¿Jean Harlow? Cristo, Orfeo, Billy the Kid, esos tres puedo entenderlos. ¡¿Pero qué hace un joven escritor negro como tú atrapado por la Gran Perra Blanca?!
Naturalmente, creo que es bastante obvio.
GREGORY CORSO, Conversando
No es que el amor yerre a veces, sino que es, por esencia, un error. Nos enamoramos cuando sobre otra persona nuestra imaginación proyecta inexistentes perfecciones. Un día la fantasmagoría se desvanece, y con ella muere el amor.
ORTEGA Y GASSET, Estudios sobre el amor
El agotamiento me entumecía; la rutina me enkaulaba. Tardé casi una hora en darme cuenta de que había dejado de llover. Y la tierra había cambiado.
Habíamos dejado las rocas. Ante las garras de los dragones caían arbustos y zarzas mojados. A nuestra izquierda, más abajo y paralela a nosotros, corría una cinta de suelo gris. En un momento le pregunté a Fétido:
—¿Vamos siguiendo esa rara cinta de piedra?
Fétido farfulló, ahogando una risita:
—Eh, Lobey, apuesto que nunca viste un camino asfaltado, ¿no es cierto?
—Supongo que sí —dije—. ¿Qué quiere decir asfaltado?
Cuchillo, que iba cerca, rió entre dientes. Fétido se alejó de nosotros, para hacer alguna otra cosa. Nadie me dio más explicaciones. Tres o cuatro carros pasaron rodando por el camino antes que yo entendiese para qué usaban aquello. Muy ingenioso. Cuando apareció otro carro me acordé de mirar. Eran las últimas horas de la tarde. Estaba tan cansado que todas las maravillas del mundo hubiesen podido rebotar en mis ojos sin dejar una sola imagen.
La mayoría de los carros eran arrastrados por animales de cuatro o seis patas, que yo conocía vagamente. Pero los animales nuevos no parecen tan extraños cuando la propia manada es más exótica que cualquier monstruo. Sin embargo uno de los carros me sorprendió.
Era chato, de metal negro, y no tenía ninguna bestia, ni adelante ni atrás. Pasó zumbando por el camino, diez veces más rápido que los otros carros, y desapareció en una nube de humo antes que yo tuviese tiempo de verlo de veras. Unos pocos dragones que habían ignorado los otros vehículos ahora sisearon y silbaron. Yo no podía apartar los ojos y Araña me gritó:
—Una de las maravillas de Molienda-del-mar.
Regresé a calmar a los lagartos ofendidos.
Cuando miré de nuevo el camino, vi el cuadro. Estaba pintado sobre un tablero y montado en un pedestal al borde del pavimento, para que todos los viajeros lo vieran. Era el rostro de una mujer joven de pelo blanco de algodón, que miraba con una sonrisa aniñada, y encogida de hombros. Tenía una barbilla muy pequeña, y ojos verdes que parecían agradablemente sorprendidos. Los labios se le entreabrían apenas, mostrando en la sombra unos dientes pequeños.
LA PALOMA DICE: «¿UNO ESTÁ BIEN?, ¡NUEVE O DIEZ ESTÁ MUCHO MEJOR!».
Deletreé las palabras y fruncí el ceño. Murciélago estaba al alcance de un grito, y le Grité:
—Eh, ¿quién es ésa?
—¡La Paloma! —bramó Murciélago, sacudiéndose el pelo de los hombros—. ¡Quiere saber quién es la Paloma! —y los otros también se rieron. A medida que nos acercábamos a Molienda-del-mar yo era blanco de más y más bromas. Traté de quedarme cerca de Ojo-Verde; él no se burlaba de mí. Los primeros vientos del atardecer me soplaron en la espalda, la nuca, y me secaron el sudor antes que hubiese más sudor. Yo echaba una mirada escrupulosa a las escamas del dragón cuando Ojo-Verde se detuvo y señaló adelante. Miré arriba. O mejor dicho abajo.
Habíamos llegado a la cima de una montaña y la tierra descampada bajaba hasta… bueno, si aquello estaba a veinte metros era un juguete grande. Si estaba a veinte kilómetros era grande de veras. Unos caminos asfaltados se confundían en blanco y aluminio, junto a las aguas purpúreas. Alguien había comenzado a construirlo, y luego se les había escapado de las manos y había empezado a construirse a sí mismo. Había plazas amplias donde crecían y ondulaban cactos y palmeras; edificios solitarios en cerros ocasionales, con prados y árboles alrededor; unas casas pequeñas se apretaban y amontonaban entre calles retorcidas. Más allá, en muelles satinados, salían y entraban los barcos navegando la tarde acuosa.
—Molienda-del-mar —dijo Araña, a mi lado—. Ahí la tienes.
Pestañeé. El sol arrojaba adelante nuestras sombras, nos calentaba los pescuezos, y resplandecía en las ventanas altas.
—Grande —dije.
—Allá abajo —dijo Araña señalando no se qué, pues había tantas cosas que mirar; escuché lo que decía—: Allá abajo es a donde llevamos la manada. Todo este lado de Molienda vive del comercio de los dragones. El lado del mar depende de la pesca y el intercambio con las islas.
Los otros se agruparon alrededor. Acostumbrados a la magnificencia y a la suciedad de allá abajo, callaron mientras descendíamos la cuesta.
Pasamos junto a otro tablero, al borde del camino. Esta vez la Paloma aparecía en otro ángulo, y guiñaba un ojo en el crepúsculo.
LA PALOMA DICE: «¡DIEZ ESTÁ BIEN!, ¡NOVENTA Y NUEVE O CIEN ESTÁ MUCHO MEJOR!».
Yo estaba mirando cuando unas luces se encendieron encima de esa cara de siete metros de alto. La expresión indiferente y enorme saltó hacia nosotros. Yo parecía sin duda sorprendido, pues Araña señaló el cartel con un pulgar y dijo:
—Lo tienen iluminado toda la noche, así los que pasan ven qué dice la Paloma. —Sonrió, como si me estuviera hablando de algo levemente obsceno. Enrolló el látigo—. Pasaremos la noche en la meseta y bajaremos a Molienda al amanecer.
Veinte minutos después juntábamos la manada mientras Murciélago preparaba la cena. El cielo era negro más allá del océano, azul arriba. Molienda encendió unas luces, que centellearon como lentejuelas caídas en la costa. Quizá la causa era el terreno menos abrupto, o la calma de Araña, pero los dragones estaban perfectamente tranquilos.
Me eché en el suelo, pero no dormí. Me tocó la segunda guardia junto con Cuchillo. Cuando Ojo-Verde me sacudió el hombro con el pie rodé levantándome; la excitación me mantenía despierto. Pronto dejaría a los pastores; ¿a dónde iría después?
Cuchillo y yo rodeamos la manada desde direcciones opuestas. Yo pensaba, cabalgando: quedarse solo en los bosques no es demasiado incómodo. Quedarse solo entre piedras, vidrio, y unos pocos millones de gentes es muy distinto. La manada dormía. Unos pocos dragones gemían mirando a Molienda, menos brillante que antes, todavía un cedazo de luz en el océano. Tiré de las riendas para mirar el…
—¡Eh, dragonero!
Miré hacia abajo.
Un jorobado se había detenido en el camino; iba con un carrito tirado por un perro.
—Hola.
—¿Llevas esos dragones a Molienda, al amanecer? —El jorobado sonrió, buscó debajo del cuero que tapaba el carrito, y sacó un melón—. ¿Tienes hambre, pastor?
Abrió el melón e iba a tirarme la mitad.
Pero bajé de la montura y me esperó. Bajé gateando al camino.
—Gracias, Lo desconocido.
El hombre rió.
—No me digas Lo.
Entonces el perro, que miraba al hombre y me miraba a mí, se puso a lloriquear.
—Yo. Yo. Yo hambre. Yo.
El jorobado me dio la mitad, luego le acarició las orejas al perro.
—Tú ya cenaste.
—Le doy la mitad —dije.
El jorobado sacudió la cabeza.
—Trabaja para mí, y a mí me toca alimentarlo.
Partió de nuevo el melón y le tiró un pedazo al animal, que le clavó los dientes, metiendo el hocico. Mientras yo mordía, el desconocido me preguntó:
—¿Tú de dónde eres, dragonero?
Le dije el nombre de mi aldea.
—¿Y ésta es la primera vez que vienes a Molienda-del-mar?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Oh. —El jorobado sonrió por encima de muchos dientes amarillos—. Yo también vine una primera vez a Molienda-del-mar. Hay unas pocas cosas que te distinguen de los nativos, un par de puntos que te hacen diferente…
—¿Diferente?
El hombre alzó una mano.
—No quise ofender.
—No estoy ofendido.
El jorobado rió de nuevo mientras yo arrancaba otro bocado mojado y dulce.
—Lo que aquí es diamante allá es estiércol —sentenció el hombre sabiamente—. Así lo dijo sin duda la Paloma, en algún momento.
—La Paloma —dije—. En realidad se llama La Paloma, ¿verdad?
El hombre parecía sorprendido.
—Aquí Lo, La y Le se confunden. No. —Raspó la cáscara con los dientes de adelante y escupió—. Diamante y estiércol. Por lo que veo en tu aldea pasa lo mismo que en la mía. ¿Los títulos Lo y La y Le se reservan para normales potentes y a veces se confieren a funcionales potentes?
—Así es.
—Era. Así era en Molienda-del-mar. No es así ahora. En las aldeas se sabe tan poco acerca de las diferencias que nadie se enoja de que lo llamen diferente.
—Pero yo soy diferente —dije—. ¿Por qué tendría que enojarme? Simplemente es así.
—Otra vez: así era en Molienda. No ahora. Una vez más: diamante y estiércol. Espero que tus costumbres aldeanas no te metan en dificultades. Las mías las castigaron con media docena de palizas cuando llegué a Molienda-del-mar, hace quince años. Y en aquella época el sitio era mucho más pequeño.
El hombre miró el camino.
Recordé lo que había dicho Araña acerca de poner títulos a los pastores.
—¿Y cómo funciona? —pregunté—. Esto, quiero decir. Molienda-del-mar.
—Bueno… —El jorobado se colgó los pulgares del cinturón—… unas cinco familias gobiernan todo lo que pasa en Molienda-del-mar, son dueñas de todos los barcos, cobran alquiler por la mitad de las casas, y quizá paguen tu salario y compren esos dragones. Los miembros de esas familias, junto con quince o veinte celebridades, como la Paloma, se llaman Lo o La cuando les hablas personalmente. Encontrarás a muchos bastante no funcionales con esos títulos.
—Bueno, ¿cómo voy a conocerlos si la funcionalidad obvia no importa?
—Los conocerás si los encuentras… lo que no es probable. Puedes pasarte toda la vida en Molienda-del-mar y no tener que usar el Lo o el La una sola vez. Pero si vas por ahí dando títulos a todos los que encuentras, o si te ofendes porque alguien no te da un título, pasarás por idiota, o por loco, o en el mejor de los casos un aldeano patán.
—¡No estoy avergonzado de mi aldea!
El hombre se encogió de hombros.
—No insinué que lo estuvieras. Sólo trataba de contestar tus preguntas.
—Sí. Entiendo. Pero ¿y la diferencia?
El jorobado torció la boca, y luego sacó la lengua.
—En Molienda-del-mar la diferencia es un asunto privado. La diferencia es el cimiento de esos edificios, los pilotes que sostienen los muelles, confundidos con las raíces de los árboles. La mitad del lugar fue construida por la diferencia. La otra mitad vive de la diferencia. Pero mencionarla en público es de gente vulgar y mal educada.
—Ellos la mencionan. —Señalé la manada—. Los otros pastores, quiero decir.
—Y son gente vulgar. Ahora, si andas con pastores todo el tiempo, y la vida entera, si se te antoja, puedes hablar cuanto quieras de la diferencia.
—Pero yo soy diferente… —comencé de nuevo.
Luego de haberme prevenido una vez, yo y el tema acabamos con la paciencia del jorobado.
—… pero creo que mejor me lo callo —concluí.
—No es mala idea.
El tono fue severo.
¿Pero cómo podría hablarle de Friza? ¿Cómo podría buscar si las diferencias eran secretas?
—Tú —dije luego de un embarazoso silencio—. ¿Qué haces en Molienda-del-mar?
La pregunta le agradó.
—Oh, tengo un pequeño sitio donde se sientan los cansados, comen los hambrientos, beben los sedientos, y se entretienen los aburridos.
El jorobado terminó la declaración echándose la capa roja al hombro deforme.
—Iré a visitarte —dije.
—Bueno —reflexionó el jorobado—, a ese sitio no van muchos pastores; es un poco refinado. Pero después que hayas estado un tiempo en Molienda-del-mar, y creas que puedes comportarte como es debido, ven con alguna plata en la cartera. Aunque te la quitaré casi toda, pasarás un buen rato.
—Iré con toda seguridad —dije. Estaba pensando en Niño Muerte, viajando noche abajo, buscando a Friza—. ¿Cómo te llamas y dónde puedo encontrarte?
—Me llamo Pistola, pero puedes olvidarlo. Me encontrarás en La Perla: el nombre de mi tienda.
—Un nombre fascinante.
—Lo más fascinante que hayas visto en tu vida —dijo él modestamente.
—No puedo perdérmelo. ¿Qué haces en el camino asfaltado tan tarde?
—Lo mismo que tú, voy a Molienda-del-mar.
—¿De dónde vienes?
—Amigo forastero, tus modales son increíbles. Ya que me lo preguntas, vengo de visitar a unos amigos que viven fuera de Molienda. Les llevé regalos; ellos me agradecieron con regalos. Pero como no son amigos tuyos, no tienes por qué preguntar.
—Perdón.
Me sentí un poco ofendido; no entendía tanta formalidad.
—No entiendes, ¿eh? —El jorobado se ablandó un poco—. Pero cuando hayas calzado zapatos un tiempo y te hayas tapado el ombligo, lo encontrarás más comprensible. Un año en Molienda-del-mar te enseñará más que todas mis palabras.
—No pienso quedarme un año.
—Puede ser. Puede ser también que te quedes ahí el resto de tu vida. Es de esos lugares. Hay muchas maravillas, y las maravillas pueden atraparte.
—Estoy de paso —insistí—. Mi viaje termina en la muerte de Niño Muerte.
El jorobado torció la cara del modo más extraño.
—Aldeano —me advirtió—, olvida la lengua ruda del pastor. No jures por pesadillas a quienes son tus superiores.
—No estoy jurando. La peste pelirroja viene cabalgando con la manada, para infestarnos a Ojo-Verde y a mí.
El jorobado Pistola decidió que el zoquete (yo) estaba fuera de toda posible instrucción. Lanzó una carcajada y me palmeó el hombro. La veta vulgar que había en él, y que en un principio lo había impulsado a abrir la conversación, apareció otra vez.
—Buena suerte, Lo Carasucia, y que el demonio diferente muera pronto por tus manos.
—Por el cuchillo —lo corregí, mostrándole el machete—. Piensa una canción.
—¿Qué?
—Piensa en una canción cualquiera. ¿Qué clase de música tocan en tu perla?
Pistola frunció el ceño, y yo toqué.
Abrió mucho los ojos, luego se rió. Se apoyó contra el carro, palmeándose el estómago. La cosa que ríe o llora dentro de mí, rió con él un rato. Toqué. Pero cuando el humor del hombre escapó a mi comprensión, enfundé el machete.
—Dragonero —explicó él entre carcajadas—, ésta es la alternativa: burlarme de tu ignorancia o suponer que te burlas de mí.
—Como dijiste, no tienes intención de ofenderme. Pero me gustaría que me explicaras la broma.
—Ya lo hice, varias veces. Insistes. —Examinó mi perplejidad—. Guárdate tus diferencias. Es cuestión tuya, y de nadie más.
—Pero es sólo música.
—Amigo, ¿qué pensarías de un hombre que acabas de conocer, y que a los tres minutos de conversación proclama la profundidad de su propio ombligo?
—No veo la relación.
Pistola se golpeó la frente con los dedos.
—Tengo que recordar mis orígenes. En una época era tan ignorante como tú; pero juro que no recuerdo cuándo.
El jorobado oscilaba del humor a la exasperación con demasiada rapidez para que yo pudiese seguirlo.
—Oye —dije—, no entiendo el sentido de tus formalidades. Lo que veo no me gusta…
—No eres quién para decidir —dijo Pistola—. Lo aceptas, o te vas, pero no irás por ahí desconociendo las costumbres de los otros, burlándote de lo profano y jactándote de lo maldito.
—Por favor, ¿puedes decirme qué costumbres he desconocido y de qué me he jactado? Sólo dije lo que me vino a la cabeza.
Aquella cara de campesino se endureció de nuevo (ya habría de acostumbrarme en Molienda a esas duras caras de campesinos).
—Hablas de Lo Ojo-Verde como si cabalgase contigo entre los lagartos, y exaltas a Niño Muerte como si le hubieses visto el revólver de seis tiros.
—¿Y dónde demonios —dije, enojado— crees que está Ojo-Verde? Durmiendo allá arriba, junto a las brasas. —Señalé la cuesta—. Y Niño Muerte…
Un fuego nos sorprendió y volvimos la cabeza. Detrás de nosotros, envuelto en llamas, estaba Niño Muerte, sonriendo. Echó hacia atrás el borde del sombrero con el caño del revólver, y el pelo rojo le cayó sobre la frente. —Qué tal, compañeros— dijo con una risita. En el suelo danzaban las sombras de las rocas y la hierba. Donde las llamas tocaban la piel mojada, se movía un vapor encrespado.
—¡Ahhhhhh-ahhhh… ahhhh-iiiiii!
Eso fue Pistola. Cayó contra la carreta, con la boca abierta. La cerró para tragar saliva, y la boca se abrió sola de nuevo. El perro gruñó. Yo miraba.
El fuego se avivó, vaciló, murió. Luego sólo un olor a hojas. En mis ojos latía la imagen accidental, y la rabia. Miré alrededor. La oscuridad se movía y palpitaba con mis ojos. Detrás de la oscuridad, en la cuesta, estaba Ojo-Verde, pasándose un puño por la cara, quitándose el cansancio. La luz de un farol le rozaba las rodillas. Niño Muerte se había ido a dondequiera que se iba.
El carro se puso en marcha a mis espaldas.
Pistola trataba todavía de sentarse y guiar al perro al mismo tiempo. Pensé que se iba a caer. No se cayó, y se fue rodando. Subí al lado de Ojo-Verde. El pastor me miró… ¿triste?
A la luz del farol, los mechones de barba adolescente le suavizaban apenas los pómulos. La cuenca oscurecida del ojo parecía enorme.
Volvimos junto al fuego. Me acosté. La garra del sueño me cerró los ojos, y debajo de los párpados los globos estallaron hasta el alba con asombrosos sueños de Friza.