Capítulo 7

La lluvia caía silenciosamente a medianoche. Goteaba, con tendencia melancólica, de las empapadas hojas de los árboles, emitía ruidos sibilantes al caer las gotas sobre la caperuza caliente de las linternas de gas que iluminaban el lugar.

Una pendiente cubierta de hierba y punteada de losas de mármol se perdía en la misteriosa oscuridad más allá del círculo de luz proyectado por la vivida iluminación.

Hamilton Burger, con un grueso gabán, cuyo cuello se alzaba hasta las orejas, estaba impaciente.

—¿No pueden ustedes ir un poco más aprisa? —preguntó.

Uno de los que manejaban la pala le dirigió una mirada resentida.

—No hay sitio bastante para más hombres —dijo— y nosotros estamos trabajando a toda velocidad. Casi hemos llegado ya, de todas formas.

Se enjugó la sudorosa frente con la empapada manga del abrigo y se puso de nuevo a manejar la pala con rapidez. Un momento después, la hoja de una de las palas emitió un ruido singular al tropezar con algo sólido.

—Poco a poco —le advirtió el otro cavador—; no dejes que te metan prisa. Tenemos que quitar la tierra de alrededor de los bordes antes para poder sacarlo. Hay que atar cuerdas a las asas y así que si sólo están de mirones podrían hacer un poco de ejercicio.

Burger hizo caso omiso del sarcástico comentario y se inclinó hacia delante para asomarse completamente al agujero. Perry Mason encendió un cigarrillo y dio unos pisotones con sus zapatos llenos de agua y barro. Paul Drake se acercó a él y le dijo:

—¡La cara que pondrá usted si el médico dice, después de todo, que el hombre murió carbonizado!

Mason movió negativamente la cabeza con impaciencia.

—Yo no hice más que denunciar hechos concretos. Mi opinión personal es que están haciendo todo esto al revés. Si echaran el guante a Edith de Voe y luego interrogaran a Sam Laxter, tendrían más probabilidades de ir a parar directamente a alguna parte.

—Sí —dijo Drake—; pero en tal caso Burger se hallaría en campo abierto investigando la muerte de Peter Laxter. Tiene miedo que sea eso precisamente lo que usted quiere que haga; con que se meterá en el asunto por retaguardia, como quien dice, y se asegurará de que hay caso antes de dar paso alguno abiertamente. Ha jugado con usted antes de ahora. Y es un gato escaldado que del agua fría huye.

—Pues es demasiado cauteloso —dijo Mason con disgusto—. Este caso se le va a escapar por entre los dedos como no ande con cuidado. Podrá tener miedo a quemarse, pero no hay manera de hacer pan con harina sin usar fuego.

Tom Glassman, investigador jefe del fiscal, se sonó ruidosamente la nariz.

—¿Qué es bueno para no acatarrarse en un tiempo tan frío como éste, doctor? —preguntó.

—El quedarse en una cama calentita… Tenían que escoger una noche lluviosa para hacer esto. El hombre lleva la mar de días enterrado; pero nadie se preocupa de él hasta que empieza a llover.

—¿Cuánto tiempo necesitará usted para dictaminar una vez visto el cadáver?

—Quizá no necesite mucho rato. Dependerá hasta cierto punto de lo mucho que haya quemado el fuego al cadáver.

—Traigan el rollo de cuerda —dijo uno de los cavadores— y prepárense a tirar. Podemos meter la cuerda ya por las asas.

Unos momentos después se desalojó el féretro y empezó a salir del sepulcro.

—Tiren poco a poco de las cuerdas. No tiren más de un lado que de otro y vayan con cuidado.

El féretro llegó a la superficie. Se metieron unos tablones debajo de él. Luego se hizo resbalar por las tablas mojadas y cubiertas de barro, hasta hacerlo descansar en tierra firme.

Uno de los hombres sacó un trapo y limpió la tierra de encima del féretro. Apareció un destornillador. Unos instantes después, la tapa de la caja se abrió y una voz dijo:

—Todo para usted, doctor.

El doctor Jason se adelantó; se inclinó sobre el féretro, soltó una exclamación y sacó una lámpara eléctrica de bolsillo.

Los hombres formaron corro; pero aún no se le había ocurrido a ninguno alzar una de las linternas de gasolina, de forma que el interior del féretro seguía sumido en tinieblas.

—¿Qué opina usted, doctor? —inquirió el fiscal.

Jason iluminó el interior del féretro con una lámpara de bolsillo. Movió los dedos por el cuerpo quemado.

—Va a costar su trabajo averiguarlo. Ha quedado demasiado tostado. Tendré que buscar algún punto en que la ropa haya protegido algo la piel.

—¿Y el monóxido?

—No hay necesidad de preocuparse de eso. En cualquier caso contendría el cuerpo ese gas.

—Bueno, y… ¿puede continuar su examen?

—¿Aquí, quiere usted decir?

—Sí.

—Sería difícil y el resultado no sería concluyente.

—¿Puede usted decirlo, aproximadamente?

El doctor Jason suspiró con resignación y empezó a trabajar con el destornillador.

—Responderé a esa pregunta dentro de unos instantes —dijo.

Uno de los hombres alzó el farol. El doctor, exteriorizando su resentimiento contra el tiempo y su desaprobación de todo el asunto, quitó la tapa del féretro.

—Traiga esa luz aquí… no; no tan cerca… No deje que la sombra caiga dentro. Así… Póngase ahí aproximadamente… ¡No sea usted quisquilloso, voto a tal!

Rebuscó en el interior del abrigo y sacó un cuchillo afilado del bolsillo. El ruido de la hoja al cortar la tela se oyó claramente por encima del continuo goteo de la lluvia. Unos instantes más tarde, el doctor se irguió e hizo un gesto con la cabeza.

—¿Quería usted una deducción? —le preguntó a Hamilton Burger.

—Eso es: una deducción; pero lo más aproximada posible a la verdad.

El doctor Jason dejó caer la tapa del féretro.

—Siga adelante en su investigación —dijo.

Hamilton Burger se quedó mirando sombrío el féretro, luego movió afirmativamente la cabeza y giró sobre sus talones.

—Conforme —dijo—: vámonos. Usted suba a nuestro coche, Mason. Paul Drake puede seguirnos en el automóvil de usted. Usted encárguese del cadáver, doctor.

Mason siguió a Burger a su coche. Lo guiaba Tom Glassman. Los hombres iban sombríos y silenciosos.

—¿Va usted a casa de Laxter? —inquirió Mason.

—Sí —contestó Burger—: a la casa en que están viviendo ahora… me parece que la llaman casa de la ciudad. Quiero hacer unas cuantas preguntas.

—¿Va usted a hacer alguna acusación?

—Voy a hacer unas cuantas preguntas bastante fuertes —confesó el fiscal—. Me parece que no haré ninguna acusación determinada. No quiero que se sepa lo que intentamos averiguar hasta que esté preparado para hacerlo. No voy a hacer pregunta alguna acerca del tubo que conducía del escape a la tubería, hasta que tenga una buena base. Creo que sería mejor, Mason, que usted y su detective no se hallaran presentes cuando hiciéramos las preguntas.

—Verá —contestó Mason—: si usted cree que ya hemos hecho cuanto nos era posible, yo sé dónde hay una cama la mar de mullida, un ponche bien caliente, y…

—Aún no —le interrumpió Burger—. Usted ha sido el que ha empezado todo esto y va usted a quedarse por aquí hasta que veamos si hemos pinchado en hueso o no.

Mason suspiró y se arrellanó nuevamente en su asiento. El coche cruzó con rapidez las calles desiertas y se metió por una carretera que serpenteaba colina arriba.

—Ésa es la casa, allá arriba —anunció Burger—: la casa grande. Procure no usar luz a menos que no tenga más remedio, Tom. Me gustaría echar una mirada al garaje antes de alarmar a nadie.

Glassman arrimó el coche al bordillo, lo detuvo y paró el motor. No se oía más sonido que el de la lluvia al caer sobre el techo del automóvil.

—Hasta ahora vamos bien —dijo.

—¿Lleva usted ganzúas? —preguntó Burger.

—Seguro —contestó Glassman—. ¿Quiere que abra la puerta del garaje?

—Me gustaría echar una ojeada a los coches, sí.

Glassman abrió la portezuela, se apeó en la lluvia y enfocó la luz de una lámpara de bolsillo en el candado que sujetaba las puertas del garaje. Sacó un manojo de llaves del bolsillo y, a los pocos instantes, hizo una señal a Burger con la cabeza y descorrió la puerta del garaje.

—Tengan cuidado —advirtió el fiscal— de no cerrar esas puertas de golpe. No nos interesa alarmar a nadie antes de haber examinado el lugar.

Había tres coches en el local. Glassman los enfocó por turno con una lámpara de bolsillo. Mason contrajo las pupilas al ver un sedán «Packard» verde, nuevo. Burger, viendo la expresión de su rostro, inquirió:

—¿Ha descubierto usted algo, Mason?

Perry Mason movió negativamente la cabeza.

Glassman iluminó los certificados de registro.

—Éste está extendido a nombre de Samuel C. Laxter —dijo, indicando un coupé que llevaba los neumáticos de repuesto montados en huecos del estribo a ambos lados.

Era un coche potente, bajo y de brillante esmalte.

—Está construido para correr mucho —murmuró Burger—. Dé su luz aquí, Tom, en el escape.

Glassman iluminó el escape y Burger se inclinó para examinarlo. Movió afirmativamente la cabeza.

—Aquí había sujeto algo.

—Bueno, pues vayamos a echar un párrafo con el señor Samuel Laxter, a ver qué nos dice —sugirió Glassman.

Perry Mason, apoyado tranquilamente contra la pared del garaje, golpeó un cigarrillo contra la uña de su pulgar, preparándose para encenderlo.

—Yo no quiero meterme donde no me llaman, naturalmente —dijo—; pero cabe la posibilidad de que encuentre ese tubo flexible si se molestaran un poco en buscarlo.

—¿Dónde? —inquirió Burger.

—En alguna parte del coche.

—¿Por qué cree usted eso?

—El incendio —observó Mason— tuvo su origen en un punto de, o cerca de, la alcoba de Laxter. El garaje estaba a cierta distancia de allí. Lograron salvar los automóviles que estaban en el garaje. Este trozo de tubo flexible era una cosa demasiado comprometedora para que Laxter la dejara normalmente donde pudiera ser descubierta. Claro está que puede haberlo escondido después; pero existe la posibilidad de que se encuentre en el coche.

Glassman, sin entusiasmo, alzó el asiento de repuesto de atrás, se metió en el coche y empezó a explorarlo a la luz de su lámpara de bolsillo. Alzó el asiento delantero, abrió la cartera de la portezuela, rebuscó en la parte de atrás del automóvil.

—Aquí hay un compartimiento que está cerrado con llave —señaló Burger.

—Es para bastones de golf —explicó Glassman.

—Pruebe a ver si tiene usted llave que lo abra.

Glassman probó una tras otra todas sus llaves y luego movió negativamente la cabeza.

—Vea a ver si puede sacar la parte de atrás del asiento posterior. Así podría ver el interior del compartimiento.

El coche basculó al moverse el pesado cuerpo de Glassman. Luego dijo éste, con voz amortiguada:

—Hay algo que me parece el tubo de una aspiradora.

—Abra el compartimiento con palanqueta —ordenó Burger, algo excitado—. Veamos qué es eso.

Glassman forzó con una palanqueta la cerradura, diciendo al propio tiempo:

—No es éste un trabajito bien hecho, que digamos. Va a ser causa de que se arme la de San Quintín como nos hayamos equivocado.

—Empiezo a creer que no nos hemos equivocado —observó Burger, sombrío.

Glassman metió la mano y sacó unos cuatro metros de tubo flexible. En un extremo tenía dos abrazaderas ajustables que podían apretarse por medio de una tuerca. El otro extremo contenía una abertura de goma blanda en forma de seta.

—Bueno —dijo Burger—: sacaremos a Laxter de la cama.

—¿Quiere que le aguardemos aquí? —inquirió Mason.

—No; puede usted subir a la casa y aguardar en la sala. Tal vez no tengan que esperar mucho rato. Al sacarle de la cama de esta manera, tal vez confiese.

La casa grande se alzaba sobre la colina. El garaje se encontraba a cierta distancia de la casa y había sido excavado en la colina. Unos escalones de cemento conducían a un paseo cubierto de grava. Otro paseo partía del garaje, subía una pendiente más suave y daba la vuelta a la casa, sirviendo al propio tiempo de camino por el cual podían llegar hasta la puerta principal, y como camino por el cual podían llevarse combustible y provisiones a la parte de atrás del edificio. Los hombres subieron los escalones, avanzando silenciosamente, en un grupo compacto. Arriba de la escalera, Burger se detuvo.

—Escuchen —dijo—. ¿Qué es eso?

De la brumosa oscuridad surgió el sonido de un golpe metálico y, un momento después, fue seguido de un ruido singular, como de raspado.

—Alguien está cavando —dijo Mason, en voz baja—. Ese es el ruido que hace una pala al dar contra un trozo de piedra suelto.

Burger murmuró:

—Tiene usted razón. Mason, usted y Drake caminen detrás de nosotros. Tom, más vale que lleve preparada la lámpara portátil y métase una pistola en el bolsillo del gabán… por si acaso.

Burger rompió a andar el primero. Los cuatro caminaron lo más silenciosamente posible; pero la grava rechinaba bajo sus pies. Glassman murmuró:

—Haremos menos ruido por la hierba.

Y se acercó al borde del camino. Los demás le siguieron. La hierba estaba húmeda, la tierra un poco esponjosa; pero les fue posible avanzar en silencio.

Había luces en la casa que se filtraban en cintas iluminadas por el borde de las ventanas. El cavador seguía aplicado a su tarea.

—Detrás de esa trepadora —dijo Glassman.

No era preciso que señalara la dirección. La trepadora se agitaba por el peso que había contra ella. Gotas de lluvia se desprendían en cascadas de las hojas, caía sobre ellas un rayo de luz procedente del cristal romboidal de una de las puertas que no estaba tapado con cortina alguna, y las convertía en lluvia de oro.

La pala hizo más ruido.

—Está arrastrando la maleza para volver a llenar el agujero —comentó Mason.

La luz de la lámpara de bolsillo de Glassman cortó la oscuridad.

Una figura, sobresaltada, retrocedió de un brinco y se agitó entre la trepadora que, a la luz de la lámpara, resultó ser un rosal. Glassman dijo:

—Salga y tenga cuidado con las manos. Somos la ley.

—¿Qué hacen aquí? —inquirió una voz ahogada.

Apareció una figura, como mancha negra, al principio, en medio de las brillantes hojas, cuyas húmedas superficies reflejaban la iluminación de la lámpara. Luego salió del rosal y Perry Mason vio su rostro durante unos instantes.

—Es Frank Oafley —le dijo a Burger.

Burger se adelantó.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó.

—Oafley… Frank Oafley. Soy uno de los propietarios de este lugar. ¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí?

—Estamos haciendo una investigación. Yo soy el fiscal del distrito. Éste es Tom Glassman, mi ayudante. ¿Por qué está usted cavando ahí? ¿Qué busca?

Oafley soltó un gruñido, se sacó un telegrama del bolsillo y se lo dio al fiscal. El haz luminoso de la lámpara de bolsillo iluminó un telegrama, una manga rota, una mano arañada y cubierta de porquería.

—Me asustó usted con la luz —dijo—. Del salto que di me metí entre todas esas espinas. Pero es igual. Estaba bastante arañado ya de todas formas. Tengo hecho una lástima el traje.

Se echó una mirada al traje y rió, como excusándose.

Ninguno de los cuatro hombres se preocupó de él. Todos ellos estudiaron el telegrama, que decía:

Los diamantes Koltsdorf están escondidos en la muleta de Ashton. Más de la mitad del dinero de su abuelo está enterrado debajo de la ventana de la biblioteca, en el punto en que el rosal trepador empieza a subir por la celosía. El lugar está marcado con un palito clavado en el suelo. No está enterrado muy hondo. A unas cuantas pulgadas nada más.

El telegrama iba firmado simplemente por «Un amigo».

Glassman dijo en voz alta:

Parece un telegrama auténtico. Pasó por Telégrafos, por lo menos.

—¿Qué encontró usted? —preguntó Burger.

Oafley, al adelantarse para contestar, vio a Mason por primera vez. Se puso rígido y dijo:

—¿Qué hace este hombre aquí?

—Está a petición mía —afirmó Burger—. Representa al portero Carl Ashton. Tenía que hacerle yo unas preguntas a Ashton y quise que se hallara presente Mason. ¿Encontró usted algo donde cavaba?

—Encontré el palo —contestó Oafley, sacando una cuña del bolsillo—. Estaba clavado en el suelo. Atravesé por completo la capa de tierra y llegué a la grava. No había nada.

—¿Quién expidió el telegrama?

—Que me registren.

Burger le dijo en voz baja a Glassman:

—Tom, anote el número del telegrama ése, coja el telegrama y pídales a Telégrafos que busquen el mensaje original. Averigüe todo lo que pueda de él. Obtenga la dirección del remitente.

—¿Vinieron ustedes por lo de ese telegrama? —preguntó Oafley—. Hace una noche indecente. No debía de haber salido a cavar; pero ya podrá usted comprender mis sentimientos al recibir ese mensaje.

—Venimos por un asunto distinto —dijo Burger—. ¿Dónde está Sam Laxter?

Oafley pareció ponerse nervioso de pronto.

—No se encuentra en casa. ¿Para qué querían ustedes verle?

—Queríamos hacerle algunas preguntas.

Oafley vaciló unos instantes; luego preguntó lentamente:

—¿Han estado ustedes hablando con Edith de Voe?

—No —respondió Burger—; yo no.

Mason miró fijamente a Oafley.

—Yo —dijo.

—Ya sabía yo que había hablado usted con ella —contestó Oafley—. Es una lástima que se meta usted donde no le llaman.

—Basta ya —intervino el fiscal—. Entremos en la casa. ¿Qué es eso de que los diamantes Koltsdorf están escondidos en la muleta de Ashton?

—Ya sabe usted tanto como yo del asunto —respondió Oafley con hosquedad.

—¿No está Sam?

—No.

—¿Dónde está?

—No lo sé… Habrá ido a alguna cita, seguramente.

—Bueno; ábranos.

Llegaron a un porche enlosado. Oafley sacó un manojo de llaves y abrió la puerta.

—Si quieren excusarme unos momentos, me quitaré un poco de este barro y me mudaré de ropa.

—Aguarde un momento —intervino Glassman—: en este asunto se juega medio millón de dólares. No dudamos de su palabra, pero mejor será que le registremos y…

—Glassman —advirtió Burger—, al señor Oafley no hay que tratarlo así —se volvió a Oafley—: Siento mucho que el señor Glassman haya usado esas palabras precisamente; pero ese pensamiento se me ha ocurrido, y sin duda, se le ocurrirá a usted. Se trata de una importante cantidad de dinero. ¿Y si la persona que envió el telegrama afirmara que usted había estado en el jardín y que había encontrado todo o parte de ese dinero?

—Pero… ¡si no encontré un centavo! Si lo hubiese encontrado, hubiese sido mío… por lo menos, la mitad.

—¿No le parece a usted que sería mejor, quizá, que tuviese pruebas corroboratorias? —inquirió Burger.

—¿Cómo podría conseguirlas?

—Sometiéndose a un registro voluntario.

El semblante de Oafley se había tornado bastante hosco.

—Bueno —dijo—: regístreme.

Lo registraron.

Burger movió la cabeza afirmativamente, satisfecho.

—No es más que para comprobar la situación —afirmó—. Quizá se felicite después por haber cooperado con nosotros.

—Nunca me felicitaré; pero no protesto demasiado; porque comprendo la situación de ustedes. ¿Puedo mudarme ahora de ropa?

Burger negó lentamente con la cabeza.

—Más vale que no. Mejor será que se siente y aguarde. Se secará usted muy aprisa.

Oafley suspiró.

—Bueno —dijo—: tomemos por lo menos unos cuatro dedos de whisky cada uno. Parecen ustedes haber andado por ahí entre la lluvia. ¿Bourbón, escocés, o cuál?

—Lo primero que encuentre —dijo Mason— con tal de que sea whisky.

Oafley llamó al timbre.

Apareció en la puerta un hombre, cuya mejilla estaba cruzada por una lívida cicatriz que daba a su rostro una peculiar expresión de triunfo burlón.

—¿Llamaba usted? —le preguntó a Oafley.

—Sí, trae whisky, Jim. Trae un poco de escocés, soda y otro poco de bourbón.

El hombre movió afirmativamente la cabeza y se retiró.

—Es Jim Brandon —explicó Oafley—. Hace de chófer y de mayordomo también.

—¿Cómo se señaló así la cara? —inquirió Burger.

—Creo que fue en un accidente de automóvil… ¿Usted es el fiscal del distrito, señor Burger?

—Sí.

Oafley dijo lentamente:

—Siento que Edith de Voe dijera lo que dijo.

—¿Por qué?

—Porque el incendio ése no fue iniciado por los gases del escape de un automóvil. Eso es imposible.

Glassman preguntó:

—¿Dónde tienen ustedes el teléfono?

—En el vestíbulo. Yo le enseñaré… o le enseñará Jim, el mayordomo.

—No se preocupe. Usted siga sentado ahí y hable con el jefe. Ya lo encontraré yo.

Burger dijo:

—¿Ha oído usted hablar alguna vez de envenenamiento por monóxido carbónico, señor Oafley?

—Claro que sí.

—¿Sabe usted que el motor de un automóvil genera monóxido carbónico?

—Pero…, ¿qué tiene que ver el monóxido carbónico con el asunto? No es un gas inflamable, ¿verdad?

—Es un gas mortal.

El tono en que el fiscal dijo estas palabras hizo que Oafley enarcara las cejas.

—¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Habla usted en serio…? Pero…, ¡si eso es increíble! No puedo creer…

—Déjese de lo que pueda o no pueda creer, señor Oafley. Deseamos ciertos informes. Nos paramos en el garaje camino de aquí y registramos el automóvil de Laxter. Encontramos un tubo largo, flexible.

Oafley dijo sin exteriorizar sorpresa:

—Sí; Edith dijo que lo había visto claramente.

—¿Dónde está Sam Laxter ahora?

—No lo sé. Salió.

—¿Cómo salió? Su coche está en el garaje.

—Sí —asintió Oafley—: el coche suyo, sí. No quería sacarlo y que se mojara. El chófer le llevó a la ciudad en el «Packard»; luego volvió con el coche. No sé cómo volverá Sam a no ser que esté el «Chewy» por la ciudad.

—¿El «Chewy»?

—Sí. Es un coche de servicio. Ashton acostumbra usarlo. Lo tenemos para cargar cosas y hacer recados.

—¿Tiene usted automóvil?

—Sí: el «Buick» que hay en el garaje es mío.

—¿Y el «Packard» grande?

—Es el coche que compró mi abuelo poco antes de su muerte.

—¿Fueron salvados los coches al arder la casa?

—Sí; el garaje estaba en una esquina. Fue una de las últimas cosas en arder.

—En otras palabras, que el fuego empezó en un punto que estaba apartado del garaje. ¿No es eso?

—Debió de iniciarse cerca de la alcoba de mi abuelo.

—¿Tiene usted la menor idea de cómo empezó?

—No, señor… Escuche, señor Burger, preferiría que hablase usted con Samuel de esto. Mi posición es un poco delicada. Francamente, había oído el relato de Edith de Voe ya; pero no le había prestado atención. Lo del monóxido de carbono, naturalmente, no se me había ocurrido. No puedo creer que sea posible. Debe de haber alguna otra explicación.

Glassman entró en el cuarto con el telegrama en la mano izquierda. Se paró en la puerta y dio su informe:

—Es un telegrama auténtico. Fue puesto por teléfono. Había de ser firmado por «Un amigo»; pero el número de teléfono del remitente era Exposición 6-2398. El teléfono en cuestión figura en el listín bajo el nombre de Cafetería de Winnie.

Mason se puso en pie y dijo:

—¡Narices!

—Basta, Mason —le dijo Burger—; usted no se meta en este asunto.

—¡Que se cree usted eso! ¡A mí no me domina usted, Burger! Winifred Laxter no mandó el telegrama.

Oafley miró a Tom Glassman.

—Pero —dijo—, ¡sí, Winnie no mandaría un telegrama así! Debe haber un error.

—Lo mandó ella; de eso no cabe duda —insistió Glassman.

—¡Qué diablos había ella de mandar! —estalló Mason—. Es sencillísimo mandar un telegrama por teléfono a nombre de otra persona.

—Sí —comentó Glassman—: siempre anda alguien conspirando contra los clientes de usted.

—Ella no es cliente mía —dijo Mason.

—¿Quién es su cliente, exactamente?

Mason se echó a reír y murmuró:

—Creo que es un gato.

Hubo un momento de silencio. Se oyó el ruido del motor de un automóvil que subía la pendiente. Unos faros dieron de lleno, momentáneamente, en la ventana; luego sonó una bocina. Jim Brandon entró en el cuarto con una bandeja en la que había whisky, copas y sifones. Lo soltó todo apresuradamente al sonar de nuevo la bocina, y se dirigió a la puerta.

—Ése es el señor Sam —dijo.

Burger asió al hombre por la manga al pasar.

—No tenga usted tanta prisa —dijo.

Glassman cruzó el corredor y abrió la puerta principal de un tirón al volver a sonar la bocina.

—Salga, Jim —dijo—, y vea lo que quiere.

Jim Brandon encendió la luz del porche y salió. Sam Laxter gritó:

—Jim, he tenido un accidente. Sal y guarda el coche.

Burger apartó unas cortinas. La luz brillante del porche iluminaba un «Chevrolet» bastante anticuado, con parabrisas roto, guardabarros abollado y parachoques hecho ciscos. Sam Laxter se apeaba del pescante. Tenía la cara cortada. Llevaba la mano derecha vendada con un pañuelo ensangrentado.

Burger se dirigió a la puerta. Antes de que llegara a ella, unos faros volvieron a iluminar la noche. Un automóvil que corría con suavidad apareció, dio la vuelta y se detuvo. Se abrió la puerta de un sedán grande. Una figura pequeña saltó del coche y corrió excitada hacia la casa, vio a Samuel Laxter y se detuvo sorprendido.

Perry Mason se echó a reír y le dijo a Burger:

—Tenemos entre nosotros a nuestro querido contemporáneo don Nathaniel Shuster. Durante el transcurso de la próxima media hora puede usted intentar descubrir si siguió a Sam Laxter porque sabía que iba usted a estar aquí o si su llegada es puramente accidental.

Burger, soltando una exclamación de disgusto, se dirigió al porche.

Shuster gritó, en voz que temblaba de excitación:

—¿Se ha enterado usted? ¿Se ha enterado usted? ¿Sabe usted lo que está haciendo? ¿Sabe usted lo que ha ocurrido? Obtuvieron un mandato para exhumar el cadáver de su abuelo. Fueron al cementerio y lo desenterraron en seguida.

El semblante ensangrentado de Sam Laxter reflejó sorpresa y consternación. Frank Oafley, que se hallaba cerca de Burger, dijo:

—¿Qué demonios es eso?

—Cuidado —advirtió Glassman.

—Acabo de averiguar lo del mandato. He hecho una investigación. Ya han exhumado el cadáver. ¿Quiere usted que tome medidas legales para…?

Su voz se apagó al ver a Burger a la luz del porche.

—Entre, Shuster —dijo el fiscal—. Se mojará usted ahí.

La lluvia brilló en el rostro de Sam. El corte de su mejilla goteaba sangre, sin que se acordara de él. Sus labios se contraían de emoción.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

—Sólo estoy haciendo una investigación —dijo Burger—; y quería hacerle a usted unas preguntas. ¿Tiene usted inconveniente alguno?

—Claro que no —replicó Laxter—; pero no me gusta la forma en que está usted abordando el asunto. ¿Qué pretendía usted con exhumar…?

—¡Ni una pregunta! ¡Ni una pregunta! —gritó Shuster—. Ni una, mientras yo no esté presente; y no debe usted contestar a menos que yo se lo diga.

—No diga tonterías, Shuster —respondió Laxter—. Puedo contestar perfectamente a cualquier pregunta que desee hacerme el fiscal del distrito.

—¡No sea usted tonto! —gritó Shuster—. Ésta no es una investigación del fiscal del distrito; es una investigación provocada por ese entrometido Mason. Todo es por el maldito gato ése. No conteste. No conteste una palabra. Cuando quiera darse cuenta se encontrará en la calle; y entonces, ¿qué? Toda su herencia desaparecida. Mason dirigiendo la orquesta. Winifred heredando los bienes. El gato riéndose…

—Cállese, Shuster —le interrumpió Burger—. Voy a hablar con Sam Laxter y voy a hablar con él sin tener que aguantar sus interrupciones estúpidas. Entre en casa, Laxter. ¿Necesita un médico que le atienda las heridas?

—No lo creo —contestó el interpelado—. Patiné y me pegué contra un poste del teléfono. Me sacudió bastante y tengo un corte en el antebrazo derecho; pero creo que sólo necesita lavarse con un buen antiséptico y una venda limpia. Tal vez haga que me lo cure un médico después; pero ahora no le haré esperar a usted.

Shuster corrió hacia él.

—¡Por favor! —dijo—. ¡Se lo ruego! ¡Se lo imploro!

—Cállese —volvió a repetir Burger, tomando el brazo de Sam al subir éste los escalones hacia él.

Laxter y Burger entraron en la casa seguidos de cerca por Glassman. Shuster subió lentamente la escalera, moviéndose como un viejo para quien todo paso representa un verdadero esfuerzo.

Mason miró a los tres hombres cruzar la sala y desaparecer tras una puerta. Entró en la sala y se sentó. Drake sacó un cigarrillo del bolsillo, se sentó, cruzado, en un sillón, y dijo:

—Bueno, pues; aquí estamos.

Jim Brandon se hallaba en la puerta y le dijo a Shuster.

—No sé si tiene usted derecho a estar aquí o no.

—No sea usted estúpido —respondió Shuster. Y luego bajó la voz y dijo algo que Mason y el detective no pudieron oír. Brandon bajó la voz también. Los dos hombres emprendieron una conversación en susurros.

El teléfono llamó repetidas veces. Después de varios minutos, una mujer obesa, con ojos hinchados por el sueño, bajó arrastrando los pies por el pasillo, envuelta en un albornoz. Descolgó el teléfono y dijo: «Diga», en voz soñolienta y poco cordial. De pronto su semblante reflejó sorpresa.

—Oh, sí, señorita Winifred… —dijo—. Podría decírselo… Está dormido, naturalmente… Le diré que haga que el señor Mason la llame a usted inmediatamente a…

Perry Mason se acercó al teléfono.

—Si alguien pregunta por el señor Mason —dijo—, estoy aquí y hablaré por teléfono.

La mujer le entregó el auricular.

—Es la señorita Winifred Laxter —dijo.

Mason dijo: «Diga», y oyó la voz de Winifred, frenética de excitación:

—Gracias a Dios que he podido dar con usted. No sabía dónde encontrarle; conque pregunté por Ashton para darle un recado para usted. Ha ocurrido algo terrible. Es preciso que venga usted en seguida.

—Estoy bastante ocupado aquí —contestó Mason—. ¿Podría usted darme una idea general de todo cuanto ha ocurrido?

—No lo sé; pero Douglas se encuentra en apuros… Ya conoce usted a Douglas…, le vio usted aquí… Douglas Keene…

—Y…, ¿qué le ha ocurrido?

—No lo sé; pero es preciso que le vea a usted ahora.

—Me marcharé de aquí antes de que hayan transcurrido diez minutos. No puedo hacer más. Aquí hay otro asunto que me interesa ¿Dónde la encontraré?

—Estaré en la cafetería. No habrá luces encendidas… Abra la puerta y entre.

Mason respondió:

—Conforme; saldré de aquí dentro de diez minutos.

Colgó el auricular en el preciso momento en que Shuster, dejando a Brandon a la puerta, cruzaba el vestíbulo con paso rápido y nervioso. Cogió de la solapa a Mason.

—¡No puede usted hacerlo! —dijo—. No puede usted salirse con la suya. Es un ultraje. Le haré comparecer a usted ante la Comisión de Quejas. ¡Esto es una marrullería!…

Mason posó la palma de la mano contra el pecho del hombre, le apartó de su lado y dijo:

—Debería usted meterse a dar conferencias, Shuster. Nadie podría acusarle a usted nunca de dar una conferencia seca.

Mason sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la cara. Shuster saltó a su alrededor con el mismo entusiasmo que un perro ante un toro.

—Usted sabía que no podía hacer anular el testamento, puesto que era legítimo. Conque, ¿qué se le ocurrió hacer a usted? Intentó encajarles una acusación de asesinato a mis clientes. No puede usted hacerla prosperar. Usted y su portero se van a encontrar en un buen jaleo. ¿Me ha oído usted? En…

Se interrumpió al entrar nuevamente en el cuarto el fiscal, acompañado de Glassman. Burger parecía enormemente intrigado.

—Mason —dijo—: ¿sabe usted algo de unos diamantes que tiene su cliente?

Mason movió negativamente la cabeza.

—Podríamos preguntárselo —propuso.

—Me parece que tenemos ganas de hablarle —dijo Burger—. Al parecer, está mezclado en este asunto.

Mason movió la cabeza. Shuster dijo:

—¡Es un verdadero ultraje! ¡Es una conspiración! Mason preparó todo esto a fin de reventar el testamento.

La sonrisa de Mason era tolerante al replicar:

—Le dije a usted, Shuster —murmuró—, ¡que siempre doy donde menos se lo esperan mis adversarios!

—¿Quieren ustedes que llame al portero? —preguntó la mujer fofa, al entrar Oafley, con albornoz y zapatillas, en el cuarto.

—¿Quién es usted? —inquirió Burger.

—El ama de llaves —interrumpió Oafley—. La señora Pixley.

—Me parece que será mejor ir a entrevistarse con el portero sin previo aviso —anunció el fiscal.

—Escuche —dijo Mason—: en vista de las circunstancias, ¿no le parece a usted que, en justicia, debía de decirme lo que anda buscando?

—Acompáñeme —le contestó el fiscal— y lo sabrá. Pero no interrumpa para hacer pregunta alguna ni dar consejos.

Shuster dio la vuelta a la mesa.

—Tendrán que vigilarle —advirtió—. Es él quien ha armado todo este enredo.

—Cierre el pico de una vez —ordenó Tom por encima del hombro.

—Ande —le dijo Burger a la señora Pixley— y enséñenos el camino.

La mujer cruzó el vestíbulo. Paul Drake se puso a andar al lado de Perry Mason. Oafley se rezagó un poco para hablar con Shuster. Burger llevaba agarrado del brazo a Sam Laxter.

—Es un tipo raro el ama de llaves —comentó Drake en voz baja—. Es todo fofo menos la boca, y es difícil que la dureza de sus labios compense todas las demás faltas.

—Debajo de esa blancura —respondió Mason estudiando a la mujer— hay muchísima fuerza. Tiene los músculos envueltos en grasa; pero es fuerte. Fíjese en su porte.

La mujer los condujo hasta una escalera que bajaba al sótano. Abrió una puerta, cruzó un piso de cemento, se detuvo ante otra puerta y preguntó:

—¿Llamo?

—Si no está cerrado con llave, no —contestó Burger.

La mujer hizo girar el pomo de la puerta y se echó a un lado, abriendo las puertas de par en par.

Mason no podía ver el interior del cuarto, pero le era posible ver su rostro. Vio la luz de la habitación interior darle en la cara. Vio que la carne fofa de su semblante se helaba con expresión de terror. Vio entreabrirse los duros labios y luego oyó un grito.

Burger se adelantó de un salto. El ama de llaves se tambaleó, alzó las manos y se doblaron sus rodillas al caer la mujer al suelo. Glassman franqueó la puerta de un brinco. Oafley cogió al ama de llaves por los sobacos.

—¡Cuidado! —dijo—. Tranquilícese. ¿Qué ocurre?

Mason pasó por su lado y entró en el cuarto.

La cama de Carl Ashton estaba junto a una ventana abierta del sótano. La ventana se abría casi directamente a nivel de tierra. Estaba apuntalada para que permaneciese abierta siempre unas cuatro o cinco pulgadas, lo suficiente para que pudiese entrar con facilidad un gato.

Debajo mismo dé la ventana estaba la cama, cubierta con una colcha blanca. Y sobre dicha colcha blanca había una serie de pisadas de gato, pisadas de barro que no sólo cubrían la colcha, sino la almohada.

En la cama, con una expresión desagradable en el semblante, se hallaba el cadáver de Carl Ashton. Sólo necesitaron aquellos expertos en homicidios echar una mirada a los ojos desorbitados y a su lengua saliente para comprender de qué había muerto aquel hombre.

Burger se volvió a Glassman.

—No deje entrar a nadie en ese cuarto —advirtió—. Llamé a la brigada criminal por teléfono. No pierda a Sam Laxter de vista hasta que se haya aclarado todo esto. Yo me quedaré aquí y echaré una mirada alrededor. ¡Andando!

Glassman se volvió, hincó el hombro contra Perry Mason y dijo:

—Lárguese, amigo.

Mason salió del cuarto. Glassman cerró la puerta de golpe.

—Voy al teléfono. Oafley, no intente salir de aquí.

—¿Por qué habría de intentar yo salir de aquí? —preguntó Oafley, indignado.

—¡No haga usted declaración alguna! ¡No haga usted declaración alguna! —suplicó Shuster con frenesí—. ¡Cállese! ¡Deje que hable yo todo lo que haya que hablar! ¿No comprende usted? ¡Se trata de un asesinato! No hable con ellos. No tenga usted nada que ver con ellos. No…

Glassman se adelantó, amenazador.

—O cierra usted el pico —dijo— o se lo cierro yo de forma que no pueda abrirlo en una temporada.

Shuster huyó de él, sin dejar de hablar.

—Nada de declaraciones. Nada de declaraciones. ¿No comprende usted que yo soy un abogado? Usted no sabe qué acusaciones habrán hecho. Cállese. Deje que hable yo por usted.

—No hay necesidad de nada de eso —contestó Oafley—. Tengo yo tantas ganas de aclarar este asunto como la policía. Está usted frenético. Cállese.

El grupo subió la escalera Perry Mason, rezagándose un poco, acercó los labios al oído de Paul Drake.

—Quédese por aquí, Paul —dijo—, y entérese de lo que ocurra. Vea usted todo lo que pueda y oiga todo lo que sea posible.

—¿Usted se larga?

—Sí.

Arriba de la escalera del sótano, Glassman corrió al teléfono. Perry Mason torció a la derecha, cruzó una cocina, abrió una puerta, atravesó un porche, descendió una escalera y se encontró en la calle bajo la lluvia.