Perry Mason reía cuando Della Street conducía el automóvil hacia su despacho.
—Tuerza a la izquierda al llegar a la calle Quinta, Della —dijo—, y dirija el coche hacia la estación de la Unión.
—¿A la estación de la Unión?
Él afirmó con la cabeza.
—No se va a poder parar en el despacho. Habrá demasiados policías, periodistas, detectives, fiscales y qué sé yo. Quiero usar el teléfono y yo iré a la estación mientras hace usted el equipaje.
Esquivó hábilmente a un peatón que iba mirando a las musarañas y dirigió a Mason una mirada de soslayo.
—¿Mientras yo preparo el equipaje?
—Un par de maletas. Un baúl ligero, de los de viajar en aeroplano, si es que tiene usted uno.
—Lo tengo.
—Toda su ropa de fiesta y de etiqueta. Va usted a parar en un hotel de primera, y quiero que haga usted buen papel… que desempeñe bien su papel, ¿lo comprende usted?
—¿Qué papel he de desempeñar?
—El de novia.
—¿Hay un hombre en el asunto? —inquirió, parando el coche al cambiar las luces del tráfico.
—Sólo figurará el tiempo necesario para que lo llamen urgentemente a la ciudad, interrumpiéndole la luna de miel.
Ella le miraba con ojos en los que brillaba la malicia.
—Y…, ¿quién va a ser el marido?
Él hizo una reverencia.
—A pesar de lo poco acostumbrado que estoy a las lunas de miel, haré lo posible por desempeñar el papel de un novio torpe durante los pocos minutos que transcurrirán entre el momento en que nos inscribamos en el hotel y aquel en que me llamen a la ciudad para atender asuntos.
La mirada de ella se posó en su perfil. Delante de ella una luz cambió de rojo a anaranjado, de anaranjado a verde, sin que le hiciera ella caso. Tras ella, un coro de bocinazos procuró volverla a la tierra. Su voz vibraba.
—Usted siempre ha sido partidario de desempeñar un papel a la perfección —dijo—. ¿Sería natural que un recién casado interrumpiera su luna de miel?
La creciente protesta de las bocinas le hizo darse cuenta de que el tráfico a su derecha estaba parado, mientras que el tráfico a la izquierda, que estaba inmediatamente detrás de ella, estando obstruido por el coche que ella conducía, expresaba su sentimiento con toda la impaciencia que es capaz de expresar la bocina de un automóvil moderno.
—Vaya por Dios —murmuró ella filosóficamente, volviendo los ojos a la calle y viendo la luz verde—. Después de todo, ¿qué saben estos pobres desgraciados? No tienen la menor idea de que soy una recién casada a punto de empezar la luna de miel.
Quitó el freno, pisó el acelerador e hizo que el coche cruzara la intersección con tal velocidad, que se halló media manzana más allá antes de que algunos de los conductores que protestaban se hubieran dado cuenta de que la causa de sus protestas se había marchado y que sólo su propia lentitud de reacción obstruía el tráfico.
Mason encendió un cigarrillo y se lo ofreció. Ella lo aceptó y entonces se encendió Mason uno para él.
—Siento mucho meterla a usted en eso, Della; pero es la única persona a quien conozco de quien me pueda fiar.
—¿En una luna de miel? —inquirió ella secamente.
—En una luna de miel —contestó él sin expresión.
Hizo girar Della el volante con rabia, haciendo que los neumáticos chirriaran al torcer a la izquierda y dirigirse a la estación.
—No es necesario que vaya usted haciendo colección de multas por el camino —observó Perry.
—¡Cállese! —contestó ella—; quiero coordinar. Al cuerno con las multas.
Corrió calle abajo, esquivando hábilmente otros vehículos, y se detuvo ante la estación de la Unión.
—¿He de reunirme con usted? —preguntó.
—Sí —le dijo—: con equipaje abundante.
—De acuerdo, jefe.
Él se apeó, dio la vuelta al coche, se quitó el sombrero y permaneció unos instantes de pie en la acera. Ella estaba sentada muy erguida, en su asiento. La falda, bien alzada para que piernas y pies pudieran moverse con libertad para conducir, exhibía las pantorrillas con ventaja. Tenía la barbilla alzada y cierta expresión de desafío en los ojos. Le sonrió.
—¿Algo más? —preguntó.
—Sí; tendrá que ensayar sus mejores modales de luna de miel y dejar de llamarme jefe.
—Bueno… —dijo—, precioso.
E inclinándose hacia delante aplastó la boca contra sus sorprendidos labios. Luego, antes de que pudiera hacer el menor movimiento el abogado, quitó el freno, pisó el acelerador y se apartó del bordillo como una bala, dejando a Perry Mason parpadeando de sorpresa, con los labios manchados de carmín.
Mason oyó la risa de un vendedor de periódicos. Sonrió, algo corrido, se limpió el carmín de los labios y se dirigió a la cabina telefónica.
Llamó a Winifred Laxter y oyó su voz.
—Todo va bien, Winifred —dijo—. Su amigo se portó como la buena persona que sé que es.
—¿Quiere usted decir con eso… que está en contacto con usted?
—Está en la cárcel.
La joven exhaló una exclamación de sorpresa.
—Y —le prometió Mason, sombrío— no permanecerá en la cárcel mucho tiempo. No intente usted ponerse al habla conmigo. No estaré en mi despacho. La telefonearé en cuanto haya algo nuevo. No haga usted declaración a la Prensa si algún periodista intentara conseguir una entrevista. Déjese fotografiar todas las veces que quieran detrás del mostrador o delante de su establecimiento. Si lo hace bien, conseguirá una inmejorable propaganda para las tortitas Winnie.
—¡Propaganda! —exclamó ella con desdén—. Lo que yo quiero es a Douglas. Quiero acudir a su lado. Quiero verle.
—Eso es precisamente lo que usted no puede hacer. Si, la dejaran pasar a verle, él le hablaría y no quiero que hable. Lo más probable es que no la dejen a usted verle de todas formas. No creo que tarde mucho ya en aclarar el asunto.
—No cree usted que Douglas sea culpable, ¿verdad?
Perry Mason rió:
—Ningún muchacho que se porta como él se ha portado puede ser culpable —contestó—. El muchacho es joven y perdió la cabeza. No me extraña. Vio que había caído en una trampa que hubiera hecho poner los pies en polvorosa hasta a un hombre más viejo y de más experiencia.
—Así, ¿fue una trampa?
—Claro que sí.
—¿Puedo decir que usted ha dicho eso, caso de que alguien…?
—No, señor; no puede usted decirlo. Durante las próximas cuarenta y ocho horas puede usted concentrar toda su atención en las tortitas. Adiós. Voy a coger un tren.
Y cortó la comunicación antes de que ella pudiera protestar.
Metió otra moneda en el teléfono y llamó a la oficina de Drake. Paul en persona contestó a la llamada.
—Tengo muchas cosas que decirle, Perry —aseguró el detective—. ¿Quiere que se las diga por teléfono?
—Desembuche.
—Hay mucho.
—¿De qué se trata?
—Se estaba jugando una partida de póquer en el edificio en que asesinaron a Edith de Voe. La partida se jugaba en el mismo piso.
—Bueno, y…, ¿qué?
—Pues que uno de los jugadores, al leer la noticia del asesinato, consideró deber suyo hablarle a la policía de dicha partida de póquer y de un caballero misterioso que irrumpió en ella diciendo que era inquilino del piso de al lado. Fue allá por la misma hora en que se presentó la policía, y al hombre se le ocurrió que el misterioso jugador pudiera estar relacionado con el crimen. La policía le enseñó fotografías de los principales personajes del asunto, y luego, después de escuchar sus descripciones, le enseñaron un retrato de usted y él lo identificó en seguida.
—La moraleja del relato —dijo Mason— es la siguiente: «No juegue usted a las cartas con gente extraña». ¿Qué está haciendo la «bofia»? ¿Han tomado la cosa en serio?
—Creo que sí. El sargento Holcomb está excitadísimo. La verdad es que corre usted mucho por todas partes.
—No puedo pasarme todo el tiempo en mi despacho —rió Mason—. Eso fue después de las horas de oficina, ¿no?
—Sí; me pareció que debía ponerle a usted sobre aviso. Pero he aquí otro detalle raro: el tipo ése identificó otro de los retratos: el de Sam Laxter. Dijo que había visto a Sam en el corredor a eso de las once y cuarto. Le confrontaron con Laxter y le identificó sin vacilar.
—¿Qué dice Sam?
—Nada. Shuster se está encargando de hablarlo todo. Shuster dice que el hombre ése estaba borracho; que la iluminación del vestíbulo no era buena; que Sam no estuvo ni cerca de la casa; que el hombre ése es un buscador de publicidad; y que Sam Laxter y Douglas Keene se parecen mucho y que Keene fue la persona a quien el otro vio; que el hombre no llevaba puestos los lentes y que miente.
—¿Eso es cuanto ha dicho hasta ahora? —inquirió el abogado, riendo.
—Sí; pero que le den un poco de tiempo y se le ocurrirá algo más.
—Vaya si se le ocurrirá. ¿Ha detenido la policía a Sam?
—Lo están interrogando en el despacho del fiscal.
—Y…, ¿no se halla presente Shuster?
—Shuster, como es natural, no se halla presente y Sam no habla.
—¿Saben a qué hora exactamente fue asesinada Edith?
—No. Estaba muerta cuando llegó la ambulancia. Tenía fracturado el cráneo. La muerte en sí tuvo lugar poco antes de que llegara la ambulancia; pero lo que no se sabe es cuándo fue propinado el golpe. Puede haber estado sin conocimiento una hora o dos antes de morirse. No han logrado fijar la hora del ataque. La policía está enterada del matrimonio ya. Han obtenido una declaración de Milton y Oafley les ha dicho todo lo que sabe. El matrimonio se celebró a eso de las diez de la noche. Los muchachos que jugaban al póquer entraron y ayudaron a celebrarlo. Permanecieron allá unos quince minutos. Luego se fueron. Oafley dice que se marchó a eso de las once menos diez.
—Es algo raro que Oafley la dejara antes de haber transcurrido una hora de haberse celebrado la ceremonia —dijo Mason, lentamente.
—En cuanto a Oafley se refiere, está seguro. La policía ha comprobado su historia. Se fue a eso de las once menos diez. Llegó a su casa a eso de las once y cinco o diez. Eso le prueba la coartada en cuanto al asesinato de Ashton se refiere. A Ashton le mataron a eso de las diez y media. Cuatro o cinco personas pueden demostrar que Oafley estaba en el piso de Edith de Voe a las diez y veinte por lo menos. Y una persona le vio salir del edificio unos cuantos minutos antes de las once. El ama de llaves le vio entrar en su casa a eso de las once y diez.
—¿Puede Oafley haber golpeado a Edith antes de marcharse?
—No; estaba viva a las once. Llamó a la puerta del piso en que los muchachos jugaban al póquer y pidió prestadas unas cerillas.
—Todo el mundo parece haber ido al piso de Edith de Voe anoche —dijo Mason, pensativo—. Debe de haber estado celebrando una recepción.
—Es natural, si se tiene en cuenta que había estado diciendo lo que sabía de Sam Laxter. Esas cosas se saben en seguida.
»La verdad es, Perry, que no tiene usted las cosas tan mal. El asunto toma muy mal cariz para Sam Laxter en estos momentos. La única coartada que puede probar es que se hallaba en el despacho de Shuster a la hora en que fue asesinado Ashton. Ahora se ha averiguado que a Shuster le habían avisado cuando Burger dio pasos para hacer exhumar el cadáver de Peter Laxter, conque Shuster telefoneó a Sam, y Sam fue a su despacho.
—¿Averiguó usted algo del «Chevrolet»?
—No puedo demostrar que se trate del mismo «Chevrolet», pero un par de personas vieron un «Chewy» viejo parado delante de la casa en que vivía Edith de Voe, a las once. Uno de los testigos lo recordaba, porque dice que había un «Buick» nuevo parado detrás y se fijó en el contraste que había entre los dos coches.
—¿Podría usted encargarse de que se le insinuara a la policía que preguntara a Sam Laxter cómo es que salió de su casa en el «Packard» verde y volvió en el «Chevrolet» del portero?
—Podría hacerlo; pero no se adelantaría nada con ello. Laxter no quiere abrir la boca. Está haciendo infinidad de referencias misteriosas a ese «truco» tan antiguo: a la mujer casada con quien pasó una hora después de salir del despacho de Shuster. No quiere empañar su nombre.
Mason se echó a reír de buena gana.
—¡Cielos! —exclamó—. ¿No ha agotado ya Shuster ese recurso? Todos mis clientes han hecho uso de él durante los últimos diez años.
—A veces cuela con el jurado —observó Drake—. Sea como fuere, ello le proporciona a Keene una ventaja muy grande si explota bien el asunto.
—Voy a explotarlo bien —contestó Mason, sombrío—. ¿Y lo del automóvil de Clammert? ¿Averiguó usted algo?
—Sí. He descubierto que Watson Clammert compró un «Buick» tipo sedán, y sacó permiso para conducir. El número es el 3D-4416. No me ha sido posible conseguir el número del motor ni de la carrocería. El coche era un 35.
—¿Consiguió una descripción de Watson?
—No; pero sigo trabajando en el asunto.
—Pues deje de trabajar en ello. Suelte el asunto de Watson Clammert como si fuera un ascua. Retire a sus hombres. Dígales que no hagan más preguntas. Ha trabajado usted magníficamente, Paul. Y ahora puede usted dormir un rato.
—¿Quiere usted decir con eso que ya no necesita más datos?
—Ni un dato más. En cuanto a usted se refiere, el asunto está liquidado. Si se hacen más investigaciones, no vamos a conseguir más que armar jaleo.
—Bueno; usted sabrá lo que se hace, Perry… Una cosa más. Lo averigüé en jefatura. La policía tiene el propósito de celebrar a toda prisa una vista preliminar. Comparecerá Keene como acusado y Laxter como testigo. Entonces le preguntarán dónde estaba a la hora en que se cometió el asesinato. Laxter tendrá que escoger entre dar el nombre de la mujer o ser encarcelado por desacato al tribunal.
—Ante las circunstancias, con toda seguridad se dejará encarcelar por desacato y conseguirá que los periódicos simpaticen con él. ¿Algo más?
—Sí. Ashton está mezclado bastante en el asunto —dijo Drake—. Los detectives empiezan a creer que se quedó él con la mayoría del dinero de Laxter. ¿Significa eso algo?
—Claro que sí. Todo el asunto estriba en eso. Todo este caso gira alrededor de Ashton.
Al hacerle Paul Drake una pregunta, excitado, el abogado fingió no oírle, y dijo:
—Bueno; voy a coger un tren, Paul. Adiós.
Colgó el auricular, consultó su reloj de pulsera, cruzó un establecimiento que se especializaba en el suministro de lo que pudiera necesitar un viajero, compró varias maletas, unos cuantos artículos de vestir y luego volvió a la estación. Se acercó a la estafeta de Telégrafos y expidió un telegrama dirigido a Watson Clammert, Hotel Baltimore, Santa Bárbara. El telegrama decía:
«Conferencia telefónica con sus asociados de Nueva York dedúcese industria amenazada nuevo código conteniendo regulaciones que afectan desastrosamente su propuesta consolidación. Absolutamente imperativo se halle usted aquí lo más aprisa posible. Flete avión desde Santa Bárbara, vuele a Los Ángeles y coja el primer avión transcontinental que salga para el Este. Aconsejable ocúltese este paso a competencia por consiguiente hemos comprado billetes para usted con nombre supuesto y los tendremos aquí aguardando su llegada».
Mason, sin vacilar un instante, firmó con el nombre de la principal compañía de abogados de la ciudad, compañía de prestigio financiero y político que se especializaba solamente en los asuntos corporativos más remuneradores.
Pagó el telegrama y vio que fuera expedido.
Consultó su reloj de pulsera, se desperezó, bostezó y luego, riendo, se dirigió a la cabina telefónica. Buscó el número de teléfono de la casa particular de Hamilton Burger, junto con la dirección; luego llamó a la compañía de teléfonos y dijo:
—Quisiera mandar un telegrama, si hacen el favor.
Después de unos instantes, dijo una voz femenina:
—¿A quién desea usted dirigir el mensaje?
—A Thelma Pixley, calle Washington Este, número 3824.
—Y, ¿cuál es el mensaje?
«Fuertemente impresionado por su personalidad, apariencia y habilidad —dictó lentamente Mason—. En vista de lo ocurrido recientemente, con seguridad se encontrará sin trabajo. Me gustaría mucho que trabajara usted a mis órdenes. Soy soltero y le daré buen sueldo. La trataré con toda suerte de consideraciones. Tenga la bondad de presentarse en mi despacho lo más aprisa posible, llevando este telegrama, y discutiremos el sueldo».
—¿Quién ha de firmar el telegrama? —inquirió la voz femenina.
—Hamilton Burger.
—¿Ha de cargarse el importe a su teléfono, señor Burger?
—Sí.
—¿Tiene la bondad de decirme su número?
—Exposición 96949.
—¿Las señas?
—West Lakeside, número 3297.
—Muchas gracias, señor Burger —dijo la voz.
Mason colgó el auricular, salió de la cabina y se plantó en la puerta principal de la estación fumando cigarrillos hasta que Della Street paró el coche cerca de él. Mason hizo una seña al mozo y éste metió el equipaje en la parte de atrás del coche, hallando sitio para él con dificultad.
—Ahora —dijo Mason— quiero comprar un «Buick» nuevo, tipo sedán; pero lo quiero pagar en una de las agencias de los suburbios. Será mejor primero que pasemos por el Banco a sacar dinero.
—Conforme, jefe.
Zigzagueó por entre el tráfico y detuvo el coche a la puerta del Banco. Mason, consultando el reloj para asegurarse de que tendría tiempo antes de que cerrara el Banco, dijo:
—Párese delante de esa boca de riego, Della. No voy a estar dentro más que el tiempo suficiente para cobrar un cheque.
Entró en el Banco, sacó tres mil dólares en billetes, se los metió en el bolsillo, volvió al coche y dijo:
—Necesitamos una agencia «Buick» que esté alejada del distrito comercial. Tengo una lista de ellas. A ver… hay una aquí, en Franklin, que debiera irnos divinamente.
Mason se arrellanó en su asiento y se puso a fumar. Della Street conducía con suma habilidad.
—¿Es ése es lugar?
—Sí.
—¿Entro yo?
—No; quédese aquí fuera con el coche. Yo conduciré el otro al salir.
Entró en la agencia. Se le acercó un vendedor, sonriente.
—¿Le interesan a usted los nuevos modelos? —preguntó.
—Quiero comprar un modelo 35, tipo sedán. ¿Cuánto vale, completamente equipado?
El vendedor sacó un libro de notas del bolsillo y mencionó la cantidad.
—Si quisiera usted que le hiciéramos una demostración —dijo— podríamos arreglar…
Se interrumpió sorprendido al sacar Mason una cartera del bolsillo y empezar a contar billetes.
El vendedor soltó una exclamación de sorpresa y luego se ajustó a la situación.
—Ah, sí. Arreglaré los papeles del coche en seguida ¿Tiene la bondad de decirme su nombre?
—Clammert. C-l-a-m-m-e-r-t, Watson Clammert —respondió Mason—. Tengo prisa. Quiero que me den un certificado de propiedad o lo que necesite.
Un cuarto de hora más tarde, Mason, impaciente por el retraso, salió conduciendo un coche flamante por la puerta lateral de la agencia Le hizo un gesto casi imperceptible a Della al doblar ésta la esquina tras él. Unas manzanas más allá Mason se detuvo y transfirió todo el equipaje al sedán.
—Ahora —le dijo— nos pararemos en el primer garaje que encontremos y dejaremos el coche de dos plazas. Conduzca usted el «Buick». Yo conduciré el coche pequeño e iré delante. Cuando me meta en un garaje, párese usted delante.
—¿Cuándo empieza la luna de miel?
Él la miró con brusquedad.
—Es decir —murmuró ella, con gesto de ingenuidad—, ¿quiere usted que parezca una luna de miel de verdad?
—Claro que sí.
Ella movió afirmativamente la cabeza y se echó a reír.
Mason condujo el coche calle abajo y, unas seis travesías más allá, se metió en un garaje. Unos minutos más tarde salió metiéndose la contraseña en el bolsillo.
—El paso que hemos de dar a continuación para esto de nuestra luna de miel —dijo— es ir a Santa Bárbara, al hotel Baltimore. Ahora es usted la señora de Watson Clammert. Le daré instrucciones más detalladas por el camino. Y a propósito, este coche es capaz de desarrollar bastante velocidad. ¿La han detenido a usted alguna vez por conducir demasiado aprisa?
—Este año, no.
—En tal caso, quizá valiera la pena correr el riesgo.
—Sí, querido —contestó Della.
Se arrellanó contra los cojines.
Y pisó el acelerador con tal violencia que el salto hacia delante que dio el coche por poco le arrancó a Mason la cabeza.