Mientras caminaba a lo largo del estremecido sotavento,
le resplandecía en la cabeza el encarnado silicato;
al corazón se extendieron los vapores azules;
se retorció con dolores tenebrosos y últimos. Cuando las llamas le consumieron la sangre de la vida,
se desplomó como un montón de cenizas en la llanura.
THOMAS CHATTERTON, Metamorfosis inglesa
—He aquí un ejemplo de exquisitez de gusto —dijo Durcet—. Y bien, Curval, ¿qué te parece?
—Maravilloso —respondió el presidente—; ahí tienes a un individuo que desea familiarizarse con la idea de la muerte, y perderle así el miedo, y que para lograrlo no ha encontrado nada mejor que asociarla a una idea libertina…
… Sirvieron la cena, siguieron las orgías de costumbre, la familia se retiró a dormir.
MARQUÉS DE SADE, Los 120 días de Sodoma
… cada burbuja contiene un ojo de agua completo.
SAMUEL GREENBURG, Las burbujas de vidrio
Luego a las quebradas (—Esto —Araña detuvo el dragón en la tarde de esquisto— es las quebradas. —Arrojó un pedrusco por encima del borde, al vacío. La piedra desapareció en el cañón. A nuestro alrededor los dragones estiraban el cuello, observando con curiosidad el granito, los riscos avetados, los abismos), aflojando el paso ahora. Las nubes empañaban el sol. Una neblina cálida flotaba alrededor de las rocas. Yo iba probando primero un músculo y luego otro, contra el hueso, para que el mal saliera de la pierna. La mayor parte del dolor (sorpresa) había desaparecido. Serpeamos entre las piedras; piedras fabulosas, y piedras simples.
Los dragones marchaban ahora a medio compás.
Araña dijo que quizá estábamos a unos cuarenta kilómetros de Molienda-del-mar. El viento nos calentaba las caras. Había vetas de vidrio en la roca. Cinco dragones iniciaron un forcejeo en la pizarra. Uno era la hembra del tumor. Ojo-Verde y yo nos acercamos desde lados opuestos. Araña estaba muy atareado a la cabeza de la manada; el alboroto ocurría cerca de la cola. Algo los había asustado, y galopaban ahora cuesta arriba. No se nos ocurrió que algo podía andar mal; se suponía que Araña (y Friza) estaba ahí para evitarlo. (Oh, Friza, ¡te buscaré en el eco de todas las piedras de duelo, de todos los árboles de alabanza!). Fuimos tras ellos.
Los dragones se escabullían entre cantos rodados. Les grité. Los látigos restallaron. Eran más rápidos que nosotros. Tuvimos la esperanza de que pelearan otra vez. Los perdimos por un minuto, luego oímos los siseos, detrás de las rocas, más abajo.
El cielo estaba tiznado de nubes; más adelante el agua barnizaba el sendero. Al cruzar por la roca mojada, mi cabalgadura resbaló.
Salí disparado, rasguñándome una cadera y un hombro. Oí que el machete se alejaba saltando ruidosamente en la piedra. El látigo se me había enredado alrededor del pescuezo. Durante un momento pensé que me ahorcaba. Rodé por una pendiente, traté de hacer pie y me rasguñé todavía más. Luego caí por el borde de algo. Extendí las manos y los pies buscando alguna cosa de qué tomarme. Golpeé boca abajo contra una piedra. Perdí el aliento en alguna parte, y tardó mucho en volverme a los pulmones. Al fin me bajó rugiendo a la garganta, en boqueadas, y giró en torbellino dentro del pecho magullado. ¿Costillas rotas? Sólo dolor. Y un nuevo rugido cuando volví a respirar. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
Me tomé de una piedra con la mano izquierda, de una enredadera con la derecha; el pie izquierdo apretaba las raíces flojas de una plantita. La pierna derecha colgaba en el aire. Y yo sabía que hasta abajo había un largo camino.
Me froté un ojo contra el hombro y miré hacia arriba:
Sobre mi cabeza, el borde del sendero.
Encima, un cielo irritado.
¿Sonidos? El viento en las retamas, en algún sitio. No había música.
Mientras miraba comenzó a llover. A veces ocurren catástrofes dolorosas. Luego sigue algo pequeño, quizá agradable, y uno llora. Como la lluvia. Lloré.
—Lobey.
Miré de nuevo.
Arrodillado en una saliente de roca, a pocos metros sobre mi cabeza y a la derecha, estaba Niño Muerte.
—¿Niño?
—Lobey —dijo, apartándose el pelo mojado de la cara—. Pienso que puedes mantenerte ahí veintisiete minutos, antes de caer agotado al vacío. Esperaré pues veintiséis minutos antes de intentar salvarte la vida. ¿De acuerdo?
Tosí.
Viéndolo así de cerca pensé que tendría dieciséis o diecisiete años, o tal vez veinte con carita de niño. Tenía arrugada la piel en las muñecas, el pescuezo, y debajo de los brazos.
La lluvia seguía goteándome en los ojos; me ardían las palmas de las manos, y lo que me sostenía se estaba poniendo resbaladizo.
—¿Viste alguna buena del Oeste? —Niño Muerte meneó la cabeza—. Qué lástima. No hay nada que me guste más que una del Oeste.
Se pasó el dedo índice por debajo de la nariz, y aspiró. La lluvia le bailaba en los hombros cuando se inclinaba hacia adelante para hablarme.
—¿Qué es «una del Oeste»? —dije. Todavía me dolía el pecho—. ¿Y de veras me vas a dejar… —tosí otra vez—… colgado aquí veintiséis minutos?
—Es una forma de arte de la vieja raza, los humanos, de antes que viniéramos nosotros —dijo Niño Muerte—. Y sí, te dejaré colgado. La tortura es también una forma de arte. Te rescataré en la última escena. Mientras, quiero mostrarte algo.
Señaló el borde del camino de donde yo había caído.
Friza, mirando hacia abajo.
Se me cortó la respiración. El dolor me estalló en el pecho, y en mis ojos desorbitados ardió la lluvia. Cara morena, hombros delgados y húmedos. Alzó la cabeza (bajo mi vientre resbalaban guijarros, el látigo me envolvía todavía el pescuezo, y el mango oscilaba golpeándome un muslo) para que el agua le entrase en la boca. Miró otra vez y la vi (¿oí?) extrañada por haber vuelto a la vida, confundida por la lluvia, esas rocas torcidas, esas nubes. La gloria batía detrás de aquellos ojos, sobre mí. Una voz articulada, y ella hubiese gritado mi nombre; me vio, y en un impulso me extendió una mano (¿oí el miedo?).
—¡Friza!
Fue un grito.
Tú y yo sabemos qué palabra grité. Pero ningún otro que escuchase el sonido áspero que me salió de los pulmones lo habría reconocido.
Todo eso, entiéndelo, en el tiempo que se tarda en abrir los ojos a la lluvia, lamer la gota que cayó en un labio, luego atender a lo que hay delante y descubrir que es alguien que amas y está a punto de morir y trata de gritar tu nombre. Eso hizo Friza allí, al borde del camino.
Y yo seguí gritando. Y Niño Muerte reía entre nosotros. Friza empezó a buscar a la derecha y la izquierda un camino para bajar. Subió, desapareció, volvió un momento después, y dobló una planta sobre el borde del camino.
—¡No, Friza!
Pero Friza ya descendía; los pies venían desprendiendo tierra y guijarros. Al fin, cuando estuvo colgando del borde mismo, la línea oscura del cuerpo doblada sobre la roca, tomó el mango del látigo —no con las manos ni con los pies, sino más bien como cuando había tirado aquella piedra, como Araña cuando había empujado un trozo de cemento—; tomó el mango, que me rozaba un muslo, lo alzó y tiró, trabajosamente, hasta que la lluvia le brilló en los costados, y ató el mango a la planta, arriba de la primera horcadura. Luego trepó, retrocediendo: sacudida de un brazo, arriba un momento, sacudida, arriba, sacudida, de un punto de apoyo a otro, hacia el camino. No podía sacármelo de la cabeza: aquí ella despierta, después de cuántos días de muerte, y sólo tiene un instante de gloria antes de precipitarse a rescatar una vida que escapa ahí abajo. Todo lo hacía para salvarme. Quería que yo me tomara del látigo, trepando así hasta el árbol, y luego por el árbol hasta el camino. La lastimaba y la amaba; me aguanté y no caí.
Niño Muerte todavía reía. Apuntó a la cima del árbol torcido.
—¡Quiébrate! —susurró.
El árbol se quebró.
Friza cayó, soltando inmediatamente la rama; manoteando la piedra mientras caía, alcanzando la tira de cuero que me colgaba del pescuezo, y soltándola.
La soltó porque me hubiera arrastrado al precipicio.
—¡Bese…! ¡Bese…! —dijo Niño Muerte, imitando la voz de una cabra. Luego la risita de antes.
Golpeé la cara contra la pizarra.
—¡Friza! —No, nadie hubiese entendido lo que aullé.
La música de Friza estalló junto con su cabeza en las rocas del cañón, treinta metros más abajo.
Roca. Piedra. Traté de convertirme en la roca en que me apoyaba. Traté de ser una piedra. Menos destrozado por esa doble muerte, me hubiera dejado caer. Si ella no hubiese muerto tratando de salvarme, yo habría muerto con ella. Ahora, no podía permitir que ella fracasara.
Mi corazón era el rock. Mi corazón era el roll.
Entumecido, seguí colgado sobre el abismo un tiempo fuera del tiempo, hasta que las manos empezaran a soltarse, resbalando.
—Está bien. Arriba.
Algo me tomó de las muñecas y tiró con fuerza, alzándome. Los hombros me sonaban como gongos de dolor debajo de los oídos. Dejé de ver mientras me arrastraban y me dejaban caer sobre unos guijarros. Parpadeé y tomé aliento. Niño Muerte me había llevado de algún modo con él al borde del precipicio.
—Acabo de salvarte la vida —dijo Niño Muerte—. ¿No estás contento de conocerme?
Me eché a temblar. Iba a desmayarme.
—Estás a punto de gritarme: «¡La mataste!» —dijo Niño Muerte—. Y eso es lo que ocurrió: la maté. Y quizá tenga que hacerlo otra vez antes que te des cuenta…
Me abalancé sobre él, y era inevitable que resbalara y cayera al vacío. Pero Niño Muerte me sostuvo con una mano mojada, fuerte, y me abofeteó con la otra. Había dejado de llover.
Quizá hizo más que abofetearme.
El Niño dio media vuelta y se abrió paso hacia el camino. Lo seguí.
Trepé.
Mis dedos desgarraban la tierra. Es una suerte que me muerda las uñas; de lo contrario ya no me quedarían uñas. Desde el borde del precipicio se llegaba al camino. Niño Muerte saltaba y brincaba. Yo me arrastraba.
Hay un estado en que toda acción persigue un único fin. Uno se mueve/respira/se detiene a descansar, empieza de nuevo con un solo propósito. Así seguía yo a Niño Muerte. Pegando el vientre a la tierra, casi siempre. Conteniendo la respiración, casi siempre. No sé muy bien a dónde iba. Las cosas no se aclararon hasta que vi a dos figuras delante de mí: el pelirrojo de piel blanca y húmeda. Una melena negra, el sucio Ojo-Verde.
Yo estaba tendido en una roca, envuelto en la niebla de la fatiga y el esfuerzo, cuando aparecieron.
Niño Muerte le pasaba el brazo por los hombros a Ojo-Verde al borde del precipicio. Delante, el cielo se movía con violencia.
—Oye, compañero —decía Niño Muerte—, tenemos que llegar a alguna clase de acuerdo. No pensarás que vine hasta aquí a robarle cinco dragones a mi amigo Araña; sólo quería recordarle que todavía ando por ahí. Pero tú. Tú y yo tenemos que unirnos. ¿Haploide? Fuera de mi alcance. Te necesito. Te necesito mucho, Ojo-Verde…
El sucio pastor se encogió de hombros sacándose de encima los dedos húmedos.
—Mira —dijo Niño Muerte, mostrando la furia del cielo.
Como cuando vi por vez primera la cara del Niño en la pantalla brillante de la cueva-manantial, vi ahora en las nubes deshilachadas: una llanura rodeada por una cerca de alambre (¿una kaula?), pero en el centro una aguja altísima apoyada en puntales y soportes. Tuve una idea del tamaño cuando advertí que los bloques junto a la cerca eran edificios, y los puntitos que se movían por allí hombres y mujeres.
—Una sonda estelar —dijo el Niño—. Están a punto de descubrir el método que usaban los humanos para ir de un planeta a otro, de una estrella a otra. Hace diez años que cavan en las ruinas, probando las viejas ideas, lamiendo pedacitos de alambre y metal. Está casi terminada. —El Niño movió la mano. Agua y agua; entró rodando en el sitio de la otra escena: un océano. Sobre el agua, unos pontones metálicos, una estación flotante. Había barcos que entraban y salían. Unas grúas bajaban una caja de metal al fondo del océano—. Un medidor de profundidad —explicó el Niño—. Pronto andar por el cieno de las profundidades oceánicas no será sólo un sueño; y llevaremos estos cuerpos al fondo del mundo, como ellos hacían. —Otro movimiento de la mano y miramos un lugar bajo tierra. Segmentos de gusanos, movidos por mujeres con cascos—. Perforación de rocas, en un sitio en que ellos llamaban Chile. —Luego, tras un último movimiento: millares de personas trabajando, moliendo granos, manejando instrumentos resplandecientes, desconcertantes y complejos—. Ahí —dijo Niño Muerte— ahí está el trabajo de todos los hombres y mujeres y andróginos de este mundo, para recordar la sabiduría de los antiguos. Puedo darte la riqueza que producen todas esas manos. —Ojo-Verde abrió el ojo verde—. Puedo garantizártelo. Sabes que puedo. Todo lo que tienes que hacer es unirte a mí.
La mano blanca se había posado en el hombro de Ojo-Verde. Ojo-Verde se la sacó otra vez de encima.
—¿Qué poderes tienes? —exigió Niño Muerte—. ¡Qué puedes hacer con tu diferencia! ¿Hablar con unos pocos hombres sordos, hombres muertos, entrar en la mente de unos pocos idiotas?
Descubrí de pronto que el Niño estaba muy perturbado. Y quería convencer a Ojo-Verde.
El pastor echó a andar, alejándose.
—¡Eh, Ojo-Verde! —vociferó Niño Muerte. Vi cómo se le hundía el estómago a medida que el pecho se quedaba sin aire. Cerró las garras.
Ojo-Verde miró por encima del hombro.
—¡Aquella roca! —El Niño mostró el borde del precipicio—. Cambia esa roca en algo comestible.
Ojo-Verde se pasó el dedo sucio por detrás de una oreja.
—Hace veintisiete días que andas con esos dragones. Hace casi un año que saliste de Molienda-del-mar. Cambia ese tronco en una cama, como aquella en que dormías en el palacio de tu madre. Eres un príncipe en Molienda-del-mar, y apestas a excrementos de lagarto. Esa agua estancada, cámbiala en un baño de ónice con agua en cinco temperaturas, y una palanca con una cabeza de rata de cobre en la punta. Tienes callos en las palmas, y se te tuercen las piernas de tanto montar dragones jorobados. ¿Dónde están las bailarinas que bailaban para ti en las losas de jade de la terraza? ¿Dónde están los músicos que endulzaban las noches? Cambia la cima de esta montaña en un lugar digno de ti…
Creo que fue entonces cuando Ojo-Verde alzó los ojos y me vio. Echó a correr hacia mí, deteniéndose sólo para recoger el machete caído al pie de la roca, y de un salto estuvo a mi lado.
Al borde del precipicio el Niño se había puesto furioso. Se estremecía, apretando los dientes, apretando los puños cerrados contra las ingles. De pronto se volvió y gritó algo…
Un trueno.
El trueno me sobresaltó y me eché hacia atrás. Ojo-Verde lo ignoró y me ayudó a incorporarme. Junto al precipicio, Niño muerte sacudía los brazos. Los relámpagos estallaban bajo las nubes. Las hojas se desteñían, pasando del negro al alhucema. Ojo-Verde ni siquiera pestañeaba. Otro trueno; luego alguien echó baldes de agua.
Mientras Ojo-Verde me ayudaba a bajar la cuesta, la suciedad del hombro se le transformó en lodo. Algo no andaba bien en mí. Seguían pasando cosas. La lluvia era fría. Yo temblaba. De algún modo era más fácil aflojarse, soltarse…
Ojo-Verde me sacudió un hombro. Abrí los ojos a la lluvia y en seguida estiré la mano hacia el machete. Ojo-Verde no me lo dejó tocar; me miró un rato.
—¿Eh…? ¿Qué…? —Yo tenía un hormigueo en los dedos de las manos y de los pies—. ¿Qué pasó?
La lluvia me pinchaba las orejas, los labios.
Ojo-Verde lloraba, mostrando unos dientes blancos. La lluvia le rayaba la suciedad de la cara, le alisaba el pelo. No dejaba de sacudirme el hombro, furioso y desolado.
—¿Qué pasó? —dije—. ¿Me desmayé…?
¡Te moriste! Me clavó los ojos, incrédulo, enojado, mientras el agua le chorreaba por el cuerpo. ¡Maldita sea, Lobey! ¡Por qué tuviste que morir! Te diste por vencido; decidiste que no valía la pena y dejaste que se te detuviera el corazón y se te apagara el cerebro. ¡Te moriste, Lobey! ¡Te moriste!
—Pero no estoy muerto ahora…
No. Ojo-Verde me ayudó a caminar. La música continúa. Vamos.
Volví a estirar la mano hacia el machete. Ojo-Verde me lo dio. No había nada que cortar, pero me sentía mejor llevándolo en la mano. Llovía demasiado para tocar.
Encontramos a nuestras cabalgaduras que gemían en el torrente, y movían alegres las barbas. Ojo-Verde me ayudó a montar. Ir a horcajadas en un dragón mojado, con silla o sin silla, es tan difícil como cabalgar en un terremoto de grasa. Al fin encontramos la manada allá arriba, caminando lentamente bajo el aguacero.
Araña vino hacia nosotros.
—¡Hola! ¡Pensé que los habíamos perdido! Ahí, del otro lado, y que no se acerquen a las tunas. Se emborrachan y luego nadie puede manejarlos.
Fuimos pues al otro lado y no dejamos que se acercaran a las tunas. Yo armaba frases mentalmente para contarle a Araña lo que había pasado. Rumiaba las palabras, pero no conseguía darles sentido. En un momento, cuando la presión de la incredulidad fue tan grande que ya no pude contenerla, di vuelta con el dragón y corrí por la cuesta fangosa hacia Araña.
—Jefe, Niño Muerte cabalga…
Me había equivocado. La figura que se volvió no era Araña. El pelo rojo le caía sobre la frente descolorida. Los dientes afilados desgarraron el trueno que estalló detrás de los montes, cuando él echaba atrás la cabeza en una carcajada de perdición. Desnudo y montado en el dragón, agitaba por encima de la cabeza un sombrero negro y plateado. De las caderas le colgaban, enfundadas, dos antiguas pistolas de brillantes cachas blancas. Cuando el dragón se le encabritó (y el mío danzó, retrocediendo) le vi, atadas a los pies desnudos y terminados en garras, unas armazones metálicas de púas giratorias, que Niño Muerte hundía en los flancos de la bestia, cruel como una flor.
Aturdido, me limpié el agua de los ojos con la mano. Pero la ilusión (con sienes venosas que centelleaban en la lluvia) había desaparecido. Enmudecido por el misterio, cabalgué de vuelta hasta la manada.