Capítulo 9

Della Street, con una bata echada sobre el pijama de seda, se sentó al borde de su cama y miró cómo desataba Perry Mason la sombrerera.

—¿Me ha sacado usted de la cama a la una de la madrugada para enseñarme la última moda de sombreros? —preguntó.

El abogado quitó el cordel de la tapa y dijo:

—Esto demuestra simplemente lo fácil que es acostumbrarse al ambiente. Estaba armando la de Dios es Cristo en la cabina telefónica.

Quitó la tapa de la sombrerera. Escoria se puso en pie, arqueó el lomo, bostezó, olfateó el aire, alzó las patas delanteras al borde de la caja y saltó sobre la cama. Olfateó a Della, inquisidor; luego se hizo un ovillo al lado de su pierna.

—Si se ha metido usted a coleccionista —murmuró la muchacha—, sería mejor que se dedicara a sellos de correo. Ocupan mucho menos sitio.

Pasó los dedos alrededor de las orejas del gato.

—Me parece —le dijo Mason— que la manera en que se pega a usted puede interpretarse como una alabanza. Si mal no recuerdo, este gato siente simpatía por muy poca gente.

—¿Va usted a usarlo como compañero de juegos del gato del portero?

—Éste es el gato del portero.

—Entonces, ¿por qué no se lo deja al portero?

—La última vez que vi al portero, estaba muerto. Su rostro no resultaba muy agradable. Las patas llenas de barro de un gato habían dejado sus huellas por toda la cama.

Della Street se puso rígida y prestó mayor atención.

—¿Quién fue el culpable? —preguntó.

—No lo sé.

—¿Quién cree la policía que es?

—No lo sé. No creo que crean nada aún.

—¿Quién creerán que lo ha hecho cuando lleguen a ese punto?

—Puede haber varias personas interesadas en el portero. Hay indicios de que el portero en cuestión tenía cosa de un millón de dólares en billetes en su poder. Parte de ese dinero puede haber estado encerrado en una caja de banco; pero también puede ser que lo de las cajas fuera para despistar. Hay gente capaz de llegar muy lejos por un millón de dólares. Además, había unos diamantes de bastante valor. Puede ser que Ashton los tuviera. He encontrado el «Packard» verde que siguió a Ashton desde nuestro despacho. Se encuentra en el garaje de la casa que Peter Laxter tenía en la ciudad.

—¿A quién representamos?

—Al novio de la muchacha que tiene una cafetería.

—¿Han hecho depósito para retener sus servicios?

—¿Le gustan a usted las tortitas? —esquivó Perry.

La mirada de ella reflejó ansiedad.

—Oiga jefe: supongo que no irá usted a meterse en un caso de asesinato sin primero cobrar sus honorarios.

—Pues ya lo hemos hecho.

—¿Por qué no se sienta usted en su despacho y aguarda a que vengan a buscarle los clientes después de la detención, limitándose entonces a comparecer ante el tribunal a defenderlos? Usted siempre anda por la línea de fuego, corriendo riesgos. ¿Cómo se hizo con este gato?

—Me lo dieron.

—¿Quién?

—La dueña de la cafetería. Pero eso es cosa que debemos olvidar.

—¿Quiere usted decir con eso que quiere que me quede yo con el gato?

—Eso es.

—¿A escondidas?

—Hasta donde sea posible. O, si tiene usted alguna amiga que pueda guardarlo, tal vez sería mejor que tenerlo aquí. La policía puede andar buscándolo. Tengo la idea de que el gato va a figurar en ese asesinato.

—Por favor —suplicó ella—, no arriesgue su fama profesional en un asunto como éste. Déjelo. Váyase a Oriente en ese vapor. Cuando haya sido detenido alguien, defiéndale si quiere; pero no se mezcle en el caso en sí.

Su mirada tenía algo de cariñosa y maternal.

Perry Mason le cogió la mano derecha y le dio unos golpecitos cariñosos.

—Della —dijo—: es usted una buena chica. Pero lo que usted pide es imposible. Reposaría magníficamente en ese vapor unos tres días y, luego, la falta de actividad me haría enloquecer. Quiero trabajar a gran velocidad. Voy a divertirme diez veces más con este caso que haciendo un crucero por Oriente.

—¿Va usted a encargarse del asunto?

—Sí.

—¿Y cree usted que será acusado de asesinato el joven a quien usted representa?

—Probablemente.

—¿No ha hecho depósito alguno para retener sus servicios?

Mason movió negativamente la cabeza y luego dijo impacientemente:

—¡Al diablo con el dinero! Si a un hombre le acusan de asesinato y tiene dinero, quiero llevarme yo una buena cantidad de él como honorarios. Si la gente que vive lo mejor que puede se encuentra en apuros y se le acusa de crímenes que no han cometido, quiero ayudarlos a demostrar su inocencia.

—¿Cómo sabe usted que ese muchacho es inocente?

—Sólo por el efecto que me hizo cuando le conocí.

—¿Y si fuera culpable de verdad?

—En tal caso, averiguaremos qué atenuantes puede haber y le haremos confesar su culpabilidad y procuraremos obtener para él la condena más leve posible o le dejaremos que busque otro abogado.

—No es ésa la manera ortodoxa de ejercer la profesión —indicó ella. Pero ni su mirada ni su voz expresaban reproche alguno.

—¿Quién diablo quiere que yo sea ortodoxo? —rió Perry Mason.

—Me preocupo por usted como una madre por un hijo descarriado. Es usted una mezcla de chiquillo y de gigante. Sé que se va a meter en algo terrible y me entran ganas de decirle: «No se acerque más al agua».

La sonrisa de Mason se hizo más expansiva.

—Maternal, ¿eh? Con mirar la solicitud que usted hizo para el puesto que ahora ocupa, podría averiguar exactamente cuántos años menos tiene usted que yo. Calculo que serán unos quince años menos.

—¿Con galanterías a estas alturas? Con repasar los registros de admisión podría averiguar cuándo intenta usted adularme.

Él se dirigió a la puerta.

—Cuide bien el gato —dijo—. No lo pierda. Se llama Escoria. Quizá se vaya si se le presenta ocasión. Es posible que podamos usarlo más adelante.

—¿Le buscará la policía aquí?

—No lo creo. No inmediatamente por lo menos. Las cosas no han llegado muy lejos aún. ¿Va usted a decirme que no me acerque al agua?

Ella negó con la cabeza. Su sonrisa expresaba ternura y orgullo a la vez.

—No —dijo—; pero procure que el agua no le suba hasta la cabeza.

—Aún no me he mojado los pies siquiera; pero me da el corazón que me los voy a mojar.

Cerró nuevamente la puerta, salió a la calle y se dirigió a casa de Edith de Voe.

La puerta de la calle estaba cerrada. Mason oprimió el botón que correspondía al piso de la enfermera, y siguió oprimiéndolo durante varios segundos. No obtuvo contestación. Sacó un llavero del bolsillo, escogió una ganzúa, vaciló unos instantes, y luego volvió a tocar el timbre. Al no recibir respuesta, metió la llave en la cerradura y, un momento después, abrió la puerta y entró en el edificio. Bajó por el corredor hasta el piso de Edith de Voe y llamó dulcemente. Al no obtener contestación, permaneció unos momentos concentrado; luego probó la puerta. No estaba echada la llave ni el cerrojo. Abrió y entró en el cuarto que estaba sumido en la oscuridad.

—Señorita De Voe —dijo.

Nadie contestó.

Perry Mason encendió la luz.

Edith de Voe yacía tirada en el suelo.

La ventana, que daba a una calleja, no estaba cerrada del todo. La cama no había sido usada y el cadáver estaba vestido con pijama de seda muy delgada. Cerca del cuerpo yacía un pedazo de madera de unas dieciocho pulgadas de longitud. Un extremo estaba astillado. Cerca del otro había una mancha roja.

Perry Mason, cerrando la puerta cuidadosamente tras sí, avanzó y escudriñó el cadáver. Tenía una herida en el cuero cabelludo, cerca de la nuca.

El pedazo de madera que yacía junto al cadáver había sido usado evidentemente como mazo. Los extremos habían sido serrados. La madera estaba pulida y tenía un diámetro de pulgada y media aproximadamente. En la parte superior había una huella dactilar roja muy clara. El barniz del extremo inferior estaba todo él descascarillado.

Mason miró rápidamente por el piso. Entró en el cuarto de baño. Estaba vacío; pero en el lavabo había una toalla manchada de sangre. Se acercó a la chimenea. Había cenizas en el hogar y éste aún estaba caliente. Mason consultó su reloj. Era la una y treinta y dos minutos. Por la abertura de la ventana había entrado algo de lluvia. El alféizar brillaba de humedad y parte del agua había goteado al suelo de madera debajo de la ventana.

Mason se dejó caer de rodillas junto al cuerpo yacente y le buscó el pulso, aguzando el oído para escucharle la respiración.

Se alzó, se acercó al teléfono, envolvió el auricular en un pañuelo para no dejar huellas dactilares y llamó a la policía. Hablando con rapidez y en una especie de murmullo, dijo:

—Se está muriendo una mujer a consecuencia de un golpe en la cabeza. Envíen una ambulancia sin perder tiempo.

Cuando estuvo seguro de que había sido comprendido su mensaje, dio las señas en el mismo tono y cortó la comunicación.

Limpió el pomo de la puerta con el pañuelo por dentro y por fuera; luego apagó las luces, salió al corredor, cerró la puerta tras sí y se dirigió a la calle.

Al pasar por delante de uno de los pisos, oyó reírse a un hombre, ruido de fichas y, un momento después, la especie de murmullo que emite una baraja al ser barajada por el procedimiento de proyección.

Mason siguió hasta el fin del corredor. Al llegar al vestíbulo, oyó detenerse un automóvil junto al bordillo. Vaciló unos instantes, detrás mismo de la puerta; luego la abrió unos milímetros y echó una escrutadora mirada al exterior.

Hamilton Burger acababa de apearse y estaba de espaldas a Perry mirando cómo se apeaba Tom Glassman.

Mason cerró suavemente la puerta de la calle, dio media vuelta y se internó de nuevo por el corredor. Se detuvo ante la puerta tras la cual había oído el rumor de fichas, y llamó.

Oyó el ruido de una silla al arrastrar por el suelo; luego silencio absoluto. Llamó otra vez y, después de una breve pausa, se entreabrió la puerta y una voz de hombre preguntó:

—¿Quién es?

Mason sonrió afablemente.

—Soy el inquilino del piso de al lado —dijo— y la partida de póquer que están jugando ustedes no me deja dormir. ¿Por qué no se acuestan ustedes? O, si las posturas no son demasiado crecidas, ¿por qué no me dejan entrar en juego? Lo mismo me da una cosa que otra.

El hombre vaciló unos instantes. Una voz masculina, muy sonora, gritó desde el interior del cuarto:

—Abre la puerta y déjale entrar. No nos irá mal otro jugador.

La puerta se abrió de par en par y Mason entró en el cuarto. Había tres hombres reunidos alrededor de una mesa. La atmósfera era casi insoportable. Una silla desocupada señalaba el lugar en que había estado sentado el hombre que se hallaba junto a la puerta.

—¿Cuál es la postura máxima? —inquirió Mason, después de haber cerrado la puerta.

—Cincuenta centavos, salvo en pases. En este último caso la postura máxima es un dólar.

Mason sacó veinte dólares de la cartera.

—¿Tienen ustedes cabida para veinte dólares más?

—¿Que si tenemos cabida? —rió el hombre de la voz sonora—. Resultarían como el maná caído del cielo. Sentimos mucho haberle desvelado. No sabíamos que nos oyera.

—No se preocupen por eso. Prefiero jugar al póquer que dormir. Me llamo Mason.

—Y yo, Hammond —dijo el que le había abierto la puerta.

Los demás dijeron sus nombres también.

Mason acercó una silla, compró fichas y oyó pisadas que bajaban por el corredor y se dirigían al piso de Edith de Voe. Unos quince minutos después, cuando ganaba doce dólares y treinta centavos, oyó una sirena y, poco después, el tañido de la campana de una ambulancia.

Los jugadores se miraron unos a otros con inquietante alarma.

—Más vale que liquidemos y escondamos todo lo que permita suponer que se ha estado jugando aquí —dijo Mason.

—No será usted detective por casualidad, ¿eh…?

Mason se echó a reír.

—Que me registren. No creo que vengan aquí, muchachos. Suena como si hubiera algo al otro extremo del corredor que les interesara. Con toda seguridad se tratará de alguno que está dando una paliza a su mujer.

Los hombres se pararon a escuchar. Oían pisadas por el corredor. Hammond cogió el gabán de encima de una silla y se lo puso, diciendo:

—Bueno, muchachos. Dejémoslo para la semana que viene. De todas formas, ya era hora de retirarnos.

Mason se desperezó y bostezó mientras cambiaba las fichas del dinero.

—Me parece que será mejor que salga ahora a tomar un tortita y una taza de café —observó.

—Tengo un coche ahí fuera. ¿Quiere que le lleve yo?

Mason movió afirmativamente la cabeza. Salieron juntos del piso. Dos coches de la policía y una ambulancia estaban parados junto a la acera.

El compañero de Mason dio señales de curiosidad.

—¿Qué estará ocurriendo aquí? Parece como si le hubiese pasado algo a alguien.

—Quizá sea éste el momento más indicado para marcharse de aquí —observó Mason—. No me importa pasarme las noches durmiendo o jugando al póquer; pero me hace muy poca gracia pasar los ratos de ocio contestando las preguntas que hagan un puñado de guardias estúpidos.

Su compañero movió afirmativamente la cabeza.

—Mi coche está a la vuelta de la esquina —dijo—. Vamos.