Capítulo 11

Perry Mason tocó el timbre. Della Street le dio un codazo a Paul Drake y le dijo:

—Diga algo y ríase. Vamos todos demasiado serios para una boda de esta índole. Estaría usted más natural con una escopeta en la mano. Póngase más cerca de mí, jefe. Lo más probable es que encienda la luz del porche y que se asome.

Drake comentó lúgubremente.

—¿Por qué habrá de reírse uno del matrimonio? El matrimonio es una cosa muy seria.

Della Street soltó un gemido.

—Debiera yo haber tenido más sentido común y no haber acordado fingir una fuga de enamorados con una pareja de solterones recalcitrantes. Tienen ustedes tanto miedo de que algún pez pueda robarles el cebo, que no se atreven a acercar el anzuelo al agua.

Perry Mason se acercó a su secretaria, la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí.

—Lo malo de nuestro caso —dijo— es que ni siquiera tenemos sedal.

Se encendió una luz en el vestíbulo. Della le dio un puntapié a Paul Drake en la espinilla y dijo:

—Dese prisa y ríase.

Ella prorrumpió en cascabelina risa al quedar el río inundado de la deslumbradora luz por la bombilla del porche.

El detective hizo una mueca de dolor, se frotó la espinilla y dijo sin la menor alegría:

—Ja, ja.

La puerta se abrió dos o tres pulgadas. Una cadena de seguridad impidió que se abriera más. Los ojos de un hombre les miraban con cautela.

—¿El reverendísimo Milton? —inquirió Perry Mason.

—Sí.

—Deseábamos verle a usted… acerca de… una boda.

Los ojos del hombre expresaron extrema desaprobación.

—Éstas no son horas de casarse —dijo.

Mason se sacó una cartera del bolsillo y extrajo de ella un billete de cinco dólares, luego otro, después un tercero y luego un cuarto.

—Siento mucho —dijo— haberle despertado.

Después de unos instantes de vacilación, Milton quitó la cadena de seguridad y dijo:

—Pasen. ¿Tienen licencia?

Mason se echó a un lado mientras Della entraba en el vestíbulo; luego Drake y él entraron. Drake cerró la puerta de un puntapié. Mason se colocó de forma que se hallara entre la puerta interior y el hombre que llevaba batín, pijama y zapatillas.

—Recibió usted esta noche la visita de un individuo llamado Oafley —afirmó Mason.

—¿Qué tiene esto que ver con ese matrimonio? —preguntó Milton.

—Ésa es la boda de que veníamos a hablarle.

—Lo siento. Entraron ustedes aquí mediante engaño. Dijeron que deseaban casarse. No me interesa responder a pregunta alguna respecto al señor Oafley.

Perry Mason enarcó las cejas, sorprendido. Luego frunció el entrecejo y dijo con beligerancia:

—Oiga, ¿qué está usted diciendo? ¿Qué es eso de que hemos entrado aquí mediante engaños?

—Dijo usted que querían casarse.

—No dije tal cosa. Le dijimos que queríamos hablarle de un matrimonio. Era del matrimonio de Oafley con Edith de Voe.

—No dijeron ustedes eso.

—Bueno, pues lo decimos ahora.

—Lo siento mucho, señores; pero nada tengo que decir.

Mason miró expresivamente a Paul Drake, indicó con un gesto el teléfono que había cerca de la puerta del vestíbulo y dijo:

—Bueno, Paul; llame a jefatura.

Drake se acercó al teléfono. Milton hizo una mueca, se humedeció los labios, nervioso, y exclamó sorprendido:

—¿A jefatura?

—Naturalmente —respondió Mason.

—¿Quién es usted?

Ese hombre —contestó el abogado, señalando a Drake— es un detective.

—Oiga —murmuró Milton, nervioso—: no quiero yo meterme en un lío por este asunto.

—Eso ya me lo figuraba yo… Aguarde un momento, Paul. No llame a jefatura aún. Pudiera ser que este hombre fuese inocente.

—¡Inocente! —exclamó Milton—. ¡Claro que soy inocente! Solemnicé un matrimonio, de ahí todo.

El semblante de Mason expresó la más viva incredulidad.

—¿Y no sabía usted que la mujer tenía otro marido vivo? —preguntó.

—¡Claro que yo no sabía que la mujer tuviese otro marido vivo! ¿Qué es lo que insinúa usted? Se atreve usted a decir que yo soy capaz de efectuar un enlace bigamo sabiendo que se trataba de bigamia.

Y la voz de Milton se alzó en trémula indignación.

Della Street se adelantó, le cogió del brazo y dijo apaciguadora.

—No se preocupe. No se altere. No es eso lo que quiere decir el jefe.

—¿El jefe? —exclamó Milton, desorbitando los ojos.

—¡Oh! Lo siento —murmuró Della—. No debí decir eso.

—¿Quién es usted exactamente y qué desea? —preguntó Milton.

—Contestaré primero a la pregunta segunda. Queremos saber exactamente a qué hora casó usted a Edith de Voe con Frank Oafley.

Milton estaba ya dispuesto a hablar.

—Las dos partes tenían mucho interés en que no se divulgara su matrimonio; pero yo no sospeché que pudiera tratarse de un caso de bigamia. Recibí una llamada telefónica a eso de las nueve, pidiéndome que acudiera a ciertas señas. El que me llamó por teléfono me aseguró que se trataba de un asunto de mucha importancia; pero no me dijo quién era. Fui a dicha dirección. Encontré al señor Oafley, al que había visto ya anteriormente, y a una joven que me fue presentada con el nombre de Edith de Voe. Tenían una licencia matrimonial en regla, y como ministro del Señor, solemnicé el matrimonio.

—¿Hubo testigos?

—Había unos hombres en el piso de al lado, que estaban… ah… ah… reunidos. Creo que es posible que estuvieran jugando a las cartas. El señor Oafley se acercó a la puerta y les pidió que hicieran de testigos en la ceremonia.

—¿A qué hora se efectuó el enlace?

—A eso de las diez.

—¿Cuándo salió de allí?

—Veinte minutos más tarde. Los hombres se mostraron muy amables, muy cordiales, muy… bueno, muy buena compañía. Hubo una pequeña fiesta… Claro está, yo no bebí nada y no puedo decir que aprobara aquello; pero, sin embargo, era gente muy interesante y era imposible marcharse inmediatamente.

—¿Quiere usted decir que bebieron unos brindis a la salud de los novios?

—Brindaron repetidamente por la novia, por el novio y por mí.

—¿Sabe usted a qué hora exactamente salió de allí?

—No; serían aproximadamente las diez y cuarto, quizás unos minutos más.

—¿Le pagaron a usted bien?

—Muy bien; pero que muy bien.

Mason preguntó lentamente:

—¿Cuánto tiempo hacía que conocía usted a Frank Oafley?

—Ha estado en mi iglesia en varias ocasiones.

—¿Asistía con regularidad?

—No; con regularidad, no; pero había estado allí y había hablado yo con él.

—¿Le presentó a la muchacha?

—Sí. Y el piso estaba a su nombre: al de la propia Edith de Voe.

—¿Le dijeron a usted por qué tenían deseos de guardar el secreto del matrimonio?

—No. Deduje que había algo de oposición por parte de la familia. Creo que la joven era enfermera y el señor Oafley pertenece, según creo, a una familia bastante rica. Sin embargo, no presté mucha atención a eso. Llevé a cabo la ceremonia y…

—Y besó a la novia, supongo —le interrumpió Mason con una sonrisa.

El reverendo Milton no pareció encontrar nada de gracioso en el comentario. Dijo con mucha seriedad:

—Si quiere que le diga la verdad, no hice tal cosa. La novia me besó a mí cuando se marchaba.

Mason hizo una seña con la cabeza a Paul Drake y se volvió hacia la puerta.

—Nada más —dijo.

—¿Era bígamo el matrimonio?

—En vista de lo que me dice, no creo que lo fuera. Pero quería comprobarlo. Ya sabe usted que los matrimonios celebrados en circunstancias tan singulares resultan siempre sospechosos.

El trío salió apresuradamente, dejando a Milton parpadeando y aturdido. Luego cerró la puerta de golpe y oyeron el ruido de la cadena de seguridad al caer en su sitio y el rechinar del cerrojo.

—Yo soy abogado —comentó Mason— y rara vez se me ocurre echar la llave a mi puerta. Este individuo se supone ha de tener confianza ilimitada en la humanidad; y, sin embargo, él se atrinchera tras toda suerte de dispositivos a prueba de ladrones.

—Sí —respondió Della Street con una risita nerviosa—; pero a usted no tiene que seguirle ninguna recién casada para besarle.

Mason se echó a reír.

—Y ahora, ¿qué? —inquirió Paul Drake.

—Si podemos salir con vida de la prueba de hacer otro viaje en ese coche de usted, vamos a visitar a Winifred.

—¿Sabe usted dónde encontrarla a estas horas de la noche? —preguntó Drake.

—Sí; vive en el fondo de la cafetería.

—No debemos armar jaleo por allí. Habrá vigilantes y…

—La telefonearemos y le diremos que vamos. Es decir, le diré que voy yo. Les presentaré a ustedes dos en cuanto lleguemos.

—¿Se le ha ocurrido a usted pensar —inquirió Drake lentamente— que este matrimonio se estaba celebrando a la misma hora que estaban asesinando a Ashton en su casa y que, por lo mismo, tanto Oafley como Edith de Voe pueden probar, sin dificultad, la coartada?

—Se me han ocurrido muchas cosas —contestó Mason— que no pienso discutir de momento. Vamos.

Subieron al coche de Drake. Mason detuvo el coche una vez para telefonear a Winifred, y luego, cuando Drake hubo parado el coche delante de la cafetería, les impuso silencio al hacer que se ocultaran en las sombras, cerca de la entrada, mientras él se paraba ante la puerta vidriera y llamaba con los nudillos.

Un momento más tarde vio salir unos rayos de luz difusa de la puerta que había al fondo del establecimiento, y luego la flexible figura de Winifred, en negligée de seda, se dirigió a él. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Mason dijo:

—Usted conoce a Paul Drake. Me acompañaba la primera vez que vine aquí. Y ésta es Della Street, mi secretaria.

Winifred soltó una fuerte exclamación de alarma.

—Yo no sabía que me iban a presentar gente —murmuró— y no quiero que sepa nadie nada de…

—No se preocupe —le interrumpió el abogado—. Nadie sabe una palabra de nada. Queremos hablar con usted.

Abrió la puerta y luego, cuando hubieron entrado sus compañeros, la cerró cuidadosamente. Winifred abrió el camino hacia su alcoba, que, al parecer, se hallaba exactamente igual que cuando Perry Mason la viera la última vez, salvo en que se había dormido en la cama.

—¿Dónde está Douglas Keene? —preguntó Mason.

Ella frunció el entrecejo y dijo:

—Ya le dije a usted cuanto sabía de él.

—No quiero que se crea usted que estoy traicionando la confianza que ha depositado usted en mí —le dijo Mason—; pero es necesario que esta gente sepa lo que está ocurriendo porque han de ayudamos. Paul Drake es un detective que se encarga de mucho trabajo mío. Della Street es mi secretaria y está siempre al corriente de todos mis asuntos. Puede usted confiar a ciegas en su discreción. Y ahora quiero saber dónde está Douglas Keene.

—No sé dónde está; sólo sé que mandó un mensaje diciéndome que iba a marcharse adonde nadie pudiera encontrarle.

—Enséñeme ese mensaje.

Alzó la almohada y sacó un sobre en el cual iba escrito su nombre. No llevaba ninguna otra cosa: ni dirección ni sello. Abrió el sobre y sacó de él un trozo de papel doblado. Después de vacilar unos instantes, le entregó el papel a Perry.

Mason, en el centro del cuarto, con los pies muy separados, los hombros cuadrados, leyó la carta con rostro inescrutable. Cuando acabó, dijo:

—Voy a leer esto en voz alta.

Y luego, con voz monótona:

Querida: me encuentro ante una complicación de circunstancias contra las cuales no puedo luchar. Perdí la cabeza y cometí un error y no tendré más ocasión de rectificarlo. Haz el favor de creerme cuando te digo que soy inocente de todo crimen; pero necesitarás de mucha fe en mí para seguir creyéndolo ante la cantidad de pruebas que se aducirán contra mí. Voy a desaparecer de tu vida para siempre, la policía no me cogerá jamás. Soy demasiado listo para meterme en las trampas en que caen la mayoría de los que huyen de la Justicia. Viajaré en avión y nadie me encontrará jamás. Ashton tenía escondidos los diamantes Koltsdorf en su muleta. Había hecho un hueco en ella para darles cabida. Los diamantes siguen estando en la muleta. Avisa a la policía, anónimamente, y que ellos sigan el rastro de la muleta. Siempre te amaré; pero no pienso arrastrar tu nombre por el fango de una causa por asesinato. Procura hacer que Ashton hable. Él puede decir muchas cosas. Tuyo amantísimo,

Douglas

Mason contempló la carta con fijeza unos instantes; luego se volvió bruscamente hacia Winifred Laxter.

—No me enseñó usted esta carta cuando estuve aquí antes —dijo.

—No; aún no la tenía.

—¿Cuándo la recibió?

—La metieron por debajo de la puerta.

—¿Después de irme yo?

—Sí, supongo que sí. Tiene que haber sido después si no la vio usted al salir.

—Dijo usted que Douglas la había telefoneado.

—Sí.

—¿No le dijo a usted lo de los diamantes?

—No.

—¿Cómo sabía él dónde estaban los diamantes?

—No lo sé; no sé más que lo que dice la carta.

—¿Le quiere usted?

—Sí.

—¿Eran ustedes prometidos?

—Íbamos a casamos.

—Usted no le llamaba Douglas.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Le daba usted algún nombre cariñoso?

Ella bajó la vista y se ruborizó.

—Y —prosiguió Mason— cuando usted no le llamaba por el nombre cariñoso, tampoco le llamaba Douglas… Le llamaba Doug.

—¿Importa eso algo?

—Nada más que lo siguiente: Si Douglas le hubiese escrito a usted esta carta, la hubiera firmado «Doug» u otro nombre cariñoso y hubiera sido mucho más trágico. Hubiera tenido algunas frases de cariño y le hubiese dicho a usted adiós, y le hubiera dicho que la quería. Esa carta no fue escrita para usted, fue escrita para el público. Es una carta que le fue dada para que se enseñe a la gente.

Ella miraba con los ojos desmesuradamente abiertos, los labios apretados, como si quisiera impedir que se le escapara una queja o alguna declaración perjudicial.

—Esta carta es una pantalla. Douglas la telefoneó y le dijo que se encontraba en un apuro muy serio. No quería marcharse sin verla. Vino a despedirse. Usted le convenció para que se quedara. Le dijo usted que había retenido mis servicios y que yo declararía todo. Le pidió usted que quedara donde pudiera estar en contacto con él hasta que hubiera hecho yo una investigación completa.

El semblante de Winifred no varió en absoluto de expresión; pero cerró el puño derecho y lo alzó lentamente hasta apretarse fuertemente los labios con él.

—Conque —prosiguió Mason, inexorablemente— Douglas Keene consintió en quedarse cerca de usted hasta que la policía lo hubiera descubierto todo y yo hubiera intentado explicar los hechos de tal forma que dejaran demostrada su inocencia. Pero quería usted despistar a la policía; conque Douglas Keene dejó esta nota que había usted de darme a mí, y más tarde a los policías.

Mason la señaló con el dedo índice rígido.

—Hable —dijo—; no le mienta usted a su abogado. ¿Cómo demonios quiere que la ayude si se empeña en ocultarme la verdad?

—No —contestó—; eso no es verdad. Eso… ¡Oh!

Se dejó caer sobre la orilla de la cama y rompió a llorar.

Mason se dirigió a la puerta del ropero y la abrió de un tirón; fue al cuarto de la ducha, abrió la puerta y miró dentro. Frunció el entrecejo, pensativo, y moviendo negativamente la cabeza dijo:

—Es demasiado inteligente para tenerle donde es probable que mirara la policía. Paul, ande y vea si no hay por aquí algún cuarto que sirve para almacenar cajas y todo eso.

El abogado se dirigió a la cama, la destapó, tocó la ropa y movió afirmativamente la cabeza.

—Una manta nada más —dijo—. Se ha quitado algunas de las mantas para dárselas a él.

Della Street se acercó a Winifred, la rodeó con un brazo y le dijo, consolándola:

—¿No comprende usted, querida, que está intentando ayudarla? Sólo habla con brusquedad porque los momentos son preciosos y es preciso que sepa la verdad para poder preparar su campaña.

Winifred apoyó su cabeza sobre el hombro de Della, y empezó a sollozar.

—¿No quiere usted decírnoslo? —preguntó Della.

Winifred negó con la cabeza, moviéndola de un lado a otro sobre el hombro de la secretaria.

Mason salió al pasillo, miró a su alrededor y empezó a examinar los rincones y a mirar debajo del mostrador.

Paul Drake había explorado un pasillo lateral. De pronto emitió un silbido.

—¡Aquí está, Perry!

Winifred profirió un grito, se puso en pie de un brinco y bajó por el pasillo, ondeando su bata tras ella. Mason, andando rápidamente, recorrió la distancia casi tan aprisa como la muchacha. Della Street, caminando más pausadamente, iba la última.

Había una puerta abierta. Dentro se veía un montón de cajones rotos, barriles viejos, algunas latas de pintura, unas cuantas provisiones de repuesto, sillas rotas y varios otros trastos que se habían ido acumulando allí. Un espacio próximo a un rincón había sido despejado y amontonadas cajas y sillas de tal manera que lo ocultaran. En el suelo había extendidas dos mantas y una almohada hecha de un saco relleno de papeles. Había una hoja de papel prendida a la manta.

La lámpara de bolsillo de Drake iluminó el rincón y la hoja de papel.

—Una nota —dijo— prendida a la manta.

Winifred dio un salto hacia el papel. El brazo de Mason le cerró el paso.

—Un momento, hermana —dijo—. Se toma usted demasiadas libertades con la verdad. Yo leeré esta carta primero.

La carta parecía haber sido escrita en las oscuridad, por lo mal hecha que estaba. Decía:

No puedo hacerlo, querida Winnie. Probablemente no me encontrarían nunca. Pero si me encontraran, te comprometería demasiado. Me parecería que estaba ocultándome detrás de ti, usándote como pantalla. Quizá si las cosas salen bien, me pondré en contacto contigo. Pero sé que te estarán vigilando a ti y que examinarán toda tu correspondencia. Conque no tendrás noticias mías en una temporada. Muchos besos y abrazos para ti, querida. Tuyo,

Doug.

Mason leyó la nota en voz alta, la dobló y le dijo a Della:

—Cójala pronto. Se va a desmayar.

Winifred pareció a punto de caer, pero se rehízo.

—No debí dejarlo solo —gimió—. Debí comprender que haría una cosa así.

Perry Mason se dirigió a la puerta, apartó de un puntapié una caja de embalajes rota, bajó por el pasillo hasta el cuarto de Winifred, descolgó el teléfono y marcó un número.

—Quiero hablar con el fiscal Hamilton Burger —dijo.

Después de una breve pausa, agregó:

—Perry Mason al habla. Tengo que verle para un asunto de mucho interés. ¿Dónde puedo encontrarle?

El auricular hizo ruidos raros y Perry Mason, con una exclamación de disgusto, colgó el auricular. Marcó otro número y preguntó:

—¿Dirección General de Policía…? ¿Está el sargento Holcomb a mano para ponerse al aparato…? ¡Hola…! ¿El sargento Holcomb? Perry Mason al habla… Sí; ya sé que es tarde… No; no es hora de que estuviese ya acostado. Si quiere dárselas de gracioso, puede ahorrarse el trabajo; y si quiere ser sarcástico, puede irse al mismísimo cuerno. Telefoneé para decirle que yo, personalmente, le garantizo que Douglas Keene se entregará a la policía a las cinco de la tarde de hoy… No; no en la Dirección General. Eso les proporcionaría a ustedes la ocasión de cogerle por el camino y acusarle de ser un fugitivo. Le telefonearé a usted desde un lugar que escogeré yo. Podrá usted ir allá y recogerle. No intente usted escamotearle esta noticia a los periódicos, porque pienso dársela yo… Sí; le entregaré a las cinco de la tarde…

Winifred Laxter saltó hacia el teléfono.

—¡No, no! —gritó—. ¡No! ¡Usted no puede…!

Perry Mason la apartó de un empellón.

—A las cinco —dijo.

Y colgó el auricular.

Della Street asió a la muchacha de un brazo, Paul Drake la cogió por el otro. Estaba forcejeando con ellos y tenía la mirada clavada en el rostro de Perry Mason con una expresión de terror.

—¡No puede usted hacerlo! —aulló—. ¡No debe usted hacerlo! ¡Usted…!

—Dije que lo haría —afirmó el abogado lentamente—; y, ¡vive Dios que lo haré!

—Nos está traicionando.

—Yo no traiciono a nadie. Me pidió usted que le representara. Pues bien, voy a representarle. El muchacho ha hecho una tontería. No es más que un chiquillo. Se asustó hasta el punto de salir de estampida. Alguien le ha hecho una trastada. Yo voy a volverle a meter en vereda.

»Leerá los periódicos. Leerá que yo le estoy representando. Leerá que yo he garantizado personalmente entregarle a las cinco de la tarde. El sabe que yo estoy obrando por cuenta de usted. Volverá y se entregará.

—Jefe —exclamó Della—: ¿y si no se pone en contacto con usted? ¿Y si leyera la noticia en el periódico y siguiera escondido?

Perry Mason se encogió de hombros.

—Vamos —le dijo a Paul Drake—; más vale que volvamos al despacho. Los periodistas van a hacemos muchas preguntas.

Se volvió hacia Della Street.

—Usted quédese aquí hasta que la muchacha se tranquilice. No la deje ceder a la histeria ni hacer ninguna tontería. En cuanto pueda usted dejarla sola, venga al despacho.

Della se cuadró e hizo burlonamente un saludo militar.

—A la orden, jefe —dijo.

Se volvió a Winifred Laxter.

—Vamos, nena, tranquilícese de una vez.

—Ya me… me… me han tran… tranquilizado —contestó Winifred, conteniendo a duras penas las lágrimas—. Mé… métase donde la lla… llaman y vá… váyase a su des… des… despacho.