Capítulo 13

Perry Mason se volvió al teléfono y le dijo a Della Street:

—Nat Shuster y sus clientes, Sam Laxter y Frank Oafley, están ahí fuera, esperando para verme. Esta función va a ser la mar de buena mientras dure. Ponga en marcha el teléfono autoparlante inferior; siéntese usted en su despacho y tome taquigráficamente todo lo que pueda de la conversación. Quizá tenga usted que declarar más adelante lo que se dijo aquí.

—Y…, ¿he de tener una línea abierta y hablar con cualquiera que le telefonee?

—Sí; encárguese de que nada obstaculice eso. Douglas Keene puede telefonear de un momento a otro. No quiero que su llamada pase por el despacho general.

—¿Y si no telefoneara, jefe?

—Todo eso lo hemos discutido ya.

—¿Y si fuera culpable? ¿Puede el sargento Holcomb hacer todas esas cosas con que amenaza?

Mason se encogió de hombros.

—Ahí —dijo— es donde les tengo engañados. Holcomb intenta meterse conmigo so pretexto de que estoy ocultando a un asesino. Le he dicho a la policía que Keene se entregará a las cinco. Como es natural, creen que yo sé dónde está. Y yo estoy menos enterado de su paradero que el propio Holcomb.

—Por consiguiente…, ¿nada pueden hacer?

—No se preocupe usted tanto. Vaya a hacer pasar a Shuster. Con toda seguridad vendrá con alguna marrullería de las suyas.

—Como…, ¿por ejemplo?

—Como el ponerme pleito por difamación, por ejemplo.

—¿Por qué?

—Porque le conté lo que me dijo Edith de Voe respecto a lo del escape del automóvil.

—Pero usted no hizo más que repetir lo que ella dijo.

—Ni siquiera puedo demostrar ya que me lo haya dicho ella. Ha muerto y no hubo testigo alguno. Ande y haga pasar a Shuster y no olvide escuchar cuanto se diga y tomar notas por si tiene usted que declarar más adelante.

Ella asintió, salió y, un momento después, hizo pasar a Shuster, Sam Laxter y Oafley.

Shuster retiró los labios de sus dientes salientes. Una vez completada dicha sonrisa preliminar, su semblante se trocó en máscara de reprobadora sinceridad.

—Mason, ¿informó usted al fiscal que mi cliente Samuel C. Laxter había asesinado a su abuelo Peter Laxter?

—¿Quiere usted que le conteste a eso con un sí o no? —inquirió tranquilamente Perry.

Shuster frunció el entrecejo.

—Conteste —dijo.

—No.

—¿No le insinuó que tal era el caso?

—No.

—¿No le dijo usted que Edith de Voe le había acusado de dicho crimen?

—No.

El semblante de Shuster parecía un cuadro.

—El señor Burger dice que usted le dijo eso.

—Burger le dijo a Sam Laxter —prosiguió Shuster— que usted había dicho que Edith de Voe le había dicho que Samuel Laxter tenía enchufada una goma al escape de su automóvil y a la tubería de calefacción que conducía al cuarto de Peter Laxter.

El rostro de Mason se había vuelto sombrío y duro como el granito.

—Quizá lo hiciera, porque ella lo dijo y yo lo dije.

Shuster parpadeó al intentar comprender la contestación. Luego, con gesto de triunfo en el semblante, dijo:

—¿Le dijo usted a Burger que ella había hecho semejante acusación?

—No era una acusación. Ella se limitó a decir que le había visto sentado en el automóvil con el motor en marcha y que un tubo flexible unía el escape con el tubo de calefacción. Ella me dijo eso y yo le dije eso a Burger.

—Es una mentira.

—¿Qué es una mentira? —preguntó Mason poniéndose en pie ansioso.

Shuster retrocedió nervioso alzando una mano como para protegerse.

—Una calumnia, quise decir —afirmó—: difamación de carácter.

—¿Se le ha ocurrido pensar que bien pudiera tratarse de una comunicación privilegiada? —inquirió Mason.

—No, si fue impulsada por la mala intención —observó Shuster, amenazando a Perry con un dedo, pero metiéndose detrás del sillón—. Y a usted le impulsaba la mala intención. Intentaba proteger a su cliente Douglas Keene.

—Bueno, y…, ¿qué?

—Que queremos que retire lo dicho.

—¿Quién quiere que retire lo dicho?

—Samuel Laxter, y yo también.

—Bueno; conque ustedes quieren que retire lo dicho. Y…, ¿qué?

—Queremos que nos responda.

—No le dije a Burger nada más que la verdad tal como me fue dicho a mí. Yo no garanticé la veracidad de los hechos. Yo sólo salí fiador de que la declaración me había sido hecha tal como yo la expuse.

—Haremos que presente usted sus excusas.

—Puede marcharse usted al cuerno.

Samuel Laxter se adelantó. Tenía el semblante intensamente pálido.

—Señor Mason —dijo—: no le conozco a usted, pero si sé que aquí no se oculta nada bueno. Oí que circulaba una historia que me relacionaba con la muerte de mi abuelo. ¡Es una infame mentira! También supe que usted indujo a la policía a registrar clandestinamente en mi garaje para poder llegar a mi coche. Alguien había escondido un tubo largo en mi automóvil sin que yo lo supiera. No sé qué protección me brinda la ley… eso es cuestión del señor Shuster… pero, desde luego, pienso encargarme de que se le exija a usted cuentas de lo que ha hecho.

Shuster posó una mano en el brazo de Sam Laxter, como para contenerle.

—Deje que hable yo —murmuró—; deje que hable yo. No se excite. Serénese, serénese. Yo puedo manejarle solo. Deje que sea yo quien hable.

Mason volvió a sentarse en su sillón, se echó hacia atrás y sacó un cigarrillo de la pitillera de sobre la mesa.

—¿Algo más? —preguntó, golpeando la punta del cigarrillo en la uña del pulgar.

Frank Oafley dijo:

—Señor Mason, quiero que comprenda usted mi situación. Los lazos que me unían con Edith de Voe han dejado de ser secretos. Me había hecho el honor de casarse conmigo poco antes de su muerte.

Se interrumpió un momento, mientras un espasmo contraía su semblante. Luego prosiguió:

—Me había contado lo que había visto; pero no le presté yo gran atención hasta que el fiscal me hizo ver lo fácil que hubiera sido para alguien introducir monóxido carbónico en el cuarto de mi abuelo.

»Como es natural, eso me produjo una sacudida fuerte. Conozco muy bien a mi primo. No puedo creer que fuese capaz de una cosa así. Y luego recordé que Edith nunca me había dicho que hubiese reconocido a Sam positivamente. El hombre que ocupaba el automóvil tenía el rostro cubierto por el ala ancha del sombrero de Sam. Eso fue lo que hizo creer a Edith que se trataba de Sam Laxter.

»Pues bien, si usted dijo a las autoridades que Edith había dicho que Laxter estaba sentado en el coche, hizo usted una afirmación que lo que dijo Edith no puede justificar.

Mason, escudriñando el rostro de Frank Oafley, dijo especulador.

—Conque eso es lo que usted cuenta, ¿eh?

—Eso es lo que yo cuento —respondió Oafley poniéndose colorado.

El semblante de Shuster reflejaba la astucia.

—Dese cuenta, Mason, de la situación en que se encuentra usted —dijo—. Hace usted un cargo contra mi cliente. No puede usted apoyar ese cargo: no tiene pruebas. No puede usted declarar lo que dijo Edith de Voe, porque eso constituye, legalmente, un rumor. Las declaraciones a la hora de la muerte pueden admitirse cuando la persona que las hace sabe que va a morir; pero esa no era una declaración in extremis. Cuando le dijo a usted eso, ella creía que viviría cien años. Conque no tiene usted nada sobre qué apoyarse. Mi cliente puede llevarle a usted a los tribunales. Puede desplumarle. Puede sacarle lo que quiera… pero no lo hará si usted retira lo dicho y se excusa.

—Lo que quiere decir Shuster —explicó Oafley— es que recalque usted que Edith no sabía quién era el que estaba en el coche.

El rostro de Sam Laxter tenía una expresión malévola.

—Quiero algo más que eso —dijo—. Quiero que se coma sus palabras y me pida perdón. Yo no estuve sentado en ese coche y Mason lo sabe.

Perry Mason alargó una mano hacia la hilera de libros que había sobre la mesa. Cogió uno de ellos, lo abrió y dijo:

—Y ahora que hablamos de la ley, señores, voy a leerles yo algo de la ley. La sección 258 de la ley sobre testamentos dice lo siguiente: «Ninguna persona condenada por el asesinato del testador, tendrá derecho a percibir ninguna parte de sus bienes; pero la parte de ellos a la que, de lo contrario, tendría derecho, irá a las otras personas que tengan derecho a ella según las cláusulas de este capítulo». Ahí tiene un poco de ley en qué pensar, Frank Oafley.

Shuster rompió a hablar con húmeda vehemencia.

—¡Qué jugarretas! —exclamó—. ¡Qué plan! Intenta volverles a ustedes el uno contra el otro, leyendo extractos de sus libros de leyes, profiriendo calumnias… Háganse los sordos a sus palabras; cierren los corazones a su pensamiento; ciérrenlos…

Mason le interrumpió, hablándole directamente a Frank Oafley.

—Usted quería proteger a su primo —le dijo—; pero usted sabe tan bien como yo que Edith de Voe no era la clase de muchacha que se precipita en sus juicios. Quizá no viera el rostro del hombre: pero vio el sombrero, oyó su voz y creyó que aquel hombre era Sam Laxter.

Oafley frunció pensativo el entrecejo y dijo lentamente, con pausa:

—Sí que oyó su voz.

—Anda —le azuzó Sam Laxter con amargura—: haz un poco de comedia, Frank; finge que te estás convenciendo, pero a mí no me engañas ni pizca. En cuanto este abogado te hizo ver que podías quedarte con toda la herencia si a mí me condenaban como asesino, comprendí lo que iba a ocurrir.

—¡Señores, señores! —gritó Shuster—. No hagan eso. No peleen. Es un lazo. No se dejen pillar en él. Les hace a ustedes luchar entre sí y así ese maldito gato hereda todos los bienes. ¡Qué plan! ¡Qué plan! ¡Oh! ¡Qué jugarreta!

Mason, mirando a Sam Laxter, preguntó:

—¿Cómo explica usted que fuera hallado ese tubo en su automóvil?

—Alguien lo escondió allí —respondió Sam con beligerancia—. Usted condujo a la policía al garaje y ella «encontró» un tubo en mi coche, después de haber insinuado usted que lo buscaran.

—¿Cree usted que escondí yo ese tubo en su coche?

Shuster corrió a colocarse delante de Sam Laxter, le cogió por las solapas, le empujó hacia atrás y gritó:

—¡No responda! ¡No responda! Es otra trampa. Le azuza a usted para que lo acuse de haber puesto allí el tubo y entonces es él quien le pone el pleito a usted, por calumnia. Usted no puede demostrar que lo puso allí. No lo diga. No diga nada. Deje que sea yo el que hable. Cállense todos; no pierdan la serenidad. No se exciten. Yo lo arreglaré.

Oafley dio un paso hacia Laxter y dijo por encima del hombro de Shuster:

—¿Insinúas acaso que lo escondí yo allí, Sam?

Laxter, con voz llena de amargura, contestó:

—Y… ¿por qué no? A mí no me engañas tú, Frank Oafley. Serías capaz de hacer mucho más que eso por medio millón de dólares. Empiezo a ver las cosas de una manera distinta ahora.

—Olvidas —dijo Oafley con fría dignidad— que fue Edith de Voe quien vio eso. Yo no lo vi y, cuando ella me lo dijo por primera vez, no di importancia a la cosa.

—Señores, señores —suplicó Shuster moviendo la cabeza rápidamente para mirar primero a Laxter y luego a Oafley—; serénense ustedes, señores. No es eso a lo que vinimos aquí. No pierdan la serenidad. No olviden lo que les aconsejé que dijeran. Déjenme hablar a mí. Cállense ustedes.

—¡Edith Oafley! —murmuró Sam Laxter con desdén, sin hacer caso al abogado—. Si no estuviese muerta, ¡la de cosas que podría decir ella!

Oafley, con un rugido de rabia, echó a Shuster a un lado, dándole un empujón con la mano derecha y le abofeteó la cara a Laxter con la izquierda.

—¡Señores! ¡Señores! —aulló Shuster—. Recuerden…

El puño de Sam Laxter describió un arco en el aire y, en lugar de darle a Oafley en la mandíbula, alcanzó de lleno en la cara a Shuster, que en aquel momento intentaba intervenir. Shuster rodó por el suelo gimiendo. Laxter alzó su brazo derecho vendado y dio a Oafley un golpe de refilón en la mejilla. Oafley se acercó a él, dirigiéndole un derechazo. Laxter dio al aire con la izquierda. Durante unos momentos los dos hombres permanecieron puntera contra puntera, soltando puñetazos a tontas y a locas, sin que sus golpes causaran daño alguno.

Shuster, caído en el suelo, les tiraba del pantalón.

—Señores… señores —suplicaba, medio ahogada la voz porque tenía los labios cortados y se le estaban hinchando rápidamente.

Oafley se retiró bruscamente.

—Perdona, Sam —dijo—. Me había olvidado de que tenías herido el brazo.

Shuster surgió entre los dos, colocando la palma de la mano contra el pecho de cada uno e intentando separarlos. Los hombres, respirando con dificultad, no hicieron caso de sus fútiles esfuerzos. Siguieron mirándose el uno al otro.

—No te preocupes de mi brazo —dijo Sam.

Luego miró la venda. Se veía en ella una mancha roja por donde se le había vuelto a abrir la herida.

—Váyanse, váyanse —dijo Shuster—. Es un hombre peligroso, lleno de jugarretas. Es muy listo. ¿No se lo advertí a ustedes antes de que entráramos aquí?

Oafley dijo jadeando y con el rostro encendido:

—Haz el favor de no mencionar a Edith para nada no te digo más.

Dio media vuelta, cruzó el despacho y abrió la puerta del corredor de un tirón. Shuster vaciló un instante. Luego corrió tras él, gritando.

—¡Señor Oafley! ¡Señor Oafley! ¡Vuelva usted aquí un momento, señor Oafley!

Oafley contestó por encima del hombro:

—Puede usted irse al cuerno. Voy a buscarme otro abogado para mí.

Shuster miró a Sam Laxter, consternado. Luego se volvió a Perry Mason.

—¡Usted tiene la culpa! —aulló—. ¡Lo hizo usted deliberadamente! ¡Volvió a estos hombres el uno contra el otro! Sembró la desconfianza en su mente. ¡Hizo usted de Edith de Voe un arma! ¡Usted…!

—Cierre la puerta —le interrumpió Perry Mason con tranquilidad— al salir.

Shuster cogió del brazo a Sam Laxter.

—Venga —le dijo—: la ley nos proporciona el remedio.

Sam Laxter dijo con amargura.

—Se buscará un abogado y procurará cargarme la muerte del abuelo. ¡Qué situación más bonita!

Shuster le empujó hacia el corredor.

—No se olvide de cerrar la puerta —observó Mason.

Shuster dio un portazo que amenazó derrumbar la pared. El efecto del portazo aún hacía vibrar los cuadros que colgaban de las paredes, cuando Della Street abrió la puerta del despacho general.

—¿Hizo eso a propósito? —preguntó.

Mason, fumando tranquilamente, contestó:

—Era estúpido consentir que los dos apoyaran a Shuster. En realidad, sus intereses son contrarios. Debieron de haberse dado cuenta de ello. Si Shuster representa a uno de ellos, el otro buscará a otro abogado. Eso significará que habrá dos abogados que se peleen y ello redundará en beneficio de Douglas Keene.

Della suspiró como suspira una madre que se ve confrontada con una criatura irremediablemente traviesa. Luego, de pronto, se echó a reír.

—Bueno —dijo—: pues lo he anotado todo… hasta el ruido de los puñetazos. Winifred Laxter está en el despacho general. Trae un gato.

—¿Un gato?

—Sí; un gato de Angora.

Bailaba la risa en los ojos de Mason al decir:

—Que pase.

—Y eso que la policía se llevó el gato de mi casa, es verdad —agregó Della—. Le dijeron al encargado del edificio que tenían que registrar mis habitaciones y consiguieron que les diese una llave maestra.

—¿Llevaban mandato judicial?

—No lo creo.

Mason, fumando el cigarrillo, dijo pensativo:

—Eso la coloca a usted en una situación difícil, Della. Lo siento. No creía que fueran a buscar allí. El sargento Holcomb está mejorando considerablemente… o empeorando… lo que usted quiera llamarle.

—¿Por qué le odia a usted tanto?

—Sólo porque cree que estoy escudando a asesinos. Es buena persona. No tiene más que un exceso de celo. Y tiene razón, porque no tendrá usted más remedio que reconocer que a veces lo trato de una forma algo irritante.

—No algo, sino bastante.

Mason la miró y se echó a reír.

—Deliberadamente irritante —dijo—. Haga pasar a Winnie y aguarde usted en su despacho. Puede escuchar la conversación.

Della abrió la puerta y llamó. Winifred Laxter entró en el despacho con un enorme gato de Angora gris. Llevaba la barbilla en el aire y un gesto de desafío en su semblante.

Perry Mason le miró con divertida tolerancia.

—Siéntese —le dijo.

—Le dije una mentira —empezó ella, de pie junto a la mesa.

—¿Respecto al gato?

—Sí. Aquel gato no era Escoria…, éste es Escoria.

—¿Por qué mintió?

—Le telefoneé al portero tío Carl y le dije que quería que se deshiciera de Escoria, que quería que me dejase quedarme con Escoria.

Se negó a ello. Conque, entonces, se me ocurrió que, de no poder ser lo que yo quería, lo siguiente sería mejor engañarle a Sam Laxter y hacerle creer que se había deshecho de Escoria. Le dije que escondiera a Escoria y que le mandaría a Douglas Keene con otro gato que se pareciera a él. Podía usar ese otro gato como doble y dejarle andar por todas partes. Así, si Sam envenenaba un gato, envenenaría a éste. ¿No comprende?

Perry Mason, que la miraba con perspicacia, le dijo:

—Siéntese y hábleme de eso.

Los ojos de la joven expresaban aprensión.

—¿Me cree usted?

—Cuénteme lo que falta.

Ella se sentó en el borde de la butaca de cuero. El gato hizo esfuerzos por desasirse. Winnie lo sujetó con fuerza, acariciándole la frente y rascándole detrás de las orejas.

—Siga —dijo Mason.

Cuando la muchacha vio que el gato había vuelto a tranquilizarse, dijo:

—Douglas Keene fue allá. Se llevó el gato consigo. Aguardó un rato a que apareciera Ashton. Luego volvió a mi lado a pedirme instrucciones. Me dejó el gato a mí.

—¿Por qué me dijo usted que aquel gato era Escoria?

—Porque temí que otra gente dijera que Douglas se había llevado a Escoria y quería ver si a usted le parecía la cosa seria. En otras palabras, que quería ver cómo reaccionaba usted.

Mason estaba riendo ya. El gato se retorció inquieto.

—Por el amor de Dios —dijo—; sujete el gato de una vez. ¿De dónde lo sacó?

Ella lo miró con fijeza y luego dijo, retadora:

—No sé de qué me está hablando usted. Este gato es Escoria. Me tiene mucho cariño.

El gato saltó al suelo.

—Sería una historia la mar de buena —dijo Mason con una voz que resultaba casi judicial por su impersonalidad—. Me sacaría a mí de un apuro y resultaría una salida magnífica para Della Street. Los gatos se parecen bastante. Pero no podría usted salir bien de eso. Averiguarían tarde o temprano de dónde había sacado usted el gato. Podría existir una gran diferencia de opinión en cuanto a si era Escoria o no era Escoria. Pero, a la larga, le costaría a usted un disgusto. Y no le va a costar un disgusto.

—Pero si es Escoria. Fui allá y lo encontré. Casi se había muerto del susto… el pobre gato… con todo el jaleo, el ruido, la excitación y el encontrarse muerto a su amo…

—No —le dijo Mason—; no pienso permitirle que lo haga, y ésa es mi última palabra. Supongo que habrán salido los periódicos y que habrá usted leído que la policía encontró a Escoria en una de las habitaciones de mi secretaria.

—Encontraron al gato que creyeron que era Escoria.

Mason dijo con buen humor:

—¡Tonterías! Coja el gato y vuelva usted a su cafetería. ¿Piensa ponerse Douglas Keene en contacto conmigo y entregarse?

—No lo sé —respondió ella con lágrimas en los ojos.

El gato, arqueando el lomo, empezó a explorar el despacho.

—Pst… Pst… Pst… ven aquí, minino —suplicó Winifred.

El gato no le hizo el menor caso. Los ojos de Mason expresaron simpatía al contemplar el rostro surcado de lágrimas.

—Si Douglas se pone en contacto con usted —dijo—, dígale que es muy importante que me apoye.

—No sé si se lo diré… Usted no… no… tenía nece…, ce… sidad de decir lo que di… jo. ¿Y si le condenaran y le ahorcaran como ase… asesino?

Mason se acercó a ella y le dio unos golpecitos cariñosos en el hombro.

—¿No quiere usted tener un poco de confianza en mí?

Ella alzó la mirada.

—No piense que ha de asumir toda la responsabilidad de todo esto —dijo Mason, consolador—. No vaya por ahí buscando gatos y tratando de idear maneras de probarle la coartada a Douglas. Écheme todo eso sobre los hombros a mí y déjeme que lleve yo la carga. ¿Me promete usted hacer eso?

Los labios de la joven temblaron unos instantes. Luego movió la cabeza afirmativamente.

Mason le dio otro golpecito en el hombro, cruzó el despacho hacia donde el gato olfateaba el suelo, lo cogió, se lo llevó a Winifred y se lo puso en los brazos.

—Váyase a casa —dijo— y descanse un poco.

Abrió la puerta del corredor para que saliera. Cuando la cerró, Della Street se hallaba en la puerta del despacho.

Mason le dirigió una sonrisa.

—Es una muchacha decidida.

Della afirmó lentamente con la cabeza. Mason dijo:

—¿Qué tal le gustaría tomar atajos, Della?

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Qué tal le sentaría salir de luna de miel conmigo?

Ella le miró con los ojos desmesuradamente abiertos.

—¿Una luna de miel? —exclamó.

Mason afirmó con la cabeza.

—Pero… oh…

Él se echó a reír.

—Bueno —dijo—; pero primero échese ahí, en el diván, y descanse un poco. Si Douglas Keene telefonea, dígale que debe apoyarme. Usted puede usar argumentos más fuertes de los que podría emplear yo. Me voy un rato a la oficina de Paul Drake.