De pronto, la bestezuela errante se alejó huyendo, y dejó en mi regazo —oh horror— un monstruoso y deforme gusano de cabeza humana.
—¡Dónde está tu alma, que yo pueda cabalgarla!
ALOYSIUS BERTRAND, El enano
¡A Vivir! ¡Somos la generación de PEPSI!
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… Dorik.
Una hora más tarde yo estaba agachado, escondido, junto a la kaula. Pero el guardián de la kaula, Le Dorik, no andaba por allí. Una cosa blanca (recuerdo cuando la mujer, que era la madre de Fácil, se la arrancó del útero poco antes de entrar en agonía) había trepado a la cerca electrificada, y allí estaba ahora, babeando. Probablemente no tardara en morir. En algún sitio estalló la risa de Griga; había sido Lo Griga hasta los dieciséis. Pero algo —nadie supo si era o no de origen genético— le pudrió el cerebro, y desde entonces la risa le salía a borbotones de los labios y encías. Perdió el Lo y lo pusieron en la kaula. Le Dorik estaría adentro ahora, pensé, repartiendo comida, ayudando con medicinas cuando las medicinas podían ayudar, matando cuando había alguna persona más allá de toda medicina. Aquel sitio encerraba tanta tristeza y horror; costaba recordar que aquellos reclusos eran gente. No llevaban título de pureza, pero eran gente. Hasta Lo Halcón, si oía un chiste sobre los enkaulados, se ofendía tanto como si se hubiesen referido a algún ciudadano con título.
—No sabes lo que les hacían cuando yo era niño, joven Lo. Nunca viste cómo los arrastraban desde la jungla cuando unos pocos lograban sobrevivir. Tú no viste el comportamiento bárbaro de los normales: el miedo les había triturado la razón, y los había vuelto sanguinarios. A muchas personas que hoy llamamos Lo y La no las habrían dejado vivir si hubiesen nacido hace cincuenta años. Alégrate de ser hijo de tiempos más civilizados.
Sí, eran gente. Pero yo me había preguntado muchas veces cómo sería cuidar a aquella gente… ¿Y Le Dorik?
Volví a la aldea.
Lo Halcón, que estaba cambiando la cuerda de una ballesta, alzó los ojos. Había apilado los cartuchos en el suelo, delante de la puerta, y examinaba las cápsulas.
—¿Cómo estás, Lobey?
Levanté un cartucho con el pie, lo di vuelta.
—¿Todavía no cazaron ese toro?
—No.
Toqué el disparador con la punta del machete. Estaba bien.
—Vamos —dije.
—Antes examina el resto.
Mientras yo examinaba los cartuchos, Lo Halcón terminó de poner la cuerda, entró en la casa y trajo otra ballesta para mí; luego bajamos al río. El cieno manchaba el agua de amarillo. La corriente estaba crecida y pasaba rápidamente, peinando los helechos y hierbas altas de las orillas. Caminamos por la ribera unos tres kilómetros.
—¿Qué mató a Friza? —pregunté al fin.
Lo Halcón se agachó para examinar un tronco arañado: marcas de colmillos.
—Tú estabas allí. Tú viste. La Dira supone, nada más.
Nos apartamos del río. Las zarzas arañaban las polainas de Lo Halcón. Yo no necesito polainas. Tengo la piel dura y tirante. Fácil y Pequeño Jon tampoco necesitan polainas.
—No vi nada —dije—. ¿Qué supone La Dira?
Un halcón albino salió de un árbol y se alejó dando vueltas. Friza tampoco necesitaba polainas.
—A Friza la mató algo que era no-funcional, algo que ella tenía y que era no-funcional.
—Friza era funcional —dije—. ¡De veras!
—Habla más bajo, muchacho.
—Los animales no se separaban —dije más suavemente—, y hacían todo lo que ella quería. Friza alejaba las cosas peligrosas y atraía las cosas buenas.
—Tonterías —dijo Lo Halcón mientras ponía un pie en el fango.
—Sin ademanes ni palabras podía llevar a los animales donde ella quería, o donde yo quería.
—Tonterías que te ha estado contando La Dira.
—No. Yo lo vi. Podía mover a los animales como movió la piedra.
Lo Halcón empezó a decir alguna otra cosa, y de pronto retrocedió.
—¿Qué piedra?
—La piedra que levantó y tiró.
—¿Qué piedra, Lobey?
Le conté la historia.
—Y era funcional —concluí—. Guardaba bien el rebaño, ¿no es cierto? Ni siquiera necesitaba mi ayuda.
—Pero no supo cuidarse a sí misma —dijo Lo Halcón, echando de nuevo a caminar.
Continuamos en silencio, atravesando la susurrante vegetación mientras yo pensaba y pensaba. Entonces:
—Yaaaaaa… —en tres tonos diferentes.
Las hojas se apartaron, y los trillizos Bloi aparecieron atropellándose. Uno de ellos saltó hacia mí, y me encontré teniendo en los brazos a un pelirrojo histérico de diez años de edad.
—Eh, ¿qué pasa? —dije.
—¡Lo Halcón, Lobey! Allá…
—Cuidado —agregué, esquivando un codo.
—… ¡allá! Pateaba y arañaba las rocas… —Esto del trillizo que se me subía a la cadera.
—¿Allá dónde? —preguntó Lo Halcón—. ¿Qué pasó?
—Allá junto a la…
—… junto a la casa, cerca del sitio donde cayó el techo de la cueva… apareció el toro y…
—… y era terriblemente grande y pisó…
—… pisó la casa vieja donde…
—… donde jugábamos…
—Está bien —dije, y puse a Bloi-3 en el suelo—. ¿Y todo eso dónde fue?
Los trillizos se volvieron simultáneamente y señalaron el bosque.
Lo Halcón puso las manos en la ballesta.
—Suficiente —dijo—. Muchachos, vuelvan a la aldea.
—Dime. —Atrapé a Bloi-2 por el hombro—. ¿De qué tamaño era?
Unos parpadeos inarticulados.
—No importa —dije—. Váyanse ya.
Los trillizos se miraron, miraron a Lo Halcón, miraron el bosque, y se fueron.
De tácito acuerdo dimos la espalda al río y nos metimos por la abertura entre las hojas, de donde habían salido los niños.
Cuando llegamos al claro, vimos en el sendero, delante de nosotros, una tabla con un borde destrozado. Pasamos por encima y nos metimos entre ramas de espinos.
Y había muchas otras tablas aplastadas y desparramadas por el suelo.
Una sección de los cimientos, de metro y medio de lado, había sido hundida a golpes, y de las cuatro vigas sólo una quedaba en pie.
En el patio se veían pedazos del techo de paja. Hacía mucho tiempo, Carol había plantado unas pocas flores más en aquel jardín. Fue cuando quisimos apartarnos de todo lo que significaba la aldea y nos mudamos a aquella vieja casa de techo de paja que nos parecía tan agradable, que nos parecía tan… Carol la había adornado con rosas aterciopeladas, de color naranja. ¿Conocen esa clase de rosas?
Me detuve junto a una huella: los pétalos y las hojas, aplastados en el barro, eran como un mandala oscuro. Mi pie cabía fácilmente dentro de la huella. Un par de árboles habían sido arrancados de cuajo, y habían quebrado otros dos por encima de mi cabeza.
Era fácil ver por dónde había venido la bestia: arbustos, enredaderas y hojas hundidos en la tierra, y todo tendido alrededor.
Lo Halcón salió al claro blandiendo descuidadamente la ballesta.
—No estás tan tranquilo como parece, ¿verdad? —dije. Miré otra vez alrededor las señales de la destrucción—. Tiene que ser enorme.
Lo Halcón me echó una mirada de cuarzo y cartílago.
—Tú ya cazaste conmigo.
—Es cierto. No puede andar muy lejos si acaba de asustar a los niños —agregué.
Halcón caminó hacia el sitio donde todo estaba aplastado.
Corrí detrás.
Diez pasos en la espesura y oímos siete árboles que se quebraban en algún sitio: tres —una pausa—, luego cuatro más.
—Claro. Si es tan grande puede llegar muy lejos en poco tiempo —dije.
Otros tres árboles.
Luego un rugido:
Un sonido nada musical con mucho de metálico. Ni rabia ni furia: sólo ruido, que salía de unos pulmones más grandes que fuelles de fundición, un sonido largo, que retumbó en el bosque mientras la brisa movía las hojas.
Reanudamos la marcha, bajo el verde y el plateado, a través de las ciénagas peligrosas y frías.
Y un paso, conteniendo el aliento, y otro paso.
Entonces entre los árboles que había a nuestra izquierda…
Saltó hacia nosotros, y el salto nos cubrió de sombra y ramas y pedazos de hojas.
Volviendo el anca con una pata delantera aquí y una pata trasera allá, la bestia nos miró con un ojo inyectado de sangre, de piel de ostra, gruesa y parda alrededor. El globo del ojo debía de ser tan grande como mi cabeza.
Las ventanas negras y húmedas de la nariz humeaban.
Era una noble criatura.
La bestia sacudió la cabeza, quebrando ramas, y se acercó golpeando el suelo con los puños —había manos de dedos callosos y peludos, gruesos como mi brazo, en vez de pezuñas delanteras—, mugió, se alzó sobre las patas y saltó a un lado.
Halcón disparó la ballesta. El dardo se clavó como una aguja entre los huesos del flanco. La bestia escapó aplastando ramas y hojas.
Tropecé con un árbol, me aparté, y la corteza me mordió la espalda.
—Vamos —gritó Halcón, corriendo hacia el sitio por donde había ido el toro de manos humanas.
Y yo seguí a aquel viejo loco, corriendo detrás de la bestia. Trepamos por la grieta de la roca (no estaba agrietada cuando yo llegué allí caminando entre los árboles… una tarde de brisas y de manchas de sol, y la mano de Friza en mi mano, en mi hombro, en mi mejilla). Salté a una extensión de ladrillo musgoso que pavimentaba el bosque acá y allá. Corrimos y…
Algunas cosas son tan pequeñas que uno no las nota. Otras son tan grandes que uno se mete en ellas antes de saber qué son. Había un agujero en la tierra y en la ladera de la montaña y casi caímos dentro: la escabrosa entrada de una caverna de unos veinte metros de diámetro. Yo ni siquiera supe que estábamos allí hasta que brotó aquel sonido.
El toro rugió de pronto en la abertura entre las rocas, los árboles y el ladrillo, y el rugido definió la forma de la abertura.
Cuando el eco murió, nos arrastramos hasta el borde áspero y miramos. Allá abajo, en la oscuridad, unos destellos de sol giraban y giraban. El toro se alzó sobre las patas, moviendo los ojos, los puños peludos.
Halcón se echó hacia atrás, aunque las garras arañaban la pared de ladrillo a cinco metros por debajo de nosotros.
—¿Este túnel no lleva a la cueva-manantial? —susurré. Ante algo tan majestuoso, uno susurra.
Lo Halcón asintió.
—Dicen que algunos túneles tienen treinta metros de altura. Otros tres. Ésta es una de las arterias más grandes.
—¿Puede salir de nuevo? —Pregunta estúpida.
Al otro lado de la abertura aparecieron la cabeza con cuernos, los hombros. La bestia había subido por un declive. Ahora nos miraba, agazapado. Mugió una vez, mostrando una lengua roja y espumosa.
Luego saltó hacia nosotros, por encima de la boca de la cueva.
No nos alcanzó; retrocedimos corriendo. El toro se tomó del borde con los dedos de una mano —vi terrones negros despedazados por esas uñas— y un brazo. El brazo manoteó la tierra, buscando un punto de apoyo.
Oí que Halcón gritaba detrás (yo corro más rápido). ¡Me volví y vi que aquella mano se alzaba sobre el cuerpo de Halcón!
Halcón estaba todo encogido en el suelo. La mano dio otros pocos golpes (¡Bum!… ¡Bum! ¡Bum!) y luego el brazo y los dedos resbalaron, arrastrando un montón de piedras y arbustos y tres pequeños árboles, abajo, abajo, abajo.
Lo Halcón no estaba muerto. (Al día siguiente descubrieron que tenía una costilla rota). Se dobló lentamente sobre sí mismo. Pensé en un insecto lastimado. Pensé en un niño enfermo, muy enfermo.
Lo alcé sosteniéndolo por los hombros cuando vi que recuperaba el aliento.
—¡Halcón! ¿Estás…?
Halcón no podía oírme a causa de los rugidos que salían de la cueva. Pero consiguió ponerse de pie, parpadeando. La sangre le goteaba de la nariz. La bestia había ahuecado la palma de la mano para golpear. Lo Halcón se había arrojado al suelo, y por fortuna la mayoría de las partes importantes del cuerpo, como la cabeza, habían sufrido más los golpes del aire que los golpes físicos.
—¡Vámonos de aquí! —y comencé a arrastrar a Halcón hacia los árboles.
Cuando llegamos allí, Halcón sacudió la cabeza.
—… no, espera, Lobey —le oí decir con voz ronca, entre un rugido y otro.
Lo apoyé contra un árbol y él me tomó la muñeca.
—¡Vamos, Halcón! ¿Puedes caminar? Tenemos que huir. Mira, te llevo…
—¡No! —El aliento que le habían quitado le volvió entre estertores.
—Oh, ¡vamos, Halcón! La diversión es la diversión. Pero estás herido y esa bestia es mucho más grande de lo que pensamos. Debe de haber mutado a causa de la radiación en los bajos de la cueva.
Lo Halcón volvió a tironearme del brazo.
—Tenemos que quedarnos. Tenemos que matarlo.
—¿Crees que puede salir, y hacer daño en la aldea? Hasta ahora no ha ido muy lejos.
—Eso… —Halcón tosió—. Eso no tiene nada que ver. Soy un cazador, Lobey.
—Pero escucha…
—Y tengo que enseñarte a cazar. —Trató de apartarse del tronco—. Aunque parece que tendrás que aprender solo esta lección.
—¿Eh?
—La Dira dice que tienes que prepararte para el viaje.
—Oh, por favor… —Miré de soslayo a Halcón: todas las arrugas y los años y la confianza y el dolor en aquella cara—. ¿Qué tengo que hacer?
El rugido del toro retumbó en las paredes abovedadas de la cueva-manantial.
—Baja allí; busca la bestia, y mátala.
—¡No!
—Es por Friza.
—¿Cómo? —dije.
Halcón se encogió de hombros.
—La Dirá sabe. Tienes que aprender a cazar, y a cazar bien. —Y lo dijo de nuevo.
—Estoy dispuesto a probar que soy un hombre y esas cosas. Pero…
—La razón es otra, Lobey.
—Pero…
—Lobey. —La voz de Lo Halcón era débil, aunque firme—. Soy más viejo que tú, y de esto sé más que tú. Toma la espada y la ballesta y baja a la cueva, Lobey. Anda.
Me senté y pensé muchas cosas. Por ejemplo: el coraje es algo muy estúpido. Y lo sorprendido que yo estaba de tenerle aún tanto temor y tanto respeto a Lo Halcón, desde la infancia. Y también cuántas cosas mezquinas pueden acompañar al ímpetu, la ocasión, la decisión: cosas como el miedo, el error, y el simple disgusto.
La bestia rugió otra vez. Me acomodé la ballesta al hombro y puse el mango del machete a mano, en la cadera.
Si uno iba a hacer una estupidez —y todos hacemos estupideces—, que fuese por lo menos una estupidez desatinada y valiente.
Le palmeé el hombro a Lo Halcón, y fui hacia la cueva.
De este lado la grieta era abrupta y profunda. Caminé alrededor del abismo, hasta el lado donde había escalones naturales de raíces, tierra y mampostería, y descendí.
El sol daba en la pared de enfrente, brillando en el musgo. Dejé de apoyarme en la roca húmeda y atravesé un arroyuelo aceitoso, apagando el arco iris del agua con mi sombra. En algún sitio, dentro del túnel, unos cascos golpeaban la piedra.
Eché a andar. Había muchas hendeduras en el techo y acá y allá el sol alumbraba el suelo, una rama que sostenía unas hojas encrespadas, o el borde de un agujero que podía tener unos pocos centímetros de profundidad, o unos pocos metros, o llegar hasta los niveles inferiores de la cueva-manantial, a cientos de metros más abajo.
Llegué a una bifurcación, tomé hacia el pasaje abovedado de la izquierda, y a los tres metros tropecé en la oscuridad y rodé por unos escalones gastados, atravesando un charco (mi mano chapaleó en la oscuridad), aplastando hojas secas (rugieron con su propio rugido bajo mi peso), y aterricé en el fondo de un pozo de luz, las rodillas y las palmas de las manos sobre la arena.
Un estruendo.
Mucho más cerca: ¡Un estruendo!
De un salto me aparté de la luz delatora. Un ciclón de motas giró en la luz oblicua donde yo había estado. Y las motas fueron aquietándose.
Sentía el estómago como una bolsa de agua que me resbalaba de un lado a otro sobre los intestinos. Caminar hacia aquel sonido —la bestia estaba tranquila ahora y esperando— no era ya cuestión de caminar en una dirección. Era sobre todo: levanta ese pie, inclínate hacia adelante, apóyalo en el suelo. Bien. Ahora levanta el otro pie, inclínate hacia delante.
De pronto, a unos cien metros, vi otra luz, colmada por algo muy grande. Luego la luz se vació.
¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!
Resoplidos.
Y tres pasos lo habían llevado tan lejos.
Luego muchos ¡clacs!
Me tiré contra la pared, metiendo la cara en tierra y raíces.
Pero el ruido se alejaba.
Tragué todas las cosas amargas que me habían venido a la garganta y seguí a la bestia por aquellos corredores derruidos.
El ruido venía de la derecha.
Por lo tanto doblé hacia la derecha y descendí por un túnel tan bajo que oía adelante los cuernos que raspaban el techo. Las piedras y los viejos líquenes caían en el lomo voluminoso y resbalaban al piso del túnel. El canal que corría junto a la pared había cubierto la piedra con un limo fluorescente. El canal se transformaba más abajo en un arroyo de luz espumosa y rápida.
Una vez el toro debió de pasar sobre una plancha metálica, porque en media docena de pasos las patas hicieron saltar unas chispas amarillas, que lo iluminaron hasta la cintura.
Iba sólo a treinta metros delante de mí.
Otra vez chispas cuando dobló un recodo.
Sentí piedra bajo las plantas de los pies, y luego un metal liso y frío. Pasé junto a unas hojas empujadas allí por el viento. Las chispas de las pezuñas habían alcanzado a las hojas, que ardían ahora y se retorcían como gusanos de fuego, brillando alrededor de mis pies. Y por momentos la oscuridad se llenaba de otoño.
Llegué al recodo y empecé a doblarlo.
Mirándome de frente, la bestia mugió.
La pata golpeó a un metro de mi pie; estaba tan cerca que las chispas le iluminaron los ojos fríos y húmedos; las narices pulidas.
La mano se interpuso entre esos ojos y yo, cayendo. Me eché hacia atrás y rodé sacando el machete.
La palma —esta vez plana, Halcón— retumbó en la plancha de metal donde yo había estado antes. Luego cayó otra vez hacia donde yo estaba ahora.
Me había tirado de espaldas en el suelo, y tenía el machete al lado, con la empuñadura clavada en la tierra y la punta hacia arriba. Muy pocas personas, o toros, pueden dar con la mano en un clavo de ese tamaño y hundirlo en la carne hasta la empuñadura. Afortunadamente.
Me levantó de un tirón y me sacudió de un lado a otro. Yo me asía a la empuñadura con manos y pies y gritaba.
La bestia también gritaba, embistiendo el techo, y caían muchas cosas. La hoja se desprendió al fin —la flauta mojada en sangre— y fui arrojado contra la pared y rodé por el suelo.
El hombro derecho de la bestia golpeó la pared de la derecha. La bestia se tambaleó. El hombro izquierdo golpeó la pared de la izquierda. Y la sombra que temblaba en el techo descascarado era enorme.
La bestia se lanzó sobre mí, mientras yo me arrastraba de rodillas sobre un montón de piedras labradas, me echaba hacia atrás (había un esguince en algún sitio, también) y trataba de mirarlo.
A mi lado, en la pared, había una reja de casi un metro de alto, con barrotes oblicuos. Un desagüe quizá. Caí por allí. Y fui a dar a un piso en pendiente, un metro y medio más abajo.
Sobre mí la oscuridad era completa, y una mano tanteaba y tanteaba la oscuridad. Yo oía los arañazos en la pared. Lancé un machetazo por encima de mi cabeza, y la hoja chocó contra algo que se movía.
Roaaaaaa…
La roca amortiguó el ruido. Pero de mi lado vino la respuesta del toro, que tiraba manotazos.
Me zambullí. La pendiente era cada vez más pronunciada, y de pronto resbalé un largo trecho, raspándome más todavía. Golpeé contra unos caños.
Quedé allí tendido, con los ojos cerrados. La punta de la ballesta me molestaba debajo del hombro, y el mango del machete estaba incrustado entre los barrotes y mi cadera. Los puntos doloridos del cuerpo se me entumecieron.
Si uno se afloja con los ojos cerrados, los párpados se abren lentamente. Cuando al fin me aflojé, la luz me inundó los ojos de abajo arriba como leche vertida en tazones.
¿Luz? Parpadeé.
Una luz gris más allá de la reja, el color gris de la luz del sol que ha rebotado muchas veces. Aunque yo estaba por lo menos a dos niveles más abajo, acurrucado a la entrada de otro desagüe.
Entonces, en algún sitio, el rugido de un toro, todavía reverberando en las piedras profundas.
Me puse de pie, sosteniéndome en los barrotes. Tenía un escozor en los codos, magulladuras en los hombros, y una herida en un muslo. Miré el cuarto de abajo.
En otro tiempo había un piso al pie de la reja, pero la mayor parte se había desmoronado hacía muchos y muchos años. Ahora el cuarto tenía el doble de alto y la reja estaba a no menos de cinco metros por encima del piso.
Un cuarto era redondo, de unos setenta o quizá ochenta metros de diámetro. Las paredes de piedra labrada, o de roca desnuda, subían en un color gris hacia la luz distante. Muchas entradas abovedadas que llevaban a túneles oscuros.
En el centro de la sala, una máquina.
Mientras la miraba la máquina comenzó a susurrar ávidamente y unas hileras de luces brillaron trazando una figura, deteniéndose, trazando luego otra. Era una computadora de la antigüedad (el tiempo en que poseías la Tierra, vosotros, fantasmas y recuerdos) una de las pocas que cloqueaban y parloteaban a lo largo de la cueva-manantial.
Me las habían descrito, pero ésta era la primera que yo veía.
Lo que me había despertado…
(¿Yo había dormido? ¿Y yo había soñado —recordaba ahora, con esa imagen palpitante pegada al fondo de los ojos— contigo, Friza?).
… eran los gemidos de la bestia.
La cabeza baja, el lomo erizado, y el agua del techo como joyas en la pelambre, el toro entró arrastrando los nudillos de una mano y apretando la otra —que yo le había lastimado dos veces— contra el vientre.
Y caminando en tres patas, un animal de cuatro (aunque tenga manos) renquea.
La bestia anduvo por la sala parpadeando, y gimió otra vez; en seguida la voz dejó de ser llanto y fue rabia. Resopló y calló; luego miró alrededor y supo que yo estaba allí.
Y yo deseé de veras no estar.
Me agazapé detrás de la reja y miré hacia atrás y hacia arriba y hacia abajo y no vi ninguna salida. Cázalo, había dicho Lo Halcón.
El cazador puede ser una criatura bastante patética.
La bestia movió otra vez la cabeza, husmeando el aire, la mano herida crispada en el vientre.
(La pieza tampoco es muy afortunada).
La computadora silbó unas pocas notas de una de las viejas canciones, un estribillo de Carmen. La bestia-toro le echó una mirada a la máquina; no entendía.
Y yo, ¿cómo podía cazarla?
Bajé la ballesta y apunté por entre los barrotes. Si no le acertaba en el ojo nada pasaría. Y la bestia no miraba en la dirección adecuada.
Dejé la ballesta y tomé el machete. Me lo llevé a la boca y soplé. La sangre burbujeó en los agujeros. Luego la nota estalló y corrió por la sala.
La bestia levantó la cabeza y me miró.
Tomé la ballesta, apunté entre los barrotes, apreté el gatillo…
Bramando y sacudiendo los cuernos, el toro creció y creció y creció en la bóveda de piedra. Caí de espaldas, mientras el rugido me cubría, y cerré los ojos para no ver: el ojo ensangrentado se derramaba alrededor de mi flecha. La bestia agarró los barrotes, y yo me encogí del otro lado.
Metal asegurado a piedra, piedra arrancada a piedra. Y en seguida la abertura fue mucho más grande. La bestia lanzó la reja retorcida hacia el otro extremo del cuarto, aplastándola contra el muro, soltando pedazos de piedra que rodaron por el suelo.
Luego estiró la mano y me tomó de las piernas y la cintura, y cerrando el puño me alzó en el aire sobre la cara que rugía (ciega y ensangrentada del lado izquierdo), y el cuarto se abovedó allá abajo y mi cabeza fue violentamente de un hombro a otro y traté de apuntar con la ballesta: una flecha dio en la roca junto a una pezuña, muy lejos. Otra dio muy cerca de la que Halcón le había clavado en el lomo. Esperando que apareciese una pared y me aplastase la cabeza, mis dedos tantearon y pusieron otra flecha en la máquina.
En la mejilla izquierda del toro había una lámina de sangre. Y de pronto hubo más sangre. La flecha golpeó y desapareció del todo en el pozo ciego de hueso y linfa. Vi que se le nublaba el otro ojo, como si alguien le hubiese echado polvo de cal en el cristalino.
La bestia me soltó.
No me arrojó; me soltó, simplemente. Me tomé de la pelambre de la muñeca, y se me escapó de entre las manos, y resbalé por el antebrazo hasta la curva del codo.
Entonces el brazo comenzó a caer. Lentamente me volví, patas arriba. El dorso de la mano dio contra el suelo, y las patas traseras golpetearon la piedra alrededor.
La bestia bufó, y yo me deslicé de vuelta por el antebrazo hacia la mano, sujetándome del pelo con manos y pies. Rodé fuera de la palma y me aparté trastabillando.
El muslo me latía donde algo se me había torcido.
Di un paso atrás y ya no pude dar otro.
La bestia se inclinó sobre mí, sacudió la cabeza, salpicándome con el ojo destruido. Era magnífica, todavía fuerte, aunque estaba agonizando. Y era enorme. Furioso, me tambaleé con él en mi furia, apretando los puños contra las caderas, la lengua paralizada.
La bestia era admirable, hermosa, y aún seguía allí, desafiándome mientras se moría, burlándose de mis magulladuras. Maldita seas bestia más enorme que…
Un brazo se torció, luego una pata, y la bestia cayó estrepitosamente hacia el otro lado.
Algo retumbó y rugió dentro de los puñados de oscuridad que eran aquellas narices, pero en un tono más bajo y más bajo. Las costillas le subieron estirándole los costados, bajaron y volvieron a subir; tomé la ballesta y cojeé hasta las lágrimas ensangrentadas que le corrían por la boca; cargué una última flecha. La flecha siguió a las otras dos al cerebro del toro.
Las manos de la bestia se alzaron un metro en el aire, luego cayeron (¡Bum! ¡Bum!) y se aflojaron.
Cuando la bestia dejó de moverse, fui y me senté en la base de la computadora y me apoyé contra el lado metálico. En algún sitio de adentro sonaban unos chasquidos débiles.
Me dolía el cuerpo. Mucho.
Respirar ya no era divertido. Y en algún momento, durante todo aquello, me había mordido el interior de la mejilla. Cada vez que me pasa, siento tanta furia que me echaría a llorar.
Cerré los ojos.
—Fue impresionante —sopló alguien a mi oído derecho—. Me encantaría verte trabajar con la muleta. ¡Olé! ¡Olé! ¡Primero la verónica, luego el pasodoble!
Abrí los ojos.
—No es que no haya disfrutado de tu arte menos sofisticado.
Volví la cabeza. Había un pequeño altavoz junto a mi oreja izquierda. La computadora siguió hablando en un tono tranquilizador:
—Claro que ustedes de sofisticados no tienen nada. Todos ustedes. Jóvenes pero très charmant. Bueno, hasta aquí has luchado y vencido. ¿Te gustaría hacerme alguna pregunta?
—Sí —dije. Luego respiré un rato—. ¿Cómo hago para salir de aquí?
Había muchas puertas en la pared, muchas posibilidades.
—Bien, un problema. Déjame ver. —Unas luces parpadearon sobre mi regazo, en el dorso de mis manos. Claro que si nos hubiéramos conocido antes que entrases, yo habría podido soltar un trozo de cinta de computadora y tú habría tomado un extremo y yo la habría desenrollado a medida que te abrías paso hacia el corazón, a enfrentar tu destino. En cambio llegaste aquí y me encontraste esperando. ¿Qué deseas, héroe?
—Quiero volver a casa —dije.
La computadora hizo ts-ts-ts.
—Además de eso.
—¿De veras quieres saberlo?
—Estoy asintiendo con movimientos de cabeza —dijo la máquina.
—Quiero a Friza. Pero está muerta.
—¿Quién era Friza?
Pensé. Traté de hablar. Me sentía muy fatigado, y no me salió otra cosa que un estertor, que se oyó quizá como un sollozo.
—Oh. —Luego de un momento, gentil—: Sabes, te equivocaste de laberinto.
—¿Sí? ¿Entonces qué haces tú aquí?
—A mí me pusieron aquí hace mucho tiempo, unas personas que nunca soñaron que vendrías. Yo pertenecía a la sección Felicidad Espiritual y Desórdenes en Reacciones de Asociación. Y tú has venido aquí a buscar en mis recuerdos la muchacha que perdiste.
Sí, yo bien podía estar hablando solo. Estaba muy cansado.
—¿Les gusta allá arriba? —dijo FEDRA.
—¿Dónde?
—Allá en la superficie. Recuerdo cuando había hombres. Ellos me hicieron. Luego se fueron todos, y nos dejaron solas aquí abajo. Y ahora venís vosotros, a tomar el lugar de aquéllos. Tiene que ser bastante difícil caminar por las montañas y las junglas de los hombres, luchando contra las sombras mutadas de la fauna y de la flora, entre inmemoriales fantasías humanas.
—Lo intentamos —dije.
—Básicamente no están ustedes preparados —continuó FEDRA—. Pero supongo que habrán de fatigar los viejos laberintos antes de entrar en los nuevos. No es fácil.
—Si eso significa luchar contra esas cosas… —Señalé con el mentón el cadáver sobre la piedra—. No, no es fácil.
—Bueno, ha sido divertido. Echo de menos las revueltas, las doncellas que saltaban sobre los cuernos y giraban en el aire cayendo en los lomos sudorosos, y de un brinco luego a la arena. ¡La humanidad tenía estilo, muchacho! Quizá llegues a tenerlo, pero por ahora tu encanto es algo muy joven.
—¿A dónde se fueron, FEDRA?
—Supongo que a donde se fue tu Friza. —Detrás de mi cabeza, dentro del metal, había música—. Pero vosotros no sois humanos, y no apreciáis las reglas humanas. No han de intentarlo. Desde hace unas pocas generaciones tratamos de seguir aquí abajo lo que hacen ustedes, y nos llegan respuestas a preguntas que antes nunca se nos hubieran ocurrido. Por otra parte, estamos aquí desde hace siglos esperando obtener lo que nos parece información básica y elemental sobre las gentes como tú: quiénes son, de dónde vienen y qué hacen. ¿Se te ha ocurrido que puedes recuperarla?
—¿A Friza? —Me incorporé—. ¿Dónde? ¿Cómo?
Las palabras crípticas de La Dira me volvieron a la mente.
—Te equivocaste de laberinto —repitió FEDRA—. Y yo no soy la muchacha adecuada para señalarte el laberinto adecuado. Ve y busca a Niño Muerte un tiempo, y quizá consigas acercarte y meter el pie en la puerta, o el dedo en el pastel, por así decirlo.
Me incliné hacia adelante, de rodillas.
—FEDRA, me desconciertas.
—Lárgate —dijo FEDRA.
—¿Hacia dónde?
—Otra vez. No soy la muchacha adecuada. Ojalá pudiera ayudarte. Pero no sé. Tienes que irte. Cuando el sol desciende y la marea se retira, hay oscuridad aquí, y los fantoches y los fantasmas andan por ahí gritando.
Me incorporé y miré las diferentes puertas. ¿Quizá un poco de lógica? La bestia-toro había salido de la puerta de aquel lado. Fui y la crucé.
Mi respiración y el agua que caía en la piedra resonaban en la larga, larga oscuridad. Tropecé en el primer escalón. Me levanté y subí. Me golpeé un hombro en el rellano, anduve unos pasos a tientas, y al fin descubrí que había desembocado en un pasaje mucho más bajo que no parecía ir a ninguna parte.
Tomé el machete y soplé la sangre que quedaba. Ahora la música iba conmigo por los recovecos del túnel, dejando notas sobre la piedra, como escamas de mica, que servirían hasta que viniese la luz.
Me lastimé el dedo gordo de un pie.
Salté en el otro pie, maldije, luego eché a andar otra vez solo con aquellos sonidos solitarios y hermosos.
—… Lobey, ¿eres… eres tú?
Unas voces jóvenes salieron de atrás de unas piedras.
—¡Sí! ¡Claro que soy yo!
Me volví hacia la pared y puse las manos contra la roca.
—Volvimos…
—… para mirar y Lo Halcón…
—… nos dijo que bajásemos a la cueva a buscarte…
—… porque pensó que podías haberte perdido.
Puse el machete otra vez en la funda.
—Muy bien. Porque sí me he perdido.
—¿Dónde estás?
—Aquí, del otro lado de esta… —Yo tanteaba otra vez las piedras, ahora sobre mi cabeza. Los dedos encontraron una abertura. La abertura tenía casi un metro de diámetro—. ¡Esperad!
Trepé hasta el borde y vi una luz tenue en el extremo de un túnel de poco más de un metro de alto. Tenía que arrastrarme porque no había sitio para andar de pie.
Cuando llegué al final saqué la cabeza, miré hacia abajo y vi las caras de los trillizos Bloi. Los trillizos estaban en una de las manchas de luz que entraban por el techo.
Bloi-2 se refregó la nariz con el dorso de la mano y se sorbió los mocos.
—Oh —dijo Bloi-1—. Estabas ahí.
—Más o menos.
Salté junto a ellos.
—¡Caramba! —dijo Bloi-3—. ¿Qué te pasó?
Yo estaba manchado de ojo de toro, arañado, magullado, y cojeaba.
—Vamos —dije—, ¿por dónde se sale?
Estábamos a unos pocos pasos de la enorme entrada de la cueva. Nos juntamos con Lo Halcón en la superficie.
Lo Halcón (recuerden que tenía una costilla rota y nadie lo iba a saber hasta el otro día) estaba de pie, con los brazos cruzados, apoyado en el tronco de un árbol. Alzó las cejas haciéndome la pregunta con que me había esperado.
—Sí —dije—. Lo maté. Era enorme.
Me sentía un poco cansado.
Lo Halcón echó a los niños que corrieron delante de nosotros hacia la aldea. Mientras avanzábamos entre las hierbas altas oímos de pronto el ruido de tallos aplastados. Casi me dejé caer al suelo.
No era sino un jabalí. Podía haberme rozado un codo con una oreja. Nada más.
Lo Halcón sonrió y levantó la ballesta.
Vamos.
No hablamos más hasta que alcanzamos y matamos al jabalí. La flecha de Lo Halcón lo aturdió, pero yo casi tuve que abrirlo de arriba abajo antes que él admitiese que estaba muerto. ¿Luego del toro? Fácil. Ensangrentados hasta los hombros, volvimos por fin al pueblo, atravesando las espinas, la tarde calurosa.
La cabeza del jabalí pesaba veinticinco kilos. Lo Halcón se la había echado a la espalda. Habíamos cortado y atado los cuatro jamones y yo llevaba dos en cada hombro, lo que significaba otros ciento veinte kilos. Para cargar el jabalí entero hubiéramos necesitado tener a Fácil allí. Casi habíamos llegado al pueblo cuando Lo Halcón dijo:
—La Dira notó ese asunto de Friza y los animales. Ha visto otras cosas en ti y en otros del pueblo.
—¿Eh? ¿En mí? —dije—. ¿Qué vio en mí?
—En ti, en Friza, y en Dorik, el guardián de la kaula.
—Pero eso es ridículo…
Yo caminaba detrás de Lo Halcón. Me le puse al lado. Halcón me echó una mirada por encima de la cabeza del jabalí.
—Todos vosotros nacisteis el mismo año.
—Pero somos todos… diferentes.
Lo Halcón miró hacia adelante entornando los ojos. Luego se miró los pies. Luego miró el río. A mí no me miró.
—Yo no puedo hacer eso de los animales o el guijarro.
—Puedes hacer otras cosas. Le Dorik otras más.
Lo Halcón no me miraba. El sol descendía detrás de cimas de cobre. El río era pardo. Halcón no hablaba. Las nubes corrieron por el cielo y volví a quedarme atrás, puse la carne en el suelo y me arrodillé para lavarme en el agua barrosa.
En la aldea le dije a Carol que si curaba los jamones podía quedarse con la mitad de mi parte.
—Claro que sí —me dijo, pero estaba entreteniéndose con un nido que había encontrado—. En un minuto.
—Y date prisa. ¡Vamos!
—Está bien. Está bien. ¿A dónde vas tan rápido?
—Mira, puliré para ti los colmillos o le haré una punta de lanza al niño o lo que quieras, ¡pero no te metas en mis cosas!
—Bueno, yo… escucha, de todos modos el niño no es tuyo. Es…
Pero yo ya disparaba hacia los árboles. Supongo que estaba aún un poco trastornado. Las piernas se me dispararon en seguida.
Estaba oscuro cuando llegué a la kaula. No había ningún ruido en el otro lado de la cerca. En una ocasión algo chocó contra los alambres, y gimió. Chispas y una sombra fugaz. No sé de qué lado de la cerca. Nada se movía en la cabaña de Le Dorik. Dorik estaba quizá dentro de la kaula, trabajando en algún proyecto. A veces se apareaban allí, y hasta daban a luz. A veces los hijos eran funcionales. Los trillizos Bloi habían nacido en la kaula. Tenían cuello corto, y brazos largos, pero ahora eran niños de diez años ágiles e inteligentes. Y Bloi-2 y Bloi-3 son casi tan diestros como yo con los pies. A Lo Bloi-3 había llegado a darle un par de lecciones de flauta, pero era un niño, y había preferido ir a recoger fruta con los hermanos.
Luego de una hora en la oscuridad, pensando en lo que entraba en la kaula, y en lo que salía de la kaula, regresé al pueblo, me enrosqué en el pajar detrás de la fragua y me adormecí escuchando el zumbido del motor.
Al alba me desenrosqué, me froté los ojos quitándome la arena de la noche, y fui al corral. Fácil y Pequeño Jon llegaron pocos minutos después.
—¿Necesitáis ayuda con las cabras esta mañana?
Pequeño Jon apoyó la lengua contra la mejilla.
—Un segundo —dijo, y fue hasta el rincón.
Fácil movió los pies, incómodo.
Pequeño Jon volvió junto a mí.
—Sí —dijo—. Claro que necesitamos ayuda.
Luego sonrió. Y Fácil, al ver la sonrisa de Pequeño Jon, también sonrió.
¡Sorpresa! ¡Sorpresa, bolita de miedo dentro de mí! ¡Sonríen! Fácil alzó el primer barrote de la puerta de madera y las cabras se adelantaron balando y pusieron los mentones sobre el segundo travesaño. ¡Sorpresa!
—Claro —dijo Fácil—. Claro que te necesitamos. ¡Me alegro de que hayas vuelto!
Fácil me golpeó el pescuezo y yo le tiré un golpe a la cadera y le erré. Pequeño Jon quitó el otro travesaño y perseguimos las cabras a través de la plaza, por el camino, y luego prado arriba. Igual que antes. No, igual no.
Fácil fue quien primero lo dijo, cuando el calor ya asomaba bajo el frío del alba.
—No es igual que antes, Lobey. Perdiste algo.
Sacudí las ramas bajas de un sauce y el rocío me mojó la cara y los hombros.
—El apetito —dije—. Y tal vez un kilo.
—No es el apetito —dijo Pequeño Jon, saliendo de un tronco talado y acercándose—. Es algo diferente.
—¿Diferente? —repetí—. Decidme, Fácil, Pequeño Jon, ¿en qué soy diferente?
—¿Eh? —dijo Pequeño Jon. Quiso llamarle la atención a una cabra y le tiró un palo. Le erró. Recogí una piedra pequeña que tenía debajo del pie. Le acerté. La cabra me miró con ojos azules, se acercó torpe y pesadamente para ver por qué, se interesó en alguna otra cosa a mitad de camino y trató de comérsela—. Tienes pies grandes —dijo Pequeño Jon.
—No. No es eso —dije—. La Dira notó en mí algo diferente y que es importante; algo diferente como lo de… Friza.
—Tocas música —dijo Fácil.
Miré la hoja perforada.
—No —dije—. No lo creo. Podría enseñarte a ti a tocar. Es otro modo de ser diferente. Me parece.
En las últimas horas de aquella tarde trajimos de vuelta las cabras. Fácil me invitó a comer y yo llevé un poco de jamón y atacamos las provisiones de fruta de Pequeño Jon.
—¿Quieres cocinar?
—No —dije.
Así que Fácil caminó hasta la esquina de los hornos y gritó a la plaza:
—¡Eh! ¿Quién quiere cocinar una cena para tres laboriosos caballeros capaces de proporcionar comida, entretenimiento y brillante conversación? No, tú ya me preparaste una cena. ¡No empujen, muchachas! Tú tampoco. ¿Quién te enseñó a condimentar? Ajá, te conozco, Liz Estricnina. Está bien. Sí, tú. Ven aquí.
Fácil volvió con una hermosa muchacha calva. Recordaba haberla visto por allí, pero ella llevaba poco tiempo en la aldea; yo nunca le había hablado y no sabía como se llamaba.
—Éste es Pequeño Jon, Lobey, y yo soy Fácil. Otra vez, ¿cómo te llamas?
—Llámenme Nativia.
No, nunca había hablado con ella. Era una vergüenza que esa situación hubiese durado veintitrés años. La voz no le salía a la muchacha de la laringe. No creo que tuviese laringe. El sonido comenzaba mucho más abajo y era como un susurro en una caverna con campanas.
—Tú puedes llamarme lo que quieras —dije—, todas las veces que quieras.
Nativia se rió, y la risa sonó entre las campanas.
—Dónde está la comida y busquemos un sitio para el fuego.
Encontramos un círculo de rocas allá abajo junto a la corriente. Íbamos a traer algo en qué cocinar de las casas, pero Nativia tenía una cacerola grande; lo único que tuvimos que pedir fue canela y sal.
—Vamos —dijo Pequeño Jon cuando volvió de la orilla del agua—. Lobey, tienes que entretenernos. Conversemos.
—No, mira…
Entonces me dije «ah, qué más da»; me acosté boca arriba y toqué música en el machete. A Nativia le gustó, pues siguió sonriéndome mientras trabajaba.
—¿No tienes hijos? —dijo Fácil.
Nativia engrasaba la cacerola con un trozo de grasa del jamón.
—Uno en la kaula de Zarza Viva. Dos con un hombre en Ko.
—Viajas mucho, ¿no? —dijo Pequeño Jon.
Toqué una tonada más lenta que llegó muy lejos, y ella me sonrió mientras echaba trozos de carne de la palma a la cacerola. La grasa bailó en el metal caliente.
—Viajo.
La sonrisa y el viento y la burla en la voz de Nativia eran deliciosos.
—Deberías de buscarte un hombre que también viaje —le sugirió Fácil. Fácil tiene consejos de tipo casero para todo el mundo. A veces me pone los nervios de punta.
Nativia se encogió de hombros.
—Lo hice una vez. Nunca nos poníamos de acuerdo; él quería ir en una dirección y yo en otra. El de la kaula es hijo de ese hombre. Se llamaba Lo Ángel. Un hombre hermoso, nunca sabía a donde ir. Y cuando se decidía nunca era a donde quería ir yo. No… —Nativia movió los trozos tostados de carne en el fondo agrietado de la cacerola—. Me gustan los hombres buenos, estables, asentados, que están todavía allí cuando yo vuelvo.
Yo comencé a tocar un viejo himno: Bill Bailey por favor vuelve a casa. Lo había aprendido de un 45 cuando era niño. Nativia también lo conocía pues se rió mientras cortaba un durazno.
—Eso soy yo —dijo—. Bill La Bailey. Así me llamaba Lo Ángel.
Nativia distribuyó la carne en un anillo, siguiendo el borde de la cacerola. Luego echó dentro las nueces y las verduras con un poco de agua salada, y la tapa golpeó.
—¿Hasta dónde viajaste? —dije, dejando el machete sobre mi estómago y estirándome. Arriba, detrás de las hojas de arce, el cielo tenía una herida de crepúsculo en el oeste, y lo ensombrecían el este y la noche—. Viajaré pronto. Quiero saber a dónde se puede ir.
Nativia empujó toda la fruta hacia un lado de la fronda.
—Una vez fui hasta la Ciudad. Y hasta fui bajo tierra, a explorar la cueva-manantial.
Fácil y Pequeño Jon se quedaron muy callados.
—Viajaste bastante —dije—. La Dira dice que tengo que viajar porque soy diferente.
Nativia asintió.
—Por eso mismo viajaba Lo Ángel —dijo, quitando otra tez la tapa. Un globo de vapor picante subió y se dispersó. La boca se me hizo agua—. La mayoría de los que andaban de un lado a otro eran diferentes. Lo Ángel siempre decía que yo era también diferente, pero nunca me decía cómo.
Empujó la verdura en un anillo contra la carne, y echó fruta cortada en el centro. Luego canela encima de todo. Un poco de especia voló sobre la llama que lamía la cacerola, y estallaron unas chispas. Nativia tapó la cacerola.
—Sí —dije—. La Dira tampoco me lo quiere decir.
Nativia parecía sorprendida.
—¿Entonces no lo sabes?
Sacudí la cabeza.
—Oh, pero puedes… —Nativia calló—. La Dira es uno de los mayores del pueblo, ¿no es cierto?
—Es cierto.
—Tal vez tenga alguna razón para no decírtelo. Hablé un poco con ella el otro día; es una mujer muy sabia.
—Sí —dije, rodando sobre un costado—. Vamos, si tú lo sabes, dímelo.
Nativia parecía confusa.
—Bueno, cuéntame tú primero. ¿Qué te dijo La Dira?
—Dijo que tendría que salir de viaje, para matar lo que mató a Friza.
—¿Friza?
—Friza también era diferente. —Comencé a contarle la historia. Fácil eructó, se golpeó el pecho con la mano y se quejó de que tenía hambre. Evidentemente no le gustaba el tema. Pequeño Jon tuvo que levantarse y cuando se alejó entre los arbustos. Fácil fue detrás, gruñendo:
—Llámenme cuando terminen. De preparar la cena, quiero decir.
Pero Nativia escuchó atentamente y luego hizo algunas preguntas sobre la muerte de Friza. Cuando le dije que yo tenía que hacer un viaje con Le Dorik asintió moviendo la cabeza.
—Bueno, ahora tiene mucho más sentido.
—¿Sí?
Nativa volvió a asentir.
—Eh, muchachos, la cena está… lista.
—¿Entonces no puedes decirme…?
Nativia sacudió la cabeza.
—No entenderías. He viajado mucho más que tú. Ocurre que en los últimos tiempos han muerto muchas personas diferentes, como murió Friza. Dos en Zarza Viva. Y oí que el año pasado habían muerto tres más. Habrá que hacer algo. Y se podría comenzar aquí.
Quitó otra vez la tapa a la cacerola: más vapor.
Fácil y Pequeño Jon, que venían caminando por la orilla del río, echaron a correr.
—¡Elvis Presley! —jadeó Pequeño Jon—. ¡Qué bien huele eso!
Se agacho junto al fuego, babeando.
Las adenoides de Fácil ronroneaban, como la voz de un gato.
Yo quería hacer más preguntas, pero temía molestar a Fácil y a Pequeño Jon: pensé que no los había tratado bien, y ellos eran muy amables conmigo, mientras no les hablase de Friza.
Una fronda colmada de jamón, verduras y fruta condimentada, y dejé de pensar en todo menos en lo que me faltaba en la barriga; y así supe que gran parte de mi melancolía metafísica era hambre. Siempre lo es.
Más conversación, más comida, más entretenimiento. Nos dormimos allí mismo, junto a la corriente, tendidos sobre los helechos. Hacia la medianoche, cuando vino el frío, rodamos apilándonos unos sobre otros. Desperté alrededor de una hora antes del alba.
Saqué la cabeza de la axila de Fácil (y la cabeza calva de Nativia se movió inmediatamente ocupando el sitio) y me puse de pie en la oscuridad estrellada. La cabeza de Pequeño Jon brillaba a mis pies. También mi machete. Pequeño Jon lo usaba como almohada. Tironeé suavemente, quitándoselo de abajo de la mejilla. Pequeño Jon gruñó, se rascó, y se quedó quieto. Eché a andar entre los árboles hacia la kaula.
Una vez alcé los ojos y miré las ramas, los alambres que iban de la casa del motor a la cerca. Los cables negros, o el ruido de la corriente, o los recuerdos, se apoderaron de mí. A mitad de camino me puse a tocar. Alguien empezó a silbar conmigo. Dejé de tocar. El silbido siguió.