Capítulo 18

Los espectadores se arremolinaron y empujaron, llenando por completo la sala del tribunal presidido por el juez Pennymaker.

Dick Truslow, uno de los suplentes de más confianza de Hamilton Burger, le dirigió una sonrisa a Perry Mason.

Truslow tenía aquel atributo de un luchador peligroso: la habilidad de hacerse perfecto cargo de los puntos fuertes de un antagonista, una simpatía personal que sabía echar instantáneamente a un lado para hacer sitio a una combatividad oficial.

—¿Va a estar Shuster asociado con usted en este caso? —preguntó Truslow.

—Es muy probable que intente meterse en él explorando antes de que hayamos acabado —observó Perry—. El otro día le vi hablar a la luz del sol, y tenía un arco iris delante de los labios.

Truslow se echó a reír, luego bajó la voz y dijo, confidencialmente:

—Debiera usted ver a Hamilton Burger. Le está dando un ataque.

—¿Qué le ocurre?

—Ni que decir tiene —contestó Truslow, guiñando un ojo— que no quiero que se diga que yo lo he dicho; pero el jefe ha estado diciendo que es una estupidez eso que usted asegura de que cualquier persona puede mandar un telegrama en nombre de otra, si tiene el aplomo suficiente y conoce las señas y el número de teléfono de la persona por la que se está pasando.

Mason se las arregló para parecer inocente.

—Conque alguien —rió Truslow— envió a la viuda ama de llaves de Laxter un telegrama, firmándolo con el nombre del jefe.

—¿Y qué decía? —inquirió Mason, sin perder la seriedad.

Truslow dijo:

—No vuelva usted la cabeza. Está mirando ella hacia aquí… Un momento… Vaya… mire ahora… por encima del hombro izquierdo. ¿La ve usted allí de pie, con el telegrama? Fíjese en la expresión que tiene. Se ha creído que se trata nada menos que de una petición de mano.

—¿Qué opina usted?

—No puedo decírselo… a menos que se tapone usted los oídos.

Mason sonrió.

—¿Ha cambiado ahora su opinión respecto al origen del telegrama de Winifred Laxter?

—Le diré… Tengo orden de no insistir mucho sobre el particular…, pero me temo que esta vez le tengo a usted bien cogido, Perry. Tenemos un caso bastante bueno de pruebas circunstanciales. Supongo que no opondrá usted a que se procese al acusado, ¿verdad?

—Creo que sí que me opondré.

—Le apuesto doble contra sencillo a que no podrá usted llegar muy lejos. Tal vez logrará usted engañar a un jurado hasta el punto de conseguir alguna ventaja; pero no logrará usted pasar de la vista preliminar.

Mason encendió un cigarrillo; luego, casi inmediatamente, lo dejó caer en la escupidera al abrir el juez la puerta de su cámara y ocupar su asiento en el estrado. El tribunal fue llamado formalmente en orden. Dick Truslow se puso en pie para dirigir la palabra al tribunal.

—Señor juez: la vista preliminar de esta causa tiene por objeto el determinar si existen motivos razonables para procesar a Douglas Keene acusándole de asesinato en primer grado, a saber del asesinato de una tal Edith de Voe; pero a fin de demostrar el motivo del asesinato, será necesario que introduzcamos pruebas relacionadas con el asesinato de un tal Carl Ashton. Sin embargo, queda entendido que cualquier prueba relacionada con la muerte de Ashton se limitará tan sólo a fijar el motivo en cuanto al asesinato de Edith de Voe se refiere. No introduciremos dichas pruebas ni intentaremos hacerlas ser tenidas en consideración con ningún otro objeto.

—¿Tiene la defensa algo que objetar? —inquirió el juez.

—Objetaremos cuando llegue el momento para hacerlo —respondió Mason—, a medida que vayan surgiendo las cuestiones.

—No intento ponerle límite alguno al señor defensor —dijo Truslow—. Sólo deseaba explicar nuestra posición al tribunal. Creí que, a lo mejor, podría eliminar algunas de las objeciones que pudiera aducir la defensa explicando claramente nuestra posición.

—Que siga la vista —dijo Pennymaker—. ¿Está el acusado en la sala?

—Entra en este momento, señor juez —contestó Truslow, con voz firme.

Un alguacil condujo a Douglas Keene a la sala. Estaba algo pálido, pero tenía la cabeza echada hacia atrás y la barbilla en alto. Mason se acercó a él y le oprimió el brazo, animador.

—Siéntese, muchacho —dijo—, y no pierda la serenidad. No tardará mucho en aclararse todo.

—El primer testigo de cargo —dijo Truslow— es Tom Glassman.

Glassman compareció; tomó el juramento, declaró ser adjunto al despacho fiscal; que la noche del veintitrés corriente había ido al piso de una tal Edith de Voe; que en dicho piso yacía una mujer en el suelo, con heridas en la cabeza, y cerca de la misma, un palo; que el palo estaba manchado de sangre.

—Le enseño a usted una fotografía —dijo Truslow— simplemente para que la identifique y le pregunto si ésta es una fotografía de las facciones de la joven que dice usted haber visto en el suelo dicho día.

—Sí, señor; lo es.

—Relacionaremos el retrato y lo introduciremos más tarde. Ahora desearíamos que fuese marcado para su identificación.

Hizo varias preguntas más, puramente rutinarias, y le dijo a Perry Mason:

—Ahora puede usted interrogar.

—En aquel pedazo de madera que halló usted junto al cadáver de la mujer —dijo Mason— había una huella dactilar, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—¿Fotografió usted dicha huella?

—Sí.

—Y…, ¿sacó las huellas dactilares del acusado?

—Sí.

—¿Era aquella huella la del acusado?

—No, señor.

—¿Era la huella dactilar de Sam Laxter, de Frank Oafley o de alguno de los criados de la casa Laxter?

—No, señor.

—Naturalmente, usted intentaría identificar dicha huella dactilar.

—Naturalmente.

—¿No le fue posible hacerlo?

—No, señor.

—Había estado usted en la residencia de Laxter más temprano aquella misma noche, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—¿Y encontró usted allí el cadáver del portero Carl Ashton?

—Sí.

—¿Dicho cadáver yacía sobre la cama en el cuarto de Carl Ashton?

—Sí, señor.

—Ashton estaba muerto, ¿verdad? Y la muerte había sido producida por estrangulación mediante un cordón que le había sido echado al cuello y apretado. ¿No es así?

—Así es.

—Y… había huellas de pisadas de gato arriba y abajo de la cama.

—Sí, señor.

—¿Hizo usted esfuerzo alguno por averiguar si las pisadas habían sido hechas antes o después de la muerte de Carl Ashton?

—Sí.

—¿Cuándo fueron hechas? ¿Antes o después?

El rostro de Glassman expresó sorpresa.

—Después.

—Creí —dijo Truslow, con una sonrisa levemente nerviosa— que nos iba a costar una lucha bastante dura el poder introducir estas pruebas; pero veo que usted mismo se encarga de introducirlas.

—Quiero que figuren todas las pruebas —contestó Perry. Luego, volviéndose al testigo, prosiguió—: Cuando usted llegó a casa de Laxter, ¿Samuel Laxter no estaba allí?

—No, señor.

—¿Se presentó más tarde?

—Así es.

—¿Su automóvil había sufrido desperfectos y tenía herido un brazo?

—Sí.

—Pero…, ¿Frank Oafley estaba allí?

—Sí.

—¿Dónde estaba cuando llegó usted?

—No sé dónde estaba cuando llegamos, porque nos detuvimos en el garaje para registrar los automóviles; pero cuando llegamos a la terraza principal, donde se alza la casa, vimos a un hombre que cavaba el suelo cerca de una esquina del edificio. Le iluminamos con nuestras lámparas de bolsillo y era el señor Oafley.

—Eso es todo cuanto tengo que preguntar —observó Mason.

Truslow, algo intrigado, comentó:

—Me parece que dejaremos establecido ahora definitivamente el corpus delicti, señor juez.

Mason se dejó caer nuevamente en un asiento con el aire de persona a quien ya no le interesan los trámites. Y no hizo ni una pregunta mientras Truslow llamaba al médico que había hecho la autopsia, hacía comparecer testigos que identificaron a la muerta; que identificaron el palo como trozo serrado de una muleta; testigos que declararon el tipo de muleta usado por Carl Ashton y que aseguraron que, según su opinión, el palo ensangrentado que se presenta como prueba formaba parte de la muleta de Ashton o, por lo menos, de una muleta exactamente igual.

Truslow hizo comparecer al ebanista Babson, quien identificó positivamente la sección de la muleta gracias a ciertos arañazos que tenía y declaró que Ashton le había pedido que hiciera un receptáculo en la muleta y que la forrara de gamuza. Luego, mediante otros testigos, Truslow hizo resaltar el valor de los diamantes Koltsdorf y el hecho de que Peter Laxter los tuviera en gran estima y los conservara siempre en su poder.

—Que comparezca Samuel Laxter —dijo Truslow por fin.

Samuel Laxter compareció.

—¿Se llama usted Samuel Laxter? ¿Vive usted en la casa, Laxter?

—Sí, señor.

—¿Es usted nieto del difunto Peter Laxter? ¿Residió usted en lo que se llamaba casa de campo, durante varios meses antes de que se incendiara, y luego fue usted a residir en la casa llamada de la población?

—Sí, señor.

—¿Conocía usted a Edith de Voe?

—Sí, señor.

—¿Vio usted su cuerpo en el depósito judicial?

—Sí, señor.

—¿Estaba muerta?

—Así es.

—Y, ¿el cuerpo que usted vio era el mismo que figura en la fotografía prueba número 1?

—Justo.

—Y…, ¿ésa era Edith de Voe?

—Ella era.

—¿Dónde estaba usted la noche del veintitrés entre las nueve y aproximadamente las doce y media de la noche?

—Me niego a contestar.

Nat Shuster se adelantó.

—Con el perdón del tribunal —dijo—, ahora parece ser que se está intentando macular el carácter de este testigo mediante preguntas extrañas al caso. No se le acusa del asesinato y, si no se le acusa del asesinato, no importa dónde se encontrara, a no ser que se hallara presente en el lugar en que se estaba cometiendo el asesinato.

—¿Usted es el representante del señor Laxter? —inquirió el juez.

—Sí, señor juez.

—Yo —dijo Perry— nada tengo que objetar contra esa pregunta.

—Voy a ordenar al testigo que responda a esa pregunta —afirmó el juez.

—Me niego a contestar.

El rostro de Pennymaker se ensombreció.

Shuster se inclinó sobre la mesa de los abogados.

—Ande —dijo—; diga lo demás.

—Me niego a contestar basándome en el hecho de que la respuesta pudiera comprometerme —dijo Laxter, como quien recita una lección.

Shuster sonrió y se volvió al tribunal.

—Quiero que el tribunal comprenda —dijo— que la contestación no le comprometerá en cuanto al crimen que se discute y refiere; pero creo que existe un reglamento municipal que puede haber sido violado por el testigo y, puesto que técnicamente podemos apoyar nuestra posición sobre esa base, he aconsejado a mi cliente que proteja el buen nombre de la joven comprometida en el asunto.

—¡Tonterías, estupideces y teatralerías! —dijo Mason.

El juez dio unos golpes con su mazo.

—Basta, señor defensor. No tiene usted derecho a hacer semejante declaración.

—Su señoría tiene razón; pero tampoco tiene derecho el defensor del señor Laxter a hacer una declaración semejante… declaración cuyo único fin es alistar las simpatías de la prensa.

Shuster agitó los brazos, excitado.

—Señor juez, me molesta semejante acusación.

La voz de Truslow sonó, dominando los frenéticos comentarios del excitado abogado.

—Estoy de acuerdo con el señor Mason, señor juez. Sea como fuere, nada de eso importa. Ofrezco ahora mismo a este testigo la impunidad por todo delito que no sea el de asesinato y repito mi pregunta.

—De nuevo me niego —repitió Laxter— basándome en la creencia de que la respuesta pudiera comprometerme.

—¿No se hallaba usted en la residencia de Laxter a la hora en que fue asesinado Ashton? —inquirió Truslow.

—No, señor.

—¿Dónde estaba usted?

—En la oficina de Nathaniel Shuster. Estuve allí desde las diez hasta después de las once.

—¿Había alguien con usted?

—Nathaniel Shuster.

—¿Alguien más?

—Jim Brandon.

—¿Quién es Jim Brandon?

—Chófer y mayordomo de la casa.

—¿Se hallaba presente durante la discusión que tuvo lugar entre usted y Nathaniel Shuster?

—No, señor; estaba sentado en la oficina general, aguardando.

—¿Cuándo se fue?

—Unos diez minutos antes de las once le dije que podía marcharse a casa. No había necesidad de que aguardara más tiempo.

—Entonces, ¿qué hizo usted?

—Me quedé unos minutos más en el despacho de Nathaniel Shuster.

—¿Dónde fue usted luego?

—Me niego a contestar, basándome en lo mismo: que la respuesta pudiera comprometerme.

—¿Comprometerle de qué manera y en qué crimen?

—Me niego a contestar.

Truslow dijo, disgustado:

—Me parece que eso es todo. Voy a pedirle al tribunal extraordinario que investigue la cuestión.

Laxter inició la retirada. Los dientes de Shuster brillaron en sonrisa de triunfo.

—Un momento —dijo Perry Mason—. Me parece que tengo yo derecho a interrogar a este testigo.

—Pero…, ¡si no ha declarado como testigo de nada! —objetó Shuster.

—Siéntese, señor Shuster —ordenó el juez—. El señor Mason tiene derecho a interrogar a este hombre sobre cualquiera de las declaraciones que haya hecho.

Mason se encaró con Laxter.

—¿Fue usted al despacho de Shuster con Jim Brandon?

—Sí, señor.

—Y… ¿fue en el «Packard» verde?

—Sí, señor.

—¿Sabe usted dónde está el piso de Douglas Keene?

—Sí.

—¿Lo sabía usted la noche del veintitrés?

—No recuerdo… es posible que sí…

—¿No había usted ido a visitarle allí alguna vez antes del veintitrés?

—Creo que tal vez habría estado allí, sí.

—Después de salir del despacho de Shuster, ¿no fue usted a casa de Edith de Voe?

—Me niego a contestar.

—Y a aquella hora, ¿no estaba el «Chevrolet» que acostumbraba conducir el portero Carl Ashton, parado delante de la casa de Edith de Voe?

Shuster se movió, inquieto, y se inclinó hacia delante, como si se dispusiera a hablar.

Laxter dijo con monótona voz:

—Me niego a contestar.

—Conteste usted —ordenó Mason—; ¿no entró usted en casa de Edith de Voe? ¿No la encontró tendida en el suelo, sin conocimiento? ¿No se daba usted cuenta de que previamente había hecho unas declaraciones que equivalían a acusarle a usted del asesinato de su abuelo? ¿No es cierto que salió usted entonces corriendo de la casa, que subió al «Chevrolet», que se dirigió al piso de Douglas Keene, que entró en su piso, que se cortó el brazo con una hoja de afeitar, con una navaja o algún otro instrumento afilado, que dejó manchas de sangre en la ropa de Keene, que telefoneó a Nathaniel Shuster explicándole lo ocurrido, que temía usted verse acusado de asesinato y que, para que pareciese que la herida del brazo la había sufrido usted accidentalmente, estrelló su automóvil deliberadamente contra un poste de telégrafos, en el camino de regreso a su casa?

Shuster se puso en pie de un brinco, azotando el aire con las manos.

—¡Una mentira, señor juez! —gritó—. ¡Una serie de mentiras! ¡Un ataque contra el carácter de mi cliente!

Mason miró con fijeza la pálida faz del testigo.

—Si el contestar a esa pregunta puede comprometerle, puede usted decirlo.

Un silencio de muerte reinaba en la sala. Hasta el propio Shuster olvidó sus excitadas protestas para mirar, como fascinado, el semblante de Samuel Laxter. Éste carraspeó dos veces; luego murmuró:

—Me niego a contestar.

—¿Basándose en qué? —tronó Perry Mason.

—En que la respuesta pudiera comprometerme.

Mason hizo un gesto cortés con la mano.

—Eso —dijo— es cuanto quería preguntarle.

—Que comparezca Frank Oafley —dijo Truslow.

Oafley compareció, declaró su nombre, residencia y parentesco que le unía al difunto Peter Laxter.

—La noche del veintitrés corriente —dijo Truslow—, ¿estaba usted ocupado en cavar delante de la residencia Laxter?

—Sí.

—¡Me opongo a la pregunta! —dijo Shuster.

Perry Mason sonrió con afabilidad y dijo:

—Señor juez, yo represento al acusado en esta causa. El señor Shuster carece de responsabilidad legal ante este tribunal. Si yo no tengo que objetar a la pregunta y el fiscal, al hacerla, espera contestación, el testigo está obligado a responder.

—Eso es cierto —respondió el juez—. Conteste.

—Estaba buscando una importante cantidad de dinero que había desaparecido desde la muerte de mi abuelo. Y buscaba otras cosas también.

—¿Por qué buscaba?

—Porque había recibido un telegrama.

—Vamos a intentar ofrecer dicho telegrama como prueba —dijo Truslow mirando a Perry.

Su tono indicaba claramente que esperaba que Perry tuviera algo que objetar y que el juez admitiera cualquier objeción.

—Nada tengo que objetar —intervino Mason—. Introdúzcalo como prueba.

Truslow tomó el telegrama, lo introdujo como prueba y lo leyó para que constara en el sumario:

«Los diamantes de Koltsdorf están escondidos en la muleta de Ashton. Más de la mitad del dinero de su abuelo se encuentra enterrado precisamente debajo de la ventana de la biblioteca, donde el rosal trepador empieza a subir por la celosía. El lugar está marcado por un palito clavado en el suelo. No está enterrado muy hondo. No más de unas cuantas pulgadas».

—Esperamos demostrar —dijo Truslow— que este telegrama fue dado por teléfono a Telégrafos; que fue telefoneado por el aparato de Winifred Laxter, prometida del acusado.

Mason permaneció callado.

—¿Cavó usted en dicho sitio? —inquirió Truslow.

—Sí.

—¿Conocía usted a Edith de Voe?

—Sí.

—¿Le unía algún parentesco con ella en el momento de su muerte? El testigo tragó saliva.

—Era mi esposa —dijo.

Mason le dijo a Truslow:

—Interróguele acerca de lo que Edith de Voe le dijo respecto a la muerte de su abuelo.

Truslow exteriorizó cierta sorpresa; pero inmediatamente se volvió al testigo y le preguntó:

—¿Le dijo a usted algo Edith de Voe respecto a la muerte de su abuelo o respecto a ciertas circunstancias sospechosas que había observado la noche del incendio?

Nat Shuster se puso en pie de un brinco.

—¡Señor juez! ¡Señor juez! ¡Señor juez! —gritó—. Me opongo a la pregunta. Se trata de un simple rumor. Esto nada tiene que ver…

El juez dio unos golpes con su mazo.

—Siéntese, señor Shuster —ordenó—. No está usted en orden. No tiene usted representación legal alguna en este asunto, salvo como abogado de Samuel Laxter.

—Pero me opongo a la pregunta por cuenta de Samuel Laxter.

—Samuel Laxter no es parte de este juicio. El señor Mason es el único que tiene derecho a objetar. Ya le he dicho a usted eso anteriormente.

—Pero…, ¡esto es un ultraje! Esto es condenar a mi cliente como asesino sin darle ocasión a que se defienda. ¡Valiente juego el que están haciendo estos abogados! Empiezan a acusar a otra persona de asesinato y luego se lo cargan a mi cliente y yo no puedo hacer nada porque ninguno de ellos tiene nada que objetar.

A pesar suyo, el juez sonrió.

—Sí que es una situación un poco irónica, señor Shuster —dijo—; pero no cabe la menor duda acerca de su legalidad. Se abstendrá usted de interrumpir el proceso.

—Pero ¡es que no debía contestar! Se meterá en un lío. Yo le aconsejaré que no…

—Se sentará usted y se callará —dijo— o se le expulsará de la sala y se le multará por desacato. ¿Cuál de las dos cosas va a ser?

Nat Shuster se sentó lentamente.

—Y permanecerá usted sentado y callado —ordenó el juez Luego se volvió al testigo y dijo—: Responda a la pregunta. Es decir, a menos que tenga algo que objetar el abogado defensor. Si objeta, admitiré su objeción, puesto que la pregunta exige declaraciones de cosas oídas, lo que resulta demasiado remoto para que pueda formar parte de la res gestae.

Shuster medio se levantó de su asiento; luego volvió a sentarse con desánimo.

Frank Oafley dijo lentamente:

—Mi esposa me dijo que la noche del incendio pasaba por delante del garaje. Vio a Samuel Laxter sentado en un automóvil que tenía una goma enchufada al escape y a la tubería de aire caliente que suministraba calefacción a la alcoba de mi abuelo.

—¿Estaba el motor en marcha? —inquirió Truslow.

—Ella dijo que el motor estaba en marcha.

—¿Había indicación alguna de que el motor llevaba funcionando algún tiempo?

—Sí; no estaban encendidas las luces del garaje hasta que ella dio al interruptor. Sin embargo, había anochecido hacía rato.

—¿Le dijo a usted a quién más había contado eso?

—Sí.

—¿A quién?

—Al abogado Perry Mason y al acusado Douglas Keene.

—Nada más. Puede usted interrogar, Mason.

Perry Mason comenzó, casi como quien inicia una conversación:

—Tengo entendido que estuvo usted con ella hasta poco antes de que descubriese a Samuel Laxter en el automóvil la noche del incendio.

—Así es. Ella y yo habíamos estado de paseo y… haciendo planes para el porvenir.

El testigo se interrumpió bruscamente y apartó la mirada. Un espasmo contrajo su semblante. Luego se volvió para encararse con Perry Mason, y dijo con voz áspera de emoción:

—Temí que mi abuelo no diera su aprobación al enlace. Nos veíamos clandestinamente, pero habíamos acordado casamos lo más aprisa posible.

—¿Estaba completamente segura de que la persona que ocupaba el automóvil era Samuel Laxter? —inquirió Perry Mason.

—Sí; creo que sí, aun cuando dijo que no había podido verle claramente la cara. Sam Laxter lleva un sombrero que resalta bastante. Y le vio el sombrero bien.

—¿Habló con ella?

—Sí; le dirigió la palabra y le pareció que la voz era la de Sam Laxter, aun cuando al interrogarla yo acerca del asunto recordó que la voz había sonado algo ahogada, porque el hombre estaba echado sobre el volante, al parecer intoxicado.

—¿Conoce usted algún motivo que pueda haber tenido Sam Laxter para asesinar a su abuelo?

—Claro que sí. El testamento.

—¿Conoce usted algún motivo que pueda haber tenido para asesinar a Carl Ashton?

Desde la mesa de los abogados, Nat Shuster protestó fuertemente en mímica, pero recordando el aviso del juez, permaneció sentado y guardó silencio.

—No, señor —contestó Oafley.

—¿Sabe usted dónde estaba Sam Laxter cuando fue asesinado Carl Ashton?

—No, señor.

—¿Dónde estaba usted a esa hora?

—¿A la hora en que asesinaron a Carl Ashton, quiere usted decir?

—Sí.

—Con Edith de Voe.

—¿Casándose?

El testigo dio claras muestras de que le resultaba doloroso.

—Creo que se ha calculado que la hora del asesinato fue algo después de la ceremonia —dijo.

—Siento mucho haberle abierto nuevamente la herida —le dijo Perry, bondadosamente—. No tengo nada más que preguntar.

—Ni yo —afirmó Truslow.

Shuster dirigió una mirada esperanzadora al tribunal; pero el juez esquivó la mirada.

—Nada más —dijo.

Truslow se volvió para guiñarle un ojo fraternalmente a Perry Mason.

—Que comparezca Thelma Pixley —dijo.

Thelma Pixley tomó el juramento.

—¿Conoce usted al acusado?

—Muy bien.

—¿Le vio usted el veintitrés, la noche en que fue asesinado Carl Ashton?

—Sí.

—¿Qué hizo?… Advertiré al tribunal y a la defensa que esto sólo tiene por objeto fijar el motivo para el asesinato subsiguiente de Edith de Voe. Creo que el hecho de que fuera hallado en el apartamento de Edith de Voe un trozo de la muleta del portero indica…

—Nada tengo que objetar —le interrumpió Perry Mason—; la testigo puede contestar a la pregunta.

—Conteste a la pregunta.

—Vi subir por la avenida el coche del acusado. Dio la vuelta a la casa, luego volvió al garaje y dejó el coche. Yo esperaba que llamara al timbre y aguardé para abrirle la puerta; pero llevaba una llave de la puerta de atrás. Le vi entrar. Me pregunté qué estaría haciendo; conque fui a la puerta y escuché. Bajé la escalera y le oí abrir la puerta del cuarto de Carl Ashton.

—¿Sabe usted cuánto tiempo se pasó allí?

—Le vi salir.

—¿A qué hora llegó?

—Un poco antes de las diez.

—¿Cuándo se fue?

—Unos minutos después de las once.

—¿Tanto como cinco minutos después de las once?

—No lo creo. Acababan de dar las once, y no creo que transcurriera más de un minuto o dos antes de que se fuera.

—¿Llevaba algo consigo?

—Un gato.

—¿Pudo usted ver claramente el gato?

—Era Escoria.

—Ése es el gato del portero.

—Sí.

—¿Conocería usted ese gato si volviera a verlo?

—Desde luego.

Truslow hizo una seña a un alguacil que, al parecer, la había estado aguardando. El alguacil se fue a un cuarto y regresó a los pocos segundos llevando un gato grande, de Angora, a cuyo cuello iba atada una etiqueta.

—¿Es ése el gato?

—Ése es Escoria, sí.

—Señor juez —dijo Truslow, dirigiéndole una sonrisa a Perry—, que conste que la testigo identifica el gato de Angora a cuyo cuello va colgada una etiqueta con la palabra Escoria y las iniciales «H. B.», de puño y letra de Hamilton Burger, fiscal de distrito.

Él movió afirmativamente la cabeza.

Truslow se volvió a Perry Mason y le dijo:

—Interrogue.

—¿Le fue a usted posible ver el gato lo bastante claramente para identificarlo? —inquirió Mason.

—Sí —contestó la testigo con aspereza—. Conocería a Escoria en cualquier parte… Aun cuando le hubieran permitido a usted cambiar el gato, hubiese podido reconocer a Escoria

El juez dio unos golpes de mazo. Los espectadores rompieron a reír.

—Las últimas palabras pueden ser borradas de la declaración —insinuó el juez, dirigiéndose a Mason.

Mason movió afirmativamente la cabeza. Parecía haber perdido todo interés por el proceso.

—No tengo nada más que objetar —dijo.

—Que comparezca Jim Brandon —dijo Truslow.

Jim Brandon, cuya cicatriz prestaba a su semblante cierta expresión sardónica, se presentó y tomó el juramento.

—¿Es usted empleado del señor Samuel Laxter? —inquirió Truslow.

—Y del señor Oafley —declaró Brandon—. Estoy empleado de chófer y de mayordomo.

—Y…, ¿tenía ese empleo la noche del veintitrés?

—Sí.

—¿Tuvo usted ocasión de ver al acusado dicha noche?

—Sí.

—¿Dónde?

—Un poco más abajo del garaje de la casa Laxter.

—¿Vio usted su coche parado por allí?

—Su coche estaba parado unos veinte metros más abajo de la carretera.

—¿Qué hacía cuando usted le vio?

—Venía de la casa Laxter, con un gato en brazos.

—¿Reconoció usted al gato?

—Sí. Era Escoria.

—¿El gato que lleva en la etiqueta el nombre de Escoria y que se encuentra ahora aquí, en la sala?

—Ése es el gato.

—¿A qué hora le vio usted?

—A eso de las once; quizá dos o tres minutos después de las once.

—¿Conducía usted un automóvil?

—Sí.

—¿Dónde había estado usted antes de ver al acusado?

—En el despacho del señor Shuster. El señor Sam Laxter me pidió que le llevara al despacho del señor Shuster. Llegué a dicho despacho poco antes de las diez y permanecí allí hasta un poco antes de las once. Entonces me dijo el señor Laxter que podía coger el coche y marcharme a casa. Me dirigí entonces a la casa Laxter, guardé el coche, entré en casa y permanecí allí durante la noche.

—¿Estaba allí el señor Oafley cuando llegó usted?

—No, señor; entró diez o quince minutos más tarde.

—Puede usted interrogar —dijo Truslow.

—¿Llevaba el acusado una muleta cuando usted lo vio?

—No, señor.

—¿Está seguro que era Escoria el gato que llevaba?

—Sí, señor. Le vi claramente a la luz de los faros del automóvil.

—¿Regresó después a la casa?

—No lo sé. Creo que sí.

—¿Por qué dice usted eso? —inquirió Mason.

—Oí un coche dar la vuelta y detenerse frente a la ventana de la alcoba de Ashton. Me pareció el coche del acusado, pero no me asomé a comprobarlo. Es decir, que me pareció que el motor sonaba como el motor de su coche.

—¿Cuánto tiempo estuvo parado el coche allí?

—Dos o tres minutos. Tiempo de sobra para que el acusado recogiera la muleta y la metiera en el coche inmediatamente.

Hubo risas en la sala.

—Precisamente —asintió Mason—. Ahora bien, si volvió con el coche a recoger la muleta, ¿por qué no recogió el gato al mismo tiempo? ¿Qué adelantaba con llevar el gato en brazos si iba a regresar después con el automóvil?

—No lo sé —respondió el testigo después de unos instantes.

—Estoy completamente seguro de que no —observó Mason, poniéndose en pie—. Usted se había estado tomando muchísimo interés en Carl Ashton, ¿eh?

—¿Yo, señor?

—Sí, usted.

—No lo creo.

Mason miró fijamente al testigo, y Brandon, agitándose inquieto en su asiento, esquivó la mirada.

—¿Sabe usted cuándo vino Ashton a consultarme acerca de su gato?

—No lo sé.

—No olvidé que está bajo juramento. Cuando Ashton vino al despacho, usted le siguió, ¿eh?

—No, señor.

—Llevaba usted el «Packard» verde —dijo Mason lentamente—. Lo paró usted delante de mi despacho. Aguardó a que Ashton saliera y luego le siguió, conduciendo muy despacio el coche, ¿no es cierto?

El testigo se humedeció los labios y guardó silencio. El juez se inclinó hacia delante, dando muestras de interés.

—Vamos —dijo Mason—: conteste.

—Sí, señor —contestó el testigo, por fin—; le seguí.

—Y fue usted a ver a Babson, el ebanista, y le interrogó acerca de la muleta de Ashton, ¿no es así?

De nuevo hubo un período, casi imperceptible, de vacilación. Luego respondió Brandon lentamente:

—Sí, señor.

—¿Y descubrió que Babson había hecho un receptáculo en la muleta de Ashton?

—Sí.

—¿Por qué hizo usted eso?

—Porque se me ordenó.

—¿Quién se lo ordenó?

—Frank Oafley.

—¿Le dijo a usted por qué quería que lo hiciera?

—No, señor. Me dijo que siguiera a Ashton cada vez que éste saliera de casa. Me dijo que averiguara dónde iba Ashton, que le dijera con qué personas hablaba Ashton y que averiguara cuánto dinero gastaba. Le interesaba especialmente lo del dinero.

—¿Cuándo le dijo a usted eso?

—El día veinte.

—¿Y cuándo le dijo que no tenía necesidad de volver a seguir a Ashton?

—La noche del veintitrés.

—¿A qué hora?

—A la hora de comer.

Perry Mason se volvió hacia la mesa de abogados, se sentó y le dirigió una sonrisa a Truslow.

—Eso es cuanto tengo que preguntar —dijo.

Truslow vaciló, luego dijo lentamente:

—Creo que eso es todo. Que comparezca el doctor Robert Jason.

El doctor tomó juramento, declaró que el cuerpo de Peter Laxter había sido exhumado, que había hecho una autopsia completa con el fin de determinar si las quemaduras habían sido infligidas antes o después de la muerte.

—¿Qué determinó usted? —inquirió Truslow.

—El cadáver estaba casi incinerado; pero había varios sitios donde la ropa había protegido la carne. Es un hecho demostrado que cuando la muerte es consecuencia de quemaduras, en los lugares en que la ropa está ceñida al cuerpo la carne sufre menos daño. En dichos lugares me fue posible hacer el examen, del que llegué a una conclusión.

—¿Qué conclusión fue ésa?

—Que el difunto murió antes del incendio.

—Interrogue —le dijo Truslow a Perry Mason.

—¿Descubrió usted si la muerte era debida a las quemaduras o a envenenamiento por monóxido carbónico? —inquirió Mason.

El doctor Jason movió negativamente la cabeza.

—En todos los casos de muerte por quemaduras acostumbra quedar en los tejidos monóxido carbónico.

—De forma que resultaría poco menos que imposible decidir si una persona había muerto de envenenamiento por monóxido carbónico que fuera suministrado por los gases salidos del escape de un automóvil o si se había asfixiado y quemado en una casa incendiada. ¿No es eso?

—Eso es aproximadamente cierto; sí, señor.

—Por lo tanto, basándose en que el cadáver presentaría señales de envenenamiento por monóxido carbónico en cualquiera de los dos casos, ¿no hizo usted ensayo alguno para averiguar su existencia durante la autopsia?

—Así es.

—¿Sacó usted alguna radiografía de los huesos?

—No; ¿por qué?

—Me estaba preguntando si no tendría el cadáver alguna señal de que la pierna se había roto recientemente.

El doctor Jason frunció el entrecejo.

—¿Qué tendría que ver eso con el asunto? —inquirió Truslow.

—Quisiera que se hiciera esa prueba —observó Mason—. Y si hemos de introducir esta prueba, creo que tengo derecho a saber si existía prueba alguna de envenenamiento por monóxido carbónico.

—Pero —indicó el juez—, ¡si acaba de decir el testigo que semejante prueba existiría fuera cual fuese la forma en que hubiese muerto el hombre!

—Perdone su señoría, pero no es eso lo que ha dicho —contradijo Mason—. Ha declarado tan sólo que existiría semejante indicio si el hombre hubiera muerto carbonizado o envenenado por monóxido carbónico. Me gustaría que se le pidiese a este testigo que se asegurase bien de esas dos cosas y luego volviese al tribunal.

—Puedo telefonear a mi despacho y hacer que uno de mis ayudantes haga inmediatamente las pruebas que usted desea —afirmó el testigo.

—Con eso habrá suficiente —observó Perry.

—Eso sería un proceder irregular —advirtió el juez.

—Lo sé, señor juez; pero se va haciendo tarde y quisiera que quedase completado el asunto hoy. Después de todo, no se trata de una vista que se está celebrando en un tribunal superior y ante un jurado. El objeto de esta vista no es más que determinar si se había cometido un crimen y si existían motivos razonables para creer culpable al acusado.

—Está bien —cedió el juez—; puede usted hacer eso, doctor Jason.

El doctor abandonó el tribunal.

Della Street se abrió paso a empujones hacia el antepecho que separaba el lugar reservado a los funcionarios del tribunal. Logró llamar la atención de Perry Mason.

—Un momento, con el permiso del tribunal —dijo éste, acercándose al antepecho.

—He estado llamando a la compañía de seguros y pidiendo informes. Acaban de comunicarme que la policía de Santa Fe, Nuevo Méjico, ha encontrado mi coche. Lo conducía un hombre que dice ser Watson Clammert; pero no puede ofrecer más pruebas de su identidad que unos recibos que la policía cree falsificados, porque los recibos demuestran que compró y pagó el coche con el nombre de Watson Clammert. Pero lo raro del caso es que le creen un asaltador de bancos, porque en la maleta que llevaba en el coche había más de un millón de dólares en billetes de banco.

Mason suspiró con gran satisfacción.

—Ahora —dijo— vamos llegando a alguna parte.

—Llamaremos a Winifred Laxter como testigo de cargo siguiente —anunció Truslow.

Bajó levemente la voz y le dijo al juez:

—El tribunal estará, sin duda, de acuerdo con nosotros en que ésta es una testigo hostil y permitirá que usemos preguntas conductoras.

—Está bien. Ocupe el lugar de los testigos, señorita Laxter.

Winifred Laxter avanzó como avanzaría una princesa hacia la espada del verdugo.

Alzó la mano derecha, hizo el juramento, se dirigió a la silla reservada para los testigos y se sentó.

—¿Se llama usted Winifred Laxter y es usted prometida del acusado?

—Sí, señor.

—¿Conocía usted a Carl Ashton?

—Sí, señor.

—¿Conoce usted al gato que se halla ahora ante el tribunal, con una etiqueta al cuello que dice Escoria?

Winifred Laxter se mordió el labio y dijo:

—Conocía al gato del portero.

Dirigió una mirada suplicante a Perry; pero éste guardó silencio. Respiró hondamente, vaciló, pareció a punto de mover negativamente la cabeza, pero el gato, soltando un maullido, saltó de la mesa, cruzó el tribunal, se subió a su regazo y se echó satisfecho hecho un ovillo. Algunos de los espectadores se echaron a reír. El juez dio unos golpes con el mazo. La muchacha volvió a mirar a Perry Mason.

—Responda a la pregunta, Winifred —dijo Mason— y diga la verdad.

—Sí —repuso ella—; éste es Escoria.

—¿Tenía usted a Escoria en su poder la noche en que fue asesinado el portero?

—Responda a la pregunta —le aconsejó Perry al ver que la joven le miraba con impotencia.

—No pienso contestarla.

—Responda a la pregunta, Winifred —repitió Mason.

Ella le miró con fijeza; luego respondió lentamente:

—Sí, señor.

—¿Quién le dio el gato?

Su expresión se tornó vengativa.

—Un amigo mío me dio el gato y yo se lo di a Perry Mason… es decir, Perry Mason se lo llevó. Dijo que la policía no debía encontrarlo en mi casa.

Los espectadores se agitaron inquietos.

—¿Era ese amigo Douglas Keene? —inquirió con energía Truslow.

—Me niego a contestar.

—Conteste usted —ordenó Perry Mason.

El juez carraspeó. Con voz que expresaba simpatía por la joven, dijo:

—Naturalmente, señores; en justicia debe de ser advertida esta joven que la respuesta puede comprometerla, puesto que la convertiría en cómplice…

—No hay necesidad —intervino Perry Mason—. Yo represento los intereses de esta testigo. Ande y responda a la pregunta, Winifred.

—Sí —contestó la muchacha.

—Puede usted interrogar —le dijo Truslow a Mason.

—No tengo nada que preguntar.

Truslow se puso en pie. Parecía frío y determinado.

—Señor juez —dijo—: siento mucho verme obligado a hacer esto; pero parece ser que el asesinato de Carl Ashton está relacionado inseparablemente con el de Edith de Voe. El asesino debe de haber serrado la muleta, sacado los diamantes y empleado parte de la muleta como porra con la que herir mortalmente a Edith de Voe. Por lo tanto, el asesino de Carl Ashton debe de ser el asesino de Edith de Voe. En consecuencia, se hace necesario demostrar que Ashton fue asesinado antes de que fuera sacado el gato de la casa Laxter y que el gato no volvió a dicha casa Laxter a ninguna hora después del asesinato. Es, en mi opinión, de la incumbencia de la fiscalía demostrar en qué pasó el gato el tiempo desde el momento en que fue cogido por el acusado y aquel en que se posesionó de él la policía. Por tanto, voy a pedir que Della Street comparezca como testigo.

Della Street soltó una exclamación de sorpresa.

—Comparezca a declarar, Della —le ordenó Mason.

Della Street compareció y tomó el juramento.

—Usted se llama Della Street y es secretaria de Perry Mason, que aparece como defensor de esta causa. En la noche del veintitrés, ¿se presentó Perry Mason en su casa llevando al gato Escoria, que se encuentra ahora ante el tribunal?

—Responda a esta pregunta —ordenó Perry.

—No lo sé —contestó ella con aire de desafío.

—¿Que no lo sabe?

—No.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que no lo sé.

—¿Por qué no lo sabe?

—Porque no sé si este gato es el gato que pertenecía al portero.

—Winifred Laxter dice que lo es.

—Yo no soy responsable de lo que Winifred Laxter declare. Yo estoy declarando bajo juramento.

—Pues el gato demuestra que conoce a Winifred Laxter.

—Yo no soy responsable —le dijo Della con frialdad— de las amistades que pueda tener el gato.

Se oyeron risas entre los espectadores. Hasta el juez sonrió al llamar al orden a la sala.

—Pero…, ¿reconoce usted que Perry Mason le llevó a usted un gato a casa?

—Yo no reconozco tal cosa. La pregunta no es pertinente, a menos que esté relacionada con el asesinato. Y no puede tener relación alguna con el asesinato a menos que el gato que usted pretende que fue llevado a mi casa sea el gato del portero. Y a mí no me consta que sea así. Creo que tendrá usted que hacerle esas preguntas al señor Mason.

Truslow sonrió cariacontecido y dijo al tribunal:

—Tal vez los conocimientos legales que esta señorita ha adquirido sean responsables de algunos éxitos del abogado defensor.

—Parece comprender perfectamente los puntos legales de la cuestión —observó Pennymaker.

Mason sonrió.

—Voy a pedir que comparezca Perry Mason a declarar —dijo Truslow—. Comprendo que semejante proceder se sale de lo usual, pero también comprendo que se sale de lo usual que un defensor tome parte tan activa en los asuntos de sus clientes como parece tomar Perry Mason. No le pido que me facilite comunicación confidencial alguna que haya recibido de sus clientes; voy a preguntarle tan sólo lo que hizo en la cuestión de ocultar a un criminal.

—Está bien —ordenó el juez—; Perry Mason comparecerá a declarar.

Mason se acercó a la silla de los testigos, tomó el juramento y se sentó.

El juez le miró con cierta simpatía; luego le dijo a Truslow:

—Después de todo, señor fiscal, aun cuando su comentario respecto a los métodos del señor Mason al representar a un cliente podrá estar justificado hasta cierto punto, subsiste el hecho de que el señor Mason es abogado y procurador. No está restringido a la representación de un solo cliente cualquiera. Si resultara, como creo que resultará, que representa también a Winifred Laxter, el tribunal tendrá por comunicación privilegiada cualquier cosa que Winifred Laxter puede haberle dicho. Como ha indicado usted tan apropiadamente, los métodos del defensor Mason se salen algo de lo corriente quizá; pero ha de reconocer usted que su historial arroja una larga serie de éxitos que ha conseguido, no defendiendo a los culpables, sino mediante el empleo de métodos sorprendentemente originales para demostrar la inocencia de sus clientes.

—Yo no estoy hablando del pasado —respondió Truslow, sombrío—; hablo del presente.

—Le doy gracias a su señoría por tenderme un cable de salvación —sonrió Mason—; pero no creo que me sea necesario.

Truslow dijo:

—¿Se llama usted Perry Mason? ¿Es usted abogado y procurador?

—En efecto.

—¿Es usted el abogado defensor de Douglas Keene?

—Lo soy.

—¿Fue usted a la cafetería de Winifred Laxter la noche del veintitrés?

—Sí.

—¿Tomó usted posesión de un gato en dicho lugar?

—Sí.

—¿Qué hizo usted con el gato?

—Contestaré aún más de lo que usted me pregunta, señor Truslow. El gato me fue entregado, diciéndome que era Escoria, el gato del portero, y Winifred Laxter afirmó que el gato había estado en su poder desde poco después de las once, hora en que le había sido entregado por Douglas Keene, acusado en esta causa.

»Yo le dije a la señorita Laxter que era importante que la policía no encontrase allí el gato y se lo llevé personalmente a mi secretaria, dándole instrucciones para que lo conservara en su poder.

—Y…, ¿por qué hizo usted eso?

—Lo hice para que no hubiera la menor probabilidad de que escapara el gato y volviese a la residencia Laxter.

Tardó un momento en penetrar el significado de las palabras de Perry en la mente de Truslow. Frunció el entrecejo y dijo:

—¿Cómo?

—Lo hice para que el gato no pudiera regresar a la residencia Laxter.

—No comprendo.

—En otras palabras —observó Mason tranquilamente—; quería dejar bien sentado que si las pisadas de gato que había en la colcha de la cama en que fue hallado muerto Ashton eran las huellas de Escoria, tenían que haber sido hechas antes de la hora en que Douglas Keene salió de la casa.

Truslow frunció el entrecejo. Durante unos instantes se olvidó de su papel de interrogador para procurar seguir el razonamiento de Mason.

—Eso —dijo— no le beneficia a su cliente.

—Le beneficia, puesto que aclaraba la situación hasta el punto de permitir que fuera hallado el verdadero culpable.

Truslow no hizo pregunta alguna, sino que permaneció contemplándole, intrigado, aguardando a que Mason continuara, mientras que el juez se inclinó hacia delante para no perder ni una sola palabra.

—Obré basándome en la suposición —prosiguió Mason— de que Keene era inocente. No podía demostrar conclusivamente su inocencia, salvo mediante el procedimiento de demostrar que otra persona era la culpable. La policía se precipitó en sus conclusiones y decidió que Keene mentía. A simple vista, parecía evidente que Keene había mentido. Era evidente que a Ashton le habían asesinado a las diez y media. No cabía la menor duda de que Keene se había hallado en la habitación en que más tarde se encontrara el cadáver de Carl Ashton, a las diez y media, sin más ni más, y que aquellas pisadas eran las de Escoria. Pero Keene decía que había salido de la casa poco después de las once, que se había llevado a Escoria y que, en el momento de marcharse, el cuerpo de Ashton no se hallaba en el cuarto.

»En lugar de seguir el razonamiento de la policía y obrar basándome en la suposición de que Keene había mentido, decidí obrar basándome en la suposición de que Keene pudiera estar diciendo la verdad. En tal caso, las pisadas de gato no podían ser las de Escoria; en tal caso, Ashton no podía haberse hallado en el lugar en que se encontró su cuerpo, a las diez y media. Sin embargo, puesto que no cabía la menor duda de que lo habían asesinado a las diez y media, es indudable que le tenían que haber matado en algún otro sitio. Por lo tanto, las pisadas debían de ser de un gato que no fuera Escoria.

»Cuando hube llegado hasta ahí en mis razonamientos, me di cuenta de pronto de la importancia de poder explicar minuto por minuto dónde había estado Escoria desde el momento que se lo llevara Keene de la casa. No se me ocurrió mejor procedimiento que llevármelo yo y esconderlo donde no pudiera encontrarlo el criminal.

—¿Por qué —preguntó Truslow— quería usted dejar bien sentado que su cliente se había llevado el gato de la residencia Laxter?

—Porque Escoria era el único que tenía acceso a dicha residencia. Es más: Escoria se encargaba de echar a los demás gatos de por allí. Por tanto, si Keene decía la verdad, tenía que haber sido llevado el cuerpo a la residencia después de haber sido asesinado Ashton; y el asesino, para que pareciera que Ashton había sido asesinado mientras se hallaba en la cama, y para hacer recaer las sospechas sobre Douglas Keene, debía de haber salido en busca de un gato y de haberlo introducido a la fuerza en la casa, llevándolo al lecho en que yacía Ashton… lecho, por cierto, en que el fino olfato de un gato descubriría el olor de Escoria… y obligaría a dicho gato a dejar sus huellas sobre la colcha.

»Si eso era lo ocurrido, cualquiera que conozca un poco el temperamento de los gatos, comprenderá que el gato no aceptaría de buena gana dicho tratamiento y que manifestaría su resentimiento arañando las manos del asesino. Por lo tanto, pasé revista a los posibles sospechosos para encontrar a alguno de ellos que tuviera arañadas las manos. Cuando encontré a dicha persona, descubrí que intentaba ocultar los arañazos mediante el sencillo expediente de producirse más arañazos en circunstancias que parecieran explicar los mismos, a saber cavando en la proximidad de un rosal con la supuesta intención de descubrir un tesoro; pero aquélla no era, ni mucho menos, la forma en que hubiera cavado quien intentara desenterrar un millón de dólares. Por lo tanto, llegué a la conclusión de que aquello no tenía otro objeto que proporcionarle un medio de explicar la procedencia de los arañazos.

Truslow tenía ahora desmesuradamente abiertos los ojos, que parecían a punto de desorbitársele.

—¿Se refiere usted a Frank Oafley? ¡Si Oafley estaba con Edith de Voe a la hora en que fue cometido el asesinato!

—Sí —respondió Mason—; y permití que siguiera adelante toda esta vista simplemente porque quería escuchar esa afirmación de sus propios labios. Porque a Ashton no le asesinaron en su lecho, sino que le asesinaron en el piso de Edith de Voe. Tiene que haber sido asesinado allí. Es la única explicación que concuerda con todos los datos del asunto. Recuerden que Ashton era un individuo frágil y apergaminado y que pasaba una avenida por delante mismo de su ventana. Un hombre fuerte hubiera podido pasar el cuerpo de Ashton por la ventana con la mayor facilidad del mundo.

—Un momento —objetó Truslow, dándose cuenta de pronto de lo que estaba ocurriendo—. Está usted ante el tribunal como testigo y, sin embargo, está usted presentando un argumento.

—Habiendo sido llamado a declarar —contestó Mason, cortésmente— como testigo de cargo, estoy prestando declaración en respuesta a la pregunta que solicita explique el motivo que me indujo a quitarle el gato a Winifred Laxter y a ocultarlo en un sitio donde ninguna de las partes interesadas en este proceso pudiera encontrarlo hasta que la policía se hubiera hecho cargo de él. Y para asegurarme de que la policía lo custodiaba bien, les induje a creer que conservando dicho gato, podrían comprometer a mi cliente y, tal vez, causarme a mí algún daño en mi profesión.

El juez sonrió y dijo:

—Creo que el señor Mason esté tal vez dando una contestación algo argumentativa; pero el tribunal piensa escucharla, desde luego. Prosiga con su explicación, señor Mason.

—Adquirí el convencimiento —dijo Perry Mason, volviéndose hacia el tribunal— de que Peter Laxter no había muerto.

El juez sacudió la cabeza, como si quisiera despejársela.

—Que adquirió el convencimiento, ¿de qué? —preguntó.

—De que Peter Laxter no había muerto. Todo parecía indicar que Edith de Voe y Frank Oafley habían conspirado contra su vida, que habían decidido introducir monóxido carbónico en su alcoba. Los indicios indican que Carl Ashton, el portero, que era un criado fiel, había recibido aparentemente de Peter Laxter una crecida suma de dinero y los famosos diamantes Koltsdorf, que dichos bienes le habían sido entregados para que los guardara, siendo motivo de ello el hecho de que Peter Laxter debía saber por anticipado que su casa iba a ser destruida por el fuego.

»En otras palabras, Peter Laxter o Carl Ashton sabían que alguien iba a intentar cometer un asesinato. Edith de Voe me dijo que dicho intento fue hecho por Sam Laxter, pero me inclino a creer que ello formaba parte de su plan preconcebido mediante el cual ella y Oafley habían conspirado para matar a Peter Laxter y para luego acusar a Sam Laxter del crimen, eliminándole así y dejando a Frank Oafley como heredero universal.

»Peter Laxter decidió dejar que los conspiradores siguieran adelante con sus planes. Por razones particulares tenía deseos de desaparecer. Una de dichas razones sería probablemente que quería que Winifred Laxter sentara la cabeza y viera cómo se portaban los dos hombres que aseguraban quererla cuando la creyeron desheredada. Conque el portero Carl Ashton, que gozaba de la confianza absoluta de Peter Laxter, fue a la sala de caridad del hospital. Encontró allí a un hombre, un tal Watson Clammert, que estaba muriendo y que no tenía familia ni bienes de fortuna. Ashton proporcionó a dicho hombre la mejor asistencia médica posible, sabiendo de antemano que no existía la menor esperanza de salvación. Construyó así, por aquellos medios, un parentesco, ficticio, de forma que no se alzó protesta alguna cuando Ashton, una vez muerto el hombre, reclamó el cadáver.

»Sin duda alguna los conspiradores habían estado aguardando una buena ocasión para perpetrar el crimen; y sin duda alguna también, Peter Laxter les había privado perspicazmente de dicha ocasión hasta que hubo completado sus preparativos, que constituían en obtener un cadáver y convertir todos sus bienes muebles en dinero para que sus herederos aparentes no pudieran saquearle.

»Watson Clammert, sin embargo, tenía un permiso de conducir automóvil y ciertos documentos de identidad, de forma que le era más fácil a Peter Laxter asumir la identidad del muerto que crearse una identidad completamente nueva. Cuando tuvo preparada la escena, dejó que los conspiradores quemaran su quinta después de darse el trabajo de introducir monóxido carbónico en su alcoba. Luego éstos siguieron adelante e hicieron declarar válido el testamento, mientras Peter Laxter, sentado entre bastidores, se reía de ellos.

»Su señoría comprenderá, señor juez, que ahora estoy descubriendo los motivos que resultaban tras de mis actos. Mucho de esto es necesariamente pura suposición; pero creo que la suposición está bien fundada.

»Todo el mundo ha obrado suponiendo que, porque Oafley no se hallaba donde fue hallado el cadáver de Ashton en la hora que se cometió el asesinato, tenía probada la coartada. En rigor, nada hay que indique que fuera asesinado Ashton donde fue encontrado su cadáver. Yo creo que fue asesinado en el piso de Edith de Voe. Yo creo que fue allí, o que le indujeron a ir allí los conspiradores cuando descubrieron que Ashton estaba enterado de su conspiración. Creo que ambos creían que Peter Laxter había muerto. Creo que mataron a Ashton, que cortaron la muleta, que sacaron los diamantes y, comprendiendo que tenían que deshacerse del cadáver del portero, lo sacaron por la ventana al automóvil de Oafley. Luego, Francisco Oafley se dirigió a la residencia de Laxter poco después de que el acusado se hubiera marchado con el gato y metió el cadáver por la ventana, que acostumbraba estar abierta para que pudiera entrar y salir el gato siempre que quisiera.

»El asesino sabía que Escoria acostumbraba dormir en la cama. Quería demostrar que todo estaba como debía estar. Conque anduvo buscando a Escoria y averiguó que se lo había llevado Keene unos momentos antes. Se dio cuenta entonces de la cantidad de pruebas que podía acumular contra Keene si hubiera pisadas de gato en la cama. Conque salió, buscó un gato y le obligó a dejar las huellas de sus patas en la cama. Mientras lo hacía, le arañó el gato las manos.

»Oafley quería tener alguna explicación lógica de dichos arañazos. Conque arregló las cosas para que le mandaran un telegrama, y para que dicho telegrama pareciese natural, arregló las cosas para que, cuando se procurase averiguar su procedencia, pareciera que se lo había enviado Winifred Laxter. Dicho telegrama proporcionó a Oafley la excusa para cavar al lado del rosal, cosa que explicaría lógicamente la procedencia de los arañazos.

»Ahora, señor juez, entramos en una fase del asunto que hasta ahora sólo puede ser materia especulativa. En cuando me di cuenta de que pretendía que un tal Watson Clammert pudiera tener acceso a las cajas de seguridad alquiladas por Ashton, comprendí que Peter Laxter, por comodidad, había tomado el nombre de Watson Clammert más bien para usar el permiso de conducir del muerto que para pedir otro. No sé lo que ocurrió en el piso de Edith. Serraron la muleta y tenían la intención de quemarla después de haber sacado los diamantes. Sam Laxter fue al despacho de su abogado en el «Packard» verde. Regresó a su casa en el «Chevrolet» del portero. Por lo tanto, debió de encontrar el «Chevrolet» parado en algún sitio después de salir del despacho de su abogado.

»No hubiese tomado aquel coche de no haber creído muerto a Ashton, o a no ser que tuviese mucha prisa o que le dominara el pánico.

»Tengo el convencimiento de que Shuster y él discutieron el hecho de que Edith de Voe estaba haciendo acusaciones contra él. Creo que Shuster averiguó lo que estaba ocurriendo por comentarios hechos por Oafley. Creo que Sam Laxter fue a ver a Edith de Voe, con conocimiento de Shuster o sin él. Sam Laxter fue al piso y la encontró moribunda. Se marchó, lleno de pánico, y es razonable suponer que llamaría a su abogado Nat Shuster. No quiero pararme a deducir lo que diría a Shuster o lo que Shuster diría a él; pero subsiste el hecho de que llevó a cabo una intentona muy astuta para hacer aparecer culpable del crimen a Douglas Keene. En vista de las declaraciones que había hecho Edith de Voe acusando a Sam Laxter de asesinato, Sam Laxter se dio cuenta en seguida de que, si se podía demostrar que había estado él en el piso de Edith de Voe a la hora aproximada de haberse cometido el asesinato, tendría muy pocas probabilidades de que se le absolviera.

»Y ahora surge una cuestión: ¿Quién mató a Edith de Voe? No lo sé; pero sí sé que Peter Laxter, ocultándose bajo el nombre de Watson Clammert, compró un «Buick» nuevo, del modelo 1935. Sí sé que varios testigos vieron un «Buick» nuevo, modelo 1935, parado inmediatamente detrás del «Chevrolet» que había ante la casa de Edith de Voe. Lo más probable es que Peter Laxter fuera allí a esperar a que Ashton saliera. Después de aguardar un rato, Peter Laxter fue al piso de Edith de Voe. Esto sería problablemente a eso de las once o un poco después. Encontró a Edith de Voe en circunstancias muy sospechosas. La muleta del portero estaba aserrada y se quemaba en el hogar. Los diamantes Koltsdorf se hallarían con toda seguridad a la vista sobre la mesa. No creo que Laxter perdiera los estribos y pegara a Edith de Voe deliberadamente con aquel trozo de muleta. Pero hemos de recordar que Laxter era un hombre de edad y que Edith de Voe era vigorosa, bien formada y felina. Es muy probable que fuera ella quien atacara a Peter Laxter. Éste cogería la primera arma que encontró a mano, sacando un trozo de muleta del hogar. Podemos deducir que la muleta acababa de empezar a arder, porque pocos minutos antes Edith de Voe había ido al cuarto de al lado a pedir unas cerillas. Sabemos que se había quemado madera recientemente en aquel hogar. Sabemos que hay indicios de que se había aplicado algo de fuego a la sección de la muleta que fue usada como porra. Y creo que la huella digital encontrada en el palo aquel es la de Peter Laxter, alias Watson Clammert.

Perry Mason dejó de hablar y dirigió una sonrisa al sobresaltado fiscal.

El doctor Jason entró en el tribunal, excitado.

—Ese hombre no murió de quemaduras —afirmó— ni de envenenamiento por monóxido carbónico. Murió, al parecer, de causas naturales y su pierna derecha no tiene rotura alguna, de forma que no se trata de Peter Laxter.

Hamilton Burger irrumpió en la sala por otra puerta.

—Señor juez —dijo—: suspenda el juicio inmediatamente. La fiscalía exige un aplazamiento indefinido. Un hombre, detenido como ladrón de automóviles, en Nuevo Méjico, bajo el nombre de Watson Clammert, acaba de telegrafiar una confesión, diciendo que es en realidad Peter Laxter, que sabe que Edith de Voe y Frank Oafley mataron a Carl Ashton; que Peter Laxter, al entrar en el piso de Edith de Voe para obtener pruebas de dicho asesinato, descargó un golpe que mató a Edith de Voe. Dominado por el pánico, quiso huir. Está todo aquí, en el telegrama. Ahora está dispuesto a regresar y dar la cara.

Winifred Laxter, con un grito de alegría, corrió hacia Douglas Keene, que le aguardaba con los brazos abiertos.

Perry Mason descruzó las piernas, dirigió una sonrisa al sobresaltado Pennymaker, alargó la mano e hizo un chasquido con los dedos en dirección al gato.

—¡Eh, Escoria! —dijo.