Todas las noches durante una semana he ido a contemplar los cálamos aromáticos del muelle; los palacios se amontonan a la izquierda, y la luz frágil del cálido otoño se quiebra en las aguas del puerto. LIDE continúa, de modo extraño. Esta noche, cuando volví al trapezoide de la Piazza, la niebla ocultaba los extremos de las astas rojas. Me senté al pie de la más próxima a la torre y escribí a propósito de las necesidades de Lobey. Luego dejé el dorado y el añil carcomidos de la Basílica y anduve por apartadas callejuelas de la ciudad hasta bastante después de medianoche. Una vez me detuve en un puente a mirar las aguas de un pequeño canal que pasaba entre muros apretados, bajo las luces y las tendederas. Oí de pronto unos chillidos y me volví: media docena de gatos pasaron como rayos junto a mis pies persiguiendo a una rata parda. Sentí que un escalofrío me subía y bajaba por el cuerpo. Volví a mirar el agua: seis flores asomaron flotando por debajo del puente, arrastrándose sobre la superficie de aceite. Las miré hasta que una lancha automóvil que tosía en un canal cercano estremeció las aguas; las rosas golpearon blandamente los muros. Caminé por los puentecitos hasta el Gran Canal y allí tomé el vaporetto de regreso a Ferovia. Cuando flotábamos bajo el negro arco de madera del Ponti Accademia, se levantó viento; yo trataba de comparar las flores, los gatos, y la aventura de Lobey: hay una semejanza, pero todavía no sé exactamente en qué consiste. Orión cabalgaba en las aguas. Las luces de la orilla temblaban en el canal cuando pasamos bajo las piedras goteantes del Rialto.
Diario del autor, Venecia, octubre de 1965
En pocas líneas dejaré establecido que Maldoror fue virtuoso en los primeros años; virtuoso y feliz. Luego se dio cuenta de que había nacido malvado. ¡Fatalidad extraña!
ISIDORE DUCASSE (Conde de Lautréamont), Los cantos de Maldoror
Todo prólogo a por qué Fácil, Pequeño Jon y yo no somos más pastores de cabras.
Friza empezó a ir con nosotros; morena y ambigua, corría y saltaba con Pequeño Jon en una doble danza, siguiendo el canto de Pequeño Jon y mi música, en divertidos forcejeos con Fácil, y subiendo conmigo de la mano por el campo de zarzas; quién ha sabido alguna vez de la posibilidad de La-erse o de Lo-erse con alguien que cuida cabras con uno, ríe o hace el amor con uno. Todo lo que yo hacía con Friza. Friza se volvía hacia mí desde una roca, asomando la cabeza entre las hojas estremecidas, y me miraba. O corría hacia mí por las piedras; todo movimiento, suspendido y real, cabía entre los pasos graciosos y la sombra de Friza en las rocas. Y ese movimiento se liberaba a sí mismo cuando Friza estaba en mis brazos riendo: el único sonido que ella emitía, y que amaba en la boca.
Friza me traía cosas hermosas. Y alejaba los peligros.
Creo que lo hacía como cuando había arrojado la piedra. Un día noté que no ocurría nada desagradable ni dañino; no venían leones, ni cóndores murciélagos. Las cabras no se dispersaban; los niños no se perdían y no se acercaban a los riscos.
—Pequeño Jon, no hace falta que vengas hoy.
—Está bien, Lobey, si te parece que no…
—Vamos, quédate en casa. —Y Fácil, Friza y yo salimos con las cabras.
Las cosas hermosas eran por ejemplo aquella bandada de halcones albinos que volaban sobre el prado, o la marmota madre que vino a mostrarnos las crías.
—Fácil, somos muchos para este trabajo ¿Por qué no te buscas alguna otra cosa?
—Pero me gusta venir aquí, Lobey.
—Friza y yo podemos cuidar el rebaño.
—Pero no me im…
—Fuera de aquí, Fácil.
Fácil dijo algo más y yo alcé una piedra con el pie y la sopesé un rato. Fácil parecía azorado, y se alejó pesadamente. Imagínense, hacerle una cosa así a Fácil.
Friza y yo teníamos el campo y el rebaño para nosotros solos. Todo estaba bien y era hermoso y había flores detrás de las lomas cuando corríamos. Las víboras venenosas se apartaban de nosotros en sinusoides escarlatas; nunca se enroscaban. Y, ¡ah!, yo hacía música.
Algo mató a Friza.
Friza se había escondido en un bosquecillo de sauces perezosos —más inclinados que los llorones— y yo buscaba y llamaba, sonriendo. Friza gritó. Fue aquél el único sonido que yo le oí aparte de la risa. Las cabras se pusieron a balar.
Encontré a Friza bajo el árbol con la cara en el polvo.
Los balidos roncos de las cabras borraron el prado. La desesperación no me dejaba hablar, me aturdía, me confundía, me asombraba.
Llevé a Friza a la aldea. Recuerdo la cara de La Dira cuando llegué a la plaza cargando el cuerpo blando.
—Lobey, qué… Cómo… ¡Oh, no! ¡Lobey, no!
De modo que Fácil y Pequeño Jon volvieron a cuidar del rebaño. Yo iba y me sentaba en la entrada de la cueva manantial afilaba el machete, me mordía las uñas, durmiendo solo y pensando solo en aquella superficie de roca. Y aquí es donde empezamos.
Una vez vino Fácil a hablarme.
—Eh, Lobey, ven a ayudarnos a cuidar las cabras. Los leones volvieron. No hay muchos todavía, pero tú no estarías de más. —Fácil se agachó, y todavía me miraba desde treinta centímetros de altura, y meneó la cabeza—. Pobre Lobey. —Me pasó los dedos peludos por la cabeza—. Te necesitamos. Nos necesitas. ¡Ayúdanos a buscar a los dos niños desaparecidos!
—Vete.
—Pobre Lobey. —Pero Fácil se fue.
Más tarde vino Pequeño Jon. Anduvo dando vueltas por allí durante un minuto, pensando en algo que decir. Cuando al fin lo pensó, tuvo que ir detrás de un arbusto, se sintió avergonzado, y no volvió más.
También vino Lo Halcón.
—Ven a cazar, Lo Lobey. Han visto un toro a dos kilómetros al sur. Dicen que tiene cuernos tan largos como tus brazos.
—Hoy me siento bastante no-funcional —dije, lo que no puede ser motivo de broma si se habla con Lo Halcón. Se fue refunfuñando. Yo en verdad no estaba de humor para soportar aquellas arcaicas costumbres de Lo Halcón.
Sin embargo, cuando vino La Dira fue diferente. Como dije, La Dira es culta y erudita. Vino con un libro, se sentó en la otra punta de la piedra, y me ignoró toda una hora. Hasta que me enfurecí.
—¿Qué haces ahí sentada? —pregunté.
—Tal vez lo mismo que tú.
—¿Y qué es?
La Dira parecía seria.
—¿Por qué no me lo dices?
Yo volví al cuchillo.
—Afilo el machete.
—Yo afilo la mente —dijo La Dira—. Tenemos que hacer algo y necesitamos los dos filos.
—¿Eh?
—¿Es ése un modo inarticulado de preguntar de qué se trata?
—¿Eh? —volví a decir—. Sí. ¿De qué se trata?
—De matar lo que mató a Friza. —La Dira cerró el libro—. ¿Tú ayudarás?
Me incliné hacia adelante, junté los pies y las manos, abrí la boca, y La Dira se estremeció en ondas detrás de las lágrimas. Lloré. Luego de todo aquel tiempo me sorprendió de veras. Apoyé la frente en la roca y lloré y lloré.
—Lo Lobey —dijo La Dira, como Lo Halcón, pero de un modo distinto. Luego me acarició el pelo, como Fácil. Sólo que distinto. Cuando pude dominarme un poco sentí la compasión y la turbación de La Dira. Como la de Pequeño Jon, aunque distinta.
Me acosté de lado, con los pies y las manos apretados y juntos, sollozando, la cabeza contra el pecho. La Dira me frotó un hombro, la abultada cadera, abriéndome con dulzura y palabras:
—Hablemos de mitología, Lobey. O escucha. Hace tiempo que hablamos de la racionalidad del mundo. Lo irracional es en cambio todo un problema. ¿Recuerdas la leyenda de los Beatles? ¿Recuerdas que el Beatle Ringo dejó a su amada aunque ella era tierna con él? Ringo, el único Beatle que no cantaba, según las primeras formas de la leyenda. Luego de la noche de un día difícil, él y el resto de los Beatles fueron despedazados por unas jóvenes chillonas, y él y los otros Beatles volvieron finalmente juntos con el gran rock y el gran roll. —Puse la cabeza en la falda de La Dira. Ella siguió hablando—: Bueno, ese mito es una versión de otro, mucho más antiguo, y que no es tan conocido. No hay ningún 45 ni 33 de la época de esa historia. Sólo unas pocas versiones escritas, y la lectura está interesando cada vez menos a los jóvenes. En la historia más vieja Ringo se llamaba Orfeo. A Orfeo también lo despedazaron unas jóvenes que chillaban. Pero los detalles son distintos. Orfeo perdió a la amada —Eurídice en esa versión— y ella fue a parar directamente al gran rock y el gran roll, a donde tuvo que ir Orfeo a buscarla. Orfeo se fue cantando, porque en esa versión Orfeo era el mejor de los cantantes, y no el mudo. En los mitos las cosas siempre se transforman en lo opuesto, cuando una versión reemplaza a otra.
Yo dije:
—¿Cómo pudo ir Orfeo al gran rock y al gran roll? Eso es todo muerte y todo vida.
—Pues fue.
—¿Y trajo de vuelta a la amada?
—No.
Aparté los ojos del viejo rostro de La Dira y me volví sobre el regazo, hacia los árboles.
—Entonces mintió. No fue allá realmente. Quizá se fue un tiempo al bosque y luego inventó esa historia.
—Tal vez —dijo La Dira.
Alcé otra vez los ojos.
—Orfeo quería que ella volviese —dije—. Lo sé. Quería que ella volviese. Pero si hubiese ido a un sitio donde había una mínima posibilidad de encontrarla no hubiera regresado sin ella. Por eso sé que mintió. En lo de haber ido al gran rock y al gran roll, quiero decir.
—Toda vida es ritmo —dijo La Dira mientras Yo me sentaba—. Toda muerte es ritmo en suspenso, una síncopa antes que se reanude la vida. —La Dira tomó el machete—. Toca. —Me tendió el machete tomándolo por la hoja—. Toca. Música.
Me llevé la hoja a la boca, giré sobre la espalda, me enrosqué alrededor del filo peligroso y brillante, y lamí los sonidos. Yo no quería pero se me formaron en el hueco de la lengua, y el aliento los llevó al machete.
Bajo; bajo al principio; cerré los ojos, sintiendo cada nota en el cuadrángulo de los omóplatos y en las palmas apoyadas en la roca. Las notas aparecían de acuerdo con un único metro, mi respiración, y por debajo los músculos excitados de los dedos de las manos y los pies se contraían ya preparándose para una dama más rápida y más íntima, la del tiempo del corazón. El himno del dolor asomó sacudiéndose.
—Lobey, cuando eras niño golpeabas la roca con los pies, en un ritmo, una danza. ¡Golpea. Lobey!
Dejé que la melodía se acelerase; luego la subí una octava y la dominé. Esto sólo con los dedos.
—¡Golpea, Lobey!
Me puse de pie, balanceándome, y batí la piedra con las plantas de los pies.
—¡Golpea!
Abrí los ojos y alcancé a ver cómo se escabullían las arañas de sangre. La música reía. Latidos, latidos, gorjeos y trinos, y La Dira también reía, para que yo continuara tocando, encorvado hacia adelante, mientras sentía que el sudor me corría en estremecimientos por la nuca, y yo alzaba la cabeza y el sudor me mojaba la espalda, y luego, inmóvil de la cintura para arriba, yo movía furiosamente las caderas, siguiendo ritmos cruzados con los dedos de los pies y los talones, apuntando hacia arriba con la hoja del machete para traspasar el sol, mientras un nuevo sudor me corría por detrás de las orejas rodando entre los pliegues del pescuezo.
—Golpea, mi Lo Ringo; toca, mi Lo Orfeo —gritó La Dira—. ¡Oh, Lobey! —La Dira batía y batía palmas.
Luego, cuando mi respiración y las hojas y la corriente fueron el único sonido, La Dira movió afirmativamente la cabeza, y sonrió.
—Ahora te has lamentado adecuadamente.
Me miré el cuerpo. Me brillaba el pecho; el estómago se me arrugaba, alisaba, arrugaba. El polvo de las puntas de los pies era ahora barro tostado.
—Bueno, ya casi estás preparado para hacer lo que es necesario hacer. Puedes irte de caza, a cuidar rebaños, a tocar música. Pronto vendrá Le Dorik a buscarte.
Se me paralizaron todos los sonidos. También la respiración y el corazón; una síncopa antes que continuase el ritmo, supongo.
—¿Le Dorik?
—Vete. Diviértete antes de comenzar el viaje.
Asustado, sacudí la cabeza, me volví, escapé de la boca de la cueva.
Le…