Y no iba a hacer eso. En circunstancias normales no tendría importancia, pero estos dos casos estaban inextricablemente ligados por el mecanismo de ambas muertes: la oscura neurotoxina de la doctora Millie Hunter. Por suerte, podía ver a todos los implicados en la muerte en casa de los Tunbull desde la perspectiva de la muerte de Thomas Tarleton Tinkerman, excepto a Uda, a quien se moría de ganas de conocer. Fuera lo que fuese Davina, Uda tenía algo que ver. Si Davina era una envenenadora, entonces Uda también tenía algo que ver en eso.
A continuación tenía que centrarse en el doctor Jim. Ya le había llegado el aviso de que se le esperaba en el despacho de Carmine en la comisaría de Holloman a las nueve de la mañana del día siguiente. Los chicos de East Holloman antes llamaban a Jim «Gorila», por la nariz aplastada con anchas narinas, claro, además de la piel negrísima. ¡Qué crueles eran los críos! Para un chico de East Holloman en 1950, antes de que llegaran las grandes oleadas de inmigración del Sur, Jim Hunter bien podría haber sido un alienígena de Marte. Holloman se había «vuelto negra» en la década de los cincuenta, cuando propietarios de fábricas como los Parson y Cornucopia habían visto que esa mano de obra estaba capacitada y se alegraba de tener un empleo fijo, aunque la escala salarial fuera inferior a la de los blancos. El Hollow siempre había sido negro, pero no tan populoso, y la avenida Argyle podía considerarse un rebosadero de población bastante reciente. Georgia y las dos Carolinas siempre serían su hogar, pero no era allí donde había trabajo; el Sur no estaba industrializado, ni siquiera en 1969.
Una digresión, Carmine. De vuelta al doctor James Keith Hunter, un afroamericano enormemente prometedor, un niño negro al que había que salvar, de ahí su traslado a Holloman en 1950. Y su impacto sobre la familia de Patsy, sobre East Holloman en general. Qué ironía que los caprichos de la existencia lo hubieran empujado de regreso a Holloman, donde seguía llevando la vida de un negro pobre, aunque fuera un enigma tanto para su propia gente como para los otros. A menos que su libro le permitiera saldar sus deudas y aumentara su cuenta bancaria, lo que supondría una buena casa, matrículas para sus hijos en Dormer y libertad para Millie. Camino de los treinta y tres años, estaban por fin en un punto en el que las ventajas del éxito eran una clara probabilidad. ¡Aunque, desde luego, no con Tinkerman!
Ahora Tinkerman había muerto, y el decano de investigación que lo iba a sustituir era partidario acérrimo de Jim Hunter.
El mayor enigma era dónde encajaba John Hall en todo esto, si los dos asesinatos se habían cometido con el mismo objetivo en mente. Y ¿cómo iba a ser de otro modo? ¿Qué había sabido John Hall, o, en caso contrario, qué amenaza había representado?
¡Malditos fines de semana! Las pesquisas de verdad no podían iniciarse hasta mañana, lo que daba al asesino tiempo para borrar sus huellas.
Algo chocó con fuerza contra la pierna de Carmine; sorprendido, bajó la mirada y vio una fea cara perruna que intentaba desesperadamente sonreír. Frankie se había cansado de esperar a que los adorados pasos entraran por la puerta principal, y había salido a ver por qué no lo habían hecho.
—Hola, muchacho —dijo Carmine, que se agachó para acariciar una oreja sedosa entre los dedos—. Aquí fuera hace frío, chucho chiflado.
Frankie gruñó.
—Vale, me rindo. Vamos, sabueso.
Recorrieron juntos el sendero, el perro respetuosamente medio paso por detrás para proteger el costado de Carmine.
Desdemona estaba en la cocina. Carmine se sentó a la mesita del desayuno mirándola mientras el perro ocupaba su lugar habitual a sus pies, acostumbrado a no cruzarse en el camino de ella.
—Huele de maravilla. ¿Qué es? —preguntó.
—Filete de ternera con salsa Chateaubriand, patatas cocidas en caldo de ternera y judías —dijo ella, sonriendo de oreja a oreja—. Este caso suponía quedarte sin una buena comida el domingo, y el bacalao no te llena el estómago durante más de dos horas, así que dependiendo del almuerzo en Malvolio’s, he pensado que te vendría bien algo especial. —Dejó caer un buen pedazo de mantequilla sin sal en la salsa y añadió un platillo de estragón recién picado—. Ya está, podemos tomárnoslo con calma mientras se funde, y luego lo tengo que remover.
—¿Están los niños en la cama?
—Como siempre. Alex duerme y Julian está viendo dibujos.
—Ahora vuelvo.
Alex estaba profundamente dormido, inmune al alboroto procedente del televisor de la habitación infantil, otra sugerencia de Prunella mientras había estado viviendo con ellos para ayudar a Desdemona a superar su depresión. Era a todas luces un sistema de castigo y recompensa, pero funcionaba, y Julian había abandonado su carácter de abogado defensor para adoptar el de un estafador más simpático. Puesto que ninguna de las dos caracterizaciones impresionaba a su padre, apartó la mirada de Bugs Bunny y alargó los brazos.
—Hola, papi.
—Hola —dijo Carmine, y le dio un beso—. ¿Está a salvo Fuerte Delmonico?
—Como un búnker —respondió Julian, acostumbrado a utilizar las expresiones de su madre.
—Lamento que hoy no hayamos podido ir de paseo…, ha interferido el trabajo.
—¡Eso ya lo sé! —Julian volvía los ojos una y otra vez hacia la televisión—. ¿Los has atrapado ya, papi?
—No. Es un caso difícil.
—Buenas noches —dijo Julian distraídamente.
Carmine besó a sus dos hijos y se fue.
La copa le esperaba junto a su sillón; se hundió en el asiento con un suspiro y Desdemona se reunió con él.
—Voy a poner la carne a hacer enseguida, pero he pensado que esta noche te vendrían bien un par de copas antes.
—Tan observadora como siempre, cariño. ¿Cómo lo sabes?
—Emilia. Maria y ella están hechas polvo por Millie. La una o la otra me ponen al tanto de las novedades prácticamente cada hora.
Carmine bebió con agradecimiento, y acababa de dejar la copa cuando el regazo se le llenó de pronto de pellejo anaranjado.
—Ah, Dios, Winston, déjame en paz.
—Son tus manos, Carmine. Acarician de maravilla. Tienen la culpa de la pasión de Winston. Es un gato cariñoso.
—Con el tamaño que tiene, es un peligro.
Desdemona tomó un trago de su gin-tonic, sonriendo.
—Ya le oigo ronronear, ¡es como un motor! —Se levantó y fue a la cocina para volver enseguida—. La carne ya se está haciendo, no tardaremos en cenar, y vas a disfrutarla como es debido, sin zampártela en dos bocados.
—Veo que el masaje surtió efecto, ¿no?
—De maravilla. Ya te digo, Carmine, son tus manos. Obran milagros. ¿Verdad que sí, Winston?