La luz eléctrica derramaba una iluminación pálida sobre el despacho de Perry Mason. Era la hora en que peor aspecto tienen los trogloditas de la ciudad, los que viven en las cavernas de cemento armado.
Perry Mason, estirado en su sillón giratorio, posó los talones en la esquina de la mesa y encendió un cigarrillo.
—Cuando lleguen los periodistas, Della, hágalos esperar en la oficina y luego hágalos pasar a todos al mismo tiempo.
Ella asintió con un movimiento de cabeza. Estaba preocupada.
Paul Drake se acercó y se sentó en el borde de la mesa de Perry.
—Sería mejor —dijo— que usted y yo uniéramos unos cuantos informes.
El semblante de Perry Mason carecía de expresión.
—Informes…, ¿de qué?
—Mis agentes me dicen que Edith de Voe murió asesinada. Le dieron en la cabeza con una porra. La porra era parte de una muleta serrada.
Perry fumó en silencio.
—Comprendí, naturalmente, que usted llevaba un objeto determinado al ir al piso de Doug Keene. Cuando vi la ropa manchada de sangre, me di cuenta de que no podía ser el asesinato de Ashton.
—Pero por entonces —inquirió Mason—, ¿no sabía usted una palabra de la muerte de De Voe?
—Claro que no.
—Pudiera ser bueno recordar eso… si es que le interrogaran.
—¿Sabía usted algo?
Mason fijó la mirada en la ventana, viendo amanecer.
Después de unos momentos, cuando comprendió Drake que Mason no tenía la menor intención de responder ya a la pregunta, prosiguió.
—¿Conoce usted a un tal Babson? Es un ebanista muy hábil. Hace toda clase de muletas.
El rostro de Mason expresó interés.
—Hace un par de semanas, Ashton fue a ver a Babson. Éste era el que le había construido la muleta que llevaba. Quería que le hiciera unas modificaciones en ella. Quería que le hiciera un agujero en la extremidad de la muleta, que lo reforzaran con un tubo de metal y lo forraran con gamuza. Deseaba que le hiciera un paso al tubo para poderlo tapar con rosca, y que quedara todo tapado por la contera de goma de la muleta.
Mason dijo lentamente:
—Eso es interesante.
—Hace cosa de tres días —prosiguió Drake— alguien le interrogó a Babson acerca de ese asunto. Un hombre que dijo llamarse Smith y ser agente de una casa de seguros que se interesaba por los daños sufridos por Ashton en el accidente automovilístico. Quiso saber si Ashton había comprado una muleta nueva o si había hecho introducir modificaciones. Luego lo pensó mejor y empezó a interrogar al Smith ése. Smith se marchó.
—¿Consiguió usted una descripción?
—Metro ochenta de estatura, unos cuarenta y cinco años de edad, pesa unos ochenta kilos, sombrero claro de fieltro, traje azul y una cicatriz rara en la cara. Conducía un «Packard» verde.
—¿Cuándo recibió usted ese informe?
—La telefonista de guardia me lo dio cuando pasé por el despacho. Formaba parte del informe de uno de los muchachos.
—Buena faena —dijo Mason—. ¿Cómo se le ocurrió visitar a Babson?
—Usted quería que se averiguase todo lo posible de Ashton. Conque les dije a mis agentes que no perdieran ripio. Como es natural, nos interesaba el sitio en que había sido construida la muleta.
—Bueno —le dijo Mason—; agregue otro nombre a su lista. Haga seguir a Jim Brandon. Averigüe todo lo que pueda acerca de él. Vea si él ha estado gastando mucho últimamente.
—Todo eso lo hice ya. Encargué a dos hombres que lo vigilaran en cuanto leí el informe. Ahora, permítame que le haga unas cuantas preguntas.
—¿Por ejemplo? —inquirió Mason.
—Por ejemplo, en qué situación piensa usted encontrarse en este asunto. ¿Era necesario telefonear a la policía prometiendo entregar al muchacho? ¿Por qué hizo usted eso?
—No tuve más remedio que hacerlo —dijo Perry Mason, con rabiosa impaciencia—. ¿No se da usted cuenta del panorama? O es todo lo culpable que puede ser un hombre, o le han tendido un lazo. Si es un lazo, no puede esquivarlo. Ni tiene más remedio que dar la cara. Si intenta huir, lo cogerán. Si la policía lo coge y está huyendo, no hay quien le salve de la pena de muerte. Morirá en el cadalso pese a cuanto pueda yo hacer. Si es culpable y se entrega y da la cara como un hombre, y se confiesa culpable y le cuenta su historia al tribunal, es probable que pueda conseguir que, a lo sumo, le condenen a cadena perpetua.
—Pero…, ¿usted está jugándoselo todo a que no es culpable? —preguntó Della.
—Me estoy jugando todo lo que tengo a que no es culpable.
—Ahí está, precisamente, jefe —protestó Della, indignada—. Está usted jugando demasiado. Se está usted jugando su fama profesional para apoyar a un sentimental del que no sabe usted una palabra.
—Claro que sí —asintió—: yo soy jugador. Quiero vivir la vida. Oímos hablar una barbaridad de la gente que tiene miedo a vivir, a pesar de que abunda mucho ésta. Tengo fe en Winifred y tengo fe en Douglas Keene. Se encuentran en una situación muy difícil y necesitan alguien que los defienda. Pues bien, ese alguien voy a ser yo.
La voz de Paul Drake aún tenía un dejo de súplica.
—Escuche, Perry; no es demasiado tarde para volverse atrás. Usted no sabe una palabra de ese muchacho. Fíjese en la de pruebas que hay contra él. El…
—Cállese, Paul —le ordenó Mason, sin rencor—: sabe usted tan bien como yo la forma en que se acumulan las pruebas.
—Pero…, ¿por qué había de jugarse usted su buen nombre a favor de la inocencia de un muchacho cuando todo indica que es culpable?
—Porque —contestó Mason— yo juego siempre sin postura máxima. Cuando apoyo mi opinión, la apoyo con todo lo que tengo. Procuro no equivocarme.
—El jugar sin postura máxima implica grandes ganancias y grandes pérdidas —observó Della.
Mason dijo, con impaciencia, haciendo un gesto señalándolos:
—¿Qué diablos puede perder un hombre? No puede perder la vida porque la vida no le pertenece después de todo. Sólo la tiene arrendada. Puede perder dinero y el dinero no significa nada comparado con el carácter. Lo único que tiene importancia en realidad es la habilidad del hombre en vivir la vida, en sacarle toda la sustancia posible al pasar por ella, y la forma de sacarle mayor sustancia es jugar siempre sin postura máxima.
Sonó un timbre en la oficina al abrirse y cerrarse la puerta del despacho general. Drake le hizo una seña con la cabeza a Della Street. Ésta se puso en pie y salió. Paul Drake encendió un cigarrillo y dijo:
—Perry, es usted un cruce entre niño y filósofo; un visionario nada práctico y muy luchador; un chico altruista, un escéptico crédulo… y…, ¡maldita sea! ¡Cómo le envidio a usted su forma de ver la vida!
Della Street abrió la puerta y bajó la voz, con aprensión.
—El sargento Holcomb está ahí fuera —dijo— con una nube de periodistas.
—¿Trajo Holcomb a los periodistas?
—No. Yo creo que intentó pillarles la delantera. Pero ellos no se han dejado adelantar. Parece irritado.
Perry Mason rió y exhaló el humo del cigarrillo en forma de anillo.
—Que pasen esos caballeros —dijo.
Della se atrevió a reír.
—¿Va incluido en eso el sargento Holcomb?
—Por esta vez sí —contestó Mason.
Della Street abrió la puerta de par en par.
—Pasen, caballeros —dijo.
El sargento Holcomb franqueó la entrada. Detrás de él aparecieron varios hombres que se abrieron en abanico al entrar en el despacho y ocuparon posiciones contra la pared. Algunos de ellos sacaron libros de notas. Todos ellos parecían estar escuchando atentamente; la misma actitud de los espectadores de un combate de boxeo que resbalan hasta el borde de su asiento y alargan el cuello para no perder ni uno de los golpes de un combate que promete ser un torbellino.
—¿Dónde está Douglas Keene? —exigió el sargento.
Perry Mason inhaló el humo del cigarrillo y lo echó por la nariz.
—No tengo la menor idea, sargento —contestó, con el mismo tono de paciencia que emplea una persona al hablar con un niño excitado.
—¡Vive Dios! Tiene usted que saberlo.
Mason intentó hacer un anillo de humo y fracasó.
—El aire está demasiado removido —le explicó a Paul en un susurro que se oyó perfectamente—. Es difícil hacer anillos de humo cuando hay demasiada gente en el cuarto.
El sargento golpeó la mesa del abogado con el puño.
—¡Voto a tal! —dijo—, que ya han pasado los tiempos en que ustedes los abogados podían jugar al límite con la ley. Ya sabe usted lo que están haciendo ahora con la gente que cobija a enemigos públicos.
—¿Es Douglas Keene un enemigo público? —inquirió Mason, con ingenuidad.
—Es un asesino.
—¿Sí? ¿A quién ha asesinado?
—A dos personas: a Carl Ashton y a Edith de Voe.
Perry Mason hizo un chasquido con la lengua.
—Vaya, vaya, pues no debía de haber hecho una cosa así, sargento —dijo.
Uno de los periodistas rió audiblemente. El rostro de Holcomb se ensombreció.
—Ande y sea todo lo gracioso que usted quiera —murmuró—; pero voy a fastidiarle a usted por ayudar a un hombre que huye de la justicia. Un fugitivo ante la ley.
—¿Es un fugitivo acaso?
—Ya lo creo que lo es.
—Va a entregarse esta tarde, a las cinco —dijo Mason, dándole otra chupada al cigarrillo.
—Le cogeremos antes de eso.
—¿Dónde está? —inquirió Mason, enarcando las cejas.
—No lo sé —bramó Holcomb—. Si lo supiera le echaría el guante.
Mason exhaló un suspiro, se volvió hacia Paul Drake y dijo:
—Va a echar el guante a Keene antes de las cinco de la tarde y, sin embargo, insiste en que él no sabe dónde está Keene. Yo he ofrecido entregarle a las cinco, y, sin embargo, no quiere creer que yo no sé dónde está. No es lógico.
—No prometería usted entregar a ese hombre a las cinco si no supiera dónde está en este momento. Y está usted preparando algún plan para salvarle mientras le tiene usted escondido —le acusó Holcomb.
Mason fumó en silencio.
—Usted es abogado. Ya sabe lo que le toca al que da cobijo a un asesino.
—Pero —observó Mason, con impaciencia—, ¿y si resultara que no es un asesino después de todo, Holcomb?
—¡Que no es un asesino! —casi aulló Holcomb—. ¿Qué no es un asesino? Pero… ¿sabe usted las pruebas que hay contra ese muchacho? Salió a ver a Carl Ashton. Fue la última persona que vio a Ashton vivo. Ahora escuche esto, y escúchelo bien: Ashton tenía un gato. El gato dormía en la cama de Ashton. Douglas Keene salió a buscar a dicho gato; y lo encontró. Le vieron entrar en el cuarto y salir con un gato en brazos. A Ashton lo asesinaron antes de que el gato saliera de allá. El gato había entrado, saltado por la ventana. Había huellas de barro por donde el gato había pasado arriba y abajo de la cama. Hasta había una pisada de gato en el centro mismo de la frente de Ashton, lo que demuestra que el asesinato fue cometido antes de que fuera Keene con el gato. Ashton murió después de las diez y antes de las once. Keene entró en el cuarto de Ashton un poco antes de las diez y permaneció allí hasta que se fue con el gato después de las once.
Mason frunció los labios y dijo:
—Eso hubiera resultado un poco fuerte contra Keene si estuviera usted seguro de que era el gato de Ashton el que se llevó.
—Claro que era el gato de Ashton. Le digo a usted que hay testigos oculares. El ama de llaves le vio. Estaba desvelada. Estaba asomada a la ventana cuando se fue Keene. Le vio con el gato en brazos. Jim Brandon, el chófer, conducía un coche al garaje. Al entrar en el paseo, los faros dieron de lleno a Keene. Está dispuesto a jurar que Keene llevaba un gato.
—¿Se refiere usted a Escoria?
—Me refiero a Escoria, si ése es el nombre del gato.
—En tales circunstancias, el crédito que el jurado diera al testimonio de esas personas dependería de si podían convencer al jurado de la identidad del gato. Y, a propósito, ¿dónde está el gato ahora, sargento?
—No lo sé —contestó Holcomb. Luego agregó—: ¿Lo sabe usted?
Perry Mason contestó lentamente.
—No creo, sargento, que haya ley alguna en el Código Penal que prohíba el dar asilo a un gato, ¿verdad? Supongo que no pretenderá acusar al gato de asesinato, ¿eh?
—Ande y búrlese todo lo que quiera ¿Sabe usted lo que estoy haciendo aquí? ¿Sabe usted cuál es el verdadero objeto de mi visita?
Mason enarcó las cejas y movió negativamente la cabeza.
Holcomb, golpeando la mesa con el puño, dijo:
—Vine aquí a decirle que se buscaba a Douglas Keene por asesinato. Vine aquí a decirle que estamos obteniendo un mandato judicial para proceder a la detención de Douglas Keene. Vine aquí a decirle las pruebas que había contra Douglas Keene, de forma que, si continúa usted ocultando a Douglas Keene, podemos hacerle condenar a usted y echarle de la profesión. Para eso estoy aquí. Voy a decirle a usted todas las pruebas que tenemos. Cuando yo salga de aquí, jamás podrá usted decirle al jurado ni a la Comisión de Quejas del Colegio de Abogados que no sabía usted que se le acusara a Douglas Keene de asesinato y que no conocía las pruebas que había contra él.
—Es un plan bastante astuto, sargento —dijo Perry—. Es más; es muy astuto. Está usted cerrando la puerta a toda completa defensa que pudiera yo tener, ¿no es eso?
—Exactamente. O presenta usted a Douglas Keene o va usted a ser detenido, procesado y expulsado de la profesión.
—¿Ha acabado usted por completo? —inquirió Mason—. ¿Me ha dicho usted todas las pruebas que hay contra el muchacho?
—No; no le he dicho aún ni la mitad.
—Y deduzco, sargento, que tiene usted la intención de decírmelo todo.
Mason inclinó la cabeza con la actitud receptiva de quien está a punto de escuchar atentamente. Pero la voz del sargento Holcomb llenaba todo el despacho y hasta parecía hacer temblar los vidrios de las ventanas.
—Edith de Voe quería ver a Douglas Keene. Le telefoneó y le dejó recados en varios sitios. Douglas Keene fue a verla. Dio la casualidad que el encargado del edificio en que Edith de Voe tenía su piso salía en el preciso momento en que Douglas Keene oprimió el pulsador que hacía sonar el timbre de Edith de Voe. Cuando el encargado abrió la puerta de la calle, Keene aprovechó la ocasión para entrar. El encargado, como es natural, le detuvo y le preguntó dónde iba. Keene dijo que iba a ver a la señorita de Voe, que ella le había mandado llamar.
»Más tarde, el fiscal fue a interrogarla. Yacía en el suelo sin conocimiento. La habían matado de un golpe. Fuimos al cuarto de Douglas Keene. Encontramos que la ropa que había llevado él puesta estaba cubierta de sangre. Tenía sangre en la camisa, en el cuello, en los zapatos y en el pantalón. Había intentado hacer desaparecer las manchas, lavándolas, y había fracasado. Había intentado quemar algunas prendas y también había fracasado en eso. Quedaban tiras de tejido entre las cenizas y dieron una reacción química que demostraba que estaban manchadas con sangre humana.
—¿Estaba el gato allí? —inquirió Mason.
Holcomb se dominó mediante un esfuerzo.
—No; el gato no estaba allí.
—¿Cómo podría uno identificar un gato con absoluta certeza? —preguntó Perry—. No hay manera de sacarle las huellas dactilares a un gato, ¿verdad, sargento?
—¡Duro! —contestó Holcomb, sombrío—. Sea usted todo lo gracioso que quiera. Es usted abogado y se gana la vida defendiendo a asesinos. Antes de que hayan transcurrido dos meses le habrán borrado a usted de los libros del Colegio de Abogados. Se encontrará usted sin trabajo.
—Hasta ahora —observó Mason— no he defendido a ningún asesino. Sólo he defendido a personas a las que se acusaba de asesinato. Debe usted darse cuenta, sargento, que existe una diferencia bastante grande. Pero hablo en serio respecto al gato, sargento. Supóngase que el ama de llaves y el chófer juraran que llevaba a Escoria en brazos; y supóngase que presente yo un par de docenas de gatos de Angora ante los testigos y les pida que señalen cuál es Escoria. ¿Cree usted que podrían hacerlo? Y, de llegar a escoger ambos un gato y jurar que era Escoria, ¿cree usted que existe medio alguno de demostrar al jurado que los testigos tienen razón?
—¿Conque esas tenemos, eh?
Mason sonrió con cortesía.
—De ninguna manera, sargento; esas no tenemos. Yo me he limitado a hacerle a usted una pregunta.
Holcomb se inclinó sobre la mesa, asiendo los bordes con una fuerza tal, que la piel le blanqueó por los nudillos.
—Después de una temporada, Mason —dijo—, llegamos a saber qué es lo que podemos esperar de usted. El cuerpo de policía no es tan estúpido como tal vez lo crea usted. Y, para darle algo en qué pensar, voy a decirle una cosa. En cuanto telefoneó usted diciendo que iba a representar a Douglas Keene, y que éste se entregaría a las cinco, mandé a unos cuantos hombres en busca del gato. Y dio la casualidad que yo sabía dónde mandarles. Para que usted lo sepa, le diré que ya hemos recogido a Escoria, y éste se encuentra custodiado por la policía. Se hallaba en el piso de su muy eficiente secretaria, la señorita Della Street. Y el gato ha sido identificado en jefatura por el chófer y el ama de llaves, y se le ha atado una etiqueta al cuello.
Holcomb dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
Durante unos instantes el rostro de Mason se tornó sombrío. Luego dirigió una sonrisa a los periodistas.
—Quisiéramos preguntarle —dijo uno de ellos— si estaría usted de acuerdo…
Mason dijo lentamente:
—Señores, tienen ustedes algo muy bueno que contar. Adelante y publíquenlo tal como lo han oído.