Pero esto tengo contra ti, que has dejado tu primer amor.
Apocalipsis, 2:4
Mi dificultad reside en que un tema así no puede ser observado seriamente sin que el tema mismo se intensifique en un centro que está más allá de lo que yo, o cualquier otro, pueda escribir… Tratar de escribirlo sólo en función de problemas éticos es algo que quizá supera mis posibilidades. Mi mayor anhelo es poner en claro desde un principio el tema central y mi ignorancia.
JAMES AGEE, Carta al padre Flye
¿Dónde está ese país? ¿Cómo se llega a él? Si uno es amante por naturaleza y tiene una inclinación innata hacia la filosofía, se llega a él.
PLOTINO, La Inteligencia, la Idea y el Ser
Araña alzó los ojos de la mesa donde había estado leyendo.
—Pensé que serías tú.
En las sombras, detrás de Araña, vi los libros. La Dira tenía varios cientos. Pero aquí los estantes iban desde el suelo hasta el cielo raso.
—Quiero… mi dinero.
Mis ojos volvieran a la mesa.
—Siéntate —dijo Araña—. Yo quiero hablar contigo.
—¿De qué? —pregunté. Nuestras voces retumbaban. La música casi había callado—. Tengo que ponerme en marcha para traer a Friza, y encontrar a Niño Muerte.
Araña asintió.
—Por eso te invito a que te sientes. —Apretó un botón, y las motas de polvo que flotaban en el aire definieron los límites de un largo cono de luz que apuntaba a un taburete de ónice. Me senté despacio, apretando el machete. Como la vez que había estado pasando el látigo de una mano a otra, Araña jugaba ahora con la calavera descolorida y frágil de un roedor—. ¿Qué sabes de mitología, Lobey?
—Sólo las historias que me contaba La Dira, en la aldea. Contaba historias a todos los jóvenes, algunas muchas veces. Y luego nos las contábamos entre nosotros hasta que se nos clavaban en la memoria. Para ese entonces ya había más niños en la aldea, y La Dira las volvía a contar.
—Te repito la pregunta: ¿qué sabes de mitología? No te pregunto qué mitos conoces, ni de dónde han salido esos mitos, sino por qué los tenemos, y para qué los usamos.
—No… no sé —dije—. Cuando salí de la aldea La Dira me contó el mito de Orfeo.
Araña alzó el cráneo de roedor y se inclinó hacia adelante.
—¿Por qué?
—No… —De pronto pensé—. ¿Para guiarme?
No se me ocurrió nada más. Araña preguntó:
—¿La Dira era diferente?
—Era… —Recordé la lascivia que se ocultaba en la risa de los jóvenes, boquiabiertos delante del cartel; no la entendía, pero sentía el fuego en las orejas. Recordé la forma en que Fácil, Pequeño Jon y Lo Halcón habían tratado de que yo no pensara en Friza, y cómo había actuado La Dira: como los otros… pero de un modo diferente—. Sí —confesé— lo era.
Araña asintió y golpeó en la mesa con aquellos nudillos ásperos.
—¿Tú entiendes la diferencia, Lobey?
—Vivo en un mundo diferente, donde muchos la tienen y muchos no. Lo descubrí hace unas pocas semanas. Sé que el mundo va hacia ella con cada latido del gran rock y el gran roll. Pero no la entiendo.
Araña miró a través de una expresión estirada e impaciente.
—En eso hablas como todos nosotros. Sabemos bien lo que no es.
—¿Qué cosas no es? —pregunté.
—No es telepatía; no es telequinesis: aunque ambos son fenómenos accidentales que se acrecientan junto con la diferencia. Lobey, la Tierra, el mundo, el quinto planeta desde el sol, la especie que se sostiene en dos piernas y que anda por esta delgada y húmeda corteza está cambiando. Ya no es la misma. Algunas personas caminan bajo el sol y aceptan ese cambio, otras cierran los ojos, se llevan las manos a los oídos, y niegan el mundo con la palabra. La mayoría se ríe, se burla, se mofa, y señala con el dedo cuando le parece que nadie mira; así obraron los humanos a lo largo de toda la historia. Hemos tomado por nuestra cuenta ese mundo abandonado, y algo nuevo le ocurre ahora a los fragmentos, algo que ni siquiera podemos definir con el vocabulario que nos legaron los hombres. Tienes que darle esta exacta importancia: es indefinible; te implica necesariamente; es maravilloso, terrible, profundo, inefable si quieres explicarlo; opaco si quieres ver a través; sin embargo te incita a viajar, decide tus puntos de escala y de partida, puede impulsarte con amor y odio, aun a buscar la muerte de Niño Muerte…
—… a hacer música —acabé la frase por él—. ¿De qué estás hablando, Araña?
—Si pudiera decírtelo, o si lo entendieras por mis propias deducciones, perdería todo valor. Hace muchas guerras y caos y paradojas, en el tiempo de nuestros anfitriones, el fantasma que llamamos Hombre, dos matemáticos dieron fin a una época y comienzo a otra. Uno fue Einstein, que en la teoría de la relatividad definió los límites de la percepción, al expresar matemáticamente hasta qué grado la condición del observador influye en la cosa observada.
—La conozco —dije.
—El otro fue Gödel, un contemporáneo de Einstein, el primero en darnos un enunciado de precisión matemática acerca del reino que se extiende más allá de los límites de Einstein: En cualquier sistema matemático cerrado (podrías leer «el mundo real y las inmutables leyes de la lógica») hay un número infinito de teoremas verdaderos (podrías leer «fenómenos perceptibles y mensurables») que aunque estén contenidos en el sistema original no pueden deducirse de ese sistema (léase «probar con lógica ordinaria o extraordinaria»). Lo que significa que hay más cosas en el cielo y en la Tierra de las que puedes soñar en tu filosofía, Lo Lobey. Hay un número infinito de cosas verdaderas en el mundo que no pueden probarse. Einstein definió el límite de lo racional. Gödel clavó un alfiler en lo irracional y lo fijó a la pared del universo para que se quedara así un tiempo y la gente supiese que estaba allí. Y el mundo y la humanidad comenzaron a cambiar. Y lentamente fuimos arrastrados aquí, desde el otro lado del universo. Los efectos visibles de la teoría de Einstein saltaron hacia arriba en una curva convexa, enormemente productiva en el primer siglo de su descubrimiento, que se hizo luego horizontal. El producto de la ley de Godel subió arrastrándose en una curva cóncava, al principio microscópica; luego saltó e igualó la curva de Einstein, la atravesó y la dejó atrás. En el punto de intersección, la humanidad pudo alcanzar los límites del universo conocido, con naves y fuerzas de proyección que aún están disponibles para quien quiera usarlas…
—Lo Halcón —dije—. Lo Halcón hizo un viaje a los otros mundos…
—… y cuando la línea de la ley de Godel se remontó sobre la de Einstein, la nueva sombra cayó en una Tierra desierta. Los humanos se habían ido a alguna otra parte, a mundos que no son de este continuo. Llegamos nosotros, tomamos los cuerpos, las almas: cáscaras que habían quedado aquí al alcance de cualquier vagabundo. Las ciudades, en otro tiempo animados centros de comercio interestelar, se deshicieron en esa arena que ves hoy. Y una vez fueron más grandes que Molienda-del-mar.
Pensé un instante.
—Para eso tiene que haber pasado mucho tiempo —dije lentamente.
—Hace mucho —dijo Araña—. La Ciudad que cruzamos tiene quizá treinta mil años. El sol ha capturado dos nuevos planetas desde que los Viejos empezaron aquí.
—¿Y la cueva-manantial? —pregunté de pronto—. ¿Qué era la cueva-manantial?
—¿Nunca se lo preguntaste a tus mayores?
—No se me ocurrió —dije.
—Es una red de cuevas que corre por casi todo el planeta; los niveles inferiores contienen la fuente de radiación que permite, cuando la población se estanca demasiado, una mezcla casual y dirigida de genes y cromosomas. Hace casi mil años que no la usamos. Aunque la radiación está todavía ahí. A medida que nosotros, templados en el molde del hombre, nos volvemos criaturas más complejas, más nos cuesta seguir siendo perfectos: hay más variación entre los normales y las kaulas están repletas de rechazados. Y aquí llegamos a tu caso, Lobey.
—¿Todo esto qué tiene que ver con la mitología?
Estaba cansado del monólogo.
—Recuerda mi primera pregunta.
—¿Qué sabes de mitología?
—Y quiero una respuesta godeliana, no einsteiniana. No quiero saber qué hay dentro de los mitos, ni cómo se entrechocan y resuenan, ni sus concentrados resplandores, ni sus límites y génesis. Quiero la forma, la textura, lo que sientes cuando los rozas en un camino oscuro, cuando ves cómo se alejan en la niebla, el peso que sientes en los hombros cuando te saltan desde atrás; quiero saber cómo te acostumbras a llevar tres cuando ya soportabas dos. ¿Tú quién eres, Lobey?
—Yo soy… ¿Lobey? —pregunté—. La Dira me llamó una vez Ringo y Orfeo.
La barbilla de Araña se alzó. Los dedos, que enjaulaban la cara huesuda, se juntaron.
—Sí, eso mismo pensé. ¿Tú sabes quién soy yo?
—No.
—Soy el Judas Iscariote de Ojo-Verde. Soy el Pat Garret de Niño Muerte. Soy el juez Minos que está a la puerta, a quien tendrás que encantar con tu música si pretendes llegar al Niño. Soy todos los traidores que imaginaste alguna vez. Y soy un barón de dragones, tratando de mantener dos mujeres y diez hijos.
—Eres un hombre grande, Araña.
Araña asintió.
—¿Tú qué sabes de mitología?
—Ya es la tercera vez que me lo preguntas.
Saqué el machete. Ese amor triturante que quería poner una canción en los silencios de Araña —toda música había callado— incliné la hoja contra los dientes.
—Muerde las cáscaras de mis significados, Lobey. Sé tantas cosas más que tú. Los culpables tienen el consuelo del conocimiento. —Alzó la calavera sobre la mesa. Pensé que me la ofrecía—. Sé dónde puedes encontrar a Friza. Puedo dejarte pasar. Aunque Niño Muerte quizá me mate, quiero que lo sepas. Niño Muerte es más joven, más cruel, y mucho más fuerte. ¿Quieres seguir adelante?
Bajé el machete.
—¡Está decidido! —dije—. ¡Fracasaré! La Dira dijo que Orfeo fracasó. Tú tratas de decirme que esos cuentos hablan de lo que va a ocurrir. Estuviste diciéndome que somos mucho más viejos de lo que pensamos; ¡nada más que esquemas en una realidad que no puedo cambiar! Ahora mismo me dices que fracasé en el momento en que empecé.
—¿Tú lo crees?
—Eso es lo que has dicho.
—A medida que somos capaces de retener más y más el pasado, tardamos también más tiempo en envejecer; Lobey, todo cambia. Hoy el laberinto no sigue la misma trayectoria que en Cnosos hace cincuenta mil años. Tú puedes ser Orfeo; puedes ser cualquier otro que se atreve a la muerte y vence. Quizá Ojo-Verde vaya al árbol esta tarde, se cuelgue allí, se pudra, y no baje nunca más. El mundo no es el mismo. Eso es lo que he estado tratando de decirte. Es diferente.
—Pero…
—Hoy hay tanto suspenso como cuando el primer cantante despertó de su canción y descubrió el valor del sacrificio. Tú no sabes, Lobey. Esto puede ser una nota falsa, una disonancia en las armonías del gran rock y el gran roll.
Me quedé pensando un rato. Luego dije:
—Quiero huir.
Araña movió afirmativamente la cabeza.
—Un albañil puso el labrys de dos cabezas en las piedras de Feistos. Tú llevas un cuchillo de dos filos que canta. Uno se pregunta si Teseo no habrá construido el laberinto a medida que entraba en él.
—No lo creo —dije con sequedad, a la defensiva—. Las historias te dan una ley para seguir…
—… que puedes violar u obedecer.
—Te dan una meta…
—… y tú no llegas a ella, o llegas, o vas más allá.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué no puedes ignorar las viejas historias? Iré a sondear el océano, y encontraré al Niño sin tu ayuda. ¡Puedo ignorar esos cuentos!
—Ahora vives en el mundo real —dijo Araña con tristeza—. Viene de algo. Va hacia algo. Los mitos están siempre en los sitios que es más difícil ignorar. Confunden todo el amor y el odio de la familia. Te perturban a la entrada o la salida de cualquier trabajo… —Araña puso la calavera en la mesa—. ¡¿Sabes por qué el Niño te necesita tanto como a Ojo-Verde?!
Sacudí la cabeza.
—Yo sí.
—¿El Niño me necesita?
—¿Por qué te parece que estás aquí?
—¿La razón es… diferente?
—Sobre todo. Siéntate bien y escucha. —El mismo Araña se recostó en la silla. Yo me quedé como estaba—. El Niño puede cambiar cualquier cosa dentro de los límites de su inteligencia. Puede transformar una piedra en un árbol, un ratón en un puñado de musgo. Pero no puede crear algo de la nada. No puede tomar esta calavera y dejar un vacío. Ojo-Verde puede. Y por eso el Niño necesita a Ojo-Verde.
Recordé el encuentro en la montaña, donde el pelirrojo maligno había querido probar la visión insondable del príncipe-pastor.
—La otra cosa que necesita es música, Lobey.
—¿Música?
—Por eso te persigue… o hace que lo persigas. Necesita orden. Necesita pautas, relación, el conocimiento que llega cuando seis notas predicen una séptima, cuando tres notas golpean una contra otra y definen un modo, como una melodía define una escala. La música es el lenguaje puro de la relación temporal y cotemporal. Él nada sabe de todo esto, Lobey. Niño Muerte puede dominar, pero no puede crear, y por eso necesita a Ojo-Verde. Puede dominar, pero no puede ordenar. Y por eso te necesita a ti.
—¿Pero cómo…?
—Ni tu vocabulario de aldea ni mi refinamiento urbano podrían expresarlo. De un modo diferente, Lobey. Lo que ocurre en un mundo diferente tiene su corolario surrealista en la actualidad. Ojo-Verde crea, pero como efecto secundario e indirecto de otra cosa. Tú recibes y concibes música: nada más, tampoco, que un signo indirecto de quién eres tú…
—¿Quién soy yo?
—Tú eres… alguna otra cosa.
Mi pregunta exigía. En la respuesta de Araña había un dejo de burla.
—Pero los necesita a los dos —siguió diciendo Araña—. ¿Tú qué vas a darle?
—Mi cuchillo en el vientre hasta que la sangre inunde los agujeros y salga por la boquilla. Lo perseguiré en el fondo del mar hasta que los dos caigamos en la arena. Y… —Abrí la boca; aspiré de pronto tan bruscamente que el aire oscuro me lastimó el pecho—. Tengo miedo —susurré— Araña, tengo miedo.
—¿Por qué?
Miré detrás de aquel parpadeo que se repetía a intervalos regulares sobre los ojos negros.
—No me había dado cuenta de que en esto estoy solo. —Mis manos juntas bajaron por la empuñadura del machete—. Si quiero traer a Friza, tengo que ir solo; no con el amor de Friza: solo. Tú no estás de mi lado. —Sentí que la voz se me ponía áspera, pero no de miedo. Era la tristeza que empieza en el fondo de la garganta y te hace toser antes que te eches a llorar—. Si llego a Friza, no sé qué encontraré, aunque la traiga de vuelta.
Araña esperó mi llanto. No le di esa satisfacción. Luego de un rato Araña dijo:
—Entonces creo que puedo dejarte pasar, si sabes eso de veras.
Alcé los ojos.
Araña dijo que sí con la cabeza a mi muda pregunta.
—Hay alguien en esta ciudad a quien tienes que ver.
Se puso de pie. En la otra mano tenía un saco pequeño. Lo sacudió. Adentro tintinearon unas monedas. Me arrojó el saquito. Lo atrapé.
—¿Quién?
—La Paloma.
—¿Ésa de los carteles? ¿Pero quién…?
—¿Quién es la Paloma? —preguntó Araña—. La Paloma es Helena de Troya, Star Anthim, María Montes, Jean Harlow.
Esperó.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿Tú eres Judas y Minos y Pat Garrett? ¿Quién eres tú para ella?
El bufido de Araña fue de diversión, y de desprecio.
—Si la Paloma es Jean Harlow yo soy Paul Burn.
—¿Pero por qué…?
—Vamos, Lobey. En marcha.
—Ya me voy —dije—. Ya me voy.
Me sentía confuso. En parte por las mismas razones que ustedes. Aunque no exactamente las mismas. Fui hacia la puerta, mirando a Araña por encima del hombro. De pronto Araña me arrojó el cráneo de roedor. El cráneo pasó a mi lado, pareció detenerse un instante en el aire, y se deshizo contra las piedras; Araña rió. Fue una risa amistosa, sin el centelleo malicioso de escamas de pescado y alas de mosca que cegaba la risa del Niño. Pero me asustó mucho. Salí corriendo por la puerta. En el primer escalón los fragmentos de hueso me mordieron los pies. La puerta se cerró detrás de mí. El sol me abofeteó la cara.