Rodeado de nubecillas de vaho, John Hall apoyó un dedo no del todo firme en el timbre de la puerta y llamó. Respondieron los acordes iniciales de la quinta sinfonía de Beethoven, una sacudida inesperada; lo último que había asociado en su imaginación con su padre desconocido y su familia era la cursilería. Luego se estaba abriendo la puerta, una minúscula criada lo despojaba de abrigo y guantes, y danzando sobre sus tacones llegó una mujer joven y hermosa que apartó a la criada para abalanzarse sobre él con los brazos tendidos, los labios opulentos fruncidos en un beso.

—¡Mi querido, queridísimo John! —saludó a voz en grito, los labios aplastados contra su mejilla porque él había vuelto la cabeza—. Soy tu madrastra, Davina. —Le agarró el brazo derecho—. Ven a conocernos, haz el favor. ¿Te parece frío Connecticut después de Oregón? —dijo en tono de arrullo.

Él no respondió, abrumado por el recibimiento, el parloteo casi febril de la mujer joven (¿su madrastra? ¡Pero si era años más joven que él!) y el acento evidentemente extranjero que tenía. Davina… Sí, claro que su padre le había hablado de ella por teléfono durante las diversas conversaciones que habían mantenido, pero no se había esperado una mujer tan guapa como tonta, y esa era la imagen que ofrecía. Una morena boba, ataviada a la última moda: un traje de chaqueta y pantalón de gasa teñida con nudos en todos los matices del rojo, melena muy morena que le caía por la espalda, una piel de marfil inmaculada, labios rojos carnosos y en un permanente mohín, ojos de un azul intenso.

—Fue idea mía presentarte a la familia en la fiesta de cumpleaños de Max —decía, sin prisas por dar paso a las presentaciones. Había unas pocas personas dispersas por una sala fea y horriblemente moderna—. ¡Sesenta! —continuó con entusiasmo en un inglés bien estructurado—. ¿No es maravilloso? ¡Padre de un hijo recién nacido y padre de un hijo perdido mucho tiempo atrás! No podía permitir que tú y Max os conocierais en circunstancias menos señaladas que esta noche, con todos de punta en blanco.

—¿Así que lo de ir de etiqueta es idea tuya? —preguntó, con un ápice de descortesía.

Su desagrado no le hizo mella; ella se echó a reír, el cabello recio como la cuerda oscilando cuando echó la cabeza atrás en ademán de satisfacción.

—Claro, mi querido John. Me encantan los hombres de etiqueta, y nos ofrece a las mujeres una excusa para ponernos elegantes.

Al menos su cotorreo —que no quedó ahí— le había permitido asimilar a los presentes, incluso sacar algunas conclusiones. Había tres hombres altos de constitución robusta juntos, y estaban a todas luces emparentados; John hubiera dicho sin temor a equivocarse que eran su padre, su tío y su primo carnal: Max, Val e Ivan Tunbull. Sus anchos rostros eslavos tenían semblantes que hablaban de éxito indudable, los ojos amarillentos bien abiertos abrigaban confianza y competencia, y las tupidas y onduladas matas de pelo color dorado dejaban de manifiesto que la calvicie no era cosa de familia. La familia Tunbull… Su familia, a la que no habría llegado a conocer antes de esa noche si no hubieran coincidido en otra fiesta de etiqueta…

Un hombre de aspecto briosamente profesional de unos cuarenta años estaba con ellos; su esposa sumamente embarazada, más o menos de su misma edad, le miraba con una sonrisa necia: ¡ni por asomo una mujer guapa y tonta!

¿Dónde estaban Jim y Millie Hunter? ¡Habían dicho que vendrían! No podía ser él el último en llegar, ¿verdad? Había tardado casi una hora en reunir el aplomo necesario para llamar al timbre, caminando de aquí para allá, fumando, reculando hacia las sombras cuando el tipo profesional y su esposa embarazada cruzaron la calle, absortos en lo que sonaba a las bromas de una pareja casada. No, quizás una hora no, pero media hora, sin duda.

Llegó otra dosis de Beethoven en minúsculas campanillas; la minúscula criada fue a la puerta y ahí estaban, Millie y Jim Hunter. ¡Ah, loados sean los dioses! Ahora ya podía conocer a su padre, reafirmado en la certeza de que Jim Hunter le cubría las espaldas. ¡Cuánto había esperado este reencuentro!

Max Tunbull se dirigía hacia él, las manos tendidas.

—¡John! —dijo Max con voz áspera, tomando la mano derecha de John entre las suyas al tiempo que le sonreía con toda una muralla de inmensos dientes blancos y luego se inclinaba para abrazarlo y besarle en las mejillas—. ¡John! —Los ojos amarillos rebosantes de lágrimas—. ¡Ay, Dios, cuánto te pareces a Martita!

Cuando remitió el alboroto, cuando todas las presentaciones ya habían quedado a salvo en el pasado, cuando John tuvo la sensación de que podía tomar decisiones propias sin que su madrastra desbaratase sus planes, fue en busca de Jim y Millie, refugios en un mar tormentoso e ignoto.

—Estaba a punto de huir hacia las colinas cuando habéis llegado —confesó, más a Jim que a Millie—. ¿Verdad que todo esto es raro?

—Tres mujeres, seis hombres y todos de etiqueta. Tienes razón, es raro —convino Jim, aunque no parecía perplejo—. Pero es típico de Davina. Le encanta rodearse de hombres.

—¿Por qué será que no me sorprende? —John dejó el Martini con una sonrisa torcida.

—¿Usted no gusta? —dijo una voz junto a él.

Se volvió a mirar y se encontró a la criada enana.

—Preferiría con mucho una Budweiser —dijo.

—Yo traigo.

—¡Otra para mí! —gritó Jim a su espalda—. ¿Te las has arreglado para hablar con tu padre?

—No. Igual lo hago durante la cena. Es como si la boba de su mujer no quisiera darme la menor oportunidad.

—Bueno, no puede seguir así eternamente, sobre todo ahora que estás en Holloman —le consoló Millie—. Vina tiene que ser el centro de atención, por lo poco que la he visto. Jim la conoce mucho mejor.

—Gracias por estar en casa anoche cuando llegué de Portland —dijo John—. Tenía muchas ganas de veros.

—No puedo creer que Max te dejara alojarte en un hotel —comentó Jim.

—No, es cosa mía. Supuse que era mejor tener un alojamiento propio al que retirarme en caso de necesidad, y ahora mismo me alegro. Esto no es California ni Oregón.

—Oye, lo de California fue hace mucho tiempo —rezongó Jim.

—Lo tengo presente como si fuera ayer mismo.

—Esto es más importante, John —señaló Millie—. La familia es lo más importante de todo.

—¿Con una madrastra fea al mando? Lo único que falta son las hermanastras feas. ¿O tendrían que ser hermanastros?

Millie dejó escapar una risilla.

—Veo la semejanza por lo que a Davina respecta, John, pero como Cenicienta tú serías penoso. En cualquier caso, es una inversión de papeles. Tú no eres una pobre esclava de la cocina, eres un magnate forestal millonario.

Cuando Davina les condujo a la mesa del comedor, amplia además de larga, John vio que Max y él se sentaban juntos a la cabecera de la mesa; Davina estaba sola al otro extremo. En el lado izquierdo había colocado, entre Max y ella, a Ivan Tunbull, Millie Hunter y el doctor Al Markoff. A la derecha había sentado, entre John y ella, a Val Tunbull, Muse Markoff, la esposa embarazada, y Jim Hunter.

Y por fin John tuvo ocasión de hablar con Max Tunbull, que se volvió un poco de lado y preguntó:

—¿Recuerdas a tu madre, John?

—A veces creo que sí, señor, y otras estoy convencido de que lo que creo recordar no es más que una ilusión —dijo John, sus ojos de súbito más grises que azules—. Veo a una mujer delgada y triste, que pasaba el tiempo mecanografiando. Según Wendover Hall, que me adoptó, era muy pobre y se ganaba la vida pasando manuscritos a máquina a un dólar la página, sin errores. Así la conoció. Alguien se la recomendó para mecanografiar un libro que había escrito sobre ingeniería forestal. No mucho después nos acomodó a ella y a mí en una hermosa casa en Gold Beach, Oregón. Ella murió seis meses más tarde. Eso sí que lo recuerdo. Estaba con ella cuando murió, y no quería separarme del cadáver. Algo así como un perro, supongo. Llevaba muerta dos días cuando nos encontró Wendover.

Max parpadeó para ahuyentar las lágrimas.

—¡Pobre muchacho!

—Ahora me toca a mí preguntar —dijo John con voz dura, seca—. ¿Cómo era mi madre?

Cerrando los ojos, Max se retrepó ligeramente en la silla, como si hablar de su primera mujer no fuera cosa fácil; como si, de hecho, se esforzase por no pensar nunca en ella.

—Martita era lo que hoy en día consideraríamos depresiva, hijo. Allá en la década de 1930, los médicos decían que era neurasténica. Callada y retraída, pero tan hermosa por dentro como por fuera. Mi familia no le tenía aprecio, sobre todo Emily, la mujer de Val, por si aún no te aclaras con los nombres. No me di cuenta de hasta qué punto irritaba Em a Martita hasta después de que se marchara, llevándote consigo. Corría el mes de junio de 1937 y tú apenas tenías un año. Naturalmente todo salió a relucir después, mientras yo rastreaba el país buscándoos a ti y a tu madre. Em se ensañaba con las inseguridades de tu madre cada vez que tenía ocasión, de una manera incesante, increíblemente cruel. La convenció de que no era querida ni deseada. —Los labios de color pardo rojizo se hicieron más finos—. Emily recibió su castigo, pero ya era tarde para Martita.

—No está aquí esta noche, ¿fue expulsada de la familia? —preguntó John con incomodidad.

Max profirió una carcajada breve y áspera.

—¡No! No es así como funcionan la mayoría de las familias, John. Lo que consiguió Em fue que la dejáramos todos de lado, incluido Val. Ni siquiera Ivan se sentía tentado de ponerse de su parte en nada, y no lo hacía.

—¿Así que por eso no está Emily presente esta noche?

—Lo cierto es que no —dijo Max despreocupadamente—. Emily ha seguido su propio camino, lo que a los demás ya nos va bien.

—No le hará gracia mi aparición. Debe de creer que voy a reducir la parte que le toca a su hijo del negocio familiar.

Max miró el rostro de su hijo perdido tanto tiempo atrás con lo que parecía ser amor genuino.

—Por lo que a eso respecta, John, no sabes lo agradecido que estoy. A Ivan le resultó difícil perder la mitad de su herencia a manos de mi hijo Alexis, así que saber que no me reclamas nada es una maravilla.

—Tengo tanto dinero que nunca podré gastarlo —respondió John, escudriñando la cara de su padre—. Ivan puede estar tranquilo. Supongo que ya se lo has dicho, ¿no?

—Aún no he tenido ocasión, pero lo haré.

Alguien repiqueteaba con una cucharilla contra una copa de vino vacía: Davina.

—Familia y amigos —empezó Davina, cada palabra articulada con precisión—, estamos aquí reunidos esta noche para matar el becerro cebado en honor al querido hijo pródigo de mi marido, del que llevaba treinta años sin tener noticias. Sea como sea, también sacrificamos el becerro cebado en honor a mi querido Max, que cumplió sesenta años hace tres días. —Hizo una pausa, recorriendo con sus ojos las caras atentas—. Sabemos por qué no está aquí Emily, pero, queridísimo John, la ausencia de la mujer de Ivan también viene siendo habitual: Lily dice que es demasiado tímida para estar en una habitación en la que haya un solo desconocido. ¡Qué tonta!

Asombrado, John volvió la mirada rápidamente hacia Ivan, que miraba a su tía adoptiva con furioso desprecio, y John no hubiera sido capaz de echárselo en cara. ¡Qué comentario tan horrendo! Max debía de estar totalmente dominado por esa…, guapa boba no, no era eso. Davina era una arpía, destrozaba a la gente y la devoraba, babeante.

—El trece de octubre del año pasado —continuó con su voz aflautada— di a luz a Alexis. Un hijo para Max por fin, un heredero que reemplazase a su querido John. —Ofreció una sonrisa radiante a Max—. Y luego, hace un mes, John telefoneó de Oregón. Había averiguado quiénes eran su familia y quería volver al redil. —Emitió un suspiro histriónico—. Como es natural, Max dudó de la identidad de John, pero a medida que se sucedían las llamadas y se aportaban documentos en diversos bufetes, Max empezó a abrigar esperanzas. Y después de llegar el anillo, ¿quién iba a seguir dudando? ¡Mi querido Max no, desde luego! John, el hijo pródigo, había regresado de entre los muertos. Así que ahora estamos reunidos para celebrar el reencuentro de Max y John Tunbull. ¡Alzad las copas y poneos en pie!

«Me llamo John Hall, Davina —pensó John para sus adentros al final de aquel discurso tan malicioso y poco sincero—. ¡No John Tunbull! Ahora tengo que permanecer aquí mientras esta gente brinda por nosotros. ¡Hijo pródigo, por el amor de Dios! Nunca acaba de entender las cosas como es debido, esta arpía de Europa del Este».

Muy avergonzado para mirar ninguna de aquellas caras, posó la vista en la mujer diminuta que por lo visto era una suerte de sirviente superior que se movía entre el servicio contratado con aire de autoridad experimentada. Ataviada con un vestido gris sin forma y con un cuerpo igualmente informe debajo, era difícil deducir su estatus en esa casa. Su rostro era plano y sugería imbecilidad, igual que el cráneo aplastado en la nuca, pero los ojos negros cual pasas de Corinto eran inteligentes y las diminutas manos de dedos cortos se movían con soltura mientras limpiaba una mota de comida que había goteado en un plato y rechazaba otro que no consideraba adecuado servir. Había oído a varias personas llamarla Uda; por lo poco que había visto hasta el momento, John llegó a la conclusión de que era la doncella personal de Davina y no debía lealtad a los Tunbull. Pero ¿quién era Davina Tunbull?

El banquete fue fantástico. El caviar iraní y los entrantes vinieron seguidos de lo más parecido que había sido capaz de conseguir Davina al becerro cebado, según explicó: ternera lechal asada, magra, rosada y jugosa, con verduras cocinadas a la perfección, y una tarta asombrosa de postre. John comió a gusto; no podía resistirse a semejante banquete.

Cuando se levantaban de la mesa, Davina dio otra sorpresa anunciada con otro campanilleo cristalino contra una copa.

—¡Caballeros, al estudio de Max para el café, las copas y los puros! —dijo a voz en cuello—. ¡Señoras, a la sala!

Y, por fin, en una especie de vestíbulo entre el comedor y el estudio de Max, John se las arregló para hacer un aparte con Jim Hunter.

—¿No te parece increíble? —preguntó, haciéndose a un lado del grupo de seis hombres que huían de aquella mujer horrible.

Jim puso los ojos en blanco, una expansión casi espeluznante de blanco puro en una cara tan negra.

—Es típico de Davina —dijo—. Conozco bien a los Tunbull después de este año y pico dedicado a preparar para la imprenta Un dios helicoidal. Pero tendremos tiempo de sobra para que te lo cuente ahora que estás en Holloman.

—Fue magnífico recordar otros tiempos anoche cuando os encontré en casa —dijo John. Sus ojos, que habían vuelto a ser azules, se posaron con afecto en el rostro de Jim—. Tienes un aspecto estupendo, Jim. Nadie te reconocería como el antiguo Gorila Hunter.

—Gracias a ti. Por fin puedo devolverte el dinero de mi operación, viejo amigo.

—¡Ni se te ocurra! —John frunció el ceño—. Millie sigue demasiado delgada.

—Es su naturaleza, es ectomorfa. —Los grandes y luminosos ojos verdes, tan extraños en la negrura de Jim Hunter, estaban arrasados en lágrimas—. ¡Dios, cómo me alegro de verte! ¡Hacía más de seis años!

John le abrazó con fuerza, un abrazo firme y viril al que Jim correspondió. Luego, al separarse, vio que el doctor Al Markoff miraba el reloj de pulsera.

—Una hora más y podré ir a por mi esposa y largarme de aquí. Davina está siendo dura de pelar esta noche —comentó Markoff, abriendo camino—. Los hijos perdidos mucho tiempo atrás que aparecen por las grietas del enmaderado no le van mucho, sin ánimo de ofender, John, pero tus antecedentes madereros hacen que la metáfora sea idónea. —Volvió a mirar el reloj—. No está mal, no está mal. Solo son las diez y media. Muse y yo estaremos dándole a la sierra en menos de una hora, ja, ja, ja. El que es aficionado a los juegos de palabras no puede evitarlo, John.

Un poco para sorpresa de John (aunque su amor propio no se vio afectado), Max cedió a Jim Hunter el que a todas luces era el lugar privilegiado de su guarida: una enorme butaca orejera acolchada, tapizada en cuero borgoña. Toda la estancia era cuero borgoña, libros con dorados, mobiliario de nogal y ventanas emplomadas. Seguro que era cosa de Davina, hubiera apostado.

Acercó una silla de respaldo recto delante de la butaca de Jim, aunque hacia un lado, sin mucha curiosidad por la prominencia de este: todo saldría a relucir a su tiempo, y tenía tiempo más que suficiente. Max había hecho corrillo con Val e Ivan, cada cual blandiendo un puro grande y una copa de coñac X-O; los Tunbull no escatiman en los placeres de la vida, pensó, y les encanta eso de hacer corrillo. El doctor Al acercó otra silla al lado contrario de Jim y el estudio se dispuso en dos conversaciones independientes.

—¿Eres el médico de la familia Tunbull, Al? —se interesó John.

—¡Dios santo, no! Soy patólogo especialista en hematología —respondió Markoff en tono afable—, lo que no debe de decirte mucho más de lo que a mí me dice el abeto de Douglas. El ARN de Jim, eso sí que me parece fascinante.

—¿Es el primer hijo que tenéis Muse y tú? —indagó.

Markoff dejó escapar una carcajada.

—¡Ojalá! Ese, mi querido amigo soltero, es un accidente a los cuarenta y tantos. Tenemos dos chicos adolescentes, pero Muse es muy atolondrada para engendrar genios, así que son corrientes a más no poder.

—Seguro que eres un padre muy enrollado —comentó John, disfrutando del humor relajado del hombre, que abundaba en el asunto del embarazo accidental superados los cuarenta; mientras charlaba, John casi olvidó lo que sospechaba que se traían entre manos Max, Val e Ivan: que la parte del negocio y el patrimonio familiar de Ivan siguieran intactos.

De pronto se sintió muy cansado. La cena había sido larga y le habían llenado la copa demasiado a menudo, cosa que no le gustaba.

Aprestarse para el encuentro le había costado mucho esfuerzo, porque John tenía mucho de su madre, que rehuía las confrontaciones. Cuando Jim y el doctor Al se pusieron a hablar de ácidos nucleicos, John se las apañó para mirar de reojo su reloj: las once de la noche. Llevaban en el estudio media hora, lo que suponía, según el doctor Al, que aún tenía por delante otra media hora antes de que surgiera alguna oportunidad de escapar. Max le miraba con auténtico cariño y preocupación, pero ¿cómo podía llegar a primera base con un padre atado a una arpía como Davina? Seguro que ella se pondría de parte de su criatura, Alexis, y ¿por qué no habría de hacerlo?

Los ojos le escocían por efecto del sudor; qué curioso, no se había dado cuenta del calor que hacía en la habitación. Con gesto más bien torpe hurgó en el bolsillo lateral de los pantalones en busca del pañuelo, y lo encontró, pero aun así no conseguía sacarlo.

—Qué calor —masculló, pasándose un dedo por la cara interna del cuello de la camisa. Por fin logró sacar el pañuelo; se lo llevó a la frente y se la enjugó—. ¿Alguien más tiene calor? —preguntó.

—Un poco —respondió Jim, al tiempo que le cogía la copa de brandy—. Ya está terminando la velada, ¿por qué no te quitas la pajarita? Seguro que no le importa a nadie.

—Claro que sí, quítatela, John —dijo Max, que reguló el dial del termostato; la respuesta del aire más fresco fue inmediata.

Notaba los labios entumecidos; se pasó la lengua por ellos.

—Entumecidos —dijo.

Jim le había quitado la pajarita y le había aflojado el cuello de la camisa.

—¿Mejor?

—La verdad es que… no —se las arregló para decir.

No podía introducir aire en los pulmones como era debido y tomó una fuerte bocanada. El aire dulce y fresco lo inundó; tomó otra bocanada, pero esta vez le resultó más difícil tomar aliento. Se bamboleó en la silla.

—Vamos a tumbarlo, muchachos —oyó decir al doctor Al, y luego sintió que lo tendían en el suelo con un abrigo enrollado de cualquier modo detrás de la cabeza. Markoff le arrancaba los botones de la camisa y gritaba a alguien—: Llama a una ambulancia: reanimación de emergencia. Max, dile a Muse que te dé mi maletín.

Aquejado de náuseas, tuvo arcadas, intentó vomitar pero no salió nada, y ahora solo se sentía mareado, no tenía fuerzas para devolver. Le castañeteaban los dientes, le horrorizó notar el cuerpo entero aquejado de un leve temblor. Luego le sobrevino una tremenda sacudida convulsa, como si le estuviera ocurriendo a otra persona. ¿Por qué era tan plenamente consciente de todo lo que ocurría? No como si hubiera abandonado su cuerpo: eso podría haberlo soportado, flotar contemplándose desde arriba. ¡Pero seguir dentro de sí mismo sufriendo de ese modo era horrible!

Todo aquello quedó en nada comparado con sus esfuerzos por respirar, una imposibilidad cada vez mayor que lo sumió en un terror que no tenía manera de mostrar salvo por medio de la mirada. ¡Me estoy muriendo, pero no se lo puedo decir! ¡No lo saben, van a dejarme morir! ¡Necesito aire, necesito aire! ¡Aire! ¡Aire!

—El pulso es más débil que sospechosamente irregular, no es una catástrofe cardíaca primaria —decía el doctor Al—, pero las vías respiratorias siguen abiertas. No debería tener este instrumental conmigo, pero lo tomé prestado para un cursillo de reciclaje en técnicas de emergencia… Tengo que mantenerme al día… Voy a intubarlo y a utilizar la bolsa de respiración.

Y mientras hablaba iba trabajando, una de esas extrañas personas que hacen ambas cosas simultáneamente. Con la primera ráfaga de oxígeno en los pulmones, John supo, incluso en su estado, que no le habría atendido nadie mejor aunque se hubiera encontrado en la sala de emergencias del hospital. Durante tal vez seis o siete dichosas bocanadas pensó que había vencido aquello, fuera lo que fuese, pero luego ni siquiera la bolsa de aire y la presión ejercida sobre la misma conseguían que las vías respiratorias se dilatasen, ni tan solo de manera pasiva.

Dentro de su cabeza gritaba, gritaba, gritaba presa de un pánico ciego, absoluto. No se inmiscuyeron pensamientos sobre la vida que había vivido o sobre ninguna vida por venir ni tan solo durante la magnitud de un fotón; ni cielo, ni infierno, solo la horripilante presencia de la muerte inminente, y él tan vivo, despierto, obligado a experimentarla hasta el último, el más amargo instante… En sus ojos, un terror electrizado; en su mente, un grito.

John Hall murió once minutos después de haber empezado a notar calor. El doctor Al Markoff estaba de rodillas a un lado luchando por mantenerlo con vida mientras el doctor Jim Hunter permanecía en cuclillas al otro costado sujetándole la mano a modo de consuelo. Pero la vida se había extinguido, y no quedaba consuelo alguno.