Oscurece (tintura, tinte) todo este divertidonimal mundo nuestro.
JAMES JOYCE, Finnegans Wake
No quiero decir con esto que haya de darse el nombre de locura a todo desorden o error de los sentidos o de la mente.
ERASMO DE ROTTERDAM, Elogio de la locura
Hay en mi machete un cilindro hueco, agujereado, desde la empuñadura a la punta. Cuando soplo en la boquilla del mango, sale música por la hoja. Cuando tapo todos los agujeros el sonido es triste, áspero como algo áspero que aún puede llamarse suave. Cuando descubro todos los agujeros el sonido canta alrededor, y trae a los ojos destellos de sol en el agua, metal triturado. Hay veinte agujeros. Y desde que toco música me han llamado tonto de muy diferentes modos; más a veces que Lobey, mi nombre.
¿Cómo soy?
Feo y mostrando los dientes casi todo el tiempo. Nariz enorme y ojos grises y boca ancha apretados en una cara pequeña y parda, apropiada para un zorro. Todo arañado de pelos que son hilos de bronce. El pelo me lo corto casi de raíz con el machete, cada dos meses. Vuelve a crecer rápido. Lo que es raro, pues ya cumplí veintitrés años y aún no me salió la barba. Tengo figura de bolo; los muslos, las pantorrillas y los pies de un hombre (¿gorila?) del doble de mi estatura (que es de aproximadamente uno ochenta), y caderas proporcionadas. Hubo una erupción de hermafroditas el año en que nací, y eso es lo que me llamaron los doctores. De algún modo tengo mis dudas.
Como digo, soy feo. Mis pies tienen dedos casi tan largos como los dedos de las manos, y los mayores están en semioposición. Pero esperen; una vez le salvé la vida a Pequeño Jon.
Estábamos escalando la Cara de Berilio, resbalando en aquella roca vítrea cuando Pequeño Jon perdió pie y quedó suspendido de una mano. Yo me sostenía con las dos manos, pero estiré un pie y tomé a Pequeño Jon de la muñeca y tiré de él hasta que pudo pisar en algo.
Aquí Lo Halcón se cruza de brazos sobre la camisa de cuero, mueve gravemente la cabeza, de modo que la barba le sube y le baja sobre el pescuezo nudoso, y dice:
—Ante todo, ¿qué hacíais vosotros, jóvenes Lo, en la Cara de Berilio? Es arriesgado, y ya saben que evitamos los riesgos. La natalidad está bajando, bajando todos los días. No podemos permitirnos que la juventud productiva se pierda en tonteras.
Claro que la natalidad no está bajando. Son cosas de Lo Halcón. Lo que él quiere decir es que está bajando el número de normos totales. Pero hay muchos nacimientos. Lo Halcón es de la generación en que el número de no-funcionales, idiotas, mongoloides y cretinos superaba bastante el cincuenta por ciento. (Ah, todavía no nos habíamos adaptado a vuestras imágenes). Pero ahora se ven muchos más funcionales que no-funcionales; no vale la pena preocuparse.
De cualquier modo, no sólo me muerdo vergonzosamente las uñas de las manos sino también las uñas de los pies.
Y aquí recuerdo estar sentado a la entrada de la cueva-manantial, donde la corriente asoma en las sombras y se mete entre los árboles como una guadaña de luz, y una araña de sangre del tamaño de mi puño se asolea en la roca a mi lado; le late el vientre, entrando y saliendo, en los costados del cuerpo; arriba se rozan las hojas. Entonces pasa por allí La Carol con un saco de fruta al hombro y el niño bajo el brazo (una vez discutimos si era mío o no. Un día tuvo mis ojos, mi nariz, mis orejas. Al día siguiente: —¿No ves que es hijo de Lo Fácil? ¡Mira qué fuerte es!— Luego los dos nos enamoramos de otras personas y ahora somos de nuevo amigos) y La Carol tuerce la cara y dice:
—Lo Lobey, ¿qué haces?
—Me muerdo las uñas de los pies. ¿Qué te parece?
—Oh. —La Carol menea la cabeza y cruza el bosque, hacia la aldea.
Pero en este momento prefiero estar sentado eh la superficie de piedra, dormir, pensar, morderme las uñas o afilar el machete. Es mi derecho, dice La Dira.
Hasta hace muy poco, Lo Pequeño Jon, Lo Fácil y Lo yo trabajábamos juntos como pastores de cabras (y eso es lo que hacíamos en la Cara de Berilio: buscábamos pasto). Qué trío. Pequeño Jon, aunque un año mayor que yo, parecerá hasta la muerte un menudo adolescente negro, de piel lisa como vidrio volcánico. Transpira por las palmas de las manos, las plantas de los pies y la lengua (no tiene verdaderas glándulas sudoríparas: se orina como un diabético el primer día de invierno, o como un perro muy nervioso). El cabello es una red de plata; no blanca: de plata. El pigmento es metal puro; la piel negra proviene de una proteína formada alrededor del óxido. Ninguna relación con ese pardo herrumbroso de melanina que nos broncea a ti y a mí. Lo Pequeño Jon, bastante simplón, canta, y corre y salta entre las rocas y las cabras, y le relucen la cabeza, la ingle y las axilas; luego se detiene para levantar una pierna (sí, como un perro nervioso) contra el tronco de un árbol, y los ojos negros miran desconcertados alrededor. Cuando sonríe, esos ojos arrojan tanta luz, en una frecuencia distinta, como la resplandeciente cabeza. Tiene garras también. Garras córneas, duras, afiladas, en el sitio donde yo tengo protuberancias. No conviene enfurecerlo.
Fácil, en cambio, es grande (casi dos cuarenta de estatura), peludo (un vello castaño oscuro se le encrespa en los lomos, se le ensortija en el vientre), fuerte (esos ciento cincuenta y ocho kilos son como roca mellada, apretada dentro del pellejo: los músculos tienen aristas) y manso. Una vez me enojé con él cuando una de las cabras fértiles cayó por una chimenea de roca.
Vi lo que iba a ocurrir. El animal era la cabra grande y ciega que desde hacía ocho años nos daba trillizos perfectamente normales. Yo me apoyaba en un pie y arrojaba piedras y palos con los otros tres miembros. Sólo con una pedrada a la cabeza se puede atraer la atención de Fácil; estaba mucho más cerca que yo.
—¡Mira, maldito no-funcional, Lo mongoloide! La cabra se cae… —Y en ese momento la cabra se cayó.
Fácil dejó de mirarme con aquella cara de por-qué-me-tiras-piedras, vio la cabra que arañaba el borde del agujero, se lanzó hacia adelante, no la alcanzó, y se oyeron los balidos de los dos. Me puse todo detrás de la piedra que le dio en la cadera y casi grité. Fácil gritó.
Se encogió al borde de la chimenea y las lágrimas le humedecieron el pelo de las mejillas. La cabra se había roto el pescuezo en el fondo de la chimenea. Fácil levantó la vista y dijo:
—No me lastimes más, Lobey. Eso —se restregó los ojos azules con los nudillos y señaló hacia abajo— ya lastima bastante.
¿Qué puede uno hacer con un Lo así? Fácil también tiene garras. No las usa más que para trepar a las palmeras gigantes y arrancar mangos para los niños.
Sin embargo, en general trabajábamos bien con las cabras. Una vez Pequeño Jon saltó desde la rama de un roble al lomo de un león y le destrozó la garganta antes que el león alcanzase el rebaño (y se levantó, se sacudió, dejó allí al animal, se escondió detrás de una roca mirando por encima del hombro). Y el manso Fácil, armado de un palo, le aplastó la cabeza a un oso negro. Y yo tengo el machete, soy totalmente ambidextro, zurdo de pie, diestro de mano, o viceversa. Sí, trabajábamos bien. Pero eso se acabó.
Lo que ocurrió fue Friza.
«Friza» o «La Friza» fue siempre motivo de discusión entre los médicos más viejos del pueblo y los mayores que han de decidir los títulos. Friza parecía normal: delgada, morena, de boca carnosa, nariz ancha, ojos de color bronce. Creo que nació con seis dedos en una mano, pero el dedo de más era no-funcional y un médico viajante se lo amputó oportunamente. El pelo era apretado, elástico, y negro. Lo llevaba corto; aunque una vez encontró un cordón rojo y se lo trenzó. Ese día se puso brazaletes y abalorios de cobre, cintas y cintas. Era hermosa.
Y muda. Cuando era bebé la pusieron en la kaula con los otros no-funcionales, pues no se movía. No La. Luego un guardián descubrió que no se movía porque ya sabía moverse: ágil como la sombra de una ardilla. La sacaron de la kaula. Le devolvieron el La. Pero nunca habló. Así que a la edad de ocho años le sacaron de nuevo el La. No podían decidirse a ponerla en la kaula. Era funcional: tejía cestas, araba, cazaba bien con las boleadoras. Las gentes discutieron.
Lo Halcón opinó:
—En mis tiempos La y Lo se reservaban para los normales perfectos. Hemos sido débiles, concediendo ese título de pureza a cualquier funcional que haya tenido la desgracia de nacer en estos tiempos confusos.
A lo que La Dira contestó:
—Los tiempos cambian, y durante treinta años el precedente tácito ha sido siempre el mismo: conferir La o Lo a cualquier criatura funcional que nace en el nuevo hogar. El problema es hasta dónde extender la definición de funcionalidad. ¿Es la comunicación verbal la habilidad sine qua non? La niña parece inteligente, y aprende rápido y bien. Yo propongo La Friza.
La niña jugaba con unos guijarros blancos sentada junto al fuego mientras los otros discutían.
—El comienzo del fin, el comienzo del fin —murmuró Lo Halcón—. Algo hay que conservar.
—El fin del comienzo —suspiró La Dira—. Todo tiene que cambiar.
Así habían hablado siempre desde que yo tenía memoria.
Una vez, antes que yo naciera, cuentan que Lo Halcón se aburrió de la vida de la aldea y se fue. Llegaron rumores: Lo Halcón había ido a una luna de Júpiter a desentrañar un metal que zigzagueaba en vetas azules. Más tarde: había dejado el satélite joviano yéndose a navegar el mar humeante de un mundo de tres soles, que arrojaban las sombras de Lo Halcón sobre la cubierta desnuda de un barco más grande que toda nuestra aldea. Luego: lo habían visto abriéndose paso a través de una sustancia que se derretía transformándose en vapores venenosos, en un sitio tan remoto que en aquellas noches perpetuas no había ninguna estrella. Cuando habían pasado siete años desde la partida de Lo Halcón, La Dira decidió de algún modo que el tiempo se había cumplido. Dejó la aldea y regresó una semana después… con Lo Halcón. Dicen que Lo Halcón no había cambiado mucho, así que nadie le preguntó dónde había estado. Pero aquella serena disputa, que unía a La Dira y a Lo Halcón con más fuerza que el amor, había comenzado entonces.
—… hay que conservar —Lo Halcón.
—… hay que cambiar —La Dira.
Generalmente cedía Lo Halcón, pues La Dira era una mujer de amplias lecturas, culta, y también ingeniosa. Lo Halcón había sido un buen cazador en los años de juventud, y eventualmente un buen guerrero. Y tenía la cordura suficiente para admitir en la práctica, a falta de palabras, que esa necesidad había desaparecido. Pero esta vez Lo Halcón fue firme:
—La comunicación es vital si hemos de convertirnos alguna vez en seres humanos. Antes prefiero a un perro que viene de los montes y nos dice lo que quiere, imitando cuarenta o cincuenta de nuestras palabras, que un niño mudo. ¡Oh, las batallas que ha visto mi juventud! Cuando rechazamos las arañas gigantes, o cuando la oleada de hongos llegó desde la jungla, o cuando destruimos con cal y sal aquellas babosas de siete metros que brotaban del suelo. Ganamos esas batallas porque podíamos hablar entre nosotros, gritar instrucciones, vociferar una advertencia, susurrar planes en la oscuridad crepuscular de la cueva manantial. Sí, ¡preferiría darle La o Lo a un perro parlante!
Alguien hizo un comentario desagradable:
—¡Bueno, a Friza no podrías darle fácilmente un Le!
Se oyeron una risitas. Pero los mayores saben ignorar muy bien este tipo de irreverencia. Además, nadie le hace caso a un Le. De cualquier modo, el asunto nunca se arregló. Cuando iba a ponerse la luna alguien habló de un aplazamiento y la gente se dispersó. Todos se incorporaron crujiendo y gimiendo. Friza, morena y hermosa, jugaba aún con los guijarros.
Friza-bebé no se movía porque ya sabía cómo hacerlo. Mirándola a la luz del fuego (yo mismo sólo tenía ocho años) llegué a entender por qué no hablaba: Friza levantó una piedra y la arrojó, malignamente, a la cabeza del hombre que había hecho la observación sobre el «Le». A los ocho años, Friza era ya una sensitiva. El guijarro no dio en el blanco, y sólo yo vi. Pero también vi el gruñido que torció la cara de Friza, el esfuerzo de los hombros, el modo como apretó los dedos de los pies —tenía las piernas cruzadas— cuando arrojó la piedra. Los puños estaban cerrados sobre el regazo. No usó ni las manos ni los pies. La piedra salió del polvo, atravesó el aire, erró el blanco, y se perdió golpeando las hojas. Pero yo vi: Friza tiró la piedra.