¿Qué es, entonces, la noble abstracción? Es tomar primero los elementos esenciales de la cosa a representar, y luego el resto en orden de importancia (de modo que dondequiera que nos detengamos hayamos obtenido siempre más de lo que dejamos atrás) y emplear cualquier expediente para grabar en la mente lo que queremos, sin preocuparnos de la mera exactitud literal de tal expediente.
JOHN RUSKIN, Las piedras de Venecia
Un poema es una máquina que fabrica alternativas.
JOHN CIARDI, El significado de un poema
Horas después —calculo que podían haber sido dos, que podían haber sido doce— rodé sobre el piso y salí de abajo de la mesa y me levanté gruñendo, bostezando, rascándome el cuerpo. Cuando dejé el cuarto la luz se apagó.
No volví sobre mis pasos; seguí otra vez adelante. Hay muchas aberturas que llevan a los niveles superiores. Camino hasta que veo la mañana, y luego trepo. Media hora después veo un metro de mañana allá arriba, detrás de hojas negras, y salto hacia allí. Buenas saltarinas las piernas.
Salgo gateando a un suelo desmoronado, entre zarzas, y tropiezo en una enredadera, pero a pesar de todo no puedo quejarme. Y con eso evito decir «en general». Afuera frío, brumoso. A un lado, a cincuenta metros, brillaba la orilla de un lago. Caminé entre una maraña de plantas hacia la playa despejada. Los trozos de roca se transformaron en guijarros, se transformaron en arena. Era un lago grande. Un brazo de la playa se desvanecía en un pantano de cañas. Del otro lado había un prado de retamas. Yo no sabía qué sitio era ése, pero no me gustaba estar en un pantano, así que di media vuelta y eché a andar.
Zas, zas, ¡crujido!
Me detuve.
¡Zas! En la jungla, cerca del borde, algo se sacudía y peleaba. La pelea había llegado a ese punto en que uno de los contrincantes ya casi no tiene fuerzas: la actividad llegaba en arrebatos pasajeros. (¡Jissssss!) La curiosidad, el hambre y la aventura me lanzaron hacia adelante con el machete en alto. Subí por una pendiente de roca, y desde arriba miré el claro.
Atacado por flores, un dragón moría. Los capullos le enjoyaban las escamas, las espinas le entorpecían las patas. Mientras yo miraba, el dragón intentó otra vez arrancarse los capullos con los dientes, pero los capullos volvían escurriéndose, raspándole el costado con las espinas, azotándole los ojos acuosos y amarillos.
El lagarto (del doble del tamaño de Fácil y marcado en el anca izquierda con una tosca cruz) trataba de proteger las branquias que le palpitaban a lo largo del cuello. Las plantas casi lo habían inmovilizado, pero cuando una flor se adelantó para cortarle el aliento, la desgarró con una garra libre, deshojándola. Había aplastado muchos capullos y los pétalos salpicaban la tierra revuelta.
La cruz indicaba que el dragón no me haría daño (esos animales, aun enloquecidos, después que se acostumbran al hombre se vuelven patéticos, y pocas veces son peligrosos), de modo que salté desde la roca.
Un capullo se arrastró para atacarme y vació de pronto una bolsa de aire —ssssss…— a pocos centímetros de mis pies.
Lo atravesé con el machete y un líquido nervioso (los nervios del capullo contienen esa sustancia) y verde se derramó en el suelo. Las espinas me arañaban las piernas. Pero ya les dije cómo es mi piel ahí. Sólo tengo que cuidarme el vientre y las palmas de las manos: los pies no tienen problema. Adelanté un pie y aparté una trepadora del lomo del lagarto y la aparté lo suficiente —los dientes manchados se sueltan clic, clic, clic de la piel del dragón que estaban mordiendo— como para meterle el machete por debajo, mover la hoja en redondo y… ¡giras!
El líquido nervioso mordió la piel del dragón.
Esas flores se comunican de algún modo (diferente quizá) y se movieron hacia mí; una se alzó de pronto sobre los zarcillos y saltó: —sssssss…—. Le metí la hoja en el cerebro.
Le grité al dragón, alentándolo, y lo miré con una esforzada sonrisa. El dragón lanzó un gemido de reptil. Halcón hubiese admirado esa destreza, la suya.
La crin del animal me rozó un brazo, y los dientes aplastaron una flor y unos zarcillos se le retorcieron en las comisuras de la boca. El dragón masticó un rato, decidió que no le gustaba y escupió espinas. Le arranqué dos flores más: un pie le quedó libre
—Sssssss… —Miré hacia la derecha.
Lo que fue un error pues venía de la izquierda.
Errores así son bastante graves. Largo y espinoso me envolvió un tobillo, y tironeó tratando de hacerme caer. Por fortuna eso no es posible. De modo que hundió montones de dientes en la pantorrilla y se puso a masticar. Yo me volví y sacudí unos pétalos blancos (una flor albina) que se me quedaron en la mano. En la pantorrilla seguía el crach, crach. La mano del machete estaba levantada. La bajé, pero se me enredó en unas malezas. Algo me arañó el pescuezo. Que no es tan duro.
Tampoco lo son (pensándolo un poco): los lomos, debajo de la barbilla, entre las piernas, las axilas, detrás de las orejas; catalogué rápidamente todos los sitios tiernos. Esas malditas flores se mueven tan despacio que le dan a uno tiempo para pensar.
Entonces algo largo y violento zumbó junto a mis piernas. Los pétalos saltaron por el aire. La planta dejó de masticar y eructó nerviosamente bajando por mi tobillo.
Pinnnnn cerca de mi mano, y mi mano quedó en libertad. Me tambaleé, lancé un machetazo a otra zarza. Una rosa hinchada resbaló por una pata del dragón y se arrastró buscando dónde esconderse. Sí, se comunican, y la comunicación decía miedo y retirada. ¡Pero la música! ¡Señor, la música!
Me volví para mirar hacia arriba, a la roca.
La mañana estaba tan avanzada que ya había coloreado el cielo detrás del hombre. Una última flor todavía estorbaba en el cuerpo de la bestia. El hombre la alcanzó —ssssss… ¡pluc!— y enrolló el látigo. Me froté la pantorrilla. El dragón gimió, desafinando.
—¿Tuyo? —Señalé la bestia por encima del hombro con un dedo pulgar.
—Era. —El hombre respiraba profundamente, y el pecho chato y huesudo se le combaba con la respiración; las costillas se le abrían y cerraban como persianas—. Si vienes con nosotros es tuyo… para cabalgarlo al menos. Si no vienes es mío otra vez.
El dragón se frotó inocentemente las agallas contra mi cadera.
—¿Sabes usar el látigo de dragones? —preguntó el desconocido.
Me encogí de hombros.
—La única vez que vi estos animales fue hace seis años, cuando unos pastores se apartaron de la ruta. —Habíamos trepado todos a la Cara de Berilio y vimos cómo llevaban el rebaño de lagartos por el paso Vidrio Verde. Cuando Lo Halcón fue a hablar con ellos yo lo acompañé, y allí supe lo de las marcas y los monstruos mansos.
El desconocido me miró con una sonrisa.
—Bueno, eso fue hace tiempo y ahora se repite. Pienso que nos hemos apartado de la ruta unos veinticinco kilómetros. ¿Quieres un trabajo, y un lagarto para montar?
Miré las flores destrozadas.
—Sí.
—Muy bien, ahí tienes la montura, y tu primer trabajo es traerlo aquí con el resto de la manada.
—Oh. —(Veamos; recuerdo que los hombres iban encaramados detrás de los bultos de los lomos, con los pies metidos en los sobacos escamosos. ¿Mis pies? Se apoyaban en las dos barbas blancas de las agallas: ¡Arre! ¡Vamos!).
Forcejeamos en el lodo unos quince minutos, siguiendo instrucciones que me gritaban desde allá arriba; y aprendí de aquel hombre maldiciones que nunca había oído. Terminamos casi riéndonos a carcajadas. El dragón estaba ahora de pie y en la orilla, y sin ninguna intención me había arrojado al agua… otra vez.
—Eh, ¿crees de veras que aprenderé a manejarlo?
El hombre me tendió una mano y me ayudó a levantarme; la otra sostuvo mi montura, la otra enroscó el látigo, y la cuarta rascó la cabeza lanuda.
—No te des por vencido. No me fue mucho mejor la primera vez. Móntalo de nuevo.
Monté, y ahora me sostuve, y corrí sacudiéndome al borde del agua, hacia arriba y hacia abajo. Desde el suelo parece fácil, pero es como si uno se sacudiera caminando en zancos.
—Estás aprendiéndole las mañas.
—Gracias —dije—. ¿Dónde está la manada, y quién eres tú?
El hombre estaba de pie en las aguas bajas, que le llegaban a los tobillos. La mañana era ahora brillante, y las gotas que yo le había salpicado le adornaban la cara y los hombros, como gemas. Sonrió y se limpió la cara.
—Araña —dijo—. ¿Y cómo te llamas tú que no entendí…?
—Lo Lobey.
Me mecí contento detrás de la joroba escamosa.
—No le digas Lo a ningún pastor del rebaño —dijo Araña—. No hace falta.
—Ni siquiera lo habría pensado si no fuese por las costumbres de mi aldea —dije.
—La manada está por allá.
Araña saltó al lomo del dragón, detrás de mí.
De pelo ambarino, cuatro brazos y algo jorobado, Araña era dos metros diez de hueso metidos en un metro ochenta de piel. Todo atado en músculos largos y estrechos. Estaba quemado de rojo y el rojo quemado de castaño, pero asomando todavía. Y cuando Araña se reía parecía que unas hojas secas se le aplastaran dentro del pecho. Rodeamos el lago caminando lentamente. Y, ¡ah, la música!
La manada, unos doscientos cincuenta dragones gemebundos (luego supe que este sonido indicaba felicidad), pastaban en una cañada, detrás del lago. En mi memoria, la juventud había idealizado a los pastores. Había de todo. Entiendo por qué no se les dice Lo, La o Le. Dos de ellos… todavía no sé cómo se sostenían en los lomos de los dragones. Pero les caí bien.
Un muchacho que era un verdadero cerebro: uno lo notaba en seguida en el brillo del ojo verde, la habilidad con el látigo, y la parsimonia con que manejaba los dragones. Sólo que era mudo. ¿Sería eso lo que me inquietaba y me hacía pensar en Friza? Te espera una tarea…
Había otro tipo; comparado con él Blanco hubiese parecido totalmente normal. Tenía algún problema de las glándulas y olía mal. Y quería contarme la historia de su vida (no tenía control motor de la boca y cuando se excitaba hablaba en una especie de chapurreo).
Yo hubiese preferido que me hablase Ojo-Verde y no Fétido. Quería saber dónde había estado, qué había visto; Ojo-Verde conocía algunas buenas canciones.
Los dragones se extravían de noche. Así que se los reúne a la mañana. A mí me habían traído junto con los animales descarriados. Al desayuno supe por Fétido que yo reemplazaba a alguien que la tarde anterior había tenido un feo y triste final.
—Aquí sobrevive la gente más rara —reflexionó Araña—. Los más raros no. Ella parecía mucho más «normal» que tú. Pero no está aquí ahora. Es una prueba.
Ojo-Verde me miró parpadeando por debajo de todo aquel pelo negro, descubrió que yo lo miraba y siguió entretejiendo el látigo.
—¿Cuándo terminarán de asarse esos huevos de dragón? —dijo Cuchillo; las manos grises palparon las piedras, alrededor del fuego.
Araña le tiró un puntapié y el pastor se alejó escurriéndose.
—Espera a que comamos todos. —Pero a los pocos minutos Cuchillo se arrastró de vuelta y se refregó contra las piedras—. El calor —murmuró, defendiéndose, cuando Araña lo pateó de nuevo— me gusta el calor.
—Pero no te acerques a la comida.
—¿A dónde los llevan? —Señalé la manada—. ¿De dónde los traen?
—Se crían en el Pantano Caliente, a unos doscientos kilómetros al oeste de aquí. Los traemos por este camino, atravesamos la Gran Ciudad y luego seguimos hasta Molienda-del-mar. Allí se sacrifican los que son estériles; se quitan los huevos a las hembras, se inseminan, y luego traemos los huevos y los plantamos en el pantano.
—¿Molienda-del-mar? —dije—. ¿Qué hacen allá con los dragones?
—Se los comen, a casi todos. Otros son para el trabajo. Imagino que ha de ser un sitio fantástico para quien ha nacido en los bosques. He ido y venido tantas veces que aquello es como mi casa. Tengo allí techo, mujer y tres hijos, y otra familia en el Pantano.
Comimos huevos, carne de lagarto frita, cereal caliente, con mucha sal y trozos de ají. Luego me puse a tocar el machete.
¡Qué música!
Muchas melodías a la vez, casi todas iguales, pero que comenzaban en momentos distintos. Tuve que tomar un hilo y tocarlo. A las pocas notas vi que Araña me miraba sorprendido.
—¿Dónde oíste eso? —preguntó.
—Creo que lo inventé ahora.
—No seas tonto.
—Lo tenía en la cabeza. Muy confuso.
—Tócalo otra vez.
Lo toqué. Esta vez Araña se puso a silbar una de las otras melodías, de modo que las dos resplandecieron entrechocándose.
Cuando terminamos Araña dijo:
—Tú eres diferente, ¿verdad?
—Eso me dijeron. De todos modos, ¿cómo se llama esa canción? No se parece a la música que conozco.
—Es la «Sonata para cello solo de Kodaly».
El viento sacudía las retamas.
—¿La qué? —dije. Detrás de nosotros gemían los dragones.
—¿La sacaste de mi cabeza? —preguntó Araña—. No pudiste haberla oído antes, a menos que yo hubiese ido por ahí tarareándola. Y no puedo tararear un crescendo en tres claves.
—¿La saqué de ti?
—Esa música ha estado en mí durante semanas. La escuché en un concierto el verano pasado en Molienda-del-mar, la noche antes de salir para el pantano a llevar los huevos. Descubrí luego un LP en las ruinas de la antigua biblioteca de Haifa, en la sección de música.
—¿La aprendí de ti? —y de pronto todo se aclaró; por qué La Dirá sabía que yo era diferente; por qué Nativia supo que yo era diferente cuando me puse a tocar Bill Bailey—. Así es como me viene la música, entonces.
Apoyé la punta del machete en el suelo.
Araña se encogió de hombros.
—No creo que todo lo saqué de otras personas —dije, frunciendo el ceño—. ¿Diferente? —Deslicé un pulgar por el filo del machete y tapé los agujeros con los dedos de los pies.
—Yo también soy diferente —dijo Araña.
—¿En qué?
—En esto.
Cerró los ojos y se le endurecieron todos los hombros.
El machete me saltó de la mano, se desprendió del suelo y giró en el aire. Luego cayó de punta, y quedó clavado en un leño y estremeciéndose, junto al fuego. Araña abrió los ojos y tomó aliento.
Yo tenía la boca abierta. La cerré.
Todos los demás pensaban que había sido muy divertido.
—Y con los animales —dijo Araña.
—¿Cómo?
—Los dragones. En cierta medida puedo mantenerlos tranquilos y juntos, y alejar de nosotros a las criaturas peligrosas.
—Friza —dije—. Tú eres como Friza.
—¿Quién es Friza?
Bajé los ojos y miré el machete. La melodía con que yo la había llorado era mía.
—Nadie —dije—, nunca más. —¡Aquella melodía era mía! Entonces pregunté—: ¿Sabes algo de Niño Muerte?
Araña puso la comida en el suelo, alzó todas las manos, y ladeó la cabeza. Las largas aberturas de la nariz se le ensancharon hasta que fueron redondas. Aparté los ojos de ese miedo. Pero los demás me observaban y tuve que mirarlo otra vez.
—¿Qué quieres saber de Niño Muerte? —dijo Araña.
—Quiero encontrarlo y… —Arrojé el machete al aire y lo hice girar como Araña, pero impulsado por la mano. Lo atrapé con un pie antes que cayese—… Bueno, quiero encontrarlo. Háblame de él.
Todos rieron. La risa comenzó en la boca de Araña, luego fue unos sonidos babeantes en Fétido, un silbido bajo en Cuchillo, gruñidos y cacareos en los otros, terminando en el ojo verde de Ojo-Verde, una luz que se apagó cuando dejó de mirarme.
—Te esperan tiempos duros —dijo Araña al fin—, pero —se incorporó junto al fuego— vas en la dirección adecuada.
—Háblame de él —repetí.
—Hay un tiempo para hablar de lo imposible, pero no cuando hay trabajo que hacer.
Araña metió la mano en una bolsa de lona y me tiró un látigo.
Lo atrapé en el aire.
—Deja el hacha —dijo—. Esto canta cuando vuela.
El látigo silbó encima de mi cabeza.
Fuimos todos hacia nuestras monturas, y Araña trajo una brida y unas espuelas que se adaptaban perfectamente a aquellas jorobas y escamas; entendí por qué me había hecho montar en pelo. Gracias a la media silla y las correas cabalgar el dragón era casi agradable.
—Hacia allá —gritó Araña, y cuando nos pusimos en marcha imité a los que iban a mi lado.
Los dragones bullían a la luz del sol.
Los látigos engrasados brillaban y chasqueaban sobre las escamas, y el balanceo rítmico de la bestia se apoderó del mundo: los árboles y los montes y las retamas y las piedras y las zarzas acompañaron y batieron el movimiento como una multitud que empieza a golpear las manos y el suelo siguiendo un ritmo; la jungla, mi auditorio, aplaudió el ritmo ondulante de los lagartos.
Gemidos. Lo que significaba que iban contentos.
Silbidos a veces. Lo que significaba cuidado.
Gruñidos y maldiciones y gritos. Lo que significaba que los pastores iban también contentos.
Aprendí una cantidad increíble de cosas aquella mañana, meciéndome entre esas criaturas: cinco o seis de ellas eran los guías y el resto iba detrás. Manteniendo a los guías en la dirección adecuada no había problemas. Los dragones tienden a caminar en línea recta. Las mejores respuestas se consiguen palmeándoles las ancas. Más tarde supe que unos centros nerviosos —mayores que el cerebro— gobiernan allí los impulsos de la extremidad posterior.
Uno de los dragones guías insistía en volver atrás y molestar a una hembra muy pesada (un tumor ovárico le impedía liberarse de los huevos estériles, me explicó Araña) y nos costó mantenerlos apartados. Yo pasé mucho tiempo (imitando a Ojo-Verde) atento a los bordes de la manada, cuidando de que las criaturas distraídas no se desviasen del camino.
Comencé a entender el trabajo cuando unos veinte dragones se atascaron en un pantano de hierbabuena (un fangoso pantano de arenas movedizas, y matorrales torcidos por el viento). Araña llevó el resto de la manada alrededor de las arenas, haciendo chasquear tres látigos, mientras nosotros cinco chapaleábamos de un lado a otro entre la hierbabuena tratando de sacar a los dragones.
—No creo que haya muchos más de esos pantanos —gritó Araña cuando cabalgábamos otra vez—. Pronto cruzaremos la Ciudad, si no nos alejamos mucho del camino. Hemos estado doblando hacia el oeste.
Me dolía un brazo.
Una vez tuve veinte segundos de tranquilidad cabalgando junto a Ojo-Verde:
—¿No es un modo estúpido de desperdiciar la vida, compañero?
Ojo-Verde sonrió.
En ese momento dos dragones muy amistosos se interpusieron entre nosotros, galopando y gimiendo. La transpiración se me metía en los ojos, y un aceite me mojaba las axilas. Los arreos me ayudaban: los muslos tardaban más en ponérseme en carne viva. Apenas veía, y me guiaba más por el oído que por el ojo cuando Araña gritó:
—¡Cambio de rumbo! ¡La Ciudad a la vista!
Alcé la cabeza pero una nueva transpiración me nubló los ojos y todo onduló en el calor. Yo arreaba dragones. Las retamas disminuyeron, y empezamos a bajar una pendiente.
La tierra se desterronaba bajo las garras de los dragones. No había vegetación que mitigase la temperatura y el sol nos clavaba agujas doradas en las nucas. El suelo reflejaba el calor. Al fin, arena.
Los dragones tuvieron que ir más lentamente. Araña se detuvo y se pasó un pulgar por los párpados transpirados.
—Casi siempre entramos por la avenida McClellan —dijo, mirando por encima de las dunas—. Pero creo que estamos más cerca de la calle Mayor. Las dos se cruzan a pocos kilómetros del centro. Nos detendremos en el cruce y descansaremos hasta el anochecer.
Los dragones cruzaban las arenas de la ciudad, y silbaban. Criaturas de pantano, no estaban acostumbradas al ambiente seco. Mientras avanzábamos por ese viejo sitio, callados y furiosos, arreando cientos de bestias, hubo un momento inesperado de horror, y me vi rodeado por una multitud de millones, constreñido por paredes, entre el hollín, el humo, y los gritos de la desaparecida raza del planeta, antigua y espantosa.
Hice silbar el látigo, alejando la imagen. La luz del sol se clavaba en la arena.
Dos dragones comenzaron a molestarse entre ellos y los separé con el látigo. Indignados, intentaron arrebatármelo a zarpazos, y no pudieron. La respiración me inundaba la garganta. Sin embargo, cuando las dos bestias se alejaron me di cuenta de que yo sonreía mostrando los dientes. Solos, nos afanamos a lo largo del día, contentos y aterrorizados.