Aquí no hay sino locos, y algunos de ellos conocen este mundo, y saben que quien trata de actuar como otros nunca hace nada, pues los hombres nunca tienen las mismas opiniones. Ésos no saben que quien es llamado sabio de día no será considerado loco de noche.
NICOLÁS MAQUIAVELO, Carta a Francesco Vittori
La experiencia le revela en todos los objetos, en todos los acontecimientos, la presencia de algo más.
JEAN-PAUL SARTRE, Saint Genet, Comediante y Mártir
Me detuve. El ruido de hojas secas bajo unos pies, de helechos en un hombro, se me acercó por detrás, se detuvo. El borde de las montañas era gris ahora.
—¿Lobey?
—¿Cambiaste de idea?
Un suspiro.
—Sí.
—Adelante, entonces. —Echamos a andar—. ¿Por qué?
—Ocurrió algo.
Dorik no dijo qué. No le pregunté.
—Dorik —dije, un poco más tarde—, siento hacia ti algo parecido al odio. Está tan cerca del odio como estaba cerca del amor lo que sentía por Friza.
—Ninguno de los dos está ahora tan cerca como para preocuparse. Vives demasiado en ti mismo, Lobey. Ojalá crezcas.
—¿Y tú me vas a mostrar cómo? —dije—. ¿En la oscuridad?
—Te estoy mostrando.
La mañana, mientras caminábamos, goteó bermellón. A la luz, los ojos se me volvieron asombrosamente pesados, piedras en la cabeza.
—Trabajaste toda la noche —dije—. Yo mismo dormí unas pocas horas. ¿Por qué no descansamos un rato?
—Espera a que haya luz suficiente como para que sepas que estoy aquí.
Lo que era una respuesta extraña. Dorik parecía ahora una silueta grisácea a mi lado.
Cuando hubo bastante rojo en el este, y el resto del cielo fue por lo menos azul, empecé a buscar un sitio para dormir.
Estaba agotado, y cada vez que me volvía y miraba el sol el mundo nadaba en lágrimas de fatiga.
—Aquí —dijo Dorik. Habíamos llegado a un pequeño hueco en la roca, al pie del risco. Me tendí allí. Dorik también. Descansamos con el machete entre los dos. Recuerdo un momento de luz dorada a lo largo del brazo y en la espalda encorvados hacia mí antes de dormirme.
Toqué la mano que me tocaba la cara, y la sostuve hasta que abrí los ojos, debajo. Los párpados se separaron con un chasquido.
—¿Dorik…?
Nativia me miró desde arriba.
Mis dedos se entrelazaron con los dedos palmados de Nativia. Parecía asustada, y el aliento, que le salía de los labios dilatados, paró mi aliento.
—¡Fácil! —gritó hacia la loma—. ¡Pequeño Jon! ¡Está aquí!
Me incorporé.
—¿A dónde fue Dorik…?
Fácil apareció corriendo; detrás venía Pequeño Jon.
—La Dira —dijo Fácil—. La Dira quiere verte… antes que te vayas. Ella y Lo Halcón tienen que hablar contigo.
—Eh, ¿alguno de ustedes vio por ahí a Le Dorik? Qué raro que se haya ido…
Entonces asomó aquella mueca en la cara de Pequeño Jon, agrietando las facciones en miniatura como fallas en una roca negra.
—Le Dorik está muerto —dijo Pequeño Jon—; eso es lo que querían decirte.
—¿Eh?
—Antes de la salida del sol, dentro de la kaula —dijo Fácil—. Estaba tendido junto a la tumba de mi hermano Blanco. ¿Recuerdas a mi hermano?
—Sí, sí —dije—. Ayudé a cavar la tumba… ¿Antes de la salida del sol? Es imposible. El sol había salido cuando nos dormimos, aquí mismo. —En seguida dije—: ¿Muerto?
Pequeño Jon asintió con un movimiento de cabeza.
—Como Friza. De la misma manera. Eso dijo La Dira.
Me puse de pie, apretando fuerte el mango del machete.
—¡Pero es imposible! —Alguien que decía: Espera a que haya luz suficiente como para que sepas que estoy aquí—. Le Dorik estaba conmigo a la salida del sol. Fue entonces cuando nos tendimos aquí a dormir.
—¿Dormiste con Le Dorik después de que Le Dorik murió? —dijo Nativia, sorprendida.
Perplejo, volví a la aldea. La Dira y Lo Halcón se reunieron conmigo en la cueva-manantial. Conversamos un rato; vi que pensaban de veras en cosas que yo no entendía; en mi perplejidad.
—Eres un buen cazador, Lo Lobey —dijo al fin Lo Halcón—, y aunque un poco abultado debajo de la cintura, un hermoso ejemplar humano. Tienes por delante muchos peligros; te he enseñado mucho. Recuérdalo cuando andes por el borde de la noche o por la orilla de la mañana. —La muerte de Le Dorik, parecía, lo había convencido de que había algo de cierto en las suposiciones de La Dira, aunque yo no entendía ninguna de las partes del discurso, ni el puente que unía esas partes. No me aclaraban nada—. Usa lo que te enseñé para llegar a donde vas —continuó Lo Halcón— para sobrevivir allí, y para volver.
—Eres diferente. —Eso fue lo que me dijo La Dira—. Has visto que ser diferente es peligroso. También es importante. He tratado de instruirte con una visión del mundo capaz de abarcar tus actos futuros. Y el significado de esos actos. Has aprendido mucho, Lo Lobey. Usa también lo que yo te he enseñado.
Sin saber a dónde iba, di media vuelta y me alejé tambaleando, trastornado todavía por la noticia de que Dorik había muerto antes del alba. Parecía que los trillizos Bloi estuvieron despiertos toda la noche, pescando cangrejos ciegos en la boca de la cueva-manantial. Regresaron cuando estaba todavía oscuro, balanceando las linternas y bromeando mientras subían la pendiente… ¡Dorik detrás del alambre, envuelto en una malla de sombra, en el círculo de luz de las linternas, boca abajo al borde de la tumba!
Tuvo que ser unos instantes después de haberme ido.
Corrí entre las zarzas, rumbo al mediodía. En mi cabeza se iba aclarando un pensamiento; se aclaraba como las figuras del lecho de un arroyo cuando uno aparta las burbujas con la mano, un instante; si Le Dorik, muerto, había caminado conmigo un rato (—Te estoy mostrando, Lobey) atravesando la aurora y el monte, y se había acurrucado en una roca bajo la luz nueva del sol, entonces Friza también podía viajar conmigo. Si yo encontrara lo que mataba a los nuestros que eran distintos, y por eso mismo reales más allá de la muerte…
Ahora una canción lenta con el machete para llorar a Dorik; y los golpes de mis pies en la tierra, caminando. Luego de varias horas de lamento, tenía el cuerpo cubierto de sudor, como en una danza fúnebre.
Mientras el día se apoyaba en las montañas pasé junto a las primeras flores rojas, de capullos del tamaño de mi cara, como burbujas de sangre que anidaban entre espinas, o que descansaban en la piedra desnuda. No era bueno detenerse allí. Carnívoras.
Me senté en cuclillas en un bloque de granito, a la luz amarilla de la tarde. Un caracol del tamaño de mi dedo índice estiró los cuernos hacia un charquito no más grande que mi palma. Media hora más tarde, bajando por la pared de un desfiladero, cuando el violeta ya había desplazado al amarillo, vi una hendidura en la roca: otra abertura que llevaba a la cueva-manantial. Decidí pasar allí la noche, y me deslicé por el agujero.
Todavía olor a seres humanos y muerte. Excelente. Los animales peligrosos evitan esas cosas. Entré apoyándome en pies y manos. La tierra blanda se transformó en musgo, en cemento. Afuera, la noche, encaje sónico de grillos y avispas que yo no podía imitar con el machete, era ya muy oscura.
Pronto tropecé con unos rieles metálicos, y los seguí con las manos… atravesando un sitio donde había caído tierra, otro donde había ramas y hojas esparcidas, y luego una larga pendiente. Estaba a punto de detenerme, y apoyarme contra la pared de la cueva que era el sitio más seco y dormir, cuando noté que los rieles se bifurcaban.
Me puse de pie.
Lancé un chillido con el machete y llegó un eco prolongado de la derecha: un pasaje sin fin. Pero de la izquierda sólo llegó una breve resonancia: algún tipo de habitación. Fui hacia la izquierda. Mi cadera rozó el quicio de una puerta.
Entonces, de pronto, me encontré en una sala iluminada.
Los circuitos sensorios eran todavía sensibles. Paredes con rejas, mesa de vidrio azul, instalaciones eléctricas de cobre, vitrinas, y una pantalla de televisión en la pared. Me acerqué guiñando los ojos ante la nueva luz. Cuando todavía funcionan es agradable mirar los colores: hacen figuras, y las figuras hacen música en mí. Varias personas que habían explorado la cueva-manantial me habían hablado ya de esos colores (una fogata nocturna y niños fantásticamente interesados, apretados codo con codo alrededor de la llama y el aventurero), y dos años antes yo había ido a ver el color en un brazo muy explorado de la cueva. Fue así como supe de la música.
La televisión en colores es sin duda algo más divertido que ese método genético de reproducción tan arriesgado, y que adoptamos como nuestro. Ah, qué mundo hermoso.
Me senté a la mesa y probé las perillas hasta que una hizo clic. La pantalla se volvió gris, parpadeó, y se inundó de colores.
Había estática. Busqué la perilla del volumen y bajé la voz… Así podía escuchar la música en colores. Cuando me llevaba la hoja a los labios, algo ocurrió.
Oí una risa.
Primero pensé que era una melodía. Pero era una voz, una risa. Y en la pantalla, entre un caótico parpadeo de luces, un rostro. No era la imagen de un rostro. Era como si yo estuviese mirando los puntos particulares de un tono melódico —un rostro— ignorando el resto. Hubiese distinguido aquellos rasgos en cualquier confusión de colores: la cara de Friza.
La voz pertenecía a algún otro.
Friza se disolvió. Donde había estado su cara apareció otra, la de Dorik. Otra vez aquella extraña risa. De pronto Friza estuvo en un lado de la pantalla, Dorik en el otro y en el centro un niño que se reía de mí. La imagen del niño se aclaró, llenó la pantalla y yo dejé de ver el resto del cuarto. Detrás del niño, calles arruinadas, vigas que asomaban entre restos de paredes, malezas: y todo de un verde vacilante, el sol blanco en un cielo reticulado. Allá atrás, en un poste de alumbrado, se había posado una criatura de aletas y agallas blancas que se rascaba una pata roja en el óxido. En la acera había una toma de agua envuelta en luz y verdín.
El niño pelirrojo —de pelo más rojo que los Bloi, más rojo que los capullos henchidos de sangre— reía con ojos entornados. Tenía pestañas doradas. El verde se le metía en la piel transparente, como una fosforescencia; pero yo sabía que bajo luz normal sería tan pálido como Blanco en el momento de morir.
—Lobey —decía el niño riendo y mostrando unos dientes pequeños: demasiados dientes. Quizá como en la boca del tiburón que yo había visto en el libro de La Dira, hilera sobre hilera de agujas de marfil—. Lobey, ¿cómo vas a hacer para encontrarme?
—¿Qué? —y esperé que la ilusión se desvaneciese con mi voz.
Pero en algún sitio aquel niño desnudo seguía riendo, con un pie metido en un agua de hierbas ondulantes. Sólo Friza y Dorik habían desaparecido.
—¿Dónde estás?
El niño alzó la vista, y en los ojos no tenía blanco, sólo un castaño y un dorado brillantes. Yo había visto unos pocos ojos como aquéllos. Sin embargo es enervante ver ojos de perro en un rostro humano.
—Mi madre me llamaba Bonny William. Ahora todos me llaman Niño Muerte. —Se sentó en la acera y puso las manos sobre las rodillas—. ¿Vas a buscarme, Lobey, y matarme como maté a Friza y a Dorik?
—¿Tú? Tú. ¿Lo Bonny William…?
—Sin el Lo. Niño Muerte. No Lo Niño.
—¿Tú los mataste? Pero… ¿por qué?
La desesperación hizo de mi voz un susurro.
—Porque eran diferentes. Y yo soy más diferente que todos. Vosotros me asustáis y cuando estoy asustado —dijo el niño riendo otra vez— mato. —Pestañeó—. Sabes, tú no me buscas. Yo te busco a ti.
—¿Qué quieres decir?
Niño Muerte se echó hacia atrás un mechón carmesí del pelo que le caía sobre la frente blanca.
—Soy yo quien te trae aquí. Si yo quisiera no me encontrarías nunca. Pero como quiero que vengas no podrás evitarme. Puedo ver por los ojos de cualquier persona de este mundo, o de cualquier mundo que nuestros antecesores hayan conocido alguna vez: por eso sé de muchas cosas que nunca he tocado ni olido. Tú saliste sin saber dónde estoy y corriste hacia mí. Lo Lobey —Niño Muerte alzó el rostro—, terminarás huyendo de mi casa verde, arañando la arena como una cabra ciega que va a caer a un precipicio…
—… cómo sabes…
—… te caerás y te romperás el pescuezo. —Sacudió un dedo ante mí, un garfio como los dedos de Pequeño Jon—. Ven a mí. Lo Lobey.
—¿Si te encuentro me devolverás a Friza?
—Ya te he devuelto a Le Dorik por un rato.
—¿Puedes devolverme a Friza?
—Conservo todo lo que mato. En mi kaula privada.
Aquella risa húmeda. Como agua en una cañería helada.
—¿Niño Muerte?
—¿Qué?
—¿Dónde estás? —Las palabras chocaron contra agujas de marfil—. ¿De dónde saliste, Niño Muerte? ¿A dónde vas?
Los largos dedos del niño se movieron como cuerdas de lino que sostenían monedas de oro. Apartó las malezas con un pie.
—Pasé la infancia asándome en las arenas de la kaula en un desierto ecuatorial, sin ningún guardián que cuidase de mí. Como a ti, vivaz en tu jungla, me perseguían los recuerdos de quienes vivieron bajo este sol antes que los padres de nuestros padres llegasen y tomasen estos cuerpos, amores y temores. La mayoría de los que estaban conmigo en la kaula murió de sed. Al principio salvé a algunos llevándoles agua del mismo modo que cuando Friza tiró la piedra: sí, vi eso también. Yo hice lo mismo durante un tiempo. Luego, durante un tiempo maté a todos los que ponían conmigo en la kaula, y les saqué el agua directamente de los cuerpos. Iba hasta la cerca y miraba por encima de las dunas las palmeras del oasis donde trabajaba nuestra tribu. En aquel tiempo nunca pensé en dejar la kaula, porque como en esos espejismos del desierto veía por los ojos de todo el mundo: veía lo que hacían tú y Friza y Dorik, como veo lo que pasa en todo este brazo de la galaxia. Cuando lo que veía me asustaba, cerraba los ojos que estaban mirando. Eso es lo que les pasó a Friza y a Dorik. Cuando todavía siento curiosidad —más curiosidad que miedo— por lo que se ve a través de esos ojos, los abro de nuevo. Eso es lo que le ocurrió a Dorik.
—Eres fuerte —dije.
—De ahí vengo: del desierto, donde la muerte se mueve en los huesos arenosos de la Tierra. ¿Y ahora? Cada vez entro más en el mar.
Alzó los ojos, y el pelo rojo flotó hacia atrás en aquel verde estremecido.
—Niño Muerte —grité; se había alejado mucho—. ¿Por qué estabas en la kaula? Pareces más funcional que la mitad de los que tienen Lo y La en mi pueblo.
Niño Muerte volvió la cabeza y me miró con el rabo del ojo.
—¿Funcional? —remedó—. ¿Un pelirrojo de piel blanca y agallas nacido en un desierto?
La boca de tiburón en miniatura desapareció de la pantalla. Pestañeé. No se me ocurrió ninguna otra cosa; saqué los papeles del archivo, los desparramé debajo de la mesa y me tendí allí, cansado y aturdido.
Recuerdo que tomé una hoja y deletreé un párrafo. La Dira me había enseñado a leer los títulos de las grabaciones, cuando yo me dedicaba a revolver los archivos del pueblo:
Evacuar urgentemente los niveles superiores. El sistema de alarmas indicará la radiación en los niveles normales. Más abajo, los dispositivos de detección se encuentran en…
La mayoría de las palabras no las entendí. Rompí el papel en dos con los dedos de los pies y en cuatro con los dedos de las manos; luego dejé caer los pedazos sobre mi estómago antes de tomar el machete y tocar para dormirme.