Deja Creta y ven a este templo sagrado.
SAFO, Fragmento
Esta mañana escapé a la llovizna en una casa de té con los trabajadores del muelle. Unas nubes amarillas manchaban el cielo, sobre el Bósforo. Encontré un hombre que hablaba francés, otros dos que hablaban griego. Charlamos de viajes y nos calentamos los dedos en vasos de té. Entre los cuatro habíamos dado la vuelta al mundo. La radio, sobre la estufa, alternaba repetitivas modulaciones turcas con Aznavour y los Beatles. Lobey emprende la última jornada. Aquí no puedo seguirlo. Cuando dejó de llover caminé por la pescadería del puerto, donde los pescados plateados tenían las branquias afuera y dobladas sobre la boca, de modo que cada cabeza estaba coronada por una flor de sangre. Una calle de casas de madera subía retorciéndose por la colina hasta la ciudad. La furia de un incendio había pasado no hacía mucho por allí. En realidad habían ardido unas pocas casas, pero las tablas carbonizadas, altas y relucientes se inclinaban sobre los guijarros y el lodo, donde jugaban unos niños con cáscaras de naranjas. Miré cómo otros niños perseguían a un pelirrojo. El pelirrojo tenía la cara mojada; tropezó en el lodo, luego corrió delante de mí. Tenía los lacones de los zapatos gastados. Quizá al reescribir el libro le cambie el pelo a Niño Muerte, de negro a rojo. Seguí la muralla del palacio Topkapi, pateando hojas mojadas en el pavimento. Me detuve en el Sultanahmet lammi. Los dibujos azules subían por la cúpula sobre mi cabeza. Era un sitio tranquilo. En una semana otro cumpleaños, y comenzaré el proceso meticuloso de poner una nueva filigrana en el palimpsesto de la novela. Las piedras estaban frías bajo mis pies descalzos. Los dibujos continuaban, llevando los ojos arriba y fuera. Salí, me puse las botas, y atravesé el patio. En el segundo piso de la vieja casa de té, al otro lado del parque, me senté en un rincón, lejos de la estufa, y traté de mover a mis personajes hacia sus finales. Pronto volveré a empezar. Los buenos finales no proponen conclusiones.
Diario del autor, Estambul, marzo de 1966
¿Qué cualidades tiene usted? ¿Se atreve a vivir en el Este, donde vivimos nosotros? ¿Le tiene miedo al sol? Cuando oiga la violeta nueva que sube abriéndose paso entre los terrones, ¿habrá en usted resolución?
EMILY DICKINSON, Carta a K. S. Turner
La Perla me sorprendió. Un millón de personas es demasiada gente para distinguir al individuo de un barrio bajo. Pero las clases establecidas están más centralizadas. Allí, en el furioso atardecer, vi el cartel en la calle. Miré en el saquito. Pero Araña debía de haberme dado suficiente.
Las puertas negras se abrieron bajo un estallido de luz solar carmesí. Subí la escalera, alumbrado por luces anaranjadas. Había perfume. Había ruidos. Yo apretaba con fuerza el machete. Las cabezas de tachuelas de quién sabe cuántos zapatos habían gastado la pelusa de la alfombra. Alguien había pintado una naturaleza muerta en la pared de la izquierda; trompe l’oeil: fruta, plumas e instrumentos de medición sobre un cuero arrugado. Sí, voces. Pero en el punto en que el nervio auditivo se une al cerebro y los sonidos se transforman en música, había silencio.
—¿Lo? —preguntó el perro al final de la escalera.
Yo estaba desconcertado.
—Lo Lobey —le dije a aquella cara helada, y sonreí. La cara siguió helada.
Y en el balcón, al otro extremo del cuarto de la fiesta, atestado de gente, ella se levantó, se inclinó sobre el pasamano y gritó:
—¿Quién eres? —derramando sobre las palabras una risa de contralto.
Era bonita. Llevaba un vestido plateado, ajustado al cuerpo, y que dejaba al descubierto una V profunda entre pechos pequeños. La boca parecía acostumbrada a las emociones, principalmente a la risa, pensé. El pelo era tan exuberante y reluciente como el de Pequeño Jon. Era a mí a quien ella llamaba.
—Umhm. Tú, bobo. ¿Quién eres?
Había olvidado que cuando le hablaban a uno, uno contesta. El perro tosió, y anunció:
—Eh… Lo Lobey está aquí. —Y en este instante toda la gente enmudeció. Entonces, en ese silencio, supe cuánto ruido había habido en el cuarto. Vasos, susurros, risas, charla, pies en el suelo, crujidos de sillas; deseé que todo empezase otra vez. En una puerta donde dos serpientes se enroscaban en el dintel, a un lado del cuarto, vi la figura obesa y familiar del jorobado Pistola. Era evidente que venía de algún lado a ver qué pasaba; me vio, cerró los ojos, respiró y se apoyó en el marco de la puerta.
Entonces la Paloma dijo:
—Bueno, ya era hora, Lo Lobey. Pensé que no llegarías nunca. Pistola, trae una silla.
Yo estaba sorprendido. Pistola estaba asombrado. Pero después que cerró la boca, trajo la silla. Con el machete desenvainado seguí a la Paloma entre las mesas, las flores, las velas y las copas talladas; los hombres con perros sujetos a cadenas de oro, echados junto a las sandalias; las mujeres con párpados enjoyados, los pechos sostenidos en jaulas de alambre de plata o malla de bronce. Todos se dieron vuelta para mirarme.
Subí por una escalera hasta el balcón de la Paloma. Apoyando una cadera en la baranda, la Paloma me tendió la mano.
—Tú eres amigo de Araña —dijo sonriendo, y haciéndome sentir muy bien—. Pistola —la Paloma miró alrededor; unas arrugas de luz se le deslizaron por el vestido—, acércame ese asiento.
Teniendo a la Paloma delante, me era un poco difícil mirar a los demás. La Paloma se inclinó hacia mí, respirando. Creo que era eso lo que hacía.
—Se supone que tenemos que hablar. ¿De qué quieres hablar?
Es siempre fascinante observar cómo respira una mujer.
—Eh… ah… bueno… —Volví a atender a la cara de la Paloma—. ¿Nueve mil son de veras mucho mejor que noventa y nueve? —(¿Ustedes creen que yo sabía de qué estaba hablando?). La Paloma se echó a reír, sin ningún sonido. Lo que es todavía más fascinante.
—¡Ah! —respondió—, prueba y averígualo.
Y en ese momento todos empezaron a hablar otra vez. La Paloma estaba todavía mirándome.
—¿Qué haces? —pregunté—. Araña dice que puedes ayudarme a buscar a Friza.
—No sé quién es Friza.
—Era… —La Paloma respiraba otra vez—. …hermosa también.
El rostro de la Paloma había bajado ahora a una emoción más profunda.
—Sí —dijo.
—No creo que podamos hablar aquí. —Le eché una mirada a Pistola, que todavía rondaba cerca de nosotros—. El problema no es exactamente el que tú podrías suponer.
La Paloma alzó una ceja oscurecida.
—Es un poco…
—Oh —dijo ella, y levantó la barbilla.
—¿Pero tú? —dije—. ¿Tú qué haces? ¿Quién eres?
El arco de la ceja se hizo más pronunciado.
—¿Hablas en serio?
Asentí.
Confusa, la Paloma miró a la gente que había alrededor. Como nadie le ofreció una explicación, me miró de nuevo.
Los labios se le abrieron, se tocaron; las pestañas subieron y bajaron.
—Dicen que soy lo que le permite a todos seguir amando.
—¿Cómo? —dije.
Alguien dijo junto a ella:
—¿De veras no lo sabe?
Del otro lado:
—¿No sabe cómo mantener la fertilidad de las líneas confusas?
La Paloma se llevó un dedo perpendicular a los labios. El suspiro hizo callar a la gente.
—Tendré que contárselo. Lobey, ése es tu… nombre.
—Araña me dijo que hablase contigo… —dije. Yo quería asegurarme a aquel mundo con ganchos informativos.
La sonrisa de la Paloma cortaba en dos a los hombres.
—Simplificas demasiado. Araña. ¿El gran Señor Lo Araña? El traidor, el falso amigo, el que ya ha firmado el decreto de muerte de Ojo-Verde. No te metas con ese hombre condenado. Cuida de ti mismo, Lobey. ¿Qué quieres saber…?
—Decreto de muerte…
La Paloma me tocó la mejilla.
—Sé egoísta. ¿Qué quieres?
—¡Friza!
Me levanté a medias de la silla.
La Paloma se echó hacia atrás.
—Ahora te haré una pregunta. ¿Quién es Friza?
—Friza… —Entonces dije—: Friza era casi tan hermosa como tú.
La Paloma bajó la barbilla. Los ojos claros, claros, se oscurecieron, y bajaron también.
—Sí.
La palabra llegó con el solo sonido del aliento que yo había estado observando, sin voz. Había tantas preguntas en la cara de ella que la expresión era ahora cáustica.
—Yo… —Palabra equivocada—. Ella…
Un puño me golpeó las costillas. Luego se detuvo, se abrió, subió hasta mi cabeza y me rascó la cara por dentro: sentí un fuego en la frente y en las mejillas. Los ojos me picaban.
La Paloma contuvo el aliento.
—Entiendo.
—No, no entiendes —batallé—. No entiendes.
La gente estaba observándonos de nuevo. La Paloma echó una ojeada a la derecha, la izquierda, se mordió el labio, y volvió a mirarme.
—Tú y yo… bueno, no nos parecemos mucho.
—¿Eh?… oh. Pero, Paloma…
—¿Sí, Lobey?
—¿Dónde estoy? He venido de una aldea, de la remota y boscosa nada, entre dragones y flores. Me he despojado del Lo, buscando a mi muchacha muerta, persiguiendo a un cowboy desnudo tan maligno como el látigo de Araña. Y en algún sitio un príncipe sucio y tuerto va a… morir, mientras yo prosigo mi camino. ¿Dónde estoy, Paloma?
—Así de cerca de un viejo sitio llamado Infierno. —La Paloma hablaba rápidamente—. Puedes entrar en ese sitio muriéndote o cantando. Tal vez necesites ayuda para salir.
—Busco a mi muchacha morena y te encuentro a ti plateada.
La Paloma se puso de pie y las hojas de luz del vestido me golpearon. La mano suave se le balanceó junto a la cadera. La tomé con mi mano áspera.
—Ven —dijo.
Yo fui.
Mientras bajábamos del balcón ella se apoyó en mi brazo.
—Vamos a dar una vuelta por el cuarto. Supongo que tendrás que elegir: oír u observar. No creo que puedas hacer las dos cosas a la vez. Yo no podría, pero inténtalo.
Nos pusimos a caminar y me golpeé la tibia con el plano del machete.
—Nos hemos agotado tratando de ser humanos, Lobey. Para sobrevivir al menos doce generaciones más, los genes tienen que seguir mezclándose, mezclándose, mezclándose.
Un viejo había apoyado el vientre contra el borde de la mesa y miraba embobado a la muchacha de enfrente, de pómulos burlones, y de ojos extraños, azules y hermosos. La muchacha se lamía los labios.
—No se puede obligar a la gente a que tenga hijos con muchas personas. Pero podemos tratar de que la idea sea lo más atractiva —bajó la mirada— posible.
En la mesa de al lado la cara de la mujer era demasiado holgada para los huesos de abajo. Pero reía. La mano se le arrugaba sobre los dedos suaves del joven que tenía delante. Miraba envidiosamente con ojos arrugados los párpados inquietos y oliváceos del joven, el pelo alborotado, más lustroso que el de ella, peinado a la laca.
—¿Yo quién soy, Lobey? —sugirió (más que preguntó) retóricamente la Paloma—. Soy la imagen clave de una campaña publicitaria. Soy la cosa exótica y buena-mala que todos desean, a la que todos desean parecerse, y que prefiere noventa y nueve en vez de uno. Soy la que buscan los hombres de inseminación en inseminación. Las mujeres imitan mi peinado, y suben o bajan los ruedos y cuellos de sus vestidos cuando yo subo o bajo los ruedos y cuellos de mis vestidos. El mundo me roba mis chistes, mis gestos, y hasta mis errores, para probarlos en cada nuevo amante.
La pareja de la mesa de al lado había olvidado quizá casi por completo lo que es tener cuarenta años. Parecían felices, ricos y satisfechos. Sentí envidia.
—Hubo una época —continuó diciendo la Paloma, mientras me apretaba el dorso de la mano con el dedo índice—, en que las orgías y la inseminación artificial resolvían el problema. Pero todavía nos cuesta mezclarnos. Y ésa es mi tarea. Creo que te queda una pregunta.
Los jóvenes del otro extremo de la sala estaban tomados de las manos y reían. Una vez pensé que veintiuno era la edad de la responsabilidad; tenía que serlo, estaba tan lejos. Aquellos muchachos podían hacer cualquier cosa y estaban aprendiendo cómo, y la perspectiva los lastimaba, los asombraba, y los hacía felices.
—La respuesta —y miré a la Paloma— está en ese talento particular que tengo y que me facilita la tarea.
El dedo que me había apretado la mano me tocó los labios. La Paloma me indicó que no hablara. La otra mano levantó mi machete.
—¿Tocas, Lobey?
—¿Para ti?
La Paloma hizo un ademán abarcando el cuarto.
—Para ellos. —Se volvió hacia la gente—. ¡Todos! Quiero que todos callen. Quiero que escuchen. Quédense quietos…
Todos se quedaron quietos.
—… y escuchen.
Escucharon. Muchos apoyaron los codos en la mesa. La Paloma se volvió hacia mí y asintió. Miré el machete.
Al otro lado del cuarto Pistola se sostenía la cabeza. Le sonreí. Luego me senté en el borde de una mesa desocupada, y puse en los agujeros del machete los dedos de los pies y los dedos de las manos.
Soplé una nota. Miré a la gente. Soplé otra nota. Después de esa nota me reí.
Los jóvenes también rieron.
Soplé dos notas, una grave y una aguda.
Batí palmas, en un ritmo lento y duro. Toqué la melodía sólo con los pies. Los muchachos pensaron que aquello era también muy divertido. Yo me balanceaba en el borde de la mesa; cerré los ojos, golpeé las manos, toqué. A mis espaldas alguien empezó a batir palmas conmigo. Reí dentro de la flauta (difícil) y el sonido fue más alegre. Recordé la música que había sacado de Araña, y traté de hacer algo que nunca había hecho. Dejé que una melodía continuase por su cuenta, y yo toqué otra. Los tonos se empujaron entre ellos buscando un acorde, saltando de palmada en palmada. Dejé que esas dos notas continuasen y saqué una tercera por encima. Empujé la música hasta que fue un balanceo en los cuerpos, una sacudida, hasta que los dedos tamborilearon en los manteles. Toqué mirando duramente, viendo cómo les pesaba el peso de la música, y cuando me pareció suficiente, bailé. Los movimientos se repetían a sí mismos; crear un baile no se parece nada a oír un baile. Bailé sobre la mesa. Duramente. Los azoté con música. Los sonidos se desprendían como pieles de otros sonidos. Los acordes caían abiertos como flores saciadas. La gente gritaba. Les aullé mis ritmos con el machete hueco, les metí el sonido en los espinazos como quien empala una rana. Se retorcían en las sillas. Puse en la música una cuarta línea, disonante con muchas de las otras notas. Tres personas habían empezado a bailar conmigo. Hice que la música los creara. El ritmo les sostenía los movimientos. El viejo sacudía los hombros mirando a la muchacha de ojos azules. Clap. Los jóvenes se sacudían —Clap— hombro contra hombro. La pareja mayor se apretaba las manos. Clap. El sonido se amontonó detrás —Clap— de sí mismo. Silencio por un momento. Clap. Entonces se soltó extendiéndose por el cuarto. Como dragones entre las retamas, salvajes, gimieron juntos, y sacudieron los muslos y los vientres siguiendo cuatro melodías.
En el estrado, donde había estado la Paloma, alguien abrió los amplios ventanales. El viento me golpeó la espalda sudorosa y me hizo toser. La tos gruñó en la flauta. Una brisa en un cuarto cerrado te hace saber cuánto calor hace. Los bailarines fueron al balcón. Los seguí. Las baldosas eran rojas y azules. Por la tarde dorada corrían heridas azules. Uno o dos de los bailarines se apoyaron en la baranda. La espada se me cayó de los labios cuando miré alrededor del…
Me alcanzó en los ojos. El vestido plateado ondeaba en el viento. Pero no era la Paloma. Se llevó unos nudillos morenos a la mejilla parda, y la boca se le abrió en un suspiro. Pestañeó, se pasó una mano por el pelo, buscando entre los bailarines. Uno y otro la ocultaron un momento, se apartaron.
La morena Friza…
Friza regresaba entre los bailarines…
La hermosa y añorada Friza descubrió…
Una vez yo tuve tanta hambre que cuando comí sentí miedo. Ahora sentía el mismo miedo. Pero más. La música se tocaba sola. El machete me colgaba de la mano. Una vez Friza había tirado una piedra…
Eché a correr por el laberinto de bailarines.
Friza me vio. La tomé de los hombros, me abrazó, la mejilla en mi mejilla, el pecho en mi pecho, los brazos apretándome la espalda. El nombre de Friza me nadó en la cabeza. Sé que la estaba lastimando. Los puños de ella me lastimaban la espalda. Yo tenía los ojos muy abiertos, y me lloraban. Quería estar preparado para todo lo que ella traía. Nada temblaba en ella. Sostuve entre mis brazos aquella fuerza esbelta. Mis brazos apretaron, aflojaron, apretaron de nuevo.
Al otro lado del parque había un solo árbol, curtido por el sol demente. Atado por las ingles, un brazo en cada horcadura, la cabeza tan caída hacia adelante que tenían que haberle roto el pescuezo, colgaba Ojo-Verde. La cuerda le había abierto una herida, la sangre le brillaba a lo largo del brazo.
Friza se retorció entre mis brazos, me miró, miró lo que yo miraba, y me puso las manos sobre los ojos. En esas manos morenas reconocí la música. Cantada y danzada por extraños, era la canción fúnebre de la muchacha que ahora me tapaba los ojos, y que ella tocaba para el príncipe agarrotado.
Por debajo de la música sentí el susurro de una voz:
—Ten cuidado, Lobey. —Era la voz de la Paloma. ¿Quieres mirar tan de cerca?
Los dedos seguían sobre mi cara.
—Puedo mirar en tu cabeza como si fuese un cuarto. Has muerto, Lobey. En algún lugar, entre las rocas y la lluvia, has muerto. ¿Quieres mirar de cerca…?
—¡No soy un fantasma!
—¡Oh, eres real, Lobey! Pero quizá…
Torcí otra vez la cabeza, pero la oscuridad siguió.
—¿Quieres saber algo del Niño?
—Quiero saber todo lo que me ayude a matarlo.
—Entonces escucha. Niño Muerte sólo puede devolver a la vida a los que se lleva de la vida. Sólo puede conservar los ombligos que él mismo cosecha. ¿Pero sabes quién te trajo de vuelta…?
—Saca las manos.
—Tienes que elegir, Lobey, ¡rápido! —susurró la Paloma—. ¿Quieres ver lo que tienes delante? ¿O sólo quieres ver lo que ya has visto?
—Las manos. No puedo ver nada con tus manos delante de mis…
Callé, horrorizado por lo que acababa de decir.
—Yo soy muy talentosa en lo que hago, Lobey. —La luz se filtró apenas; la presión cedió—. Tuve que perfeccionar ese talento, y así he sobrevivido. No puedes ignorar las leyes del mundo que tú mismo elegiste…
La tomé por las muñecas y tiré de las manos hacia abajo. Las manos de la Paloma resistieron un momento, luego bajaron. Ojo-Verde estaba todavía atado al árbol.
Apreté los brazos de la Paloma.
—¿Dónde está? —Miré de un lado a otro el balcón. La sacudí y ella retrocedió, apoyándose en la baranda.
—Yo me convierto en la cosa que amas. Lobey. Eso es parte de mi talento. Por eso puedo ser la Paloma.
Meneé la cabeza.
—Pero tú…
La Paloma se frotó un hombro. La mano se deslizó bajo la tela plateada. La tela se movió con los dedos.
—Y ellos… —Mostré los bailarines. Los jóvenes, todavía tomados de la mano, señalaban el parque y reían entre dientes—. Te llaman La Paloma.
Paloma ladeó la cabeza, echando hacia atrás el pelo de plata.
—No, Lobey. —Sacudió la cabeza—. ¿Quién te dijo eso, Lobey? ¿Quién te lo dijo? Yo soy Le Paloma.
Sentí un escalofrío. Paloma me tendió una mano delgada.
—¿No lo sabías? Lobey, ¿quieres decir que no…?
Retrocedí, levantando el machete.
—¡Lobey, no somos humanos! Vivimos en el planeta de los hombres porque ellos lo destruyeron. Hemos tratado de tomar la forma, los recuerdos, los mitos de los hombres. Pero no nos vienen bien. Una ilusión, Lobey. Tantas cosas son una ilusión. El te trajo de vuelta: Ojo-Verde. Y él es quien podría haber traído de vuelta, de veras, a tu Friza.
—¿Ojo-Verde…?
—Pero no somos exactamente lo que ellos fueron, Lobey. Nosotros somos…
Di media vuelta y salí corriendo del balcón.
En el cuarto derribé una mesa, esquivé el perro, que ladraba.
—¡Lo Lobey! —El perro estaba sentado en el estrado, el sitio de la fiesta de la Paloma—. Ven aquí. ¿Te gustó el espectáculo de La Perla?
Antes que yo pudiese decir algo, el perro tocó con el hocico un interruptor en la pared.
El suelo comenzó a girar. A través de mi histeria entendí qué estaba ocurriendo. El piso era dos hojas de plástico polarizado, una sobre otra. La de arriba giraba; la de abajo estaba quieta. A medida que se volvían transparentes fui viendo unas figuras que se movían en las grietas de la piedra, debajo de las patas de las mesas y sillas.
—La Perla está construida sobre uno de los corredores que llevan a la kaula de Molienda-del-mar. Mira: allá están entre los peñascos, aquél cayendo, aquél otro aferrado a la pared, mordiéndose la lengua y babeando sangre. Aquí no tenemos guardián de kaula. El viejo sistema de computación que los humanos usaban para la Felicidad Espiritual y los Desórdenes de las Reacciones de Asociación cuida de todas las ilusiones. Allá abajo hay un verdadero infierno de deseo satisfecho.
Me arrojé al suelo, y apreté la cara contra la transparencia.
—¡FEDRA! —grité—. ¿Dónde está FEDRA?
—¡Hola, muchacho!
Allá abajo, entre las sombras, aparecieron unas luces. Al pie de la máquina parpadeante había una pareja con demasiados brazos, abrazada en silencio.
—FEDRA…
—Te sigues equivocando de laberinto, muchacho. Aquí abajo puedes encontrar otra ilusión. Te seguirá hasta la puerta, pero cuando te vuelvas para asegurarte de que ella te acompaña, comprenderás otra vez, y te irás solo. ¿Para qué tomarte la molestia de pasar por eso? —El suelo de plástico adelgazaba la voz de la máquina—. Mamá está a cargo de todo aquí abajo. No venas a tocar aquí ese maldito cuchillo. Tienes que tratar de recuperarla de algún otro modo. Sois unos agregados de manifestaciones psíquicas, de muchos sexos, e incorpóreos, tratando todos de ponerse la máscara limitadora de la humanidad. Busca en otra dirección, Lobey. Busca en algún sitio fuera del marco del espejo…
—¿Dónde…?
—¿Le rogaste al árbol?
Debajo del piso los perdidos se babeaban y se tambaleaban y farfullaban, en los abismos de la kaula, bajo el parpadeo de FEDRA. Me alejé de allí. El perro ladró cuando llegué a la puerta.
Le erré a un escalón y me sostuve del pasamano cuatro escalones más abajo. El edificio me arrojó al parque. Recobré el equilibrio. En las torres de metal que rodeaban la plaza rugían los espectadores, danzando en los balcones, cantando desde ventanas atestadas.
Me detuve ante el árbol y toqué, implorando. Colmé acordes en una escala de séptimas implorantes. Comencé humildemente, y la canción me vació, hasta que sólo quedó el pozo. Me arrojé a él. Había rabia. Era mi rabia, y se la di. Había amor; notas estridentes bajo el canto que venía de las ventanas.
En el antebrazo, por donde lo habían atado a la rama, el hueso estaba roto. La mano caía, apartándose ligeramente de la corteza del árbol y…
… y nada. La atrocidad estalló, y grité. Tomando la empuñadura con ambas manos, hundí la punta en el muslo, hasta enterrarla en la madera. Volví a gritar, arranqué el machete y me alejé de allí estremeciéndome.