Sábado, 4 de enero de 1969

Desdemona cogió el esmoquin por los hombros y lo sacudió.

—Ahí lo tienes, Millie. No solo aguantará las aburridas celebraciones de esta noche, sino que será razonablemente cómodo.

Radiante de alegría, Millie rodeó con sus brazos a Desdemona hasta donde alcanzó.

—¡Gracias, gracias! —gritó—. Tía Emilia decía que eres capaz de cualquier cosa con una aguja, pero detesto invadir tu intimidad, con lo ocupada que estás haciendo de madre. Sea como sea, a menos que el libro de Jim se convierta en un superventas, no podemos permitirnos un traje de etiqueta a medida para él.

—A mí me parece que va a necesitarlo en los próximos años. Cuando te lo puedas permitir, pregúntale a Abe Goldberg adónde ir. En su familia hay más sastres que detectives. Carmine tampoco puede comprarse trajes confeccionados: los fabricantes de ropa no se preocupan de los hombres que tienen el pecho y los hombros inmensos pero la cintura estrecha. —Desdemona puso la máquina de coser del revés y la vio desaparecer en el interior de su estuche—. Bueno, ven a tomarte algo conmigo, té o café, lo que tú quieras. —Alargó una mano para recoger a Alex de la cuna en la que estaba durante el día—. Sí, cariñito mío, has tenido mucha paciencia —dijo, echándoselo sobre la cadera izquierda.

—Te las arreglas para que parezca fácil —comentó Millie, mientras veía a Desdemona preparar una tetera y poner galletas de chocolate en un plato, sin soltar a Alex en ningún momento.

—Ah, Alex es fácil. Es el primero el que da quebraderos de cabeza —dijo Desdemona, acomodándose en la mesita del desayuno, recién añadida a la cocina, con Alex encima de la rodilla. Mojó el borde de una galleta en el té más bien lechoso y se la dio a Alex para que la chupara—. Me habría aterrado la idea de dar una galleta azucarada a una criatura de nueve meses cuando tuve a Julian, pero ¿ahora? Cualquier cosa que los haga callar o los tenga contentos, ese es mi lema.

«Qué monada de niño —estaba pensando Millie mientras la miraba con envidia—. Ojalá pudiera cambiarme por ella: estoy harta de experimentos de laboratorio. Quiero un delicioso bebé Hunter, de algún tono de piel moreno, con ojos de color raro y el cerebro del tamaño del de su papá…».

—¿En qué estás pensando? —preguntó Desdemona, chasqueando los dedos.

—Me estaba poniendo en tu lugar. Me gustaría ser madre.

—No es tan bonito como lo pintan, Millie —comentó Desdemona con ironía—. Sigo recuperándome de la depresión posparto.

—Pero estás bien, ¿verdad?

—Sí, gracias a que tengo un marido comprensivo.

Entonces entró Julian, cargando con un enorme gato atigrado que parecía tener un peso considerable. Desdemona le dio una galleta.

—Gracias, mami.

—Julian, estás desarrollando una musculatura espléndida, pero ¿cómo va a hacer ejercicio Winston si lo llevas en brazos a todas partes? Suéltalo y hazle andar.

El gato fue al suelo y empezó a lamerse.

—¿Ves? Por eso lo llevo en brazos, mamá. Cada vez que lo dejo en el suelo, se pone a lamerse.

—Para librarse de tu olor, Julian. Si quiere sorprender a ratas y ratones, no puede ir por ahí oliendo a Julian.

—Ah, ya. —Julian se escurrió junto a su madre y miró a Millie con ojos de color topacio—. Hola —saludó.

—Hola. Soy Millie.

Con el rabillo del ojo Millie vio que un feo pit bull se acercaba al gato; se fueron los dos juntos hacia el vestíbulo trasero.

—Puedes ser simpática con Julian —dijo Desdemona en tono grave—. Ha atravesado su etapa más molesta hasta la fecha.

—¿Cuál fue tu etapa más molesta, Julian? —preguntó Millie.

—Papá dijo que era como un abogado defensor. —Julian cogió la taza de té de su madre y la apuró con avidez.

—¿Le dejas tomar té? —preguntó Millie, horrorizada.

—Bueno, los británicos bebían litros de té desde la infancia y eso no les impidió conquistar la mayor parte del mundo —respondió Desdemona, entre risas—. Le echo más leche si se lo toma Julian, pero el té es bueno. —Miró a Millie con seriedad—. Venga. Háblame de ti y de Jim.

—¡Ya está bien! —dijo Julian bien fuerte, al tiempo que se dejaba caer del asiento lanzando un capirotazo a la mejilla de Alex que Millie supuso que era un gesto de cariño—. Tengo que supervisar al soldado Frankie y al cabo Winston. Nos vemos. —Y se fue.

—Qué mal habla —se lamentó su madre—. Aunque procuro limitarlos, no hace más que soltar americanismos.

—Es que vive en América, Desdemona.

Dejó escapar un suspiro.

—La quintaesencia de la cultura de las armas. Pero no hablemos de mis hijos. ¿Quién te entrevistó anoche?

—Abe. Gracias a Dios que era un rostro conocido.

—No lo digas demasiado alto. A Carmine no le gusta que se inmiscuya en la investigación ningún organismo ajeno por un asunto de propincuidad. —Lanzó una risilla—. Qué palabreja tan rara.

—No hubo mucha opción —dijo Millie—. Llamé al teniente Abe Goldberg y se mostró rígido como un atizador. Fue horrible, Desdemona. Jim estaba al lado de John cuando empezó a sentirse mal.

—Alguien tenía que estar a su lado —la consoló Desdemona, que le sirvió más té rodeando con el brazo el estorbo que suponía Alex, que seguía chupando la galleta—. Tengo entendido que las entrevistas no se reanudarán hasta mañana, tal vez hasta el lunes en vuestro caso.

—He de reconocer que Abe se tomó la ausencia de Davina con calma. Incluso después de que el médico le dijera que tendría que esperar al domingo para hacerle cualquier pregunta, se limitó a adoptar una expresión sufrida.

Desdemona sonrió.

—Se las ven con mujeres como esa constantemente, Millie. Lo único que está haciendo es posponer una entrevista que será más desagradable precisamente por haberla pospuesto. Y ya está bien de ese asunto. ¿Tienes un vestido bonito para esta noche?

A Millie se le nubló el gesto.

—Por desgracia, no. Kate me dejó escoger en su enorme ropero, pero esta noche tengo que llevar un vestido largo que sostenga la toga académica, así que no me queda otra que ponerme mi vestido negro de graduación. Los hombres llevan corbata a la que enganchar togas y mucetas, pero las mujeres no. Tú y Carmine vendréis esta noche, ¿verdad?

—Allí estaremos, Millie —dijo Desdemona con una sonrisa.

—Dijiste que lo de esta noche era un incordio de lo más molesto, mamá —comentó Julian, entrando a largas zancadas como un soldado que regresara de la guerra.

—Se ha convertido en un loro —dijo su madre—. He renunciado por completo a mantener una conversación sensata con él.

—¿Por qué has renunciado por completo a mantener una conversación sensata conmigo? Sé muchas palabras largas.

—Las sabes igual que un loro.

—¡Bah, qué tontería! —renegó Julian.

—Ay, Dios, eso lo dije hace semanas y no lo ha olvidado.

Alex abrió la boca y sonrió, dejando a la vista sus dientes.

Ivy Hall era uno de los edificios más antiguos de la Universidad Chubb, que databa de trescientos años atrás, y había sido conservado con amoroso cuidado. Construido de ladrillo rojo en 1725, había sido el aula original, aunque durante los últimos cien años se había utilizado únicamente para banquetes importantes. Hasta que Mawson MacIntosh, conocido por el cariñoso apodo de M. M., ocupó el cargo de rector de Chubb, el mobiliario había sido tirando a espartano: bancos de madera rayados y mesas de refectorio. Con su incomparable don para la recaudación de fondos, M. M. convenció a la familia Wicken de que donara una gran suma de dinero para volver a amueblar Ivy Hall; ahora tenía mesas de comedor como es debido de la mejor caoba, con sillas de caoba tapizadas.

En sus paredes había colgados tapices flamencos de valor incalculable entre ventanas de estilo georgiano del suelo al techo, con espacio para largos cuadros de paisajes aquí y allá. El suelo de roble había sido tratado, y el estrado, diseñado para abarcar una mesa presidencial a la que se le había dado un buen repaso.

La razón oficial para celebrar ese banquete en concreto era conmemorar la jubilación del actual decano de investigación de Chubb University Press, así como el nombramiento de su sucesor en el mismo puesto. El motivo por el que el responsable de la administración de C.U.P. había pasado a conocerse como su decano de investigación era un detalle perdido en las nieblas del tiempo para la mayoría: de hecho, se remontaba a la fundación de C.U.P. en 1819, y su objetivo era reflejar los principios de constitución de la Universidad Chubb. Esta noche, no obstante, también se conmemoraba otro aniversario de C.U.P.: tenía ciento cincuenta años de antigüedad y celebraba su sesquicentenario. Por esa razón, los gruesos manteles lucían un hermoso dibujo grabado con el número 150 como fondo, creado por la empresa de diseño asociada a C.U.P., Imaginexa; era, por tanto, fruto del ingenio de Davina Tunbull, que no se había quedado ahí, sino que había añadido unos cuantos toques festivos en oro y plata por el salón que incluso los académicos menos conservadores hubieran considerado de mal gusto.

Se habían dispuesto cuatro mesas, decoradas con números 150 de oro y plata sutilmente forjados en metal a modo de centros de mesa. Una, la mesa presidencial, estaba en el estrado al fondo del salón, y debido a su orientación, las tres mesas en el suelo propiamente dicho también estaban colocadas de lado a lado del salón, lo que imprimía a la reunión un aire discriminatorio, pues primero estaba la mesa presidencial para los dignatarios de mayor rango, luego la mesa de la Universidad Chubb, seguida de la mesa de Chubb University Press, y, en el lugar más alejado de la mesa presidencial y más cercano a la puerta de entrada y salida de la comida, la mesa de los dignatarios de la ciudad.

Cada una de las cuatro mesas acogía a nueve parejas, lo que suponía que asistirían setenta y dos personas a lo que sería una función a la que la mayoría no quería ir pero no le quedaba otro remedio; los discursos y la exposición involuntaria a muchas personas que preferían eludir resumía el lado negativo de estar allí, mientras que la calidad de la comida, las sillas bastante cómodas y la oportunidad de ponerse al día con viejos amigos representaba la parte positiva. Para más inri, la tradición exigía que llevaran toga de académico todos los hombres pero solo las mujeres que formaban parte del profesorado de Chubb; capitanes de policía como Carmine Delmonico y Fernando Vasquez la consideraban una velada desperdiciada por completo.

—Cómo han metido la pata los que planificaron esto —dijo el inspector jefe de policía John Silvestri mientras acomodaba a su mujer, todavía hermosa, en su silla y se sentaba a su lado—. Han puesto a Nate Winthrop en la mesa presidencial y a Doug Thwaites en el salón. ¡No sabes cómo se arrepentirán!

Carmine, a quien iba dirigido el comentario, ofreció una sonrisa torcida a su jefe.

—Necesitan a Delia —comentó.

—Podríamos alquilársela, a mil pavos la hora.

—Nada de eso. M. M. podría arrebatárnosla.

—A M. M. no le hará ninguna gracia cuando vea que está cerca de Nate pero no de Doug —señaló el fiscal del distrito, Horace Pinnerton—. Sí, Marcia, voy a ver si pueden traerte otro cojín. Nunca se preocupan por los bajitos —le dijo a Fernando Vasquez.

—Ni por los tipos largos —respondió Fernando, indicando con un gesto de cabeza a Manfred Mayhew, secretario del Ayuntamiento de Holloman, de más de dos metros de estatura, que fue un famoso jugador de baloncesto. Su esposa, eso sí, medía apenas metro y medio. ¡Marchando otro cojín!

—Y Ginny y yo tenemos que perdernos nuestra noche libre por esto —rezongó el jefe de bomberos, Bede Murphy, que no llevaba toga.

Su mujer estaba mirando a Liza Mayhew con cara de mártir.

—Bede ya no puede meterse en el esmoquin —dijo, en voz queda— y mis vestidos largos pasaron de moda a la vez que Norma Shearer. Cómo detesto Chubb a veces. Togas académicas, esmóquines, vestidos largos… bah.

—Los manteles y los adornos son soberbios —comentó Desdemona en tono apaciguador—. Millie me contó que los había diseñado Davina Tunbull. ¿Es esa que está en la mesa de al lado?

A punto de sentarse, Carmine se volvió para echar un vistazo a la mesa de C.U.P.

—Tienes un instinto asombroso —dijo—. Por la descripción de una mujer que se había acostado presa de la histeria y ni siquiera estaba a la vista, ahí la tienes en todo su esplendor.

—Bueno, va maravillosamente vestida, y a juego con la decoración —repuso Desdemona, que miró hacia la mesa con un suspiro—. Voy a acabar con tortícolis al final de la velada. ¿Por qué son las mesas tan bajas, o las sillas tan altas?

Carmine se sentó, encantado de estar en el lado adecuado de la mesa para contemplar el salón. Davina Tunbull era una belleza, pero lo que le llamó la atención fue la drástica diferencia de edad entre ella y su marido. Max aparentaba sus sesenta años. ¿Por qué no habían pedido que los disculparan esa noche? Todo el mundo lo habría entendido. No, ella había querido venir, al margen de cómo se sintiera Max. Con un ceñido vestido en oro y plata que dejaba su espalda huesuda a la vista, se las daba de reina con las mujeres sentadas a su mesa, o con el salón entero, si a eso vamos. ¿Por qué se mataban de hambre las mujeres para que les sentara bien la ropa? Parecían galgos.

Habían venido los Tunbull al completo: Max y Davina, Val y Emily, Ivan y Lily. Tras el perspicaz informe de Abe, Carmine ya se había quedado con los nombres. Representaban la imprenta de C.U.P., así que era de suponer que los demás de la mesa también eran de la propia C.U.P. Qué interesante. Varios ejecutivos eran mujeres; saltaba a la vista quién era el jefe profesional en una relación, y esas mujeres iban acompañadas de citas o maridos mansos. Nada de parejas equilibradas. Tres ejecutivas, tres ejecutivos.

Se le fue la vista hacia la mesa presidencial, la más alejada, pero también la más fácil de ver, a más de metro y medio por encima del nivel del suelo. Jim y Millie Hunter estaban sentados a ella; también los dos Parson de mayor edad, Roger hijo y Henry hijo. Humm… Entonces era cierto que los Parson habían coaccionado a Chubb para que nombraran a Thomas Tarleton Tinkerman nuevo decano de investigación de C.U.P. Era fácil identificarlo: su expresión facial recordaba a Martín Lutero pasándolo fatal con las hemorroides. Dios, ¿eran esas las esposas de los Parson? Podrían haber sido las hermanas de sus maridos: las mismas caras austeras y huesudas, y los mismos ojos azules acuosos, habría apostado si se hubiese acercado lo suficiente para comprobarlo.

—Cómo lo estás disfrutando, menudo canalla estás hecho —le susurraba Desdemona—. Más madera para tu serrería de poli.

—Sí —convino afablemente, al tiempo que le cogía la mano y se la besaba con ojos radiantes—. Nadie te llega ni a la suela de los zapatos.

Ella se sonrojó.

—Con halagos solo podrás darme un masaje en la espalda esta noche, porque, si no, mañana estaré para el arrastre.

—Trato hecho —dijo, y sonrió a Patrick y Nessie, ubicados entre Horrie Pinnerton y Dave Zuckerman, jefe de Servicios Sociales. Derek Daiman y su mujer, Annabelle, acababan de llegar; él había pasado de director del instituto Travis a director de Educación. Era agradable tener una pareja negra en la mesa de la ciudad; era más de lo que podía jactarse Chubb.

—Los asientos tienen una anchura bastante generosa —dijo Derek, sentado justo enfrente de Carmine—. Si la carne está dura, podré sacar los codos.

—No dudes en apoyarlos en la mesa cuando no los saques —respondió Carmine—. Es tu primer banquete, para ti y para Fernando, pero yo ya llevo ocho.

—¿Estará dura la carne? —preguntó Fernando con un deje de ansiedad.

—Digámoslo así, muchachos: si la carne está dura, en el siguiente banquete se servirá asado al encargado del cátering como plato principal. M. M. insiste en que en estas funciones la comida sea buena. —Levantó la copa de amontillado—. ¡Salud! Brindo por muchos más banquetes de Chubb.

—Hablando como un poli, ojalá sean todos aburridos —comentó Fernando, y tomó un sorbo de su copa—. Eh, qué jerez tan rico.

—Chubb tiene fondos de sobra, caballeros.

—¿Quién está en la primera mesa, delante de la presidencial? —se interesó Derek.

—Los dignatarios de Chubb. El resto de los miembros del consejo, con el decano Bob Highman como decano superior, y tres especímenes de los Parson, Roger III, Henry III y ese de la lengua tan suelta, Richard Spaight. Pero no te sientas mal por Doug Thwaites, los hará picadillo a todos.

Thomas Tarleton Tinkerman, ahora decano de investigación de Chubb University Press, hablaba largo y tendido con los hermanos Parson mientras la mesa presidencial en pleno escuchaba, unos por cortesía, otros encantados, otros con incredulidad.

—C.U.P. volverá al espíritu de su fundación —decía— y dejará la edición científica a esas instituciones académicas con el interés y los recursos para abordarla como es debido. El nicho de C.U.P. con el imprimátur a mi cargo radicará en esos campos desatendidos cuyos investigadores pueden ser pocos, pero cuyas ideas son tan vitales para la filosofía occidental que la han conformado. En el presente clima de adoración al tecnócrata y a la máquina, ya nadie los publica. Pero yo lo haré, caballeros, ¡lo haré!

—No sé dónde encajan el tecnócrata y la máquina, pero ¿quiere decir que desestima la filosofía del siglo XX? —preguntó Hank Howard, planteándose si podía hacerle morder el anzuelo.

El rostro altivo adoptó una expresión desdeñosa.

—Bah. Ya puestos, podríamos decir que Darwin y Copérnico eran filósofos. De esos que leen los estudiantes de Medicina.

—Creo que es estupendo que los estudiantes de Medicina lean cualquier cosa que no esté relacionada con la medicina —señaló Jim Hunter, con moderación.

El semblante de Tinkerman dijo «¡No me extraña!», pero sus labios respondieron:

—No lo creo, doctor Hunter. Más vale que se ciñan a la medicina en vez de leer metafísica para monos.

Se hizo un silencio pequeño, pasmado: el comentario de Tinkerman había sonado demasiado personal, y varios comensales decidieron desviarlo.

—Sé de estudiantes de Medicina que leían a san Agustín, Maquiavelo y Federico García Lorca —dijo M. M., con una sonrisa despreocupada.

—Igual están un tanto fuera de lugar en esta discusión, Tom, pero si te ofrecieran a novelistas como Norman Mailer o Philip Roth, sin duda los publicarías, ¿no? —indagó Bursar Townsend.

—No, claro que no. ¡Ni pensarlo! —le espetó Tinkerman—. ¡Basura asquerosa, repugnante, pornográfica! La única filosofía que ofrecen es la del arroyo. —Hinchó el pecho y le chispearon los ojos.

—¡Ah! —exclamó M. M.—. ¡La cena! Tom, me parece que tienes el azúcar un poco bajo. Estamos excluyendo de una manera vergonzosa a Roger y Henry, por no hablar de las señoras. Discúlpennos.

—Ese es un dominico con toga moderna —comentó el decano de investigación saliente, Hank Howard, sin molestarse en bajar la voz.

La etiqueta académica también tenía absortas a Solidad Vasquez, Annabelle Daiman y Desdemona, las dos novatas sobrecogidas ante los fantásticos atavíos.

—¿Hay alguien que no vaya con toga? —preguntó Solidad.

—De acuerdo con la tradición, las únicas mujeres que la llevan son las que tienen un puesto en Chubb, como la doctora Millie Hunter. Los cargos de la ciudad la llevan para no estar en desventaja respecto de los académicos —explicó Desdemona, mirando entusiasmada su generoso plato de salmón ahumado con pan moreno y mantequilla—. Carmine tiene un máster por la Universidad Chubb, y veo que Fernando lleva toga de máster de… ¿dónde?

—La Universidad de Florida —dijo Solidad con una risilla—. No es justo, pero me he dado cuenta de que corre por Holloman el chiste de que los centros de Florida solo otorgan diplomas en baile de salón y cestería submarina. Bueno, Fernando tiene una titulación en Sociología, y es una de las más respetadas.

Annabelle adoptó un aire insufriblemente engreído.

—El doctorado de Derek es por Chubb —dijo.

—Desde luego parece que hay un montón de pavos reales en el salón —comentó Desdemona—. Las filigranas doradas de algunas togas son asombrosas. ¡Y el armiño! El dorado y púrpura del decano de investigación Tinkerman es de la Facultad de Teología de Chubb.

—¡Vaya, conque eso es lo que le ocurre! —exclamó Nessie O’Donnell.

—Qué bonito —dijo Annabelle, mirando en torno—. Y el armiño con escarlata, ¿qué es?

Pero eso no lo sabía nadie, aunque todos coincidieron en que quien lo lucía destacaba intensamente.

Fernando interrogaba a Carmine.

—¿De veras es el negro de la mesa presidencial el doctor Jim Hunter?

—Sí. Su esposa es la única mujer que lleva toga académica.

—Me he fijado en ellos al entrar, los dos con la misma toga. Una pareja atractiva. ¡Qué inmenso es él, tío!

—Campeón de boxeo y lucha libre hace diez años. Le fue útil.

—Ya me lo imagino.

El comentario de Fernando acerca de que los Hunter eran una pareja atractiva había intrigado a Carmine; por lo general la gente no los veía así, y aplaudió la perspectiva de Fernando.

Pero, inevitablemente, volvió a prestar atención al doctor Thomas Tarleton Tinkerman, que tenía un aspecto magnífico con su atuendo de doctor en Teología. Bueno, se corrigió Carmine, era uno de esos hombres que se las arreglarían para estar estupendos con un hábito de penitencia y cenizas en la cabeza. Alto y recto como un ariete, daba impresión de tener una fuerza física considerable; desde luego no era ningún pelele timorato. Más bien un coronel a carta cabal licenciado por West Point que dividía sus energías mentales entre buscar el siguiente ascenso y afrontar un nuevo acceso de hemorroides. Esa noche era sin lugar a dudas una noche de hemorroides: tal vez no fuera Martín Lutero, pero ¿Napoleón Bonaparte?

Atractivo a la manera de Mel Ferrer, sus rasgos esculpidos reflejaban el ascetismo de un monje. El pelo entrecano iba bien con los ojos claros. Tenía las comisuras de la boca vueltas hacia abajo como si la fragilidad humana lo desesperase, consciente de que él no adolecía de la más mínima. ¡Engreído! Esa era la palabra que definía a Tinkerman.

C.U.P. en pleno sabía que no quería publicar Un dios helicoidal. Era un libro para ignorantes escrito por un simio, no un erudito, y ponía en tela de juicio no tanto al Dios cristiano cuanto a sus representantes en la Tierra, la reticencia de estos a aceptar la ciencia como una parte del grandioso plan de Dios. Cómo debía de estar retorciéndose Tinkerman al pensar que no se atrevía a utilizar su herramienta más poderosa, el prejuicio racial. No, no se arriesgaría a que lo acusaran de eso. Sus tácticas serían oblicuas y sutiles.

¿Hasta qué punto era expresiva una espalda femenina? Hasta un punto sorprendente, pensó Carmine, recorriendo la hilera de espaldas de mujeres sentadas a la mesa presidencial, que era lo único que alcanzaba a ver de ellas. Angela M. M. oscilaba arriba y abajo igual que un ave, tan elegante como atareada, las dos esposas de los Parson estaban sentadas en una pose altivamente erguida gracias a sus corsés a la antigua usanza y la pobrecilla señora de Thomas Tarleton Tinkerman parecía una gallina desplumada, sus omoplatos vestigios de alas, la espina dorsal una sarta de cuentas nudosas. Era más difícil catalogar a Millie, con una toga de doctora por la Universidad de Chicago, aunque desde luego no estaba encorvada en un gesto de derrota; aun así, saltaba a la vista que la dejaban de lado todas las demás mujeres salvo la inquieta Angela. Cómo debía de estar echando en falta al doctor Jim, casi en el otro extremo de la mesa, y ¿a quién se le habría ocurrido colocarla entre las esposas de los Parson?

Ni Millie ni Jim habían gastado dinero en togas doctorales; las suyas eran alquiladas, lo que suponía una toga genérica combinada. Tenía aspecto de lo que era: andrajosa, muy usada por muchas personas, y de una talla que no acababa de ser adecuada.

Sintiendo punzadas en el corazón por los Hunter, Carmine volvió a prestar atención a su propia mesa para sumarse a una alegre discusión con Derek Daiman y Manny Mayhew sobre si era conveniente enseñar Shakespeare a los maleantes.

Una vez la señora Maude Parson estableció que la chica más bien vulgar sentada a su lado tenía un doctorado en Bioquímica, se replegó a la defensiva, mientras que la señora Eunice Parson, al otro lado de Millie, parecía no hablar con nadie. Solo Angela M. M. sabía que las damas multimillonarias tenían una educación pésima y se sentían terriblemente intimidadas en esa clase de compañía. De haberlo sabido Millie, se habría esforzado por charlar con ellas, pero lo que ocurrió en realidad fue un punto muerto: a una conversadora en potencia le aterraba tanto dinero; a las otras dos, tanto seso. El pobre M. M. llevaba todo el peso de la conversación, con la valiente ayuda de Angela, aunque no era, se dijo el rector de Chubb, uno de los mejores banquetes. Eso era lo que ocurría cuando se dejaba que alguien como Hester Grey de C.U.P. se ocupara de la disposición de los asientos. Y Nate Winthrop en vez de Doug Thwaites… ¿Acaso estaba loca esa mujer para degradar a Doug sentándolo a una de las otras mesas? Si cualquiera a quien detestaba iba a parar a su tribunal durante los seis meses siguientes, lo recibiría tirándole un libro, y su principal blanco sería M. M., inocente.

Millie tuvo, eso sí, un cruce de palabras memorable con el nuevo decano de investigación, sentado casi enfrente de ella. Dio comienzo cuando la miró de arriba abajo como si pensara que más le valdría estar vendiendo su cuerpo al mejor postor en una esquina.

—Doctora Hunter, tengo entendido que su padre es el médico forense del condado de Holloman, ¿no es así? —preguntó Tinkerman, inspeccionando su pechuga de pollo para ver de qué estaba rellena, ¡uf!, ajo, trozos de albaricoque, frutos secos, por el amor de Dios.

—Sí —dijo Millie, que daba cuenta de su porción de bacalao a la parrilla con auténtico entusiasmo; en la mesa de los Hunter no acostumbraba a haber alimentos caros—. Mi padre ha convertido un depósito de cadáveres anticuado en un departamento forense único en el estado. Puede llevar a cabo los ensayos y análisis más difíciles, y las técnicas de autopsia han cambiado hasta el punto de resultar casi irreconocibles.

—¡Ah, la ciencia! —comentó Tinkerman, torciendo la boca—. Es la causa de todas nuestras desgracias humanas.

Millie no pudo reprimirse.

—Vaya estupidez de comentario —saltó, sin la menor idea de que pasmaba a las esposas de los Parson, que hubieran dado sus miles de millones por decirle algo así a un doctor con toga—. Yo diría que la causa de nuestras desgracias fue Dios; fíjese, si no, en las guerras que se lucharon en nombre de Dios —dijo.

Si lo hubieran metido en un barril de cemento, no se habría quedado más rígido.

—¡Es usted una blasfema! —la acusó.

Ella levantó el labio.

—Esa respuesta es algo así como sacar a pasear un pedazo de madera como remedio para la peste. Estamos en 1969, no en 1328. Es permisible poner en tela de juicio los defectos en la naturaleza de Dios.

—¡Nada permite a nadie poner en tela de juicio nada sobre Dios!

—Eso es como decir que nuestra Constitución mejoraría si prohibiéramos la libertad de expresión. ¡La ciencia también proviene de Dios! Lo que descubrimos son más revelaciones acerca de la complejidad del plan divino. Debería usted bajar de sus nubes celestiales y mirar por un microscopio de vez en cuando, doctor. Tal vez se asombraría, incluso se quedaría pasmado —dijo Millie, muy furiosa.

—Lo que me asombra es su ceguera —repuso él, perdiendo el hilo.

—¡La mía no, doctor, la mía no! Mírese al espejo.

—Hablando de lo cual, Tom —terció M. M. en tono afable—, ¿estás preparado para tu discurso? Aquí viene el plato principal.

A guisa de respuesta, Tinkerman se puso en pie y salió a toda prisa al servicio; cuando por fin regresó parecía haber superado su arrebato de frustración, porque se sentó, sonriente. Millie también había tenido tiempo de dejar que su ánimo se serenase; al notar que alguien se le acercaba por detrás, miró más allá de la señora Eunice Parson para ver que la señora Tinkerman se acomodaba. Cruzaron la mirada: ¿era aquello solidaridad?

—¿Tiene usted una licenciatura, señora Tinkerman? —preguntó, convencida de que iba a obtener una respuesta afirmativa; sin duda los doctores en Teología debían de tener esposas sumamente cultas.

—Madre mía, no —respondió la señora Tinkerman. Sus ojos castaños se iluminaron un momento y luego se apagaron—. Era secretaria.

—¿Tienen hijos?

—Sí, dos chicas. Fueron a la escuela de secretariado Kirk y tienen muy buenos trabajos. Creo que hay muchas doctoras en Sociología que tienen que trabajar de cajeras de supermercado, mientras que las buenas secretarias son más escasas que los dientes de gallina.

—Desde luego —convino Millie cordialmente—. Además es una suerte para su marido, que no tiene que pagar las tasas universitarias.

—Sí, eso también lo tuvimos en cuenta —dijo la señora Tinkerman con una voz carente de inflexión.

Llegó la tarta de melocotón: ¡ñam! «Pobre mujer —pensó Millie mientras untaba el helado medio derretido por encima de la tarta, todavía caliente—. Ni siquiera aborrece a su marido, sencillamente le desagrada. Debe de ser un infierno tener que acostarse en la misma cama. O igual no se acuesta con él. Yo en su lugar, habría aprendido a roncar muy, pero que muy fuerte».

«La hora de los discursos», pensó Carmine, cambiando de postura en su asiento con inquietud.

—M. M. tendría que librarse de esa absurda mesa presidencial —comentó el jefe de bomberos Bede Murphy.

—Desde luego —convino Carmine—, pero ¿por qué, Bede?

—Para empezar, porque es un peligro en caso de incendio. Es muy estrecha para que haya gente sentada a ambos lados. Me he estado fijando toda la noche. Al ir al servicio, les cuesta abrirse paso y algunos apoyan las manos en los hombros de los que están sentados. Debe de ser molesto. Bueno, ¿querrías tú apoyar las manos en las abundantes filigranas doradas de M. M.? ¿O de ese cabrón presuntuoso que es el decano de investigación entrante? Y dime por qué Chubb considera que los representantes de la ciudad se ofenderían si no los invitaran a estas comilonas. Toda esta fantochada de cargos y togas nos pone a Ginny y a mí enfermos. ¡Nuestros sábados por la noche son para nosotros! Nos tomamos muchas molestias para asegurarnos de no tener que hacer de canguros de nuestros nietos los sábados, y luego ¿qué? ¡Aquí estamos! La comida es buena, pero Ginny también sabe hacer bacalao a la parrilla.

—Brillante resumen —dijo Fernando, con una sonrisa torcida.

—Bueno, lo de las manos al ir al servicio es innecesario —continuó Bede—. Hay sitio más que de sobra en el resto del salón para poner una cuarta mesa e incluso una quinta. Así podrían colocar bustos de mármol de prohombres como Tom Paine y Elmer Fudd en el estrado, rodeados de orquídeas y lirios.

—Al que no le hace ninguna gracia que le toquen camino del servicio es a nuestro nuevo decano de investigación —señaló Carmine, guiñándole el ojo a Desdemona, a la que empezaban a cerrársele los párpados. ¡Venga, M. M., baja un poco los termostatos!

—Según Jim y Millie, Tinkerman desprecia al mundo entero —dijo Patrick. Tomó un sorbo de su taza e hizo una mueca de desagrado—. Vaya, ¿por qué siempre la fastidian con el café?

—A C.U.P. no le gusta su nuevo decano de investigación —aseguró Manfred Mayhew, aportando su grano de arena—. Por Servicios del Condado corre el rumor de que es un tipo en plan Joe McCarthy: cazas de brujas, aunque no contra los comunistas, sino contra los no creyentes.

—No veo cómo el director de una editorial académica puede llevar a cabo cazas de brujas —comentó el inspector jefe Silvestri.

—Eso es cierto, John, pero aun así corre ese rumor.

—Entonces, ¿por qué no he oído ni un suspiro? —preguntó el inspector jefe.

—Porque, John —dijo Manfred, tirándose a la piscina—, eres un águila en su aguilera en lo alto de una torre literal, y si está hecha de ladrillo en vez de marfil, eso no es más que una realidad arquitectónica. Para quienes vivimos por debajo de ti, John, es una auténtica torre de marfil. Si Carmine y Fernando no te lo dicen, no te enteras, y ¡no me hables de Jean Tasco! Tiene una cremallera de titanio en la boca.

El café se le había atragantado a Gloria Silvestri: Carmine y Fernando estaban muy ocupados encargándose de ella para hacer ningún comentario o cruzar la mirada con nadie. ¡Magistral, Manfred!

Mawson MacIntosh se había puesto al cuello el cordón que sujetaba sus gafas de lectura y había reunido sus notas; era un orador maravilloso e improvisaba cuanto quería: esta noche, a juzgar por sus notas, solo en parte. Nunca antes del momento indicado, pensó Carmine al notar el aire fresco en la nuca. M. M. había bajado los termostatos, lo que suponía que nada de sestear en un salón caluroso. Desdemona despertaría de inmediato, como todas las mujeres, mucho más ligeras de ropa que los hombres de etiqueta.

—Damas y caballeros —dijo M. M., puesto en pie y utilizando al tratamiento más democrático—, nos hemos reunido esta noche en honor a dos hombres y una institución…

El resto de lo que dijo M. M. no lo recordaría luego Carmine; tenía la atención centrada en el doctor Thomas Tarleton Tinkerman, todavía en su sitio, muy angustiado. Había sacado el pañuelo blanco y almidonado y se lo llevaba una y otra vez a la cara, perlada de sudor, un tanto jadeante. La tela cayó ondeando sobre la mesa cuando se llevó las manos al cuello, tirando de la corbata, más ceñida de lo habitual porque sujetaba la muceta y mantenía la toga perfectamente colocada.

—¡Patsy! —advirtió Carmine—. ¡Ahí, ahí arriba! —Por encima del hombro le dijo a Desdemona, siguiendo ya a su primo—: ¡Pide una ambulancia, ahora mismo! Con equipo de reanimación. ¡Venga, venga!

Desdemona se había puesto en pie y corría hacia el supervisor del banquete cuando Carmine y Patrick subieron al estrado, dispersando a los comensales a su paso. M. M. había tenido el buen juicio de hacerse a un lado, tirando su silla contra un camarero pasmado.

—¡Abajo, despejen el estrado! —gritaba M. M.—. ¡Y aparten las sillas! Las mujeres también, por favor. ¡Ahora!

—Nessie habrá enviado a alguien joven y veloz por mi maletín, pero hemos aparcado allá en North Green —dijo Patrick, arrodillándose.

Le habían quitado la toga, la muceta y la chaqueta al nuevo decano de investigación y le habían puesto la chaqueta enrollada a modo de almohada; Patrick le abrió de un tirón la camisa a Tinkerman para dejar al descubierto el pecho musculoso que se afanaba desesperadamente por respirar. Sufrió unas pocas arcadas leves, unos pequeños temblores y convulsiones generalizadas y luego Tinkerman se quedó mirando a Patrick y Carmine con los ojos abiertos de par en par, plenamente consciente de que se estaba muriendo. Incapaz de hablar, incapaz de evocar ninguna respuesta muscular. Los ojos aterrados.

Millie permanecía en segundo plano: Patrick volvió la cabeza.

—¿Hay algún antídoto? ¿Algo que podamos al menos probar?

—No. Absolutamente nada. —Parecía desolada.

La ambulancia llegó tres minutos después de que la pidiera Desdemona, con el equipo de reanimación y un auxiliar médico.

—Las vías respiratorias siguen abiertas —dijo Patrick, al tiempo que insertaba un tubo curvado de plástico duro en la boca de Tinkerman—. Todo está paralizado, aunque he tenido suerte. He llegado a la tráquea. Puedo ayudarle a respirar con la bolsa y seguir metiéndole oxígeno en los pulmones, pero él no los puede dilatar por sí mismo, ni un milímetro. La pared torácica y el diafragma están inertes por completo. —Patrick se volvió de nuevo hacia Millie—. ¿Está consciente? Lo parece.

—Las funciones cerebrales superiores no se ven afectadas, de modo que sí, está consciente. Seguirá consciente. Cuidado con lo que dices. —Se abrió paso hasta él y le cogió una mano—. Doctor Tinkerman, no se apure. Le estamos insuflando aire de sobra en los pulmones y vamos a llevarle al hospital en ambulancia ahora mismo. Aguante y rece… para que todo vaya bien. —Se levantó—. Así, papá. Está aterrorizado.

Para cuando la ambulancia entró con un aullido en la zona de Urgencias del Hospital Holloman, el decano de investigación Thomas Tarleton Tinkerman había muerto. Los diminutos músculos que suministraban sustancias vitales a sus órganos internos y bombeaban los productos de desecho habían sucumbido al veneno. Plenamente consciente y al tanto de su muerte inminente, incapaz de hablar o de mover los párpados siquiera, Tinkerman fue declarado cadáver cuando la consciencia abandonó su mirada: para Carmine, que había visto morir a muchos hombres, siempre era como si literalmente se apagaran las luces. Un momento había algo en los ojos, y al siguiente, ya no estaba.

El cadáver fue enviado al depósito por orden expresa del forense, pero la jeringuilla con una muestra de sangre llegó hora y media antes. Paul Bachman había enviado a un técnico en moto a Ivy Hall para recogerla. Al analizarla, reveló los metabolitos menguantes de la tetrodotoxina. Nadie conocía su vida media, así que la dosis era, en el mejor de los casos, una suposición.

—Yo diría —conjeturó Patrick— que el doctor Tinkerman recibió más toxina que John Hall. Se observa una punción reciente en la nuca, a la izquierda de la espina dorsal, así que supongo que se la inyectaron. No hubo suficientes síntomas gástricos para que la hubiese ingerido, y la muerte fue muy rápida. Unos diez minutos después del inicio de los síntomas evidentes. Si se hubiera buscado toxinas en la sangre en el lugar habitual, se habrían metabolizado hasta desaparecer antes de que se planteara siquiera hacer una prueba en busca de neurotoxinas. La causa de la muerte, aunque sumamente sospechosa, habría sido un misterio. Lo mismo se puede decir de John Hall, aunque fuimos más lentos y se encontraron menos restos.

Carmine suspiró.

—Así que a Abe le toca John Hall, y a mí, el doctor Tinkerman. Thomas Tarleton Tinkerman, un tipo afectado, de ahí el segundo nombre tan elegante, Tarleton. Tinkerman no había encajado con la idea de sí mismo que tenía nuestro decano de investigación. Era muy vanidoso. —Se había quitado la pajarita y desabrochado el cuello de la camisa, y se le veía más cómodo.

Estaban sentados en el despacho de Patrick con una cafetera de su excelente café; Delia, Nick, Buzz, Donny y cuatro agentes uniformados estaban en Ivy Hall tomando nombres, direcciones, números de teléfono y breves declaraciones, y Delia ya había confiscado los planos con la disposición de los invitados. No tenía sentido pedir al juez Thwaites una orden para registrar a ninguno de los presentes; estaba tan contrariado como solo podía estarlo cuando las cosas no iban según lo acordado, sobre todo teniendo en cuenta que lo habían despachado de la mesa presidencial para dejar sitio a esa mediocridad lameculos, el alcalde Nathan Winthrop. Transcurrirían muchas semanas antes de que el juez perdonase a ninguno de los asistentes al banquete, aunque no hubiera cometido mayor crimen que presenciar su humillación. Si John Silvestri se negaba a desafiarlo, nadie más podía hacerlo.

—Así que alguien saldrá de rositas de Ivy Hall con una jeringuilla casera en el bolsillo —se lamentó Patrick.

—No necesariamente —repuso Carmine—. Cuántas personas conocen tan bien a Doug Thwaites como nosotros, ¿eh? Dependiendo de quién sea el culpable, el instrumento podría estar en una papelera. Delia lo tiene todo controlado, las papeleras han quedado bajo custodia junto con el resto de Ivy Hall. Para un caso como este, andamos escasos de personal, así que la investigación forense de Ivy Hall puede demorarse un poco.

—Delia acabará siendo inspectora jefe —auguró Patrick.

Carmine le sonrió, pero se abstuvo de morder el anzuelo.

—Espero que hayan dejado atrás el aparato utilizado para inyectar el veneno —dijo—. Apuesto a que no habrá más asesinatos cometidos por vía intravenosa. Ni más asesinatos de ninguna clase. De manera que ¿para qué conservar el instrumento? No puede tratarse de una jeringuilla ni una aguja hipodérmica en el sentido formal, ¿verdad? No podría haberse hecho así en ninguno de los dos casos: demasiado público, es imposible hacer pasar por cualquier otra cosa el acto de poner una inyección. Imagino algo no mayor que uno de los dedales de Desdemona, aunque se me escapa qué puede sustituir a un émbolo. Debía de tener una aguja hipodérmica de grosor fino, pero acoplada a algo distinto de una jeringuilla. Un hombre apenas sentiría el pinchazo, sobre todo en el caso de ir acompañado de una palmada amistosa. Fíjate en las serpientes y las arañas. Tienen un reservorio para el veneno y un canal en la parte posterior de un diente o un tubo que atraviesa un colmillo por la mitad.

—Estás convencido de que esperaba salirse con la suya —dijo Patrick, asombrado.

—¿Qué envenenador no lo espera? Se trata de un cabrón muy engreído, Patsy. Esta noche he tenido una sensación curiosa, así que he estado observando atentamente a Tinkerman, pero no recuerdo que nadie se comportara de una manera sospechosa. ¡Bede y sus desplazamientos al servicio! Estaba en lo cierto.

De pronto Patrick aparentó plenamente los cincuenta y ocho años que tenía.

—Anda, primo, déjalo —exclamó—. Me voy a casa con Nessie, a tomarme un somnífero. De otro modo, mañana no valdré un carajo. ¿Debo recusarme por completo del caso?

—Sí, Patsy —dijo Carmine con suavidad.

—¿Me mantendrás al tanto?

—No puedo. Piensa en la munición que pondría en manos de un abogado defensor. Tienes que mantenerte al margen, bien alejado.

Desdemona había perdido la esperanza de que le dieran un masaje en la espalda y se había ido a la cama, de la que Carmine la había sacado para someterla a quince minutos de dolor por puro remordimiento.

—¿Te sientes mejor? —le preguntó él al final.

—Ahora mismo no, sádico —dijo ella en tono malhumorado, y luego cedió—. Pero mañana sí que me sentiré mejor, amor mío, y eso es lo más importante. Si los que organizan banquetes tienen cojines de reserva para los bajitos, ¿por qué no tienen un par de sillas con las patas serradas para los gigantes como Manny Mayhew y yo?

—Porque a la gente se le permite medir metro y medio pelado, pero no más de uno ochenta —dijo Carmine, sonriente. Le recogió un mechón suelto detrás de la oreja y se inclinó hacia delante para besarla—. Venga, mi divina giganta, voy a acostarte con las almohadas ahuecadas tal como te gusta.

—¿Se trata del veneno de Millie? —preguntó, tendiéndose con un suspiro de felicidad; solo Carmine sabía ahuecar las almohadas como es debido.

—Eso me temo.

—No es justo, Carmine. Después de tantos años de penalidades, ¿tienen que pasar por esto ella y Jim?

—Eso parece, pero aún es pronto para decirlo. Cierra los ojos.

Él tampoco tardó mucho en acostarse, agradecido de que Patrick hubiera interrumpido la investigación y sus sargentos hubieran vuelto a casa cumpliendo las órdenes de Delia. ¿Cómo exactamente se las había arreglado ella para ponerse al mando?