Jueves, 2 de enero de 1969

—Papá, ¿qué procedimiento hay que seguir si me falta una toxina?

Los asombrados ojos azules de Patrick O’Donnell se posaron rápidamente en la cara de su hija, esperando verla reírse porque había logrado tomarle el pelo a papá. Pero tenía el ceño fruncido, un gesto de preocupación. Le dio una taza de café.

—Depende, cariño —dijo con tranquilidad—. ¿Qué toxina?

—Una muy mala, la tetrodotoxina.

El médico forense del condado de Holloman adoptó una expresión vaga.

—Tienes que ser más específica, Millie. No he oído hablar de esa.

—Es una neurotoxina que bloquea la transmisión nerviosa actuando sobre los poros de los canales rápidos de sodio activados por voltaje de la membrana celular, o, en palabras más sencillas, desconecta el sistema nervioso. ¡Muy mala! Por eso es tan interesante desde el punto de vista experimental, aunque no estoy interesada en ella de por sí. La utilizo como herramienta. —Sus ojos azules, tan parecidos a los de él, lo miraron implorantes.

—¿De dónde has sacado eso, Millie?

—La aislé en su origen, el pez globo. ¡Qué criaturita tan mona! Se parece tanto a un cachorrillo que dan ganas de estrujarlo a abrazos. Pero no hay que comérselo, sobre todo el hígado. —Estaba cada vez más animada, degustando ahora el café a sorbos—. ¿Cómo te las arreglas para hacer un café tan bueno en este edificio dejado de la mano de Dios? El café de Carmine es asqueroso.

—Lo pago de mi propio bolsillo y limito mucho el número de personas invitadas a tomarlo. Vale, ya has estimulado mis células de la memoria. He oído hablar de la tetrodotoxina, pero solo en la prensa, y de pasada. ¿Así que la has aislado tú misma?

—Sí. —Se interrumpió de nuevo.

—Voy a ponerme en plan Carmine: dame más detalles.

—Bueno, tenía una pecera llena de peces globo y era una pena desperdiciar todos esos hígados y demás porciones jugosas, así que seguí con ello y acabé con cerca de un gramo de esa sustancia que, ingerida por vía oral, sería suficiente para matar a diez pesos pesados de boxeo. Cuando terminé la serie experimental guardé herméticamente los seiscientos miligramos que me quedaban en ampollas de vidrio de cien miligramos cada una, puse una etiqueta con la advertencia «Veneno» en el vaso de precipitación que contenía las seis ampollas y lo dejé al fondo de la nevera con los tres moles de KC1 y demás —explicó Millie.

—¿No cierras con llave la nevera?

—¿Para qué? Es mía y está en mi pequeño laboratorio. Mi beca no da para un técnico: no soy Jim, rodeado de acólitos. —Tendió la taza para que le pusiera más café—. Cierro la puerta de mi laboratorio cuando no estoy allí. Soy tan paranoica como cualquier otro investigador, no hago publicidad de mi trabajo. Y ya tengo un doctorado, así que no hay ningún director de tesis mirándome por encima del hombro. Yo pensaba que nadie estaba al tanto siquiera de que tenía tetrodotoxina. —Su semblante se despejó, se tornó más suave—. Salvo por Jim, quiero decir. A él se lo mencioné de pasada, pero no le interesan las neurotoxinas. Su idea de un cultivo es la E. coli.

—¿Tienes idea de cuándo desapareció, cariño?

—A lo largo de la semana pasada. Hice inventario de la nevera en Nochebuena y el vaso de precipitación seguía allí. Al hacer inventario de nuevo esta mañana, no estaba en ningún sitio, y te lo aseguro, papá, he mirado por todas partes. El caso es que no sé qué hacer respecto de la desaparición. No me parece que el decano Werther cuente con el equipo para ocuparse de algo así. He pensado en ti.

—Informarme a mí es lo más adecuado. Yo pondré al tanto a Carmine, pero solo como gesto de cortesía. No es lo mismo que si alguien robara un recipiente de cianuro potásico, eso haría que se pusiera las pilas todo el mundo. —Patrick esbozó una triste sonrisa—. Sea como sea, hija mía, es hora de cerrar la puerta del establo. Pon candado a la nevera y asegúrate de tener en tu poder la única llave. —Se inclinó para cogerle la mano, larga y elegante, pero afeada por las uñas mordisqueadas y la falta de cuidados en general—. Cariño, la equivocación la cometiste al guardar lo que no utilizaste. Tendrías que haberte deshecho de ello como la sustancia tóxica que era.

Ella se sonrojó.

—No, nada de eso —dijo, adoptando un aire testarudo—. El proceso de extracción es difícil, concienzudo y sumamente lento; un bioquímico con menos pericia lo habría estropeado. No soy Jim, pero en cuanto a técnicas de laboratorio, estoy muy por encima de un investigador común y corriente. En algún momento del futuro es posible que necesite la tetrodotoxina sobrante, y si no es así, podría venderla legítimamente para recuperar mi inversión en los peces globo. Al comité que me concedió la beca le encantaría. La he guardado al vacío en ampollas de vidrio selladas y luego he ralentizado sus moléculas refrigerándolas. Quiero que sea potente y esté lista para su uso en cualquier momento. —Se puso en pie, dejando patente que era lo bastante alta, esbelta y atractiva como para que la mayoría de los hombres volvieran la mirada—. ¿Algo más? —preguntó.

—Sí. Hablaré con Carmine, pero yo en tu lugar no acudiría al decano Werther. Eso echaría a rodar la bola del chismorreo. ¿Estás segura de la cantidad que contenía cada ampolla? Cien miligramos en… ¿líquido? ¿Polvo?

—Polvo. Para usarla, basta con romper el cuello de la ampolla y añadir un miligramo de agua destilada pura. Se disuelve muy fácilmente. Ingerida, un boxeador de peso pesado. Inyectada, es harina de otro costal. Medio miligramo resulta letal, incluso en el caso de un peso pesado. Si se inyecta en vena, la muerte se produce tan rápido como para considerarse instantánea. Si se inyecta en músculo, tarda entre diez y quince minutos desde la aparición de los síntomas iniciales. —Estaba tan aliviada de compartir su carga que sonaba muy alegre.

—¡Coño! ¿Sabes cuáles son los síntomas, Millie?

—Los de cualquier sustancia que desactiva el sistema nervioso, papá. En caso de inyectarse, fallo respiratorio debido a la parálisis de la cavidad pectoral y el diafragma. Si se traga, náuseas, vómitos, incontinencia y luego fallo respiratorio. La duración de los síntomas depende de la dosis y de lo rápido que se dé el fallo respiratorio. Ah, se me olvidaba. Si se traga, también produce horribles convulsiones. —Había llegado al umbral, muerta de ganas de irse—. ¿Nos vemos el sábado por la noche?

—Tu madre y yo no nos lo perderíamos por nada del mundo, cielo. ¿Qué tal lo lleva Jim?

Su voz llegó flotando desde el pasillo:

—¡Bien! ¡Y, gracias, papá!

La nieve y el hielo suponían que había una gran quietud en Holloman; Patrick fue al edificio de Servicios del condado convencido de que Carmine estaría en su despacho: aquel no era tiempo para salir, eso lo sabían incluso los activistas negros.

Seis hijas, reflexionó mientras caminaba a paso lento, no suponían menos quebraderos de cabeza que los chicos, aunque Patrick hijo estaba haciendo todo lo posible por su cuenta para demostrar que los chicos sí que eran peores. No había manera de obligarle a que se duchara; dentro de dos años le encantarían las duchas, pero eso parecía aún un mero espejeo en el horizonte lejano.

Millie siempre había sido su mayor quebradero de cabeza femenino, a su modo de ver, porque era también su hija más inteligente. Al igual que todas ellas, había cursado estudios en la escuela femenina de St. Mary’s, que recurría a la escuela para chicos de St. Bernard’s en busca de compañía masculina. Incluido, más de dieciocho años atrás —en septiembre de 1950, ¡cuánto tiempo!—, un interno en régimen especial de Carolina del Sur, un muchacho cuya inteligencia estaba a la altura de un genio. Siguiendo los consejos de su sacerdote, un antiguo alumno de St. Bernard’s, sus padres lo habían enviado a Holloman para hacer la secundaria. Con toda la razón. Eran afroamericanos en un estado sureño que querían una educación norteña para su adorado hijo único. Su catolicismo era poco común, y el padre Gaspari los tenía en mucha estima. Así que Jim Hunter, con casi quince años, fue a vivir con los hermanos de St. Bernard’s: James Keith Hunter, un genio.

Él y Millie se conocieron en un baile del instituto que casualmente coincidía con su decimoquinto cumpleaños; Jim era unos días mayor. La primera noticia que tuvieron Patrick y Nessie de él les llegó por Millie, que preguntó si podía invitar a un interno de St. Bernard’s a una comida casera. Su negrura los pasmó, pero se enorgullecieron enormemente del liberalismo de su hija, tomando su interés en el muchacho como prueba de que Millie se iba a convertir en una mujer que cambiaría la visión que tenía Norteamérica de la raza y el credo.

Había sido una cena extraordinaria en la que el invitado habló casi exclusivamente con Patrick acerca de su trabajo: no la vertiente morbosa, sino los aspectos científicos que había detrás, y con más conocimientos sobre esos aspectos de los que poseían la mayoría de quienes trabajaban en su campo. Patrick aún estaba avanzando a tientas en el estudio de la patología forense a la sazón, y no tenía empacho en reconocer que conversar con Jim Hunter le había supuesto un empujón definitivo.

También fue una cena chocante. Patrick y Nessie lo vieron al mismo tiempo: el semblante de Millie cuando sus ojos estaban posados en Jim, que era casi todo el rato. No era amor floreciente, sino adoración ciega. No, no, no, ¡no! ¡No podían permitir que ocurriera tal cosa! No por unos prejuicios raciales que no tenían, sino por puro terror a lo que una relación semejante haría con su querida hija, la más brillante de todas. ¡No podían, no debían dejar que ocurriera! Pero todas y cada una de las miradas que Millie lanzaba a Jim daban a entender que ya había ocurrido.

En cuestión de una semana, Jim y Millie estaban en boca de todo East Holloman: Patrick y Nessie se vieron abrumados de protestas y consejos por parte de innumerables parientes. ¡Millie y Jim eran pareja! ¡Pareja en serio! Pero ¿cómo podía ser, cuando cada cual iba a un centro de estudios diferente y sus profesores lo desaprobaban tanto como el que más? ¡No por prejuicios raciales! Por miedo a la posibilidad de que echaran a perder su juventud. Por su propio bien, tenían que separarlos.

La matrícula era un lastre, pero tuvieron que reunir los fondos necesarios; sacaron a Millie de St. Mary’s y la enviaron al instituto Dormer, donde la mayoría de los alumnos eran descendientes de profesores de Chubb y ciudadanos de Holloman. No la clase de centro con la que soñaban los padres de cinco hijos con un sexto en camino. Pero por el bien de Millie había que hacer sacrificios.

El instinto le decía a Patrick que no surtiría efecto, y su instinto no se equivocaba. Por muchos obstáculos que se les pusiera, Millie O’Donnell y Jim Hunter continuaron siendo pareja.

Recordarlo ahora mientras deambulaba por Servicios del Condado era suficiente para hacerle sentir de nuevo el dolor indescriptible de aquellos terribles años. ¡Qué pena! ¡Qué sensación de culpa! ¡Saber que se estaba cometiendo adrede un delito social! ¿Cómo podían dormir unos padres a sabiendas de que su ética y sus principios chocaban de frente con el amor por un hijo? Porque lo que preveían Patrick y Nessie era el sufrimiento que padecería Millie por haber escogido semejante novio. Más grave si cabe porque, como la chica más preciosa de su promoción que era, podía aspirar a ser reina del baile de graduación. El instituto Dormer albergaba tantos resentimientos como los de St. Bernard’s y St. Mary’s: Millie O’Donnell era la prueba evidente de que el tamaño del pene y la destreza sexual de un negro podían seducir incluso a lo mejor de lo mejor. Las chicas la detestaban. Los chicos la detestaban. Los profesores la detestaban. Tenía un novio negro con una polla de cuarenta centímetros, ¿quién podía rivalizar con eso?

El problema era que sus profesores no podían aducir que la relación les hacía flaquear en los estudios o perder interés en el deporte; Jim y Millie eran los dos estudiantes de sobresaliente; Jim era campeón de boxeo y lucha libre, y Millie un astro del atletismo. Se graduaron los primeros de sus respectivas promociones, consiguiendo prácticamente carta blanca a la hora de cursar estudios universitarios. Harvard, Chubb o cualquier gran universidad.

Fueron juntos a Columbia, se matricularon en Ciencias con Bioquímica como asignatura principal. Tal vez esperaban que la población estudiantil neoyorquina, numerosísima y sumamente diversa, les otorgara cierto descanso de sus perpetuos tormentos. De ser así, sus esperanzas se fueron al traste de inmediato. Soportaron cuatro años más de persecución, pero demostraron al mundo que no podía con ellos obteniendo una licenciatura summa cum laude. Patrick y Nessie habían intentado mantenerse en contacto, ir a verles al no volver ellos a casa de visita, pero siempre los rechazaban. Era como si, había pensado Patrick por entonces, estuvieran desarrollando una coraza lo bastante gruesa y dura para hacerse invulnerables y eso conllevara dejar al margen a sus padres. Él y Nessie habían asistido a la ceremonia de graduación, pero los padres de Jim, no. Por lo visto se habían dado por vencidos en el empeño, igual de agotador por su parte, de separar a su hijo de su novia blanca, y ¿quién podía echárselo en cara? Hace falta madurez para reconocer el dolor…

El día después de licenciarse, Jim y Millie se casaron en el registro civil sin nadie que les felicitara. Fue cerca de Penn Station; fueron andando, con las maletas a cuestas, para montarse en un apestoso tren a Chicago, viajando con sus carnés de estudiante. En Chicago hicieron transbordo a otro tren atestado y apestoso que fue bamboleándose por vías en mal estado hasta Los Ángeles. Durante la mayor parte de los casi dos días y medio que duró el trayecto fueron sentados en el suelo, pero al menos en Caltech no pasarían frío en invierno.

Al final de su máster de dos años Jim empezaba a ser conocido: su color comenzaba a ser una ventaja al norte de la línea Mason-Dixon, hasta que la gente se enteraba de que tenía una hermosa mujer blanca bioquímica. Sea como sea, la Universidad de Chicago accedió a aceptar al señor y la señora Hunter como becarios de estudios de doctorado, de regreso a los inviernos fríos y los veranos sombríos.

Cuando obtuvieron sus doctorados, por lo visto se toparon con un muro infranqueable de oposición. Por mucho que un centro de estudios quisiera al doctor Jim Hunter, no estaba preparado para ofrecer un puesto a su esposa, la doctora Millicent Hunter. Él era una de las ballenas más grandes en el inmenso océano proteico, mientras que ella era una sardinilla. Como investigadores posdoctorales o miembros del profesorado, el desembolso económico por dos Hunter se consideraba excesivo. Si eso se veía complicado por la naturaleza interracial de su matrimonio, nadie estaba preparado para decirlo.

Tras seis años en Chicago, eran más pobres que nunca, sin haber tenido un puesto laboral aún. Sus becas incluían un estipendio que les permitía llevar un estilo de vida de subsistencia, y gracias a eso subsistían, se vestían en K-mart y se alimentaban con ofertas del supermercado. Una comida china a domicilio era un capricho que se daban una vez al mes.

Entonces cambió su suerte.

En 1966 el rector de la Universidad Chubb, Mawson MacIntosh, buscaba inadaptados raciales, así como posibles ganadores del premio Nobel. Jim Hunter parecía prometedor en ambos aspectos; M. M. estaba decidido a que Chubb siguiera en vanguardia de la integración académica a todos los niveles. Sin la menor idea de que la doctora Millicent Hunter era hija del médico forense de Holloman, M. M. envió una discreta directiva al decano Hugo Werther para que ofrecieran dos puestos en la facultad a los doctores Hunter. No estaban en el mismo laboratorio, y el puesto de ella implicaba impartir algunas clases, pero trabajaban los dos en la Torre de Biología Burke y se les veía juntos. La doctora Millie agradó a M. M.; la bioquímica era una disciplina que cambiaba a ojos vistas, así que los profesores eran poco comunes. El doctor Jim Hunter, por su parte, aspiraba a hacer avances revolucionarios gracias a que poseía la mente de un auténtico genio. Solo estar casado con una mujer blanca sumamente culta jugaba en su contra, y a eso no se le podía otorgar importancia. La pareja llevaba años casada, así que probablemente no les quedaba nada por aprender acerca de la discriminación racial.

Así fue como algo más de dos años atrás Millie telefoneó inesperadamente y preguntó si podían hacerles el favor a Jim y a ella de ofrecerles cama un par de noches. Es cierto que cuatro de las hijas de los O’Donnell no vivían ya en casa, pero no les quedaba ningún dormitorio libre; Carmine había acudido al rescate permitiéndoles utilizar su apartamento en el edificio Nutmeg Insurance antes de que lo vendiese al casarse.

Aunque estaban encantados del regreso de Millie y Jim, Patrick y Nessie descubrieron enseguida que lo que podían ofrecer era muy poco y llegaba muy tarde. Los doctores Hunter se habían acorazado hasta tal punto frente al mundo que ni siquiera sus padres eran capaces de encontrar una ranura en sus remaches. Y ¿qué podrían haber hecho de otra manera? El miedo por un hijo conduce a toda suerte de decisiones terriblemente erradas, reflexionó Patrick mientras bajaba a paso pesado un tramo de escaleras de piedra fría. Ojalá Jim hubiera tenido el aspecto de Harry Belafonte o al menos hubiera sido de un color moreno normal. Pero no se parecía a él, y no lo era.

Si la relación entre los doctores Hunter y los padres de ella era más bien distante, también era genuinamente cordial. Lo que Patrick y Nessie seguían temiendo era sencillo: ¿cómo era posible que alguien de quince años tuviera el buen juicio de escoger la pareja adecuada para el resto de su vida? Un día o bien Millie o bien Jim despertaría y descubriría que el vínculo de la adolescencia había desaparecido, que un mundo cruel se las había apañado por fin para separarlos. Hasta la fecha no había ocurrido, pero ocurriría. ¡Ocurriría! No tenían hijos, probablemente era una decisión deliberada. Hasta ahora, estaba claro que no podían permitirse tener familia. ¡Qué fortaleza la suya! Asombraba a Patrick, quien no podía por menos de preguntarse si su propio matrimonio con Nessie, tan cómodo, habría aguantado una décima parte de las dificultades que Millie y Jim sobrellevaban a diario.

El pasado septiembre había hecho dos años de su llegada a Holloman.

Carmine estaba en su despacho. Al cruzar la puerta, Patrick tuvo que sonreír. Su primo carnal sesteaba de esa manera tan sumamente eficiente que había perfeccionado en el transcurso de cientos de horas esperando a que lo llamaran como testigo en juicios. ¿Qué había ocurrido anoche?

—¿Brindasteis demasiadas veces por el Año Nuevo tú y Desdemona, primito?

Carmine no se estremeció ni se irguió de súbito; abrió un ojo despejado.

—No. Alex está echando los dientes y Julian es como su papá, tiene el sueño muy ligero.

—A quién se le ocurre tenerlos tan seguidos.

—A mí que me registren. Fue idea de Desdemona. —Carmine bajó los pies de la mesa de cocina que usaba como escritorio y abrió los dos ojos—. ¿Qué te trae por los bajos fondos, Patsy?

—¿Has oído hablar de la tetrodotoxina?

—Vagamente. Se sugirió en un caso australiano sensacionalista hace unos años: los síntomas encajaban, pero no se consiguió aislar ninguna clase de veneno. Los japoneses coquetean con ella, según averigüé durante mis años con las fuerzas de ocupación como agente de la policía militar en Tokio. Peces globo, pulpos de anillos azules y otros malos bichos marinos. Según mis fuentes de información, se metaboliza por completo y desaparece del sistema antes de que la autopsia la detecte —explicó Carmine.

Patrick parpadeó.

—No dejas de sorprenderme, primo. Supongo que tiene que estar inscrita en un registro de venenos si se encuentra aunque sea remotamente al alcance del público en general, pero ¿y si no está al alcance del público en general y aun así desaparece?

—Eso depende de si eres honrado o eres de los que miran por sus propios intereses. Si eres honrado, informas a alguien de la desaparición. Si tienes tendencia a mirar por tus propios intereses, lo anotas como «destruido accidentalmente» o «caducado y descartado de acuerdo con las normas» en un registro. Pero supongo que esta víctima es honrada, ¿no?

—Así es. Mi hija problemática, Millie. Estaba trabajando con esa sustancia, tenía la suficiente para cargarse a diez pesos pesados, dividida en seis ampollas de cristal de cien miligramos cada una, ¡sí, sí, ya voy más lento! Puso las seis ampollas en un vaso de precipitación, le pegó la calavera con las tibias cruzadas y lo dejó al fondo de la nevera de su laboratorio. —Patrick frunció el entrecejo—. No le dijo a nadie que había desaparecido hasta que vino a verme. Le aconsejé que guardara silencio, que no se lo contara a nadie más.

—¿Quién más sabía de su existencia?

—Solo Jim. Ella se lo comentó de pasada. No es su campo de investigación.

—¿Estaba etiquetada, aparte de la advertencia de que era veneno?

—No me lo dijo. Pero, aunque igual es demasiado honrada para falsificar una entrada en su registro, es sumamente organizada, Carmine. Seguro que lo tenía anotado por un código en vez del nombre. Alguien que hurgase en su nevera no habría sabido lo que tenía delante de las narices —señaló Patrick—. El peor defecto de mi hija es que es demasiado confiada. Una trabajadora descuidada no lo es en absoluto. Esa confianza me desconcierta, lo confieso. ¿Cómo se puede confiar en un mundo que se te caga encima de la manera en que se le caga encima a Millie?

—Es su manera de ser —respondió Carmine con suavidad—. Millie es una santa a carta cabal. —Miró de soslayo el reloj de pared—. ¿Almorzamos en Malvolio’s?

—Eso suena bien.

En cuanto Merele retiró los platos, Carmine volvió a abordar el problema de su primo.

—Más vale que consultes los síntomas clínicos de la tetrodotoxina —dijo—. Si alguien la cogió con intenciones inicuas, entrará por la puerta de tu depósito una camilla con una víctima, y cuanto antes puedas rastrear la tetrodotoxina, más probabilidades tienes de encontrarla. De hecho, ¿por qué no le dices a Paul que estás llevando a cabo una pequeña prueba extraoficial para mantener a los técnicos bien despiertos? Dile que tienen que buscar neurotoxinas recónditas como la tetrodotoxina. No engañarás a Paul, pero tus técnicos están acostumbrados a tus…, esto…, tus exámenes extraoficiales. Informa del asunto a Paul, no es ningún chismoso, Patsy.

—Bueno, tengo que mantener a los técnicos bien despiertos ahora que mi laboratorio es el más importante del estado. Buscaré, Carmine; y buscaré con ganas. —Torció el gesto; se esforzó por recobrar el control y lo consiguió—. ¡No es justo! Millie no necesita más problemas.

—Hizo justo lo que debía al informar de la sustracción —dijo Carmine con tono firme—. En caso de haber ocultado el robo, bien podrías haber pasado por alto una muerte por efecto de la tetrodotoxina en una autopsia. Si el ladrón albergaba un móvil criminal, buscaba un veneno poco común e indetectable. Y eso significa que sabe lo que se hace. Es bioquímico o biólogo, o quizá solo médico. —Carmine frunció el ceño y jugueteó con la cuchara—. Teniendo en cuenta la relación de Jim con Millie, él queda descartado, y eso supone que también estaba al tanto de la existencia de la tetrodotoxina alguien más.

Patrick se estremeció.

—¡Carmine, no vayas por ahí! Hablas como si el ladrón estuviera de hecho pensando en cometer un asesinato. Lo digo en serio, ¡no es más que una pura hipótesis! Una limpiadora se encarga de todo su instrumental de vidrio una vez a la semana, hay electricistas y fontaneros… Millie no trabaja aislada por completo.

—Tranquilo, primo, claro que es una hipótesis. Abordaremos los problemas a medida que nos los encontremos, pero nunca hace daño estar bien preparado. Ya puedo tomar nota de que la doctora Millicent Hunter informó al médico forense y a la policía de que reparó en la desaparición de seiscientos miligramos de tetrodotoxina de la nevera de su laboratorio. ¿Qué más podría haber hecho? La sustancia no estaba etiquetada por su nombre, pero llevaba una advertencia de veneno: eso es muy sospechoso, Patsy. Está segura de que no falta nada más…, espera un momento. —Carmine salió del reservado—. Ahora mismo vuelvo, y la comida corre de mi cuenta.

Patrick vio que su primo le decía algo a Luigi, que le pasó un teléfono por encima del mostrador. Carmine hizo un par de llamadas, la segunda más larga, y luego regresó.

—No falta nada más, ni siquiera agua esterilizada. La sustancia en cuestión estaba codificada, sin indicación alguna de lo que era en realidad.

—¿Así que ella no tiene ninguna culpa? ¿Tendría que haber estado guardado bajo llave?

—Teniendo en cuenta que cerraba la puerta del laboratorio aunque solo fuera al servicio, probablemente el juez Thwaites dictaminaría que las circunstancias de la rutina de investigación de Millie hacían que tenerla bajo llave fuera innecesario, sobre todo si era anónima. Un polvillo blanco en una ampolla de vidrio: podría ser cualquier cosa, desde cocaína hasta harina. De veras, Patsy, Millie está fuera de toda sospecha.

Carmine lanzó a su primo una mirada que albergaba tanto cariño como exasperación; los hijos propios causaban tormentos y aprensiones que sencillamente quedaban descartados tratándose de seres menos queridos. Patrick estaba atrapado en la telaraña del miedo que tenía por aquella hija que tantas preocupaciones le causaba.

—Yo no etiqueto mis sustancias venenosas —comentó Patrick.

—No te hace falta. Tu laboratorio está vedado a quienes no tienen acreditación, sobre todo ahora que hay una sala para observadores dos plantas más arriba para la identificación —dijo Carmine en tono despreocupado—. No hizo falta más que abrir un hueco de ascensor entre tu planta y la nuestra.

—Guardo todos los venenos conocidos en una caja de seguridad, claro —continuó Patrick, aferrándose al problema como haría un perro con un hueso viejo y sin carne—. Lo malo es que hay muchísimas sustancias tóxicas que pueden causar la muerte, desde un producto desatascador hasta la lejía. Era mucho más sencillo cuando la gente se limitaba a usar raticida o veneno contra las avispas… Carmine, no dejes que la vida vuelva a ensañarse con Millie.

—Haré todo lo que esté en mi mano, te lo prometo. ¿Cuánto llevan juntos ya?

—El mes de septiembre pasado hizo dieciocho años. Tienen treinta y tres.

—¿Qué fue lo que los unió, Patsy?

—Eso mismo le pregunté a Millie hace mucho tiempo, antes de que se fueran a Columbia. Lo único que dijo fue que se miraron a los ojos.

—Eso no le ocurre a mucha gente.

—A mí no me ocurrió. —Patrick parecía desolado.

—Ni a mí, aunque el color de los ojos de Desdemona me pareció precioso. Como el de un bloque de hielo, de ese azul sobrecogedor.

—A mí me parecieron fríos. Por eso no me cayó bien.

—Nos guiamos por los ojos, Patsy, eso no te lo discuto.

Patrick puso la mano sobre la de Carmine encima de la mesa.

—Pero de eso hace mucho tiempo, primo. Es una mujer estupenda, tu esposa.

Carmine cambió de tema.

—M. M. me dijo confidencialmente que la editorial de la universidad, Chubb University Press, espera que el nuevo libro de Jim Hunter se convierta en un superventas. Trata sobre la intervención divina en la creación de la vida: lo cierto es que no lo entendí, pero según M. M. cualquiera que lea el libro lo creerá. Leyó el manuscrito y está como loco de contento. Es una suerte para Jim que Don Carter siguiera siendo decano de investigación de la C.U.P. hasta el final del proceso de edición. Tom Tinkerman, el nuevo decano de investigación, no tiene mucho aprecio a Jim Hunter; es demasiado católico en el sentido ortodoxo de la palabra, considera a Jim un ateo.

Asomó a los ojos de Patrick un destello de terror.

—¡Carmine, no! Dime que las cosas van a seguir yéndole bien a Jim. Él y Millie quieren tener familia pronto y cuentan con los ingresos extras de los derechos de autor; Don Carter le ofreció un contrato generoso, por lo que me dijo Jim.

—Y eso Tinkerman no se lo puede fastidiar, Patsy. Creo que a M. M. le preocupa más asegurarse de que la C.U.P. respalde con todo su peso el libro de Jim —dijo Carmine, preguntándose si había algo que no preocupara a Patsy cuando se trataba de Millie.

—¡Tinkerman es un pedante y un santurrón! —saltó Patrick—. ¿Por qué demonios le escogió la junta directiva de Chubb como decano de investigación? No está a la altura del puesto, según Jim.

—Por lo que me dijo M. M., la culpa la tienen los Parson. ¡Vaya pandilla, tío! Los recuerdo muy bien del caso Hug.

—Yo también —dijo Patrick en tono sombrío.

—Tienen una colección de arte europeo, supuestamente la más amplia y la mejor de América —comentó Carmine—. El cabeza de familia legó la colección a Chubb junto con unos cuantos millones en donaciones, pero no fijó la fecha de entrega de la colección de arte. Los Parson sobrevivientes decidieron quedarse con las obras de arte. M. M. no les apretó, con la esperanza de que cuando hicieran la entrega, donaran asimismo una galería en la que albergar la colección. Hasta que el banquero con el apellido equivocado se tomó una copa de más en la última reunión de los Parson con M. M. y le dijo que pensaban aferrarse a los cuadros cincuenta años más. —La cara ancha y atractiva se volvió todo sonrisas; los ojos de color ámbar de Carmine refulgieron—. M. M. está fuera de sus casillas, lo que es una situación sumamente peligrosa.

—¡Dios santo! —Patrick dejó escapar el aliento en un siseo—. ¿Es que ese banquero quería suicidarse o algo por el estilo?

—Eso sería. M. M. anunció que pondrían un pleito de carácter sumamente público a menos que la colección entera, hasta el último boceto de Leonardo, le fuera entregada al conservador de Chubb en el plazo de un mes. Los Parson estaban jodidos, y lo sabían. ¿Cómo se vengaron de M. M.? Con un nuevo decano de investigación llamado Thomas Tarleton Tinkerman.

—Y yo que pensaba que la política federal era sucia —comentó Patrick con una sonrisa—. Aun así, no es una victoria para Chubb University Press, ni para Jim.

—¿Quieres apostar cuánto dura Tinkerman como decano de investigación? Seguro que no muchas lunas más allá de la entrega del último cuadro de los Parson.

—Demasiado tiempo para Jim en cualquier caso —repuso Patrick en tono lúgubre—, a menos que pueda posponer la publicación.

—No soy un experto en lo que a C.U.P. respecta, primo, pero no creo que sea posible —dijo Carmine con voz suave—. Una vez se imprime un libro, ocupa mucho espacio. Así que lo distribuyen.

—No creo que vaya el sábado por la noche.

—¡Patsy, tienes que ir! Desdemona y yo no podemos encargarnos de defender los intereses de Jim sin ayuda —respondió Carmine con gesto severo—. ¿Qué dirá Millie si no estáis presentes tú y su madre?

—¡Bah! —El rostro fresco y atractivo se torció en una mueca de disgusto—. Millie y Jim son la única razón para que asista, eso seguro. Me parece un error celebrar un banquete en honor a alguien a quien no quería en el puesto nadie en absoluto; ni siquiera, según me dices ahora, M. M. Aunque supongo que los Parson estarán presentes para vitorear a Tinkerman.

—Seguro que sí.

—Al menos tenemos la relativa comodidad de la etiqueta —dijo Patrick, con aire malvado—. No tendrás que ir con uniforme de gala, solo con la toga académica.

—Tú vas en el mismo barco, Patsy, con la toga académica.