—Tómatelo como un buen ejercicio de entrenamiento —le tranquilizó Millie—. Para cuando llegue la hora del banquete mañana por la noche, serás un auténtico veterano. —Le arregló un poco la corbata a Jim y se apartó para mirarlo—. Perfecto. Qué guapo. No habrá nadie a tu altura.
Opiniones que, como bien sabía tras oírlas durante dieciocho años, estaban erradas por completo. Su aspecto había mejorado a ojos vistas, pero nunca sería Harry Belafonte. La única razón por la que la gente se volvía a mirarle era la arrebatadora mujer blanca que llevaba del brazo.
Lo suficientemente mayor para estar adoptando su físico definitivo, Jim Hunter pasaba varios centímetros del metro ochenta y cinco, tenía el cuello tan recio y fuerte que tendía a empequeñecer su cabeza, hombros y brazos enormes y el pecho abombado. Al caminar anadeaba un poco debido a los muslos abultados, pero la lesión de la rodilla derecha que había puesto fin a cualquier aspiración de obtener una beca como jugador de fútbol americano le llevaba a decantarse por la pierna derecha en una cojera perceptible.
La cara, para aquellos que la buscaban encima de tanta potencia en estado puro, no solía decepcionar, porque había sido brutal. La piel de Jim Hunter era de un negro casi imposible, negra como la del africano nativo más negro; cuando lo fotografiaban, incluso en color, su cara era tan oscura que perdía capas enteras de definición. Para apreciar el aspecto que tenía en realidad había que ver al hombre en persona. Sus huesos eran modestos, los pómulos lisos, y la nariz en los viejos tiempos se le ensanchaba hacia los lados en unas ventanas enormemente abiertas. En St. Bernard’s lo habían apodado Gorila de inmediato, un insulto atroz agravado por la perplejidad que le provocaba su desarraigo en aquel entorno blanco por completo tan lejos de su hogar: los tiempos de la inmigración negra del Sur aún estaban por llegar, así que suponía una auténtica novedad en East Holloman, predominantemente italoamericano. Los adolescentes son crueles; ver que el Gorila los aventajaba a todos en el aula sin esforzarse siquiera no les sentó bien. Tampoco les sentó bien cuando casi de inmediato se emparejó con la chica más bonita de St. Mary’s, Millie O’Donnell. Añádase a ello el temperamento de Jim Hunter además de su tendencia a albergar resentimientos, y las pautas quedaron establecidas. Peleó. Docenas de peleas con oponentes cada vez más numerosos habían acabado por destruir sus senos superficiales, e incluso algunos de los más profundos, y le habían provocado un dolor agónico en los nervios faciales; mientras que el aspecto de gorila era cada vez más marcado.
Solo gracias a los diez mil dólares que le prestó John Hall para someterse a cirugía de reparación había salvado Jim la vida, y no en un solo sentido. Después de la operación el aspecto de gorila se había desvanecido; tenía la nariz recta y bastante fina, las narinas pequeñas y discretas, tenía huesos en los pómulos y un mentón bien perfilado. Por fin su gran don natural, un par de ojos verdes pasmosamente grandes, ocuparon el lugar que les correspondía y dominaron el rostro bajo una frente alta y ancha.
Pero las cicatrices habían perdurado hasta ese momento en que su hermosa mujer blanca le estaba haciendo el nudo de la pajarita y le decía lo guapo que estaba. Corrían los años más pujantes de la revolución negra, de los últimos intentos desesperados por parte de blancos fanáticos contra la inevitable apertura de todos los horizontes al hombre negro, y Jim Hunter lo sabía, lo reconocía, incluso lo entendía. Lo que no podía sacudirse era la honda convicción de que buena parte de su propio calvario se debía a su matrimonio con una reina del baile de graduación blanca. Llevaba con él desde el día que cumplió quince años; formaba parte de él hasta tal punto que se había convertido en una causa. ¿Una causa? Nada de eso. «La» causa.
Una voz sensata en su cabeza le había susurrado a Jim, de aspecto tan africano, que no debía optar por el look afro; llevaba el pelo casi al rape y vestía el atuendo de un investigador posdoctoral: chinos, camisa blanca de algodón, mocasines, una chaqueta de tweed desgastada.
Salvo cuando, como ahora, se estaba embutiendo en el esmoquin de la talla más grande que alquilaba la tienda de ropa de gala.
—Procura no sacar músculo —le advertía Millie.
Apenas la oyó, pensando en cómo había llegado hasta allí. Los años en Chubb habían sido un alud de descubrimientos y trabajos seminales, o igual sería más acertado compararlos con una montaña rusa. La mayoría de quienes hablaban con entusiasmo del profesor Jim Hunter no tenían idea de que era un exgorila negro casado con una tía buenorra blanca. Su reputación estaba afianzada; ahora lo único que tenía que hacer era aguantar el tipo los doce meses siguientes, durante los que disfrutaría de una clase de fama diferente: la de un autor de renombre. Aunque cuando Don Carter había empezado a describir algunas cosas que le pedirían hacer, se estremeció de terror. Sobre todo, no estaba preparado para presentarse ante el grueso de una inmensa nación como el más negro de los negros con una reina de la belleza blanca por esposa.
Millie estaba ahí plantada, contemplándolo con los ojos del amor. Su hermana Kate, que estaba obsesionada con los trapos, le había prestado un vestido de un tejido recubierto de volutas sobre un sencillo forro de color azul lavanda, las volutas del mismo tono aunque de intensidad variada. Estaba maravillosa. Llevaba las piernas a la vista porque ahora las minifaldas estaban de moda para las veladas de etiqueta, según dijo Kate. Y Kate tenía buen gusto, incluso en el holgado cinturón de relucientes diamantes de imitación que lucía Millie en torno a las caderas.
No parecía contenta, pese al amor. Pobrecilla. El tipo que le había birlado la tetrodotoxina tendría que haber sido ajusticiado por el gravísimo delito de preocuparla. Y luego estaba John Hall…
Tomó la cara de su mujer entre sus manazas, sosteniéndola como si fuese una sola rosa:
—Qué bonita eres —dijo desde el fondo de la garganta—. ¿Cómo pude tener tanta suerte?
—No, cómo la tuve yo —respondió ella en un susurro, acariciándole las manos—. Me bastó con mirarte para enamorarme. Te querré hasta la muerte, James Keith Hunter.
La risa de Jim sonó casi demasiado queda para oírse.
—Anda, venga, cariño. La muerte no es más que una transición. ¿Crees que nuestras moléculas no revolverán cielo y tierra para volver a estar juntas mientras el tiempo siga existiendo? Es posible que nosotros muramos, pero nuestras moléculas no morirán.
La risa de ella fue muda.
—Solo estoy bromeando, amor mío, mi vida…, queridísimo mío.
—El año que viene por estas fechas ya no tendremos problemas, te lo prometo.
—Te tomo la palabra. —Se puso un pañuelo al cuello y se plantó un jersey antes de que él la ayudara a ponerse el abrigo de plumón, viejo y mustio, pero lo bastante grueso para Chicago—. ¡Ay, el invierno! Qué ganas tengo de que llegue la primavera este año: 1969 va a ser el nuestro, Jim.
El abrigo de plumón le sentaba a Jim mejor que el esmoquin, con las costuras a punto de reventar.
—Al menos no nieva.
—Detesto a esa gente —comentó ella mientras le veía cerrar la puerta principal—. Es increíble que John haya resultado estar emparentado con ellos.
—Ya sabes lo que dicen: puedes escoger a tus amigos, pero no a tus parientes. Aunque los Tunbull no están tan mal una vez llegas a conocerlos.
—Pobre John. Me pregunto cómo se sentirá cuando conozca a su madrastra. Por lo que dijo anoche, todo el contacto que ha tenido con su padre giró en torno a demostrar que era el hijo perdido tiempo atrás —dijo Millie.
—Es lógico —respondió Jim—. No te preocupes, Millie, todo se arreglará tarde o temprano. —De pronto adoptó un semblante esperanzado—. Piénsalo. Pronto podré devolverle a John el dinero de la operación de reconstrucción si mi libro va tan bien como esperan. ¡Diez mil dólares! Aunque queda otra deuda. Cien de los grandes en préstamos para los estudios…
—¡Ya está bien, Jim! —saltó ella, con gesto feroz—. Ahora formamos parte del profesorado de Chubb, tú estás a punto de ser famoso y nuestros ingresos saldarán todas nuestras deudas.
—Si Tinkerman no se carga Un dios helicoidal. Ay, Millie, ha sido un camino tan largo y tan duro… Me parece que no podría soportar otra decepción. —Jim retiró la palanca de seguridad del acelerador del viejo Chevy—. El coche está calentito. Monta.
Davina y Max Tunbull vivían en una enorme casa con la fachada revestida de tablillas blancas en Hampton Street, justo a la salida de la Autopista 133 en el Valle, y a no más de ochocientos metros de la frontera invisible más allá de la que el Valle se convertía en un barrio menos salubre. Había en realidad tres casas propiedad de los Tunbull en aquella calle más bien larga y laberíntica con parcelas en su mayoría vacías, pero Max y Davina vivían en la que dominaba la cima de la pequeña colina, con mucho la más imponente. Una casa en la otra punta de la calle se las daba de acaudalada, pero no había duda de qué residencia se imponía a todas las demás.
Al llegar Millie y Jim, advirtieron con consternación que eran los últimos. ¿Tanto les había llevado embutir a Jim en su esmoquin alquilado? ¡Qué estupidez! ¡Una fiesta de etiqueta!
No era la primera vez que Millie coincidía con Davina, pero esa mujer seguía poniéndole los nervios de punta. Millie había dedicado su vida hasta la fecha a objetivos tradicionalmente poco femeninos y con compañeros sobre todo masculinos, unas pautas establecidas muy pronto gracias a su relación con Jim. Así que las Davinas de este mundo le resultaban más extrañas incluso de lo que Davina era en realidad; hablaban de cosas de las que Millie no sabía nada ni tenías ganas de saber.
John Hall se alegró tanto de verlos que casi fue patético, lo que hizo que todo mereciese la pena; pese a la importancia que tenía Jim para Max, probablemente habrían rehusado la invitación de no ser porque John había ido a verles la víspera y se lo había suplicado. El pobre hombre estaba aterrorizado, pero era típico de John, un hombre solitario, tímido, poco seguro de sí mismo hasta que trababa la clase de amistad de la que había disfrutado con los Hunter allá en California.
Pero, naturalmente, Davina no estaba dispuesta a dejarlos en paz, lo que no sorprendió a Millie, que conocía la reputación de Davina: ver a un hombre atractivo e ir a por él, luego, cuando se ponía demasiado ardiente o apasionado, correr gritando a los brazos de su marido Max en busca de protección. John, que tenía un atractivo rayano en la feminidad, era un objetivo lógico para Davina. La criada, Uda, a todas luces había llegado a la misma conclusión respecto de John, y había asediado al pobre con martinis que este había tenido el buen juicio de no beber. ¿Qué tenía que ganar Uda con ello?, se preguntó Millie, sin perder detalle.
Era la única manera de pasar el rato, sobre todo en esa reunión casi exclusivamente masculina. En circunstancias normales Millie se habría abierto paso a empujones entre los hombres y exigido que la incluyeran en la conversación, donde sabía que podía hacerse valer. Pero con Davina presente, ni pensarlo. Por no hablar de la señora Markoff, embarazada, la única otra mujer, que, a juzgar por su expresión, no era admiradora de Davina.
Millie repasó mentalmente lo que sabía de Davina por Jim, fuente de toda su información sobre el gran equipo responsable de editar su libro, desde el decano de investigación de Chubb University Press hasta la Imprenta Tunbull y el estudio de diseño Imaginexa. Ojalá Un dios helicoidal alcanzara el éxito que todo el mundo le pronosticaba.
Una refugiada yugoslava que llevaba diez años en el país y ahora tenía veintiséis: esa era la primera de la lista. Había tenido la suerte de ser «descubierta» por una gran agencia y convertirse en top model, famosa sobre todo por haberse dado un baño de burbujas en televisión, un anuncio, se apresuraba ella a señalar, que seguía reportándole sus buenas regalías. Pero lo suyo era el diseño gráfico, y era, según insistían los de Chubb University Press, un exponente soberbio en el arte de lograr que un libro resultara irresistiblemente atractivo a los compradores. Su principal mercado lo constituían los editores comerciales, pero puesto que Max era el único impresor que trabajaba con Chubb University Press, ella se había dignado ocuparse también de su catálogo.
Millie, de algún modo, no creía que el viejo Don Carter, que había sido el mentor de Jim durante el proceso de redacción y edición del libro, hubiera tenido el aplomo de negar a Davina el acceso a un mundo más bien peculiar, el de una editorial académica menor. Conque tanto si C.U.P. quería como si no, Davina pasó a ocuparse del «look de los libros», como ella lo denominaba.
¿Podía de veras tener solo veintiséis años? «No —decidió Millie—, por lo menos tiene treinta, debe tenerlos». Alta, delgada como un palo y aun así elegante, y lo bastante afortunada, pensó Millie, observándola clínicamente, para tener un esqueleto estrecho; una pelvis grande y ancha habría dejado un hueco inmenso entre esos muslos del tamaño de brazos. Unos buenos pechos de copa B, las caderas más bien menudas —que casaban con el esqueleto— y un torso largo sobre las piernas tirando a cortas. Vestía sumamente bien, y su cabello castaño moreno era lo bastante denso para llevarlo suelto espalda abajo, aunque tendía a arracimársele en mechones con aspecto de sogas. Una preciosa piel blanca e impoluta, cejas minuciosamente depiladas y arqueadas, largas pestañas y ojos de un azul pasmosamente intenso. Aun así, seguía lucubrando Millie, tenía los labios muy grandes, y la nariz, si bien recta, era ancha. Los pómulos altos salvaban su rostro, junto con esos ojos extraños. A Millie le sobrevino una iluminación: Davina tenía el aspecto que debía de tener la gorgona Medusa antes de que los dioses la despojaran de su belleza.
—Aún no he recuperado la cintura necesaria para llevar minifalda —le decía Davina a Millie, con ese acento extranjero que le daba a su voz aguda y aflautada el carácter que tanta falta le hacía.
—No creía que los vestidos minifalda marcaran las caderas —comentó Millie—. ¿Qué tiempo tiene Alexis?
—Tres meses. —Lanzó una risa despreocupada—. Pensaba que le daba a Max el heredero que tanto necesitaba y ¡ahora aparece John! Conque sacrifico el becerro cebado por el regreso del hijo pródigo.
—Pero John no es un hijo pródigo —repuso Millie—. Aquel hijo fue desterrado por su comportamiento disoluto o algo parecido, creía yo, mientras que John solo es víctima de circunstancias que escapan a su control.
Los ojos burlones se nublaron, se volvieron tímidos; Davina se encogió de hombros y se alejó haciendo aspavientos.
La sala era muy moderna, pero a Millie le gustaba; buscó un sillón cómodo desde donde observar a la gente en paz mientras pudiera. Solo que había muy poca gente. Posó la mirada en Jim, que hablaba con John, y sus pensamientos se remontaron al pasado; su llegada como salido de la nada anoche la había conmocionado, aunque Jim…, no era que se la esperase, sino que parecía haber percibido que iba a ocurrir.
Se habían conocido en California cuando los tres se matricularon en un máster de Bioquímica en Caltech; los tres habían hecho buenas migas seguramente debido a la tendencia a la soledad de John, que encajaba con su propio aislamiento. Por razones que nunca les había explicado en detalle, John Hall también se había acorazado frente a un mundo cruel y entrometido. No andaba escaso de dinero, pero aprendió a hacer que su riqueza no se inmiscuyera en la amistad. Con John como acompañante de la pareja, durante aquellos dos años en California abundaron los momentos agradables; frecuentaban las playas públicas, contaban la calderilla para comer en algún establecimiento del paseo marítimo, escuchaban a Elvis Presley, los Everly Brothers y los Coasters, todos muy novedosos y emocionantes por aquel entonces. Las mujeres encontraban inmensamente atractivo a John y le tiraban los tejos, pero él rechazaba todas sus insinuaciones. Lo que le reconcomía en lo más hondo, fuera lo que fuese, era aplastante, sutil, arrasador. Que tenía que ver con la madre fallecida de John, lo habían deducido, pero él nunca les contó la historia completa, y —al menos en presencia de Millie— nunca se lo preguntaron. Jim, sospechaba ella, sabía más.
El rincón resplandecientemente luminoso que ocupaba John Hall en la mente de Millie se remontaba a su generosidad, asombrosa y desinteresada por completo. Cuando los senos faciales de Jim literalmente pusieron en peligro su vida, John Hall fue a buscar al mejor cirujano de esa especialidad en Los Ángeles, y, sin decírselo a ellos, contrató además a un cirujano plástico. Diez mil dólares en operaciones después, Jim Hunter era un hombre distinto. No solo respiraba sin problemas, no solo había desaparecido cualquier amenaza de infección cerebral, sino que también había perdido todo parecido con un gorila. Tenía un agradable aspecto negroide, pero ya ni remotamente similar a un simio. Y Jim había soportado la idea del obsequio. Jim, que no aceptaba caridad de nadie. Millie sabía precisamente por qué: respirar sin trabas y estar a salvo de abscesos cerebrales era una maravilla, pero no llegaba a la suela de los zapatos siquiera a lo de olvidarse de lo del aspecto de gorila.
Cuando fueron a la Universidad de Chicago, John regresó a Oregón. Pero se mantuvieron en contacto, y cuando Jim le envió la postal anunciándole que ahora formaban parte del departamento de Bioquímica de Chubb, mandó como respuesta una inmensa postal que había hecho él mismo, encantado de que la buena fortuna les hubiera sonreído por fin.
Luego, sin aviso previo, les llamó desde el aeropuerto para decirles que iba camino de Holloman, y que si le invitarían a un café si se pasaba por su casa. ¡Anoche mismo! Con todo lo que le atormentaba, había hablado de los viejos tiempos, solo de los viejos tiempos, y al notar su mirada sobre ella, Millie se había estremecido de miedo. ¡Eso también, no!
Millie dio un respingo; hasta tal punto había estado absorta en su ensueño que la voz de Davina la sobresaltó.
—¡Todos a la mesa!
Con tan pocas mujeres, no le extrañó ver que le habían reservado el asiento de en medio a un lado de la mesa con la esposa embarazada del médico enfrente. Ivan estaba junto a ella por el lado de Max, el doctor Al Markoff por el lado de Davina; Jim estaba enfrente de ella junto a Davina y Val estaba al otro costado de Muse Markoff. No era una mesa alejada con varias conversaciones; todos alcanzaban a oír perfectamente a los demás. Millie guiñó el ojo a Jim, a quien Davina ya estaba monopolizando.
Tuvieron que soportar el horrendo discurso sobre el becerro cebado, las referencias mordaces a las esposas Tunbull ausentes: ¡esa mujer era un monstruo! Algunos mechones de su cabello, imaginó una Millie fascinada, estaban tomando la forma de serpientes: ¿no eran eso de ahí una cabeza y una lengua bífida? ¡Esa mujer hablaba con lengua bífida!
El primer plato era caviar iraní.
—Habría sido mejor ruso, naturalmente —comentó Davina, mostrándoles cómo comerlo—, pero aun así esto es esturión caspio de la variedad Malossol. Qué normas tan tontas dicta una guerra fría. Nada de caviar ruso. Nada de puros cubanos. ¡Qué bobada!
«A mí ya me va bien el caviar iraní», pensó Millie mientras llenaba una tostada hasta los topes y lo cubría todo de nata; las huevas y la cebolla picada tenían la costumbre de caerse por todas partes, y no estaba dispuesta a desperdiciar ni uno solo de esos minúsculos y deliciosos grumitos negros.
—Esto estaba para morirse —le dijo a Muse Markoff.
—¿Verdad que es maravillosa? —comentó Muse mientras retiraban sus platos—. Incluso cuenta con Uda, el ama de llaves perfecta. Desde luego las cosas han cambiado mucho en el zoo de los Tunbull desde que Max se casó con Davina.
—Muse. ¿Cómo es que te pusieron ese nombre? —se interesó Millie.
—Mi padre tenía debilidad por los clásicos. Era profesor adjunto en Chubb, el pobre. Un ascenso a medias. Una vez adjunto, nunca se llega a tener un puesto como es debido.
—¿Y cómo han cambiado las cosas para los Tunbull, Muse?
—Esta pasión por las raíces rusas de Max. Yo siempre había creído que eran raíces polacas, pero Davina dice que son rusas.
—Más vale que la era McCarthy haya tocado a su fin.
Muse hizo una mueca de dolor y se dio unas palmaditas en el vientre inmenso.
—Ha sido un primer plato muy abundante. Espero aguantar: a mi hígado no le van las cosas tan pesadas. ¿Crees que el asado de ternera será muy graso? Por lo que ha dicho Davina, me lo imagino bañado en grasa.
—No, grasa, no —dijo Millie, sonriendo—. Lo de «becerro cebado» no es más que una frase hecha, como «carne de pobre». La ternera asada no es grasa en absoluto, te lo aseguro.
Y no lo era. La ternera era sencilla pero estaba cocinada a la perfección, lonchas rosadas muy finas con salsa de carne, puré de patatas, brécol al vapor y alubia verde fina y sin hilos. Muse, observó Millie, comió a gusto y no se quejó en absoluto de su hígado sensible.
Cuando Millie oyó casualmente hablar a Max y John sobre Martita, empezó a cuadrarle un poco más la situación. A juzgar por su discursito, Davina debía de haberse afanado de lo lindo para desmentir la historia de John: ¿de qué iba la referencia esa al anillo? De modo que en sus conversaciones telefónicas, Max se habría ceñido a asuntos legales, con Davina encima de él probablemente en el sentido literal. Esos dos, pobres, no lo van a tener nada fácil…
Al mirar de soslayo a Davina vio toda una cabeza de serpientes vivas. Si las miraba a los ojos, acabaría convertida en piedra.
¿Qué había de esa Emily, la perseguidora de la madre de John? Ausente porque había tomado su propio camino y no porque hubiera ofendido a nadie. Aunque tantos años mitigarían cualquier cosa, y era la esposa de Val, la madre de Ivan. Ivan… ¿Cómo se sentiría, al ver que su tajada del negocio familiar iba mermando constantemente? Aunque John había dicho anoche que no tenía deseos ni intenciones de formar parte del negocio de los Tunbull. Quizá los Tunbull aún no tenían idea de hasta qué punto era rico John, de lo poco que le hacía falta depender de nadie después de que Wendover Hall le hubiese nombrado heredero. Por lo visto uno de los pasatiempos de Davina era lanzar pullas a Ivan: bastaba con fijarse en el comentario burlón que había hecho sobre su mujer.
«Ay, John, John, cuánto lo siento por ti», dijo Millie para su coleto mientras traían la tarta.
—Uda la ha hecho con sus propias manos —exclamó Davina con voz aflautada, las serpientes cimbreantes—. Cada capa de la tarta no tiene más de cinco milímetros de grosor y la crema de mantequilla también tiene cinco milímetros apenas de grosor, y está sazonada con Gran Marnier. El glaseado es de azúcar y agua hervidas hasta quedar crujientes, vidrio ambarino translúcido. Y la tarta en sí es por los muchos años que John ha estado lejos, mientras que la cobertura glaseada, que hay que romper antes de hincar el diente al pasado, representa esta velada. ¡A comer, amigos míos, a comer!
—Un minuto, Vina, dame un minuto primero —gritó Max, que se puso en pie de un brinco—. En primer lugar, quiero que alcéis las copas en honor al doctor Jim Hunter, cuyo libro sobre ácidos nucleicos y su posible significado filosófico va a ser publicado dentro de poco por Chubb University Press, de quienes llevamos veinte años siendo impresores. El decano de investigación Carter me asegura que va a ser un best seller. ¡A la salud del doctor Jim Hunter y de Un dios helicoidal, un libro asombroso que invita a la reflexión!
El bueno de Max, pensó Millie, dejando que se fuera disolviendo poco a poco en su lengua la tarta más divina que había probado en su vida. Max no podía resistir la tentación de alardear de Jim en beneficio de John, dando por sentado que no tenía idea de que se conocían en los viejos tiempos. Y ¿por qué iba a saberlo? La llegada de John era sorprendente.
Luego Millie tuvo un pésimo golpe de suerte; la llevaron a la sala en compañía de Muse Markoff con la intención de que tomaran el café separadas de los hombres, que habían ido todos al estudio de Max. Qué injusticia. «¿De qué voy a hablar, por el amor de Dios? No deben saber la diferencia entre un anillo bencénico y un anillo de boda, ni entre un ión de hidroxilo y el algodón hidrófilo».
Por suerte, Davina y Muse, que vivían una enfrente de otra, tenían mucho de lo que hablar; Millie se retrepó y sorbió un café mucho mejor del que acostumbraba a tomar, con el estómago agradablemente lleno y la sangre de reserva más centrada en la digestión que en el pensamiento profundo.
La puerta se abrió de par en par y asomó la cara de Max, palidísima.
—Muse, Al necesita el maletín médico urgentemente —dijo.
Como la buena esposa que era, en menos de un segundo había salido en dirección a la puerta principal, con la minúscula criada, Uda, corriendo a su lado para servirle de apoyo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Davina con voz entrecortada, perdiendo cualquier parecido con Medusa—. ¡Déjame ver!
—¡No! —respondió él a voz en grito.
Para asombro de Millie, Davina volvió a sentarse en el sillón de inmediato.
—¿Qué ocurre? —repitió.
—A John la ha dado alguna clase de ataque. ¡Una ambulancia! —Y se precipitó hacia el teléfono para decir atropelladamente que el doctor Al Markoff necesitaba una ambulancia con instrumental de resucitación de inmediato; ah, sí, la dirección…
Para entonces Muse había regresado, acompañada de Uda, que llevaba un maletín de médico de cuero negro en apariencia bastante pesado. Max se lo arrebató.
—Quedaos aquí, todas —dijo.
Los minutos transcurrieron lentamente, marcados por un reloj tan gigantesco como elegante empotrado en la pared; las mujeres permanecieron sentadas sin mover un músculo, mudas.
Llegó enseguida una ambulancia; Uda, alerta, franqueó el paso a dos auxiliares médicos cargados con aparatos y los llevó al estudio, luego regresó para ocupar su puesto junto a Davina, que parecía marchita y aterrada.
Apareció Jim y fue directo hacia Millie.
—John ha muerto —anunció bruscamente— y el doctor Markoff asegura que resulta sospechoso. —Sus ojos verdes se tornaron severos, penetrantes—. He pensado en la tetrodotoxina que desapareció.
La piel de Millie perdió todo su color.
—¡Ay, no! ¿Cómo iba a llegar hasta aquí, por el amor de Dios?
—No lo sé, pero si puedes ayudar, Millie, ayuda. Llama a tu padre y dile lo que ha ocurrido. Los síntomas parecen indicar que se la inyectaron. Si el patólogo reacciona lo bastante aprisa, tal vez haya una posibilidad de que encuentre tetrodotoxina en la forma de sus últimos metabolitos. Hemos extraído sangre, así que pide que venga un poli en moto y la lleve a la ciudad a toda prisa. Entonces tu padre tendrá alguna oportunidad. Llama a Patrick, haz el favor.
Ella obedeció, apartando a Max del teléfono.
—Para cuando el patrullero recoja la muestra, papá, tendré dibujado un esquema de la estructura molecular de la tetrodotoxina —le dijo Millie a Patrick un instante después—. Creo que Jim está chiflado al sospechar algo semejante, pero ¿y si tiene razón? ¿Y si quien robó la sustancia la está vendiendo como veneno indetectable? Por eso tienes que analizar la sangre de la víctima lo antes posible: así habrá más probabilidades de encontrar un par de metabolitos. Primero una cromatografía de gases y luego el espectrómetro de masas. ¡Haz caso a Jim, papá, por favor! Aunque, bueno, es imposible que sea tetrodotoxina, estas personas no tienen ningún vínculo conmigo.
—Voy a enviar a Gus Fennell. Yo tengo que mantenerme al margen —dijo la voz de su padre— y supongo que Carmine también. Probablemente se encargará Abe Goldberg. ¡Joder!
—Y que lo digas. —Colgó.
Max Tunbull y Al Markoff discutían.
—¡Te equivocas de medio a medio, Al! La madre de John murió más o menos a la misma edad, y John era su vivo retrato: ¡es cosa de familia! —dijo Max.
—¡Y un cuerno! —repuso el esforzado médico—. Despotrica cuanto quieras, Max, pero no estoy convencido de que John muriera por causas naturales. El lapso entre el inicio de los síntomas y la muerte ha sido brevísimo. Es una pena que estuviera demasiado ocupado para cronometrarlo.
—Yo lo he cronometrado —terció Jim Hunter—. Desde que ha dicho la palabra «calor» hasta el momento de su muerte, once minutos. Tienes toda la razón, Al, es sospechoso. John gozaba de buena salud.
En ese momento, Davina, con los ojos dilatados, lanzó un chillido, se quedó rígida y se desplomó. Uda se arrodilló a su lado.
—Llevo a la señora Vina a cama —dijo—. Señor Max, llame a su médico ahora. Necesita inyección.
—Ni pensarlo —intervino Muse Markoff—. La poli querrá verla, Uda, sin estar sedada.
—¡Esto no es Telón de Acero! —rezongó Uda entre sus dientes amarillos—. Mañana noche la señora Davina tiene gran función, debe estar preparada.
Y, pensó Millie, al acordarse del día siguiente por la noche, Davina iría al mismísimo infierno para estar preparada. Al margen de lo que quisiera la poli, el médico de Davina la noquearía hasta mañana por la tarde.
—Vaya —le dijo Millie a Jim—, creo que me he quedado bizca de sorpresa.
Jim sonrió y le acarició la mejilla con un dedo.
—Eso seguro que no, cariño. —Sus ojos siguieron a la criada, que ayudaba a su señora a subir las escaleras—. Para llegar hasta Davina, hay que sortear primero a Uda. Si algo he averiguado es eso.
El teniente Abe Goldberg apareció unos minutos después de que el policía motorizado recogiese los viales con las muestras de sangre para el forense; le acompañaban el doctor Gus Fennell, médico forense adjunto, y su propia pareja de detectives, los sargentos Liam Connor y Tony Cerruti.
—¿Qué cree, Millie? —preguntó Abe; su rostro blanco y pecoso tenía un semblante extraordinariamente sombrío. La historia conyugal de Millie Hunter era de todos conocida, y le guardaban aprecio.
—Los síntomas de John parecen muy sospechosos, pero la rapidez de su muerte sugiere inyección más que ingestión. Si la hubiera tomado por vía oral, sobre todo teniendo en cuenta la opípara cena que ha tomado, hubieran sido de esperar vómitos considerables e incontinencia fecal. Y no habría sobrevenido tan de súbito. Dígale a quien se encargue de la autopsia que busque una marca de pinchazo, y dígale a Paul que la dosis podría ser solo de medio miligramo. John medía en torno a uno ochenta, pero no debía de pesar más de ochenta kilos. —Millie mantuvo la voz baja, encantada de que Davina Tunbull no estuviera presente. ¡Histérica, ni de coña!
—No es el momento ni el lugar, doctor Hunter, pero tengo entendido que usted estaba al tanto de que su esposa guardaba tetrodotoxina en su laboratorio, ¿no es así? —le preguntó Abe a Jim con voz amable.
—Sí, lo mencionó.
—¿Estaba al tanto de lo peligrosa que es?
—A decir verdad, no. No soy neuroquímico, y no la habría reconocido como toxina de habérmela encontrado, al menos antes de determinar su estructura molecular. Eso siempre saca a relucir muchas cosas. Pero solo esta noche, después de ver morir a John Tunbull, he comprendido lo letal que es, sobre todo para tratarse de una dosis tan minúscula. Quiero decir que es letal con la clase de dosis que uno podría suministrarse por mero accidente.
—¿Quién ha sospechado de la muerte, doctor Jim?
—El doctor Markoff. Ha dicho tajantemente que era un caso para el juez de instrucción y que había que llamar a la policía. Es impresionante.
—¿A usted le ha parecido una muerte sospechosa?
Jim lo sopesó minuciosamente y luego negó con la cabeza.
—No, supongo que he pensado que se trataba de un ataque cardíaco, o tal vez una embolia pulmonar… No soy totalmente ignorante en cuestiones médicas, pero tampoco soy médico. Salvo por su edad, la muerte de John me ha parecido bastante rutinaria. Millie no estaba tan segura porque alguien le sustrajo la tetrodotoxina: es una sustancia absolutamente letal, teniente.
—¿Estaba usted al tanto del robo, doctor?
—Claro que sí, Millie y yo nos lo contamos todo. Pero en ningún momento se me pasó por la cabeza vincularlo con John. No tengo ni idea de cuáles son los síntomas, aunque supongo que pensaba que serían los habituales en caso de envenenamiento: vómitos, incontinencia, convulsiones. No ha sufrido nada de eso. Los únicos venenos que, según me consta, se comportan como en el caso de John son todos gases, y puesto que nadie más ha notado indicio alguno de lo que ha padecido John, no puede haber sido un gas. La tetrodotoxina no es gaseosa. Es un líquido que se puede reducir a polvo, o viceversa. —Jim esbozó una sonrisa tibia—. Con lo que, teniente, ya ve que Millie y yo hablamos de las cosas.
Los grandes ojos grises de Abe se habían entornado: así que esa era la mitad negra de la famosa alianza. Al margen del lugar y las circunstancias en que había conocido a Jim Hunter, sus ojos reflejaban una inteligencia enorme, una ternura innata, una inmensa capacidad para la reflexión. Carmine le tenía aprecio: ahora Abe veía por qué.
—¿Podemos retirarnos mi mujer y yo a algún rincón tranquilo, teniente? —preguntó Jim.
—Claro, doctores. Pero no salgan de la casa.
Abe tuvo buen cuidado de que las preguntas a los invitados fueran breves y certeras: solo lo sucedido en la cena, en el estudio, los desplazamientos a los servicios, la súbita indisposición de John. De la única persona de quien sospechaba auténtica duplicidad era de la señora Davina Tunbull, que se había refugiado en una histeria que, según le había dicho en confianza Millie, parecía fingida. Siempre eran un engorro, esas mujeres, aunque las más de las veces no tenían nada que ver con la perpetración del delito en sí. Enturbiaban las aguas sencillamente para llamar la atención, para recibir un trato especial y que se hablara de ellas. Y no había manera de que fuera a verla a ella ni a la criada, Uda, esa noche.
Con los detalles anotados en su libreta y el cadáver de John Tunbull enviado una hora atrás al depósito, Abe concluyó la investigación poco después de medianoche y dejó que todos fueran camino de su casa.
—Lo cierto es que solo nosotros tenemos un buen trecho por delante —comentó Millie, abrigada contra el frío mientras ella y Abe estaban en la grava delante de la puerta—. Los demás están tan cerca de su casa que pueden ir andando. Ay, Dios, Muse está vomitando en el jardín. Por lo visto tiene el hígado sensible, después de todo. Su marido la trata con mucha dulzura, según veo.
—¿Dónde viven, Millie?
—En State Street. La siguiente intersección es Caterby.
Jim se acercó en su Chevy viejo y destartalado; Abe abrió la portezuela del acompañante para que se montara Millie, y luego los vio alejarse. La neblina blanca que salía por el tubo de escape le permitió ver que la temperatura había caído por debajo de los 0 ºC. Era un invierno frío.
«Qué lástima esa pareja —pensó Abe, sin poder quitarse de la cabeza a los doctores Hunter—. Todavía pobres a más no poder, viviendo en un lugar como State. Aún estarían devolviendo los préstamos estudiantiles, sin duda. Suerte que el doctor Jim tiene la constitución de una pequeña montaña. Si fuera un mequetrefe de cuarenta y tantos kilos, ese barrio sería un infierno para una pareja mixta, atestado de blancos pobres y algún que otro neonazi».