Perry Mason, sentado en el despacho de Paul Drake, dijo:
—Paul, quiero que ponga usted a trabajar a sus hombres por las agencias de automóviles nuevos y que averigüen si ha sido vendido recientemente alguno a Watson Clammert.
—¿Watson Clammert? —dijo Drake—. ¿Dónde diablos he oído yo ese nombre antes de ahora?
Mason sonrió mientras aguardaba que se le despertara al otro la memoria. De pronto dijo el detective:
—Ah, sí; ya me acuerdo. Es la persona que tenía alquiladas unas cajas a medias con Carl Ashton.
—Supongo que la policía habrá dado ya con esas cajas —murmuró Mason.
—Sí; y las ha encontrado casi vacías. Sólo encontraron algunos de los envoltorios que usan los bancos para envolver los fajos de billetes de denominación alta. Evidentemente Ashton había sacado los billetes y dejado los papeles.
—¿Ashton o Clammert?
—Ashton. Los registros del banco demuestran que Clammert no es más que un nombre firmado en una ficha en cuanto al banco se refiere.
—¿Cuánto dinero calcula la policía que se sacó de las cajas?
—No lo saben. Puede haber sido mucho. A Ashton le vio uno de los dependientes meter fajos de billetes en una maleta.
—¿Comprobó usted lo del accidente de automóvil que dijo Laxter haber tenido?
—Sí. Le obligaron a estrellarse contra un poste del teléfono, como él dijo… Un chófer borracho dobló la esquina a toda velocidad.
—¿Hay testigos?
Algunas personas oyeron el batacazo.
—¿Consiguió usted los nombres?
—Sí. Vieron las señales en el lugar en que Sam Laxter había aplicado los frenos y patinado. Dicen que él iba por su lado de la calle en aquel momento. Parecía excitado, pero completamente sobrio.
—¿Dónde había estado antes de eso?
Drake respondió lentamente:
—Estoy comprobando eso, Perry. Cuando la policía primeramente habló de él, estaban investigando la muerte de Peter Laxter, el abuelo, y más tarde la muerte del portero Ashton. Había salido de casa a las nueve y no había vuelto. A Ashton le mataron entre diez y once.
Mason movió afirmativamente la cabeza.
—Después fue Shuster quien habló. Y probó la coartada de Laxter.
—¿Él la probó?
Drake asintió.
—Shuster dice que Laxter estaba en su despacho.
—Hablando…, ¿de qué?
—Shuster se niega a decirlo.
—Valiente coartada es ésa —murmuró Mason con desprecio.
—Aguarde un momento, Perry. Me parece que encaja perfectamente.
—¿Cómo?
—El chófer Jim Brandon había estado con Laxter. Le condujo al despacho de Shuster. A eso de las once, Laxter le dijo a Brandon que cogiera el coche y volviera a casa; que él volvería más tarde. Brandon volvió a casa con el «Packard» verde. Entonces fue cuando vio a Keene. Era poco después de las once.
Mason empezó a pasear por el despacho del detective, con los pulgares metidos en las sisas del chaleco. Por fin dijo, como quien piensa en voz alta:
—Laxter, entonces, salió de casa en compañía de Jim Brandon en su «Packard» verde; pero regresó en el «Chevrolet» de Ashton. ¿Cómo diablos se hizo con el citado «Chevrolet»?
—Ésa es una idea —dijo Drake.
—Paul, mande un puñado de hombres a repasar el edificio en que Edith de Voe tenía arrendado un piso. Que hablen con todos los inquilinos. A ver si alguno de ellos vio un «Chevrolet» parado cerca de la casa.
Drake acercó un bloc de notas y apuntó algo.
—Sería una suerte eso —dijo—, pero haría falta algo más que eso para cargar con el mochuelo a Samuel Laxter. Porque la persona que asesinó a Ashton debe de haberlo hecho entre las diez y las once. Luego debió de llevarse la muleta del portero y serrarla en secciones. A continuación debió dirigirse a casa de Edith de Voe. Ahora bien, si Sam Laxter puede demostrar que se hallaba en el despacho de Shuster…
—Si la cosa fue así —le interrumpió Mason— y Brandon vio a Douglas Keene salir de la casa con el gato, ¿dónde estaba la muleta de Ashton? Douglas Keene no la llevaba.
Drake en seguida movió la cabeza afirmativa y pensativamente.
—Así es —reconoció—; pero, naturalmente, Keene podía haber tirado la muleta por la ventana, que siempre quedaba abierta para el gato. Luego podía haber pasado por allí en su coche para recogerla. Le digo a usted, Perry, que tiene un caso difícil aquí. Si Keene no se pone en contacto con usted, va a encontrarse en un verdadero apuro. Si se entrega, las pruebas circunstanciales le ahorcarían pese a todo lo que usted pueda hacer.
Sonó el teléfono. Drake lo contestó y dijo:
—Es para usted, Perry.
Era Della Street. Su voz denotaba excitación.
—Venga usted en seguida, jefe —suplicó—. Acabo de tener noticias de Douglas Keene.
—¿Dónde está?
—En un teléfono público. Va a volver a llamar dentro de cinco minutos.
—Consiga usted datos de lo que le he pedido, Paul —dijo—, y consígalos aprisa. Voy a estar en movimiento de ahora en adelante.
Salió corriendo del despacho, subió un tramo de escalera y corrió por el pasillo hasta su oficina.
—¿Va a entregarse? —le preguntó a Della Street, al entrar corriendo en su despacho particular.
—Creo que sí. Parecía un poco hosco; pero creo que es un buen chico.
—¿Le dio usted un buen argumento?
—Le dije la verdad. Le dije que estaba usted haciendo todo lo posible por él y que, por consiguiente, no debía fallarle.
—¿Qué dijo él?
—Soltó un gruñido, como acostumbra hacer un hombre cuando va a ejecutar lo que una muchacha quiere que haga, pero no quiere que sepa que va a salirse ella con la suya.
Mason gimió:
—¡Dios mío! ¡Qué mujeres!
Sonó el timbre del teléfono.
—Aguarde un momento antes de contestar —dijo Della—. ¿Sabe usted quién ronda por la calle, en las inmediaciones del despacho?
—¿Quién?
—Su querido compañero de juego: el sargento Holcomb.
Mason frunció el entrecejo. El teléfono volvió a sonar.
—¿Es serio? —inquirió la joven.
—Sí; intentarán detenerlo antes de que pueda entregarse y dirán que le han detenido cuando huía de la justicia y…
Descolgó el auricular y murmuró:
—Diga.
Le contestó una voz de hombre.
—Douglas Keene al habla, señor Mason.
—¿Dónde está usted ahora?
—En las calles Parkway y Séptima.
—¿Lleva usted reloj?
—Sí.
—¿Qué hora tiene?
—Las once menos doce minutos.
—Dígamela con mayor claridad. ¿Cómo va de segundos? Diga «treinta» cuando sean las once menos doce minutos y treinta segundos.
—Ya es más de eso. Diré once cuando sean las once menos once en punto.
—Dígalo con precisión —le aconsejó Mason— porque…
—¡Once! —le interrumpió Douglas Keene.
Perry Mason tenía el reloj en la mano.
—Bueno —dijo—: va usted atrasado unos veinticinco segundos con mi reloj. Pero no lo toque. Pondré yo el mío con el de usted. Ahora escuche: me seguirán los pasos en cuanto salga de mi despacho, con la esperanza de que, siguiéndome a mí, darán con usted. Usted eche a andar hacia mi oficina y párese en la esquina de la calle Séptima… Eso está al oeste del edificio en que se halla mi despacho… ¿Sabe usted dónde es?
—Sí.
—A las once y diez en punto camine hasta la esquina y coja el primer tranvía que baje por la calle Séptima en dirección al Este. Pague el billete; pero no se meta dentro del tranvía. Quédese parado junto al conductor para que pueda usted apearse en cuanto yo le dé la voz. Yo subiré a ese tranvía, pero no le reconoceré ni le hablaré. Una muchacha irá en un automóvil de dos plazas, con el asiento de atrás abierto. Irá a la misma velocidad que el tranvía y se mantendrá al nivel de usted. Podrá ser una manzana o dos manzanas después de haber subido yo al tranvía, pero cuando yo grite: «¡Salte!», dé usted un salto hacia el asiento de atrás del automóvil. ¿Podrá hacerlo?
—Claro que sí.
—De acuerdo, Douglas. ¿Puedo contar con usted?
—Sí que puede —respondió el muchacho con voz que había perdido toda su hosquedad—. Me he portado hasta aquí como un verdadero estúpido. Cuente usted conmigo para lo que guste.
—De acuerdo. A las once y diez, no lo olvide.
Colgó el auricular, cogió el sombrero y le dijo a Della Street:
—Oyó usted lo que dije. ¿Puede hacerlo?
Della Street se estaba poniendo el sombrero delante del espejo.
—¡Vaya si puedo! —exclamó—. ¿He de salir yo primero?
—No; saldré yo.
—¿Y no quiere que saque el coche hasta que haya llegado a la esquina?
—Exacto. Holcomb me seguirá. Si cree que voy a usar el coche, él usará el coche. Tendrá uno por aquí cerca. Si cree que voy a andar, andará él.
—¿Qué hará cuando coja usted el tranvía?
—No lo sé. ¿Cómo lleva usted el reloj?
—Estuve escuchando la conversación por el otro aparato. Lo puse con el suyo.
—Bien hecho. Vamos.
Mason corrió pasillo abajo, cogió el ascensor y logró fingir que salía sin prisas al cruzar el vestíbulo y salir a la calle.
Recorrió media manzana calle arriba, se detuvo ante un escaparate, consultó su reloj, frunció el entrecejo, miró otro escaparate, como si su principal objeto fuera matar el tiempo. Cosa de un minuto después volvió a consultar el reloj; luego miró calle arriba y calle abajo. Dio unos cuantos pasos sin rumbo fijo, encendió un cigarrillo, dio dos chupadas, tiró el cigarrillo y consultó el reloj por tercera vez.
En la calle, enfrente mismo del lugar en que estaba parado Mason, había una zona de seguridad para peatones. Mason caminó lentamente hacia la esquina como si quisiera pasar unos minutos más.
Su reloj de pulsera marcaba las once y diez.
Vigiló las señales del tráfico de una manzana más allá. Pasó un tranvía la señal; bajó lentamente por la calle y se detuvo en la zona de seguridad. Cambiaron las luces, de forma que el tranvía tuvo que esperar. Mason hizo como si tuviera intención de cruzar la calle y luego, como cambiando de opinión, hizo una pausa, indeciso. Cambió la señal. El conductor del tranvía tocó el timbre y puso el vehículo en movimiento. Al pasar éste por su lado, el abogado se subió a la plataforma posterior. Douglas Keene se hallaba junto al conductor.
Mason oyó ruido de pies que corrían. El sargento Holcomb, corriendo como un desesperado, logró subirse al tranvía cuando ya empezaba a coger velocidad. Della Street, conduciendo el coche de Mason, iba en pos del tranvía, con una línea de tráfico detrás. En cuanto Holcomb subió al tranvía Della adelantó el automóvil de forma que el asiento de atrás estuviera al nivel del lugar en que se hallaba Keene.
—¡Salte! —gritó Mason.
Keene saltó hacia el asiento de atrás, cayó sobre los cojines y se agarró a la parte de arriba del coche. Mason saltó al estribo y se agarró al respaldo del asiento de delante con una mano y al hueco del asiento de repuesto de atrás con la otra. El sargento Holcomb, que había dejado caer el importe del billete en la caja que había delante del conductor, gritó:
—¡Alto! ¡Están ustedes detenidos!
—¡Dele al acelerador, Della! —ordenó Mason—. Y corte por delante del tranvía.
El pie bien formado de Della metió a fondo el pedal. El coche pegó un brinco hacia delante. Mason se metió en el asiento de repuesto.
—A jefatura —le dijo a Della— y a toda velocidad.
Della ni siquiera se molestó en asentir con un movimiento de cabeza. Dobló la esquina con un chirrido. Un policía se llevó el silbato a la boca, pero había recorrido ya media manzana cuando el primer silbido sonó.
Mason no prestó la menor atención al tráfico, sino que se concentró en Douglas Keene.
—Cuénteme lo ocurrido —dijo— y no gaste saliva en balde. Acerque los labios a mi oído y grite, porque es preciso que oiga todo lo que usted me diga. Deme los detalles principales nada más.
—Edith de Voe me telefoneó. Ya me había hablado de haber encontrado a Sam metiendo gases del garaje por la tubería de calefacción. Quería que fuese inmediatamente a verla. Dijo que había surgido algo muy importante. Fui. Llamé a la puerta y no obtuve contestación; pero el encargado del edificio salía en aquel instante. Me fui a colar cuando abrió la puerta; pero él me detuvo y me preguntó a quién deseaba ver. Le dije que tenía una cita con Edith de Voe y seguí andando. Él vaciló unos instantes y luego se fue. Bajé el corredor en dirección al cuarto de Edith de Voe. La encontré en el suelo. Había un palo a su lado y…
—Sí, sí —gritó Mason—, no se preocupe de eso. ¿Qué ocurrió después?
—Me fui directamente a mi piso. Alguien había estado antes que yo. Un traje mío estaba salpicado de sangre. No me di cuenta de ello en seguida.
—¿Fue eso después de haberle llevado el gato a Winifred?
—Sí; al separarme de Winifred me fui a mis habitaciones. Allí fue donde recibí el mensaje de Edith de Voe.
—Y…, ¿fue usted desde su casa a ver a Edith?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo después de haber vuelto a su casa se dio usted cuenta de que el traje estaba salpicado de sangre?
—Casi inmediatamente.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Fue una pesadilla. Intenté hacer desaparecer las manchas de sangre y no pude.
—¿Por qué no avisó usted a la policía al ver que Edith de Voe había sido asesinada?
—Perdí la cabeza, he ahí todo. Temí que intentaran cargarme con el mochuelo. Huí. Luego, cuando vi mi ropa toda salpicada de sangre… ¡Uf! ¡Fue una pesadilla!
—¿Mató usted a Ashton?
—Claro que no; ni siquiera le vi.
—¿Fue usted a su casa a buscar el gato?
—Sí.
—¿Estuvo usted en el cuarto de Ashton?
—Sí.
—¿Miró usted a su alrededor?
El hombre titubeó. Della desvió el coche para no chocar con un camión. Perdió el dominio del automóvil, que se tambaleó en dirección a un poste del telégrafo. Della Street luchó con el volante. Perry Mason no hizo más que echar una mirada a la calle mientras Della luchaba por dominar nuevamente el coche, se inclinó hacia el oído de Douglas Keene y le preguntó:
—¿Miró usted a su alrededor mientras estuvo en el cuarto?
Keene vaciló.
—Conteste.
—Sí; estaba buscando algo.
—¿Qué?
—Pruebas.
—Pruebas…, ¿de qué?
—No lo sé, me pareció sospechosa la forma en que Ashton había estado contando dinero. No hice más que mirar a mi alrededor. Jim Brandon había insinuado que Ashton tenía los diamantes en su muleta.
—¿Llevaba usted guantes o dejó huellas digitales?
—Debo de haber dejado huellas digitales.
—Escúcheme, Keene: ¿no estaba Ashton allí? ¿No estaba muerto? ¿No está usted intentando ocultar algo?
—No; no estaba allí. Le estoy diciendo a usted la verdad; simplemente la verdad.
—¿Se fue usted antes de que volviera?
—Le juro a usted que ésa es la pura verdad, señor Mason.
Della Street había logrado dominar ya el coche. Las bocacalles pasaban vertiginosamente. Frenó el coche para doblar una esquina.
—No le diga usted a nadie lo que me ha dicho a mí —dijo Mason—. Va usted a entregarse en jefatura. Niéguese a hablar a menos que esté yo con usted. Tiene usted que hacer eso para proteger a Winifred. Si abre usted la boca siquiera, Winifred va a encontrarse complicada. ¿Podrá usted guardar silencio por amor a ella?
El muchacho movió afirmativamente la cabeza.
El coche patinó al tomar Della la esquina, aplicó los frenos y se detuvo a la puerta de la jefatura. Mason cogió a Keene del brazo y le hizo salir corriendo del coche y subir los escalones. Cuando abría la puerta, el sargento Holcomb, agazapado en el estribo de un automóvil requisado, con una pistola en la mano derecha, saltó del coche al suelo y corrió hacia la puerta. Mason empujó a Keene a toda prisa por el corredor hasta la puerta marcada «Brigada Criminal», la abrió de un puntapié, y le dijo tranquilamente al hombre sentado a la mesa.
—Éste es Douglas Keene. Se entrega voluntariamente a la policía de acuerdo con el convenio…
La puerta se abrió de golpe. El sargento Holcomb entró en la habitación.
—¡Esta vez le he pillado! —le dijo a Perry Mason.
—¿Por qué?
—Por ofrecer resistencia a la detención.
—Yo no me he resistido a que me detengan.
—Yo intentaba detener a este hombre y usted me lo quitó. Me tiene sin cuidado que le haya traído usted a jefatura. Le tenía ya detenido antes de que le trajera aquí.
—No puede usted detener a un hombre —dijo Mason— sin haberle tenido en custodia.
—Pero usted le ayudó a escapar para que no pudiera detenerle. Voy a enchiquerarle a usted por eso.
—Olvida usted una cosa, sargento. Un ciudadano particular puede efectuar una detención cuando se ha cometido un delito y tiene suficientes motivos para creer que la persona a la que detiene es la persona que ha cometido el delito en cuestión. Yo detuve a Douglas Keene.
El sargento se guardó la pistola. El policía sentado a la mesa dijo:
—No se sulfure. Mason lo ha entregado él solo.
El sargento Holcomb dio media vuelta sin decir una palabra y se fue. Un periodista entró corriendo en el cuarto.
—¿Se me concede una entrevista con Keene? —preguntó.
—Claro que sí —le respondió Mason—. Le puedo decir a usted exactamente lo que Douglas Keene dirá y lo único que dirá. Dirá que hace un tiempo muy hermoso para la época del año en que nos encontramos, y eso es todo, mi querido amigo, ab-so-lu-ta-men-te todo.