Los botones descargaron rápidamente el equipaje del «Buick» nuevo. El sol, que iba poniéndose por el océano Pacífico, silueteaba las frondas de las palmeras, haciéndolas destacar negras y brillantes contra el oro del océano y el azul profundo del cielo.
—Es un sitio ideal para pasar la luna de miel —dijo Mason, entrando acompañado de Della.
El abogado se acercó al despacho. El dependiente le entregó una tarjeta de registro y una pluma estilográfica.
Mason escribió el nombre «Watson Clammert», y luego oyó detrás de él una excitada exclamación femenina, seguida de una risita.
Se volvió. Della Street, al sacudirse el gabán había hecho caer una cascada de arroz al suelo[1]. El dependiente sonrió. Mason pareció completamente aturdido; luego suspiró al observar la expresión maliciosa de su secretaria.
—Lo siento, querido —dijo.
Mason se volvió hacia el sonriente empleado.
Éste volvió la tarjeta para ver el nombre; luego metió la mano en una casilla que había debajo del mostrador.
—Hay un telegrama para usted, señor Clammert —dijo.
Mason frunció el entrecejo, abrió el telegrama y lo extendió sobre el mostrador. Della se acercó, echándole un brazo al cuello y apretando la mejilla contra su hombro.
Soltó una exclamación de alarma al leer el telegrama. La exclamación de Mason fue de disgusto.
—Pero… ¡tú no irás, nene! —protestó Della.
Mason se apartó del mostrador, olvidándose sobre él el telegrama.
—Claro que no; no pienso ir. Sin embargo…
—Los negocios siempre nos están separando —murmuró ella, con voz que parecía muy próxima a quebrarse.
El dependiente y los botones contemplaban el cuadro.
—Sea como fuere —dijo Mason volviéndose hacia el dependiente—, nos iremos a nuestro cuarto.
Se dirigió al ascensor.
—Pero…, ¡si no me ha dicho usted lo que quiere! —dijo el dependiente—. Tenemos…
—Lo mejor que haya —contestó Mason— y aprisa.
—Sí, señor —respondió el dependiente, entregándole una llave a uno de los botones…
Aguardaron el ascensor. Della Street empezó a llorar.
—Sé que te marcharás —sollozó, tapándose la cara con el pañuelo.
Mason permaneció erguido, frunciendo el entrecejo. Miró hacia su maleta. Un zapato viejo colgaba del asa.
—¿Cómo diablos —preguntó— llegó…?
Della Street continuó sollozando.
El ascensor se detuvo. La puerta se abrió. Mason y Della Street entraron, seguidos del botones. Cinco minutos más tarde se hallaban en una serie de habitaciones que daban al mar.
—¡Es usted una verdadera diablesa! —gruñó Mason al cerrarse la puerta—. ¿A qué todo ese arroz y el zapato viejo?
La mirada de ella resultaba demasiado ingenua.
—Yo creí que quería usted que pareciera una luna de miel de verdad —dijo— y tenía que hacer algo. Después de todo, no se parecía usted mucho a un recién casado. Para mí, desmerece mucho su forma de desempeñar el papel. Parecía más un hombre de negocios o un abogado muy ocupado que un novio. No dio la menor muestra de afecto.
—Los novios no besan a las novias en el vestíbulo de un hotel. Oiga, ¿estaba usted llorando de verdad? ¿Lo parecía?
Della Street hizo caso omiso de sus preguntas.
—Comprenderá usted que yo no me he casado antes. No sé más que lo que me han contado mis amigas y lo que he leído. ¿Qué es lo que debemos hacer ahora? ¿Salimos cogidos de la mano, a ver la puesta del sol?
Mason la cogió de los hombros y la sacudió.
—Haga el favor de dejar de tomarme el pelo, mal bicho —murmuró—. ¿Recuerda usted el papel que ha de desempeñar?
—Claro que sí.
Mason abrió la maleta y sacó una cebolla. La cortó, muy serio, en dos y se la entregó.
—Huela —dijo.
Hizo ella un gesto de disgusto, se acercó la cebolla a los ojos y la movió de un lado a otro. Mason, de pie junto al teléfono, observó el resultado de la aplicación de la cebolla con un gesto de aprobación. Della Street soltó la cebolla y echó mano al pañuelo. Mason descolgó el auricular y le dijo a la telefonista:
—Póngame con el despacho.
Della Street se acercó y se apoyó en su hombro. Sus sollozos se oían claramente.
Cuando Mason oyó la voz del dependiente, dijo:
—Watson Clammert al habla. Quiero fletar un avión inmediatamente. ¿Quiere usted dar los pasos necesarios y conseguirme un vehículo que me traslade al aeropuerto? Dejo a mi esposa aquí y ella se quedará con el coche. No me acompañará al aeródromo.
—Conforme —contestó el dependiente—. Y a propósito, señor Clammert, se dejó usted el telegrama sobre el mostrador. Se lo mando por un botones.
—Bien. El muchacho podrá bajar mi equipaje. Quiero arreglarlo antes de diez minutos. ¿Puede arreglarlo?
—Lo intentaré.
Della Street se frotó suavemente los ojos, enrojecidos por el llanto.
—La luna de miel se ha acabado —sollozó—. Ya sabía yo que acabarías por marcharte a cuidar de los negocios. No me… me… quieeeeres.
Mason la miró, riendo.
—Ahórreselo para el vestíbulo —dijo.
—¿Cómo sabe que no lo digo eso en… serio?
Mason pareció intrigado. Se acercó a ella y se quedó un momento mirándola.
—¡Demonios! —exclamó.
Y le apartó las manos de la cara.
Ella le miró con una sonrisa; pero tenía las mejillas inundadas en llanto.
La mirada del abogado expresaba perplejidad.
—Lágrimas de cebolla —observó ella, riendo.
Se oyó un golpe en la puerta. Mason la abrió. Un botones le entregó el telegrama doblado.
—¿Tiene usted equipaje que bajar? —dijo.
Mason indicó las maletas. El muchacho las recogió. Mason y Della Street le siguieron al vestíbulo. Della logró crear la impresión de una muchacha que ha estado llorando, que se siente muy herida, que está algo furiosa y que retaba al público a que dijese lo que quisiera.
Miró con orgulloso desafío el empleado.
Éste apartó la mirada de los enrojecidos ojos. Della se volvió hacia el botones y la sonrisa incipiente del muchacho desapareció, convirtiéndose en expresión de servilismo.
—No te olvides, nena, del automóvil —dijo Mason—. Ahora te da por conducir demasiado aprisa. El automóvil es nuevo y aún no está desbravado, por decirlo así. No conduzcas demasiado aprisa y cambia el lubricante tal como lo explica el libro de instrucciones.
—Sí, querido —dijo Della.
—Y recuerda, si alguien telefonea, no digas que no estoy yo aquí. Diles que no puedo acercarme al teléfono; diles que estoy jugando al polo; diles cualquier cosa, pero no digas que no estoy aquí.
—Bueno, querido.
—Y volveré lo más aprisa que pueda. No necesitaré estar en Nueva York más de dos horas.
Della Street volvió la cabeza y nada dijo.
Entró un chófer en el hotel. El dependiente le hizo una seña a Mason.
—Lo tiene usted todo arreglado ya, señor Clammert.
—Eso es lo que yo llamo un buen servicio.
Hizo una seña al botones, se dirigió a la puerta y luego se detuvo, volviéndose torpemente hacia Della.
—Adiós, nena —dijo.
Ella recorrió la distancia que los separaba con los brazos abiertos. Le echó los brazos al cuello, le tiró con ferocidad de la cabeza, se pegó a él, mientras sus labios buscaban los suyos y se pegó a ellos en un beso kilométrico.
El rostro de Perry Mason expresaba algo de sorpresa y de alarma cuando la muchacha le soltó. Dio un paso rápido.
—Della —dijo—; usted…
Ella le apartó de un empujón.
—Date prisa, Watson Clammert —dijo— y coge ese avión. Ya sabes lo vitalmente importante que es que estés en Nueva York.
Durante un instante Mason pareció vacilar. Luego dio media vuelta y salió del hotel.
Della Street se llevó el pañuelo a los ojos y se dirigió con paso vacilante al ascensor.
El dependiente se encogió de hombros.
Después de todo, aquello no era cuenta suya. Él estaba allí para prestar servicio. Un huésped había pedido un avión para diez minutos más tarde; y él se había encargado de que lo tuviera.