El anuncio eléctrico que decía «Tortitas de Winnie» estaba apagado. Una bombilla ardía por encima de la puerta. Perry Mason probó el picaporte. La puerta se abrió. La cerró tras sí, bajó por el pasillo hasta llegar a otra puerta. La empujó. El cuarto estaba oscuro. Oyó el rumor de sollozos de mujer. Dijo: «¡Hola!», y se oyó el chasquido de un interruptor. Una lámpara de mesa, con pantalla de seda color rosa, proporcionaba una suave iluminación.
Había una cama sencilla contra la pared, dos sillas, una mesa y una estantería para libros, construida mediante el sencillo expediente de clavar unas a otras las cajas de madera en que venían las latas de conservas y darles una capa de esmalte. La estantería en cuestión estaba llena de libros. Un rincón del cuarto había sido separado con una cortina, formando una especie de cubículo. Había una puerta entornada y por ella pudo ver Mason parte de una ducha. Colgaban de las paredes unos cuantos cuadros; y el lugar, a pesar de lo barato de los muebles, tenía un ambiente cómodo y como de hogar. Sobre la mesa y vuelta de forma que estuviera de cara a la cama, había una fotografía grande de Douglas Keene en un marco.
Winifred Laxter estaba sentada en la cama. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto. Un gato grande de Angora estaba echado, satisfecho, a su lado, con la cabeza apoyada sobre la pierna de la joven. Al encenderse la luz, el gato se volvió con el singular movimiento ondulante propio de los felinos y miró a Perry con ojos brillantes y duros. Luego cerró los ojos, estiró las patas delanteras, bostezó y se puso a ronronear otra vez.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Mason.
La muchacha indicó el teléfono con un gesto de impaciencia, como si aquel gesto lo explicara todo.
—¡Y yo que creía poderme reír tranquilamente de la vida! —dijo.
Mason acercó una silla y se sentó. Se dio cuenta de que le faltaba muy poco para tener un ataque de histeria, y habló, por consiguiente, con voz normal.
—Es un gato muy hermoso.
—Sí. Es Escoria.
Mason enarcó las cejas.
—Doug fue a buscarlo.
—¿Por qué?
—Porque temía que lo envenenara Sam.
—¿Cuándo?
—A eso de las diez. Lo mandé yo.
—¿Habló con Ashton?
—No. Ashton no estaba.
—¿Me permite que fume?
—Me gustaría fumar un cigarrillo a mí también. Debe usted creerme una criatura insoportable.
Mason sacó una pitillera del bolsillo, le ofreció un cigarrillo y le arrimó una cerilla cuando la muchacha se lo hubo metido en la boca.
—De ninguna manera —aseguró, encendiendo luego el suyo—. Es bastante aburrido y solitario esto, ¿eh?
—No lo había sido. Ahora lo será.
—Cuéntemelo todo cuando esté dispuesta a hacerlo.
—Aún no lo estoy —hablaba con voz más firme ya; pero aún se notaba un dejo de histeria—. He estado sentada aquí, en la oscuridad, demasiado tiempo, pensando, pensando…
—Deje de pensar. Hablemos. ¿A qué hora se fue Douglas Keene de casa de Ashton?
—Creo que a eso de las once. ¿Por qué?
—¿Estuvo allí cosa de una hora?
—Sí.
—¿Esperando a que volviera Ashton?
—Creo que sí.
—¿Y luego le trajo a usted el gato aquí?
—Sí.
—Veamos…, ¿cuándo empezó a llover? ¿Antes de las once o después de las once?
—Oh, algo más temprano que eso. Me parece que alrededor de las nueve.
—¿Sabe usted exactamente qué hora era cuando Douglas trajo el gato? ¿Tiene usted medio alguno de poder calcularlo?
—No. Estaba haciendo tortitas para la salida del teatro. ¿Por qué me hace todas esas preguntas?
—Por hablar. Usted siente que soy demasiado extraño aún para que confíe en mí. Estoy intentando tranquilizarla. ¿Le abrió la puerta alguno de los criados?
—¿En la casa de la población? No. Le di a Douglas mi llave. No quería que Sam supiese que me llevaba el gato. El abuelo me había dado una llave de la casa. No la había devuelto… Es más; supongo que no había a quién devolvérsela.
—¿Por qué no le dijo usted a Ashton que se había llevado el gato? ¿No estará preocupado?
—Él ya sabía que Doug iba a buscar a Escoria.
—¿Cómo lo sabía?
—Yo le telefoneé.
—¿Cuándo?
—Antes de que saliera.
—¿A qué hora salió?
—No lo sé; pero hablé con él por teléfono y decidimos, teniéndolo todo en cuenta, que tal vez fuera preferible que me quedara yo con Escoria una temporada. Dijo que estaría allí cuando llegara Doug y me dijo que diera a Doug mi llave para que no se enterara Sam.
—Pero… ¿Ashton no estaba allí cuando llegó Douglas?
—No. Doug aguardó una hora. Luego cogió el gato y se fue.
Mason, recostado en la silla, contempló las espirales de humo que salían de su cigarrillo.
—Escoria siempre duerme en la cama de Ashton, ¿no?
—Sí.
—¿Hay algún otro gato por allí?
—¿Por la casa?
—Sí.
—No. ¡Qué ha de haber! Escoria echaría a cualquier otro gato. Tiene unos celos enormes, sobre todo tratándose de tío Carl.
—¿Tío Carl?
—Llamo a veces tío Carl al portero.
—Es un hombre un poco raro, ¿éh?
—Raro sí que lo es; pero es un hombre muy bueno.
—¿Honrado?
—Claro que es honrado.
—Algo avaro, ¿no?
—Lo sería si tuviera algo que guardar, seguramente. ¡Ha estado tanto tiempo al lado del abuelo…! El abuelo siempre desconfiaba de los bancos. Cuando el país abandonó el patrón oro, el abuelo por poco se murió. Había atesorado oro, ¿sabe? Pero fue y entregó el oro a cambio de billetes. Fue un golpe bastante duro para él. Estuvo trastornado la mar de tiempo.
—Debe de haber sido un hombre muy singular.
—Era muy singular… y muy simpático. Se hacía querer en seguida. Tenía un sentido muy arraigado del bien y del mal.
—Su testamento no parecía indicarlo.
—No; yo creo que, en las circunstancias, es lo mejor que podía haber ocurrido. Creo que estaba yo hipnotizada por Harry.
—¿Harry?
—Sí. Harry Inman. Me estaba metiendo prisa. Parecía, al pronto, uno de esos jóvenes francos, nobles, sinceros y…
—¿No lo era?
—No lo era, desde luego. En cuanto se enteró de que, según el testamento, yo no iba a heredar un centavo, se apresuró a recoger velas y desdecirse de todo cuanto había dicho hasta entonces. Creo que temía a última hora que intentaría yo casarme con él para tener alguien que me mantuviese.
—¿Tiene dinero?
—Tiene una buena posición. Está ganando alrededor de seis mil dólares al año en una casa de seguros.
—Douglas no la abandonó, ¿eh?
—No, señor. Se portó muy bien. Es el muchacho más maravilloso del mundo. Nunca me di cuenta de todo lo que era. Ya sabe usted que las palabras no quieren decir nada. Cualquiera que sepa hablar puede usar palabras. Alguna gente sabe usarlas mejor que otra. Muchas personas muy poco sinceras tienen el don de saberse expresar, parecen a veces más sinceras que aquellas que son muy leales.
Mason movió afirmativamente la cabeza y esperó a que continuara hablando.
—Quería hablar con usted acerca de Doug —prosiguió ella—. Ha ocurrido algo terrible y Douglas teme que me vea yo complicada en el asunto. Está él complicado de alguna manera; pero no sé cómo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Un asesinato —dijo la muchacha.
Y se echó a llorar.
Mason se acercó al lecho, se sentó a su lado y le puso un brazo en el hombro. El gato le miró, agachó levemente las orejas y luego, lentamente, volvió a tranquilizarse; pero no reanudó el ronroneo.
—Tranquilícese —dijo Mason— y cuénteme lo ocurrido.
—No sé lo ocurrido. Dijo que se había cometido un asesinato y que no iba a permitir que se me metiera a mí en el asunto; que iba a largarse y que no le volvería a ver. Dijo que yo no debía decir nada ni contestar a pregunta alguna acerca de él.
—¿Quién fue asesinado?
—No me lo dijo.
—¿Cómo creyó que pudieran meterla a usted en el asunto?
—Supongo que nada más que por conocerle yo a él. Es tan estúpido todo eso… Pero yo creo que debe de tener relación con la muerte de mi abuelo.
—¿Cuándo le telefoneó a usted?
—Cosa de un cuarto de hora antes de que yo le telefoneara a usted.
Intenté dar con usted en todos los sitios que se me ocurrieron: su despacho y su residencia particular. En vista de que no conseguía respuesta, decidí llamar al tío Carl. Me dijo que le había telefoneado usted algo de Sam y del fiscal del distrito, y pensé que a lo mejor volvería a llamarle usted.
—¿Sabía usted —le preguntó Mason— que su abuelo había muerto asesinado?
Ella le miró con los ojos muy abiertos.
—¿Mi abuelo? No.
—¿No encontró algo raro en la forma en que ardió la casa?
—No. El incendio parecía tener su centro en los alrededores de la alcoba de mi abuelo. Era una noche de viento y creí que achacaban el fuego a un cortocircuito.
—Volvamos al asunto del gato un momento. ¿Ha estado en su compañía desde las once aproximadamente?
—Sí; desde poco después de las once creo que era.
Perry Mason movió afirmativamente la cabeza, cogió el gato y lo alzó en sus brazos.
—Escoria —dijo—, ¿qué tal? ¿Te gustaría ir a dar un paseo conmigo?
—¿Qué quiere usted decir con eso? —inquirió Winifred.
Perry Mason la miró con fijeza y dijo lentamente:
—Carl Ashton ha sido asesinado esta noche. Aún no sé la hora exacta. Lo estrangularon probablemente cuando estaba ya acostado. Había pisadas de gato por toda la colcha y la almohada. Hasta había una pisada en su misma frente.
Ella se puso en pie, mirándole con los ojos desmesuradamente abiertos. Luego, entreabrió los pálidos labios e intentó gritar. No emitió sonido alguno.
Perry Mason dejó caer el gato en la cama, cogió a Winifred entre sus brazos y le acarició el cabello.
—Tranquilícese —dijo—. Voy a llevarme el gato. Si viene alguien a interrogarla niéguese a contestar sean cuales fueran las preguntas.
Resbaló de entre sus brazos para sentarse en la cama. Era como si las rodillas se negaran a sostenerla. Su rostro expresaba pánico.
—Él no lo hizo —dijo—. No puede haberlo hecho. Yo le quiero. ¡Es incapaz de hacer el más mínimo daño a una mosca!
—¿Puede usted animarse un poco hasta que me deshaga de este gato?
—¿Qué va usted a hacer con él?
—Encontrarle casa… algún sitio donde podamos tenerle hasta que pase todo esto. Comprenderá usted lo que significa el que se hayan encontrado las huellas del gato en la colcha. Significa que el gato estaba allí después de haber sido cometido el asesinato.
—Pero…, ¡eso es imposible!
—Claro que es imposible; pero tenemos que hacer ver a los demás que es imposible. Lo que quiero saber es una cosa: ¿puede usted ser lo bastante animosa para ayudarme un poco?
Ella afirmó silenciosamente con la cabeza.
Perry Mason cogió el gato y se dirigió rápidamente a la puerta.
—Escuche —le dijo ella al posar el abogado la mano sobre el pomo de la puerta—: no sé si lo comprende usted; pero es preciso que defienda a Douglas. Por eso le telefoneé. Tiene usted que encontrarle y hablarle. Douglas no es culpable de un asesinato. Ha de demostrar usted que no lo es y no permitir que se sacrifique. ¿Comprende usted lo que le digo?
—Comprendo —le contestó.
La joven se acercó a él y le posó las manos sobre los hombros.
—Es lo bastante listo para que nunca le encuentre la policía… ¡Oh!, no me mire así. Ya sé que cree que le podrán encontrar; pero no se da usted cuenta de lo inteligente que es Douglas. La policía jamás le cogerá. Y esto significa que será un fugitivo mientras viva, a menos que pueda usted aclarar las cosas… Y sé lo que eso significará en cuanto a mí se refiere. Supondrán que él intentará ponerse en contacto conmigo. Vigilarán mi correspondencia; intervendrán mi teléfono; harán todo lo posible por tender un lazo a Douglas.
Él afirmó con la cabeza y le dio unos golpecitos en el hombro con la mano derecha, pues sujetaba a Escoria con la izquierda.
—No tengo gran cosa —prosiguió Winifred—. Estoy creando un buen negocio aquí. Puedo ganarme la vida y algo más que la vida. Le pagaré a usted por meses. Le daré todo lo que gane. Puede usted quedarse con el negocio y yo me encargaré de él sin cobrar sueldo… salvo lo necesario para comer. Y puedo mantenerme divinamente con tortitas y café y…
—Ya discutiremos eso más adelante —le interrumpió Mason—. Ahora lo interesante es averiguar cuál es nuestra situación. Si Douglas Keene es culpable, lo que debe hacer es confesarse culpable y alegar los atenuantes que pueda haber.
—Pero él no es culpable; no lo es; no puede serlo.
—Bueno, pues si no lo es, lo que usted tiene que hacer es deshacerse de ese maldito gato. De lo contrario, será usted la que se vea complicada en el asesinato. ¿Comprende?
Ella afirmó con un movimiento de cabeza.
—Necesito una caja o algo en que meter el gato —dijo Perry.
Ella corrió a la alacena y sacó una sombrerera de cartón. Con un clavo hizo unos cuantos agujeros en la tapa para que el animal pudiera respirar.
—Mejor será que le meta yo —afirmó—: comprenderá si lo hago yo… Escoria, este hombre te va a llevar. Tienes que acompañarle y ser un gato bueno.
Metió el gato en la caja, le acarició unos instantes y luego puso la tapa lentamente. Cogió un cordel y ató la caja; luego se la entregó al abogado.
Mason, cogiendo la caja por el cordel, le dirigió una sonrisa y dijo:
—Quédese aquí. Y recuerde que no debe contestar pregunta alguna. Tendrá usted noticias mías dentro de poco.
Ella abrió la puerta de la alcoba. Mason se dirigió a la calle, la abrió y salió a la lluvia y al viento. El gato se agitó inquieto dentro de la caja.
Mason depositó la sombrerera en el asiento de su coche, se sentó al volante y puso en marcha el motor. El gato maulló una débil protesta.
El abogado le habló con dulzura al animal, condujo el coche hasta unas cuantas manzanas más allá y luego se detuvo ante un bar de los que están abiertos toda la noche.
Se apeó y, cogiendo la caja, entró en el establecimiento, donde el dependiente le miró con curiosidad.
Dejó la caja en el suelo de la cabina telefónica y marcó el número de Della Street. Después de unos momentos oyó una voz soñolienta.
—Bueno, muchacha —dijo Perry—: despiértese. Échese agua fría en la cara, póngase algo de ropa y prepárese a abrirme la puerta cuando llame. Voy allá ahora mismo.
—¿Qué hora es?
—Alrededor de la una de la madrugada.
—¿Qué ha ocurrido?
—No puedo decírselo por teléfono.
—¡Cielos, jefe! Yo creí que usted sólo trabajaba toda la noche cuando se trataba de asesinatos. Y ahora lo que hace usted es por un gato. ¿Cómo es posible que pueda encontrarse usted en dificultades por un gato?
—Eso es lo que hago. Sí que puedo. Lo he hecho —dijo Perry, contestando a cada una de las cosas que la muchacha había dicho.
Y riendo, colgó el auricular.