Capítulo 5

Una vez en un taxi, el detective dio a Perry Mason unos cuantos informes pertinentes.

—Su portero Carl Ashton me resulta un poco raro. Iba con Peter Laxter, su amo, y tuvieron un accidente de automóvil. Ashton salió bastante malparado. Intentó conseguir que le pagaran daños y perjuicios y fracasó. El conductor del otro coche no estaba asegurado y no tenía un centavo. Ashton armó bastante jaleo para ver si sacaba algo. Dijo que no había ahorrado un centavo.

—Eso no tiene nada de particular —observó Mason—. Se dice siempre eso en casos así. Podía haber tenido un millón de dólares y haber dicho exactamente lo mismo.

Drake prosiguió hablando con el tono de voz de la persona a quien interesan los hechos principalmente, y no su interpretación.

—Tenía cuenta corriente en la sucursal de un Banco. Que hayamos podido averiguar, es la única cuenta corriente que parece haber tenido en su vida. Depositaba en ella su sueldo íntegro. Ahorró alrededor de cuatrocientos dólares. Después del accidente lo gastó todo y aún debe algo a un médico.

—Un momento. ¿No cargó Peter Laxter con los gastos del accidente?

—No; pero no se precipite en formar juicios. Ashton le dijo a uno de sus amigos que Laxter opinaba que tendría más probabilidades de sacar daños y perjuicios si podía demostrar que había pagado de sus ahorros las cuentas de los médicos y del hospital.

—Prosiga; está usted preparando el terreno para largarme algo. ¿De qué se trata?

—Poco antes de que ardiera la casa, Laxter empezó a hacer liquidación. No he podido averiguar qué cantidad cobró; pero fue bastante grande. Tres días antes de que se incendiara la casa, Ashton alquiló dos cajas fuertes, grandes. Las alquiló a su nombre, pero le dijo al empleado del Banco que tenía un hermanastro al que quería que se le permitiera abrir las cajas cuando quisiera. El empleado le dijo que tendría que presentarse su hermanastro para hacer reconocer su firma. Ashton contestó que se hallaba enfermo en cama y que no podía moverse; pero que podía llevarse él una de las fichas y hacer que la firmara. Dijo que garantizaría él la firma, que indemnizaría al Banco contra cualquier reclamación y todo eso. El Banco le entregó una ficha. Ashton salió y regresó a la hora con la ficha firmada.

—¿Con qué nombre?

—Clammert… Watson Clammert.

—¿Quién es Clammert? ¿Se trata de un nombre supuesto?

—No; con toda seguridad es hermanastro de Ashton, en efecto. O mejor dicho, lo fue; porque ahora ya ha muerto. No encontré su nombre en el anuario; pero pregunté en el Departamento de Automóviles y descubrí que un tal Watson Clammert tenía licencia de chófer. Tomé nota de las señas, seguí su pista y averigüé que Watson Clammert había muerto a las veinticuatro horas de haber firmado la ficha.

—¿Tenía algo de sospechoso su muerte?

—Nada en absoluto. Murió de muerte natural. Falleció en un hospital. Estuvo asistido constantemente por enfermeras. Pero… y aquí viene lo raro, estuvo en estado de coma cuatro días seguidos antes de morir. No había recobrado el conocimiento ni un solo instante.

—Entonces, ¿cómo diablos pudo haber firmado la ficha?

Drake contestó con voz monótona:

—Eso. ¿Cómo pudo hacerlo?

—¿Que más hay de él? —inquirió Mason.

—Al parecer, él y Ashton son astillas del mismo palo. Ashton se pasó años enteros sin verle ni hablarle. No fue hasta enterarse de que Clammert se estaba muriendo en un hospital que se presentó Ashton a ayudarle.

—¿Cómo se enteró usted de todo eso?

—Ashton habló bastante con una de las enfermeras. A la muchacha le resultó el viejo simpático. ¡Era tan vengativo y, sin embargo, tenía un corazón tan grande…! Se había enterado de que Clammert estaba enfermo y sin un centavo. Conque empezó a visitar todos los hospitales, uno por uno, hasta encontrar a Clammert sin conocimiento y a las puertas de la muerte. Se rascó el bolsillo e hizo todo lo que pudo. Llamó a especialistas, contrató enfermeras especiales y se pasó mucho tiempo a la cabecera del enfermo. Dio instrucciones a la enfermera para que se le proporcionara a Clammert todo lo que fuera necesario, sin reparar en gastos. Claro está que la enfermera sabía que se estaba muriendo y los médicos lo sabían también; pero naturalmente, no se lo dijeron a Ashton. Le hicieron creer que, a lo mejor, habría alguna probabilidad de que se salvara, aunque era muy difícil.

»Pero para que vea usted lo estrambótico que es su cliente, exigió que cuando Clammert recobrara el conocimiento, no se le dijera nunca quién había sido su benefactor. Ashton les dijo a las enfermeras que habían regañado hacía muchos años y que no se habían visto desde entonces. Y…, ¿por qué cree usted que regañaron?

Mason contestó, irritado:

—Pico, Piernas Largas. ¿Por qué regañaron el Zorro Cojo y la Bella Durmiente?

El detective rió y dijo:

—Por un gato.

—¿Un gato? —exclamó Mason.

—Eso. Un gato llamado Escoria… era muy pequeñito por entonces.

Mason hizo un mohín de disgusto.

—Por lo que he podido averiguar —prosiguió Drake—, desde el momento en que Ashton descubrió a su hermanastro hasta que Clammert murió un par de días después, Ashton había gastado alrededor de quinientos dólares en cuentas de hospital y de médico. Lo pagó todo al contado y en efectivo. La enfermera me dijo que llevaba en la cartera un fajo imponente de billetes. Y dígame, ¿de dónde diablos sacó Ashton todo ese dinero?

Mason hizo una mueca.

—Caramba, Paul, yo no quería que desenterrara detalles que perjudican a un cliente mío. Quería que desenterrara usted algo que perjudicara a Sam Laxter.

—Bueno —observó Drake, en su voz seca y sin inflexión—; ésas son algunas de las piezas del rompecabezas. A mí me paga usted para que le busque las piezas; a usted le pagan para que las ponga en orden. Si van a formar un cuadro que no le interesa a usted una vez puestas todas en orden, siempre le queda el recurso de perder algunas de las piezas para que no pueda volverlas a encontrar nadie.

Mason se echó a reír; luego dijo, pensativo:

—¿Por qué quería facilitarle Ashton el acceso a la caja fuerte a Clammert?

—La única explicación que se me ocurría a mí —dijo Drake— era que si Clammert se ponía bien, Ashton tenía la intención de darle dinero, pero que no pensaba tener contacto personal alguno con él. Por eso habría acordado darle a Clammert una llave de una de las cajas en las que pensaría poner dinero de cuando en cuando para que Clammert pudiera sacarlo.

—Eso no pega —respondió Mason—; porque Clammert tendría que firmar para que se le permitiera acercarse a la caja, y la firma que presentó Ashton como firma de Clammert no puede haber sido la de él, puesto que se hallaba sin conocimiento.

—Usted gana —dijo Drake—. Eso es lo que yo quería decir cuando dije que los datos que le estoy dando eran las piezas de un rompecabezas. Yo las estoy buscando y usted las pone en orden.

—¿Fue alguien alguna vez a la caja fuerte usando el nombre de Clammert?

—No; Clammert nunca se ha acercado a la caja. Ashton fue varias veces. Fue a ella ayer y volvió hoy. Aun cuando los empleados no querían hablar de ello, mi impresión fue que creían que Ashton había sacado un fajo de billetes de una de las cajas ayer, y otro hoy.

—¿Cómo saben ellos lo que puede sacar uno de una de las cajas?

—Normalmente no lo saben; pero uno de los empleados vio a Ashton meter billetes en una cartera de esas que se usan para documentos.

Perry Mason se echó a reír.

—En la mayoría de los casos —dijo— no podemos averiguar datos hasta que hemos hecho muchísimo trabajo preliminar. En este caso, los datos caen en nuestras manos a espuertas.

—¿Le habló su cliente de los diamantes Koltsdorf? —inquirió Drake.

—¡Caramba! —exclamó Mason—. Me siento igual que el interlocutor de una pareja de payasos. No, señor Drake, el señor Ashton no me dijo una palabra de los diamantes Koltsdorf. ¿Qué hay de los diamantes Koltsdorf…? Ahora, Paul, le toca a usted hablarme de los diamantes Koltsdorf.

El detective se echó a reír.

—Los diamantes Koltsdorf son las únicas joyas que parecen haberle llamado la atención a Peter Laxter. Dios sabe cómo se hizo con ellos. Eran algunas de las piedras sacadas clandestinamente de Rusia por los antiguos aristócratas. Peter Laxter se los enseñó a unos cuantos amigos. Eran, en realidad, brillantes muy grandes.

—Y…, ¿qué hay de ellos?

—Algunas de las otras cosas tal como los billetes, acciones y todo eso, podrían haberse quemado en el incendio. No hubiera sido posible hallar rastro de ellos siquiera. Pero los diamantes Koltsdorf no han sido hallados.

—Unos diamantes podrían esconderse divinamente en los escombros de una casa incendiada —observó Mason.

—Han hecho migas los escombros, han tamizado las cenizas y no sé cuántas cosas más. Pero no han podido dar con los diamantes. Un anillo con un rubí, que Peter Laxter llevaba siempre en la mano izquierda, fue hallado en el cadáver; pero los diamantes, no.

—Cuénteme lo demás. ¿Se ha presentado Ashton con esos diamantes?

—No; que yo haya podido averiguar, no. Pero ha hecho otras cosas raras que son tan comprometidas como eso. Por ejemplo, poco antes del incendio, Laxter había estado en tratos para adquirir una finca. Había ido Ashton con él para verla. Hace un par de días, Ashton se presentó a ver al propietario de la finca y le hizo una oferta. La oferta era de dinero contante y sonante.

—¿Fue rechazada?

—Temporalmente, sí; pero creo que las negociaciones aún están en curso.

Mason frunció el entrecejo, pensativo, y dijo:

—Parece ser que estoy revolviendo un verdadero avispero. Laxter puede haber escondido bienes. Ashton puede haber estado al tanto de ello. En tal caso, probablemente, no se creería obligado a entregarle el dinero a Sam Laxter en bandeja. Me da en las narices que va siendo hora de que charlemos un rato con Ashton.

Drake dijo, con voz incolora:

—Los dos nietos parecen haber sido un poco juerguistas… sobre todo Sam. Oafley es uno de esos hombres reservados y muy poco gregarios. Sam tenía afición a los automóviles veloces, a los caballos de polo, a las mujeres.

—¿De dónde salía el dinero?

—Del viejo.

—Creí que el viejo era un avaro.

—Era de la virgen del puño con todo el mundo menos con sus nietos. Con ellos era muy liberal.

—¿Cuánto tenía?

—Nadie lo sabe. El inventario de sus bienes…

—Sí… —le interrumpió el abogado—; ya he repasado ese inventario. Al parecer, lo único que quedaba eran los bienes inmuebles; lo demás no ha sido encontrado todavía.

—A no ser que se lo encontrara Ashton —comentó Drake.

—No hablemos de eso. Lo que ahora me interesa es un gato.

—El día anterior al del incendio hubo una pelea bastante gorda en la casa. No he podido averiguar exactamente qué ocurrió; pero creo que esa enfermera puede decírnoslo. Aún no había llegado a hablar con la enfermera… Aquí está su casa.

—¿Cómo se llama…? ¿Durfey?

—No… De Voe… Edith de Voe. Según los informes que he recibido, no es fea la chica. Frank Oafley parecía muy interesado por ella mientras estuvo cuidando al viejo… y la ha seguido viendo después.

—¿Intenciones honorables?

—No me lo pregunte. Yo soy detective, no censor de moralidad. Bajemos.

Mason pagó el coche. Llamaron a la puerta y bajaron por un largo corredor hasta un piso situado en la planta baja. Una mujer pelirroja, de mirada inquieta, movimientos rápidos y nerviosos y cuerpo bien formado, realzado por el vestido que llevaba, les aguardaba en la puerta del piso. Su rostro expresaba desencanto.

—¡Oh! —dijo—. Estaba esperando… ¿Quiénes son ustedes?

Paul Drake hizo una ligera reverencia a continuación y contestó:

—Yo soy Paul Drake. Éste es el señor Mason, señorita de Voe.

—¿Qué desean ustedes?

Hablaba con rapidez, atropelladamente incluso.

—Queríamos hablar con usted —dijo Mason.

—Respecto a trabajo —se apresuró a agregar Paul Drake—. Usted es enfermera, ¿eh?

—Sí.

—Bueno, pues queríamos hablar sobre el trabajo con usted.

—¿Qué clase de trabajo?

—Yo creo que podríamos discutirlo mejor si entráramos —aventuró Drake.

Ella vaciló unos instantes, miró arriba y abajo del pasillo, luego se apartó de la puerta y dijo:

—Bueno, pueden ustedes entrar; pero sólo unos minutos.

El piso estaba tan limpio y bien cuidado como si se acabara de hacer limpieza general. La joven iba muy bien peinada; llevaba las uñas bien arregladas. Lucía el vestido como quien se ha puesto el fondo de la arquilla.

Drake se sentó cómodamente, como si tuviera la intención de pasarse allí unas horas.

Mason se sentó sobre el brazo de un sillón. Miró al detective y frunció el entrecejo.

—El trabajo de que se trata tal vez no sea exactamente lo que usted se esperaba —dijo Drake—; pero nada se pierde discutiéndolo. ¿Tiene usted inconveniente en decirme qué acostumbra cobrar por día?

—¿Por dos o tres días, o…?

—No; un día nada más.

—Diez dólares.

Drake se sacó un billetero de bolsillo. Extrajo diez dólares, pero no se los dio en seguida a la enfermera.

—Tengo trabajo para un día —dijo—. Podrá usted hacerlo en una hora; pero no tengo inconveniente en pagar el día completo.

La muchacha se humedeció los labios con la punta de la lengua y miró rápidamente de Mason a Drake. Su voz expresaba desconfianza.

—¿En qué consiste ese trabajo exactamente?

—Queríamos que recordara usted ciertos datos —contestó Drake, envolviéndose los dedos en el billete de diez dólares—. Necesitaría usted, quizá, diez o quince minutos para darnos una idea. Luego podría sentarse y escribirnos ordenadamente en un papel todos los datos que nos hubiera dado.

—Datos…, ¿de qué? —inquirió la muchacha, poniéndose en guardia.

Los ojos vidriosos del detective la miraron sin expresión. Empujó el billete de diez dólares hacia ella.

—Queríamos averiguar todo lo que usted supiese acerca de Peter Laxter.

La enfermera tuvo un sobresalto y miró, de un semblante a otro, con alarma, diciendo:

—¡Ustedes son detectives!

—Pongámoslo de la siguiente manera —respondió Drake—. Buscamos ciertos informes. Deseamos datos concretos y nada más que datos concretos. No vamos a meterle a usted en ningún lío.

Ella movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—; el señor Laxter me contrató como enfermera. Resultaría contrario a la ética de la profesión el revelar ninguno de sus secretos.

Perry Mason se inclinó hacia delante y tomó parte en la conversación.

—¿Se quemó la casa, señorita De Voe?

—Sí; se quemó la casa.

—Y…, ¿se hallaba usted en algún lugar de ella en aquellos momentos?

—Sí.

—¿Cómo ardió la casa…? ¿Bastante aprisa?

—Muy aprisa.

—¿Tuvo usted dificultad en salir?

—Estaba despierta. Olí humo y creí, al principio, que no sería más que un poco de humo del incinerador. Luego decidí investigar. Me puse una bata y abrí la puerta. La parte sur de la casa se hallaba envuelta en llamas entonces. Grité, y después de unos minutos… Bueno, me parece que quizá no debiera decir una palabra más.

—¿Sabía usted que estaba asegurada la casa? —inquirió Mason.

—Sí; supongo que sí.

—¿Sabe usted si ha sido pagado el seguro?

—Creo que sí. Creo que le fue pagado al señor Samuel Laxter. El albacea es él, ¿verdad?

—¿Había alguien en aquella casa que no le resultara a usted muy agradable? —preguntó Mason—. ¿Alguien que le fuera especialmente antipático?

—¿Por qué me hace usted semejante pregunta?

—Cuando ocurre un incendio —dijo Mason, lentamente— que puede tener por resultado la pérdida de vidas y en el que una persona murió en efecto, las autoridades acostumbran hacer una investigación. Esa investigación siempre se completa por la fecha del incendio; pero cuando llega a llevarse a cabo, siempre es prudente que los testigos declaren lo que sepan.

Meditó ella sobre estas palabras unos instantes, durante los cuales parpadeó repetidas veces.

—¿Quiere usted decir con eso que si no hablase pudiera sospecharse que yo hubiese prendido fuego a la casa para deshacerme de una persona que me fuera antipática? Eso es absurdo.

—Se lo preguntaré de otra manera —dijo Mason—. ¿Había alguien en la casa que le fuera a usted simpática?

—¿Qué quiere usted decir con eso, exactamente?

—Nada más que lo siguiente: No puede una persona hallarse reunida con otras bajo el mismo techo durante una temporada sin sentir simpatías y antipatías. Supongamos, por ejemplo, que hubiera una persona que le era simpática y otra que le fuera antipática. Nosotros vamos a conseguir datos acerca del incendio. Vamos a conseguirlos de alguien. Si los consiguiéramos de usted, tal vez fuera mejor para todos que si los consiguiéramos de la persona que a usted le es antipática, sobre todo si dicha persona intentara cargarle la responsabilidad a la persona que le era a usted simpática.

Ella pareció ponerse rígida en su asiento.

—¿Quiere usted decir con eso que Samuel Laxter ha acusado a Frank Oafley de haber empezado el fuego?

—De ninguna manera —respondió Mason—. Me estoy absteniendo deliberadamente de declarar hecho alguno. No estoy repartiendo información. He venido a obtenerla.

Hizo una seña al detective con la cabeza.

—Vamos, Paul —dijo.

Se puso en pie.

Edith de Voe se puso en pie de un brinco y casi corrió a interponerse entre Mason y la puerta.

—Un momento. No comprendí exactamente lo que deseaban ustedes. Les diré todo lo que sé.

—Querríamos saber muchas cosas —dijo Mason dubitativamente, como si vacilara en volver a su asiento—. No sólo del incendio, sino de las cosas que le precedieron. Me parece que será mejor que obtengamos los informes por otro lado, después de todo. Querríamos saber todo lo posible acerca de la vida y costumbres de la gente que vivía en la casa y usted, siendo enfermera… Más vale que no le metamos a usted en el asunto.

—¡No, no! ¡No hagan ustedes eso! Vuelvan aquí. Les diré cuanto sepa. Después de todo, no hay nada que sea confidencial, y si van a conseguir los informes que buscan, prefiero que los conozcan ustedes por mí. Si Sam ha insinuado siquiera que Frank Oafley tuvo algo que ver con el incendio, ¡es un embuste mediante el cual Sam espera salvar su propio pellejo!

Mason suspiró. Luego, con aparente mala gana, volvió al sillón, se sentó de nuevo en el brazo y dijo:

—Estamos dispuestos a escuchar unos minutos, señorita De Voe, pero tendrá usted que darse prisa. Nuestro tiempo es oro y…

La joven rompió a hablar con rapidez.

—Comprendo todo eso. Me pareció, por entonces, que el incendio tenía algo raro. Se lo dije a Frank Oafley y él me dijo que debía callarme. Grité e intenté despertar al señor Laxter… es decir, a Peter Laxter, el viejo. Para entonces las llamas envolvían ya todo aquel extremo de la casa. Seguí gritando y subí, a tientas, la escalera. Allí hacía calor y estaba lleno de humo; pero no había llamas. El humo me molestaba una barbaridad. Frank me siguió y me detuvo. Dijo que nada podía hacer yo. Nos quedamos parados en la escalera, gritando para intentar despertar al señor Laxter; pero no obtuvimos contestación. Nubes de humo negro subían por la escalera. Volví la cabeza y vi unas llamas que empezaban a arrancar del suelo cerca del pie de la escalera y comprendí que tendríamos que marchamos de allí. Salimos por el ala norte. Yo estaba casi asfixiada por el humo. Tuve los ojos enrojecidos e inyectados en sangre durante dos o tres días.

—¿Dónde estaba Sam Laxter?

—Le vi a él antes de ver a Frank. Iba en pijama y con albornoz y gritaba: «¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!». Parecía haber perdido la cabeza.

—¿Qué hacían los bomberos?

—No llegaron hasta que la casa hubo quedado medio destruida. Estaba muy aislado el edificio, ¿sabe?

—¿Es una casa grande?

—¡Demasiado grande! —contestó la enfermera, con vehemencia—. Había demasiado trabajo en ella para la servidumbre que tenían.

—¿Qué servidumbre había?

—La señora Pixley; una muchacha llamada Nora, creo que se apellidaba Abbingdon, pero no estoy segura, y Jim Brandon, el chófer. Nora era una especie de criada para todo. No vivía allí. Se presentaba todas las mañanas a las siete. La señora Pixley se encargaba de la cocina.

—¿Y el portero Carl Ashton? ¿No estaba allí?

—Sólo alguna que otra vez. Se cuidaba de la casa de la ciudad. Se presentaba a veces en la quinta, cuando el señor Laxter se lo pedía. Había estado allí la noche del incendio.

—¿Dónde dormía Peter Laxter?

—En el segundo piso, ala sur.

—¿A qué hora se declaró el incendio?

—A eso de la una y media de la madrugada. Debían de ser las dos menos cuarto cuando me desperté yo. La casa llevaba ardiendo ya algún tiempo.

—¿Por qué la empleaba a usted? ¿Qué tenía el señor Laxter?

—Había sido víctima de un accidente de automóvil, y como consecuencia de ello había quedado con los nervios en bastante mal estado. A veces no podía dormir, y le inspiraban las drogas un disgusto profundo. No quería permitirle al médico que le diera nada para dormir. Yo había sido masajista, y le daba masaje cuando tenía uno de esos ataques de nervios. Le aliviaba la tensión. Tomándose un baño de agua caliente, dejando que el agua le corriera por el cuerpo, y un masaje después, conseguía relajarle y que se durmiera. Además, tenía complicaciones cardíacas. A veces tenía yo que darle inyecciones… de estimulantes cardíacos, ¿comprende?

—¿Dónde estaba Winifred la noche del incendio?

—Estaba dormida. Nos costó algo de trabajo levantarla. Creí, durante unos momentos, que habría sucumbido bajo los efectos del humo. Su puerta estaba cerrada con llave. Los muchachos casi la echaron abajo antes de que se despertara.

—¿Dónde estaba? ¿En el ala norte o en la sur?

—En ninguna de las dos. Estaba en el centro de la casa, a Oriente.

—¿Y los muchachos? ¿Dónde dormían?

—En el centro de la casa, a Occidente.

—¿Y la servidumbre?

—Toda ella ocupaba el ala norte.

—Si usted estaba allí como enfermera del señor Laxter y él padecía del corazón, ¿por qué no dormía usted donde se encontrara cerca de él por si le daba un ataque?

—Sí que dormía cerca de él. El señor Laxter tenía instalado un pulsador eléctrico en su cuarto, de forma que no tenía más que hacerme una señal y yo le contestaba con otra, para que supiera que acudía.

—¿Cómo le contestaba?

—Oprimiendo un pulsador.

—¿Que hacía sonar un timbre en su cuarto?

—Sí.

—¿Por qué no tocó usted ese timbre la noche del incendio?

—Sí que lo tocamos. Eso fue lo primero que hice. Corrí a mi cuarto y toqué el timbre repetidas veces. Luego, al no recibir contestación, empecé a subir la escalera. El fuego debió cortar los hilos.

—Ya. ¿Había mucho humo?

—Sí; la parte central de la casa estaba llena de humo.

—¿Qué había pasado el día anterior al que se produjo el incendio?

—¿Qué quiere usted decir?

—Se había regañado por algo, ¿eh?

—No… no precisamente eso. Había habido jaleo entre Peter Laxter y Sam. No creo que Frank tuviera nada que ver en el asunto.

—¿Se metió a Winifred en la riña?

—No lo creo. No fue más que una discusión entre el viejo y Sam Laxter. Tenía algo que ver con Laxter y el juego.

—¿Tiene usted la menor idea de cómo empezó el fuego? —inquirió Mason.

—¿Quiere usted decir si lo prendió alguien?

Mason dijo lentamente:

—Ya ha esquivado usted la cuestión demasiado, señorita De Voe… ¡díganos usted lo que sabe acerca de ese incendio!

Ella respiró hondamente. Su mirada vaciló.

—¿Hay manera de que pudiera iniciar una persona un incendio mediante el procedimiento de llenar un horno de gases procedentes del escape de un automóvil? —preguntó.

Drake movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—; no son los gases de un escape. Baje de las nubes y…

—Aguarde un momento, Paul —le interrumpió Perry Mason—. Averigüemos exactamente lo que quiere decir con eso.

—No tiene importancia, a menos que se pudiera empezar un incendio así —murmuró ella evasivamente.

El abogado, dirigiendo una mirada de aviso al detective, movió afirmativamente la cabeza y dijo:

—Sí; creo que tal vez pudiera iniciarse un incendio así.

—Pero tendría que iniciarse varias horas después de haber metido los gases en el horno.

—¿Quiere usted decirnos exactamente cómo fueron metidos los gases en el horno? —inquirió Mason.

—Pues verá usted. El garaje formaba parte de la casa. Había tres coches en él. La casa estaba construida sobre una pendiente y el garaje se hallaba en la esquina sudoeste, abajo de la pendiente. Supongo que cuando construyeron la casa encontraron que quedaba un poco más de sitio debajo de la cocina y el arquitecto decidió montar un garaje allí en lugar de hacer un edificio separado o…

—Sí —se apresuró a decir Mason—; comprendo perfectamente lo que usted quiere decir. Hábleme de los gases del escape.

—Bueno, pues había salido a dar un paseo y regresaba a la casa cuando oí el ruido de un coche en marcha dentro del garaje. La puerta del garaje estaba cerrada; pero el motor seguía en marcha. Creí que alguien se había ido y dejado el motor de su coche en marcha, sin darse cuenta; conque abrí la puerta… hay una puertecita lateral… no la puerta grande, corrediza, que se abre para sacar los coches… y encendí las luces.

Mason se inclinó hacia ella.

—¿Qué encontró usted? —preguntó.

—Sam Laxter estaba sentado en su automóvil, con el motor en marcha.

—¿El motor de su automóvil estaba en marcha?

—Sí.

—¿Despacio?

—No; muy aprisa. Como si estuviese echando una carrera. Si hubiera estado funcionando despacio, yo no lo hubiera oído.

—¿Y cómo metió los gases del escape en el horno? —preguntó Paul Drake.

—Eso es lo raro. Me fijé casualmente en que corría un tubo desde el escape hasta la tubería de la calefacción. El horno era un horno de gas, que suministraba aire caliente. Estaba en un sótano, en el fondo del garaje.

—¿Cómo sabe usted que el tubo de escape iba a parar a la tubería?

—¡Le digo a usted que lo vi yo misma! Vi un tubo que partía del escape, corría por el suelo y luego se metía en una tubería. Las tuberías del horno… es decir, algunas de ellas… subían del horno a la casa a través del garaje.

—¿Sabía Sam Laxter que había usted visto el tubo que salía del escape?

—Sam Laxter —dijo con énfasis— estaba borracho. Apenas podía tenerse en pie. Paró el motor y me habló de bastante mala forma.

—¿Qué le dijo?

—Dijo: «¡Váyase usted al mismísimo demonio! ¿Es que no puede una persona estar a solas sin que tenga usted que asomar las narices?».

—¿Qué contestó usted?

—Di media vuelta y salí del garaje.

—¿No le dijo usted nada?

—No.

—¿Apagó usted las luces al salir?

—No; dejé la luz encendida para que Sam pudiera ver para salir.

—¿Cómo sabe usted que estaba borracho?

—Por la forma en que estaba tirado en el asiento y por el tono de su voz.

Mason contrajo las pupilas…

—¿Vio usted claramente su semblante? —preguntó.

Ella frunció el entrecejo unos instantes y dijo:

—Me parece que no vi su cara. Llevaba un sombrero «Stetson» grande, color crema, y cuando encendí la luz, lo primero que vi fue su sombrero. Me acerqué, por un lado, al coche. Estaba caído sobre el volante y cuando llegué al lado del automóvil, bajó la cabeza… Ahora que lo pienso, no llegué a ver su cara en absoluto.

—¿Reconoció usted su voz?

—Tenía la voz gruesa y pastosa… como la tiene un hombre cuando ha estado bebiendo.

—En resumen —dijo Mason—: que si tuviera que declarar ante un tribunal, no podría usted jurar que fuese Sam Laxter el hombre a quien usted había visto en el coche, ¿verdad?

—Claro que sí. No había ninguna persona en la casa que llevara un sombrero así, más que él.

—En tal caso, está usted identificando el sombrero y no a la persona.

—¿Qué quiere usted decir?

—Cualquiera podía haberse puesto ese sombrero.

—Sí —contestó ella con acidez—; podía.

—Tal vez sea importante. Y si tuviera usted que prestar declaración, la interrogarían sin piedad.

—¿Quiere usted decir con eso que tendría que prestar declaración acerca de cómo empezó el incendio?

—Algo así. ¿Cómo sabe usted que no era Frank Oafley el que estaba al volante?

—Sé que no lo era.

—¿Cómo?

—Pues, si quiere usted saber, porque había salido de paseo con Frank Oafley. Me separé de él en la esquina de la casa. Él dio la vuelta hacia la parte de delante y yo me dirigí a la parte de atrás. Por eso pasé por delante del garaje. Y entonces oí el motor en marcha.

—¿Y el chófer? ¿Cómo se llama? Jim Brandon, ¿verdad?

—Así es.

—¿Podía haber sido el chófer?

—No; a menos de que llevara puesto el sombrero de Sam Laxter.

—¿A quién más ha hablado usted de esto?

—A Frank.

—¿Acostumbra usted llamarle por el nombre de pila?

La muchacha apartó rápidamente la mirada. Luego volvió a alzarla y lo miró con desafío.

—Sí —dijo—. Frank y yo somos íntimos amigos.

—¿Qué dijo él cuando le habló usted del asunto?

—Dijo que los gases de un escape no podían ocasionar un incendio y que no haría más que armar jaleo si hablaba del asunto. Conque era mucho mejor que me callara.

—¿A quién más se lo dijo usted?

—Al amigo de Winifred… no a Harry Inman… al otro.

—¿Se refiere usted a Douglas Keene?

—Eso es; a Douglas Keene.

—¿Quién es Harry Inman?

—Era un muchacho que la estaba apremiando para que se casase con él. Yo creo que Winifred sentía por él cierta preferencia; pero en cuanto averiguó que no iba a heredar un centavo, perdió interés en ella por completo.

—¿Qué dijo Douglas Keene cuando usted se lo dijo?

—Douglas Keene dijo que le parecía una prueba de la mayor importancia. Me hizo infinidad de preguntas acerca de dónde iba a parar cada tubería y quiso saber si la tubería que estaba acoplada al escape conducía a la alcoba de Peter Laxter.

—Y…, ¿conducía a dicho cuarto?

—Creo que sí.

—Y luego…, ¿qué?

—Me aconsejó que contara a las autoridades lo que había visto.

—¿Lo hizo usted?

—Aún no. Estaba aguardando a… un amigo… Quería que me aconsejara antes de dar un paso que pudiera armar jaleo.

—¿A qué hora se encontró a Sam en el garaje?

—A eso de las diez y media.

—Eso fue una cuantas horas antes del incendio. ¿Sabe usted si Sam entró en casa inmediatamente después de eso?

—No; no lo sé. Me enfureció tanto lo que me dijo, que me marché para no abofetearle.

—Pero… debió regresar a la casa antes del incendio, puesto que llevaba pijama y albornoz cuando le despertó a usted el incendio.

—Sí; así es.

—¿Estaba vestido del todo cuando le vio usted en el coche?

—Creo que sí.

—¿Dice usted que encendió las luces?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Las luces del garaje estaban apagadas?

—Sí.

—¿La puerta estaba cerrada?

—Sí.

—Así, pues, la última persona que entrara un coche en el garaje tendría que haber cerrado la puerta tras sí, ¿no es eso?

—Sí; naturalmente.

—Y…, ¿el interruptor estaba cerca de la puertecilla?

—A pocas pulgadas de ella. ¿Por qué?

—Porque —dijo Mason lentamente— si Laxter había entrado en el garaje con su coche, tenía necesariamente que haberse bajado del coche, haberse acercado a la puerta del garaje, haberla cerrado, haber apagado las luces y a continuación haber vuelto a su coche. Después de todo, no es costumbre meter un coche en un garaje haciendo que se filtre por una puerta cerrada.

—Bueno, y…, ¿qué?

—Si estaba tan borracho que no podía parar el motor y estaba tirado sobre el volante dejándolo correr, apenas parece posible que pudiera levantarse, cerrar las puertas del garaje, apagar las luces y volverse a subir a su coche.

Ella movió afirmativamente la cabeza.

—No había pensado en eso.

—¿Espera usted la llegada de ese amigo que ha de aconsejarle qué hacer?

—Sí; de un momento a otro.

—¿Tendría usted inconveniente en decirme su nombre?

—No creo que haya necesidad de meterle a él en el asunto.

—¿Se trata de Frank Oafley?

—Me niego a contestar.

—Y…, ¿no piensa usted hablar de esto a las autoridades, a no ser que su amigo le aconseje que lo haga?

—No pienso comprometerme en eso. No me pongo por completo en manos de mi amigo. Sólo voy a pedirle un consejo.

—Pero tiene usted el presentimiento de que, de una manera o de otra, el incendio fue provocado por los gases del escape. ¿No es eso?

—Yo no soy mecánico. No sé una palabra de automóviles. No sé una palabra de hornos de gas. Pero si sé que hay una llama en el horno de gas continuamente y me pareció a mí que si la mezcla del carburador era fuerte y hubiesen sido echados gases de gasolina al horno, podían haber estallado y provocado un incendio.

Mason bostezó abiertamente, miró a Drake y dijo:

—Me parece a mí, Paul, que eso no va a ayudarnos gran cosa. No hay manera de que esos gases puedan haber provocado un incendio.

Ella miró de uno a otro con desencanto.

—¿Está usted seguro?

—Completamente.

—Entonces, ¿por qué estaba enchufada esa goma al escape y a una de las tuberías de la calefacción?

Mason le paró con otra pregunta:

—¿No había más que una luz en el garaje?

—Una nada más. Una luz muy brillante, que colgaba en el centro del garaje.

—¿No le parece a usted posible que lo que usted viera fuese una cuerda y no un tubo?

—No, señor… era una tubería flexible de goma… e iba desde el escape del coche de Sam Laxter hasta un agujero que había sido practicado en el tubo de la calefacción. Era un tubo muy ancho, ¿sabe?, cubierto de asbesto. Ese aire caliente subía por él a la alcoba y a la sala de Peter Laxter.

Mason movió afirmativa y pensativamente la cabeza.

—Le diré lo que haré —dijo—. Daré una vuelta y, si decide usted contarle todo a las autoridades, tal vez pueda ayudarla a ponerse en contacto con algunos de los miembros de la Brigada Criminal que no sean tan escépticos y duros como el sargento Holcomb.

—Me gustaría eso —contestó ella, sencillamente.

—Bueno; reflexionaremos y la llamaremos por teléfono si se nos ocurre alguna idea nueva. Entretanto, puede usted informarnos de lo que le aconseje hacer su amigo. Si decide decírselo a las autoridades, avísenos.

Ella afirmó lentamente con la cabeza.

—¿Dónde puedo encontrarlos?

Mason asió a Drake del brazo y, mediante una suave presión, le empujó hacia la puerta.

—La llamaremos más tarde, esta noche —dijo—. Le estamos sumamente agradecidos por haber hablado con nosotros.

—No ha resultado suplicio ni mucho menos —sonrió ella—. Yo les he contado, con mucho gusto, cuanto sabía.

Una vez en el corredor, el detective miró al abogado.

—Bueno —dijo Mason riendo—, pues el gato se queda.

—Eso deduje —observó Drake—. Pero no veo claramente cómo piensa jugar las cartas.

Mason condujo al detective al extremo del corredor y bajó la voz hasta hablar en un suspiro.

—Cuando vuelva a ver a mi estimado contemporáneo Nat Shuster le diré que se lea la Sección 258 del Código, que declara que ninguna persona culpable del asesinato de otra tiene derecho a heredar parte alguna de sus bienes, sino que la parte que pudiera corresponderle debe ir a los otros herederos.

—Veamos si calculamos la mecánica de este asunto de la misma manera —dijo Drake.

—Claro que sí. Está claro. El horno de aire caliente tenía gran cantidad de tuberías que iban a parar a distintas habitaciones de la casa. Cada una de dichas tuberías tenía un regulador para poder cortar el calor de las habitaciones que no estuvieran utilizándose. Sam Laxter cometió un asesinato por un procedimiento muy sencillo. Metió su coche en el garaje, enchufó un trozo de goma flexible al escape, hizo un agujero en la tubería que suministraba aire caliente a la alcoba de Peter Laxter y cerró el regulador que había más abajo. Luego se sentó en su automóvil con el motor en marcha. El mortífero gas de monóxido del escape del automóvil pasó por el tubo flexible de la tubería de la calefacción, hasta la alcoba de Peter Laxter.

»Observe el diabólico ingenio de que dio muestras. No tenía más que poner en marcha el motor de su automóvil para conseguir que muriera de muerte sin dolor otra persona situada en un cuarto muy alejado del motor. Luego prendió fuego a la casa. En la sangre de las personas que han expirado en edificios quemados acostumbra hallarse monóxido de carbono: Era un hermoso caso de asesinato, y al parecer, el único testigo es esta enfermera pelirroja que le pilló in fraganti y el único motivo de que siga viva es que Sam Laxter cree que ella no se ha dado cuenta del significado de lo que vio. O tal vez no sabe que la muchacha vio el tubo enchufado al escape.

El detective se sacó del bolsillo una tira de goma de mascar y dijo:

—¿Qué hacemos ahora?

—Nos ponemos en contacto con el fiscal —replicó Mason—. Siempre ha dicho que un abogado criminalista usa su inteligencia para evitar que los asesinos paguen las consecuencias de sus crímenes. Ahora voy a darle una sorpresa enseñándole el asesinato perfecto que he descubierto donde sus propios agentes no han podido sacar nada en limpio.

—Parece un bastidor tan endeble de pruebas en que basar una acusación de asesinato… —objetó el detective.

—No tiene nada de endeble. Fíjese en que la hora era a las diez y cuarto de la noche aproximadamente. Hacía varias horas que anocheciera. Las puertas del garaje estaban cerradas. Sam fingió hallarse borracho. Pero a la fuerza tiene que haberse apeado, cerrado las puertas del garaje, vuelto a su asiento y conservado el motor en marcha. Tiene que haber enchufado la goma al escape y luego haber empalmado con la tubería que conducía al cuarto de su abuelo. Entonces ya no tenía nada que hacer más que poner el motor en marcha. Con toda seguridad, no necesitó tenerlo en marcha mucho rato. Si no recuerdo mal la medicina forense, el gas del escape de un automóvil produce monóxido de carbono a razón de un pie cúbico por minuto por cada veinte caballos de fuerza. Un garaje corriente puede llenarse de gases mortíferos en cinco minutos con un solo motor en marcha. El exponerse a una atmósfera que tenga aunque no sea más que 0,2 por ciento de gas, causa resultados letales con el tiempo. Las indicaciones post morten son una sangre muy brillante, de color cereza. El gas afecta a la sangre de forma que no puede distribuir oxígeno a los tejidos. Estas indicaciones se acostumbran encontrar en la sangre de las personas que mueren en un incendio.

»Hemos de reconocer que Samuel C. Laxter es muy inteligente. Si no hubiera sido porque esa enfermera tropezó accidentalmente con él, hubiera cometido el asesinato perfecto.

—¿Va usted a poner todo este asunto en manos del fiscal? —inquirió Drake, con la cara desprovista de expresión.

—Sí.

—¿No sería mejor que averiguara primero qué pinta el cliente de usted toda esta cuestión?

Mason respondió lentamente:

—No: me parece que no. Si mi cliente ha hecho mal no pienso intentar escucharle. A mí se me ha contratado para que me encargue que se quede con su gato y, ¡voto a tal!, que se quedará con su gato. Si él se ha encontrado dinero que pertenece a la testamentaría y que ha cometido un desfalco, ése es un asunto completamente distinto. Y no pierda usted de vista que Peter Laxter puede haberle hecho un regalo válido de ese dinero antes de morir.

—Narices —respondió el detective—. Peter Laxter no esperaba morir, por lo tanto, no había razón para que regalase su dinero.

—No esté usted tan seguro de eso —dijo Mason—. Alguna razón tendría para convertir sus bienes en dinero contante y sonante. Pero dejemos de hacer cábalas sobre eso, Paul. Lo principal, en un pleito, es que el cliente del adversario se vea obligado a estar siempre a la defensiva y evitar que el cliente propio se vea en una posición que le obligue a dar la mar de explicaciones. Sea como fuere, telefonearé a Ashton y le diré que creo que su gato está seguro.

El detective se echó a reír.

—Eso es como matar canarios a cañonazos —dijo—. ¡Cuidado que nos estamos metiendo en ramificaciones nada más que para conservar vivo un gato!

—Y —agregó Mason— para demostrarle a Nat Shuster que no puede tomar atajos conmigo y quedarse tan tranquilo. No olvide usted su parte, Paul.

—Hay un teléfono en el bar de la esquina.

—Bien, Paul. Telefonearemos a Ashton y al fiscal del distrito.

Doblaron la esquina. Mason echó una mirada al aparato, marcó el número que figuraba en el listín bajo el nombre de Peter Laxter y preguntó por Carl Ashton. Tardó varios minutos en oír la voz del hombre al aparato.

—Perry Mason al habla, Ashton. No creo que tenga usted necesidad de volverse a preocupar del gato Escoria.

—¿Por qué no? —preguntó Ashton.

—Me parece que Sam Laxter va a tener las manos llenas —explicó Mason—. Creo que va a estar la mar de ocupado. No le diga usted nada aún a ninguno de los criados; pero creo que existe la posibilidad de que sea llamado Sam Laxter al despacho del fiscal a responder a ciertas preguntas.

La voz del portero sonó con áspera estridencia:

—¿Puede usted decirme acerca de qué?

—No; ya le he dicho todo lo que me es posible decirle. Ahora sea usted reservado y no hable a nadie del asunto.

En la voz de Ashton se notaba una inquietud creciente.

—Un momento, señor Mason. No quiero que vaya usted demasiado lejos en esto. Tengo mis razones para no querer que el fiscal empiece a hacer preguntas.

El tono de Mason no admitía réplica. Dijo:

—Usted me contrató para que impidiera que fuese envenenado su gato. Yo voy a hacer eso y nada más.

—Pero… esto es una cosa muy distinta —aseguró Ashton—. Quiero hablar con usted del asunto.

—Véame mañana, pues. Entretanto, dele a Escoria un plato de leche de mi parte.

—Pero… es preciso que le vea a usted si el fiscal va a empezar una investigación.

—Bueno, pues véame mañana —contestó Mason, colgando el auricular.

Hizo una mueca al dejar el teléfono y encararse con el detective.

—Esos malditos casos de gatos —dijo— dan muchísimo más quehacer de lo que valen. Vamos a buscar al fiscal.

—¿Parecía tener la conciencia poco tranquila? —inquirió Drake.

Mason se encogió de hombros.

—Mis clientes nunca tienen la conciencia tranquila, Paul. Y después de todo, no olvide que mi cliente es un gato.

Drake se echó a reír y dijo:

—Comprendo perfectamente; pero nada más que de paso, me gustaría saber de dónde sacó Ashton ese dinero. Escuche, Perry; empieza a llover. Preferiría usar mi automóvil si es que hemos de ir a alguna parte.

—Lo siento, Paul. Hemos de ir a algunas partes; pero no tendrá usted ocasión de buscar su coche… iremos demasiado aprisa. Sacaré el mío. Podremos usarlo.

Drake soltó un gemido.

—Me lo estaba temiendo. Conduce usted a una velocidad de mil demonios por la carretera mojada.