Capítulo 4

Los empleados del despacho se habían marchado hacía rato. Perry Mason, con los pulgares metidos entre las sisas del chaleco, paseaba por el cuarto. Sobre la mesa, delante de él, había una copia del testamento de Peter Laxter.

Sonó el teléfono. Mason se llevó el auricular al oído y oyó la voz de Paul Drake, que decía:

—¿Ha comido usted algo?

—Aún no. No me hace mucha gracia comer cuando estoy pensando.

—¿Le gustaría escuchar un informe?

—Ya lo creo.

—Aún no está completo; pero tengo la mayor parte de los datos.

—Bueno. ¿Por qué no viene?

—Me parece que será mucho más conveniente que se reúna usted conmigo. Estoy en la esquina de las calles Spring y Melton. Hay una cafetería por aquí, y podríamos tomar un bocado. Yo no he comido aún, y mi estómago se cree que he declarado la huelga del hambre.

Mason contempló, ceñudo, la copia del testamento.

—Bueno —dijo—; iré…

Apagó las luces, tomó un coche hasta el lugar mencionado por el detective y miró a Drake.

—Parece traerse usted algo escondido, Paul. Tiene usted la misma expresión en la cara que un gato que se está bebiendo la leche.

—¿Sí? Pues no me iría mal un poco de leche, se lo aseguro.

—¿Qué hay de nuevo?

—Se lo diré después de comer. Me niego a hablar con el estómago vacío… ¡Voto a tal, Perry! ¡Déjese de este asunto! Por la furia con que usted lo ha cogido, se diría que se trata de un asesinato en lugar de un gato. Apuesto a que no saca más de cincuenta dólares como honorarios.

Mason se echó a reír y contestó:

—He sacado diez dólares justos.

—Ya lo decía yo —observó Drake, como si se dirigiera a un auditorio imaginario.

—Los honorarios nada tienen que ver con este asunto —dijo Mason—. Un abogado se debe a su cliente. Puede fijar los honorarios que se le antojen. Si el cliente no los paga, el abogado no tiene necesidad de aceptar el asunto; pero, si los paga, lo mismo da que se trate de cinco centavos que de cinco millones de dólares. El abogado tiene la obligación de emplear toda su habilidad, todas sus facultades en beneficio del cliente.

—No le sería posible ejercer la carrera con esta teoría, Perry, si no fuera usted un individualista… Aquí está la cafetería. Entremos.

Mason se paró en la puerta, mirando, dubitativo, hacia el iluminado interior. Una joven de cabello oscuro, ojos alegres y labios muy rojos y gruesos presidía ante una batería de moldes para hacer buñuelos. El único parroquiano que había en el establecimiento pagó su cuenta. La joven marcó el importe en una caja registradora, le dirigió una sonrisa y se puso a limpiar el mostrador.

—Me parece que no tengo ganas de buñuelos ni de pastas de ninguna clase —observó Mason.

El detective le asió suavemente del brazo y le empujó dentro, diciendo:

—¡Claro que quiere usted una pasta!

Se sentaron al mostrador. Unos ojos oscuros les miraron mientras unos labios rojos sonreían.

—Dos tortitas —dijo Drake— con tiras de tocino.

Las manos de la muchacha se movieron con rapidez. Echó la harina disuelta en agua sobre una plancha caliente y colocó sobre ella unas tiras de tocino.

—¿Café? —preguntó.

—Café —respondió Drake.

—¿Ahora?

—Ahora.

Llenó dos tazas de café y las colocó, junto con una jicara de leche, al lado de cada plato. Sacó servilletas de papel, cubiertos de plata, agua y mantequilla.

Drake alzó la voz mientras se alzaba el humo de las planchas calientes.

—¿Cree usted poder hacer anular el testamento de Laxter, Perry?

—No lo sé —confesó el abogado—. Ese testamento tiene algo raro. He estado estudiándolo tres horas.

—Parece raro que haya desheredado a su nieta predilecta —prosiguió el detective en alta voz—. Sam Laxter era amigo de la juerga. Al viejo le hacía eso muy poca gracia, Oafley es un tipo muy reservado y muy poco gregario. Al viejo no le era muy simpático. Es demasiado negativo.

La joven que estaba detrás del mostrador dio la vuelta al tocino y les dirigió una rápida mirada.

—Es difícil hacer anular el testamento, ¿no? —insistió Drake.

—Si intenta uno hacerlo anular alegando influencia indebida o trastorno mental, sí. Pero le digo a usted, Paul, que voy a hacer migas ese testamento.

Un plato cayó explosivamente sobre el mostrador. Mason alzó perplejo la mirada y se encontró con un rostro encendido, una boca decidida y ojos negros que despedían chispas.

—Oiga —exclamó la muchacha—; ¿a qué se han creído ustedes que están jugando? Me estoy abriendo camino sin pedirle favores a nadie y ustedes vienen…

Paul Drake agitó la mano con el gesto estudiado de la persona que va a hacer algo sensacional, pero que quiere que parezca una cosa corriente en él.

—Perry —dijo—, le presento a Winifred.

El rostro de Perry expresó una sorpresa tan grande y tan sincera, que la indignación de Winifred Laxter se disipó.

—¿No lo sabía usted? —dijo.

Mason movió negativamente la cabeza.

Ella señaló el letrero que había sobre la puerta.

—Debiera usted de haberlo comprendido por el letrero: «Tortitas de Winifred».

—No leí el letrero —respondió Mason—. Mi amigo me trajo aquí. ¿Qué pretendía usted, Paul? ¿Quería ser teatral, sacarse un conejo del sombrero o hacer alguna cosa así?

Drake acarició los bordes de la taza con las yemas de los dedos y sonrió.

—Quería que se conocieran ustedes dos. Quería que mi amigo viera cómo llevaba usted la tienda, señorita Laxter. La mayoría de la gente no se creería que una heredera fuese capaz de regentar una cafetería.

—No soy heredera.

—No lo asegure usted tanto. Este señor es Perry Mason, el abogado.

Ella abrió los ojos desmesuradamente.

—Perry Mason —repitió.

—¿Ha oído usted hablar de él? —inquirió Drake.

—¿Y quién no? —contestó ella.

—Quería hacerle unas preguntas respecto a su abuelo —dijo Mason—. Empleé al señor Drake para que la encontrara.

La joven abrió el molde y sacó dos tortitas bien doradas. Las roció con mantequilla derretida, puso sobre el mostrador un tarro de melaza, y entregó una tortita a cada uno y las lonchas de tocino dorado en otro plato.

—¿Un poco más de café? —preguntó.

—No; yo tengo bastante, gracias —aseguró Mason.

Echó melaza sobre la tortita, la cortó y su rostro reflejó sorpresa al cortarla.

Paul Drake rió y dijo:

—No sé cuánto espera usted cobrar en este asunto, Perry; pero estas tortitas constituyen ya unos magníficos honorarios en sí.

—¿Dónde aprendió usted a hacer estas tortitas? —preguntó el abogado.

—Aprendí a cocinar y al abuelo le gustaban estas tortitas. Cuando me encontré sola, me dije que sería un buen plan dedicarme a hacerlas. Ahora está esto un poco parado; pero hace cosa de una hora estaba lleno y, a la salida de los teatros, volverá a llenarse. Además, se despacha mucho por la mañana, como es natural.

—¿Quién se encarga de despachar por la mañana? —inquirió Mason.

—Yo.

—¿Y a la salida de los teatros?

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—Trabajo por mi cuenta, trabajo para mí misma, y no tengo empleados. Conque no hay ley que pueda impedirme que trabaje todo lo que quiera…

Drake le dio un rodillazo a Mason y dijo, hablando por un lado de la boca:

—Fíjese en ese pájaro que está mirando por la ventana.

Mason alzó la mirada.

Nat Shuster, con la boca entreabierta, saludaba efusivamente con espasmódicos movimientos de cabeza. En cuanto se dio cuenta de que le había visto Perry, se marchó rápidamente. Mason observó la expresión intrigada que apareció en el semblante de Winifred Laxter.

—¿Le conoce usted? —preguntó.

—Sí; es un cliente. Lleva dos o tres días comiendo aquí. Me hizo firmar un papel esta noche.

Mason depositó lentamente cuchillo y tenedor al lado de su plato.

—¡Ah! —dijo—. Conque le hizo firmar un papel, ¿eh?

—Sí. Dijo que era un amigo y que sabía que yo quería ayudar a llevar a cabo las intenciones de mi abuelo; que, aun cuando hubiese sido olvidada en el testamento, sabía que tenía unas miras lo bastante amplias para comprender que el abuelo podía hacer lo que se le antojase con sus bienes; que, a no ser que los otros nietos pudiera acortar la tramitación, tendrían que esperar la mar de tiempo antes de que pudieran tocar un centavo; pero que yo podía acortar los trámites y ayudarlos si firmaba un papel.

—¿Qué clase de papel era?

—No lo sé. Era un papel que decía algo de que yo sabía que el abuelo no estaba loco, que yo estaba satisfecha con el testamento y que no intentaría impugnarlo… Pero, claro está, aun sin eso yo no lo hubiera hecho.

Drake miró expresivamente a Perry.

—¿Le pagó a usted algo? —inquirió Mason.

—Se empeñó en darme un dólar. Salió y lo dejó encima del mostrador. Me reí de él y le dije que yo no quería nada; pero me contestó que tendría que aceptar el dólar para que resultara legal. Se mostró muy amable. Me dijo que le gustaban las tortitas y que iba a hacerme propaganda entre sus amigos y mandarme muchos parroquianos.

Perry Mason empezó a comer su tortita otra vez.

—Sí —dijo lentamente—: es su estilo.

Winifred Laxter apoyó las manos en el estante de los moldes de tortitas.

—Deduzco —dijo— que se han aprovechado de mi ingenuidad. ¿No es así?

Mason la miró escudriñador. Fue Drake quien respondió a la pregunta. Movió afirmativamente la cabeza y dijo:

—Vaya si se han aprovechado.

Winifred se inclinó hacia ellos.

—Bueno. Y ahora permítanme que les diga yo algo a ustedes. Me tiene sin cuidado. Sabía que Sam Laxter había enviado a ese hombre aquí, y me figuraba que era un abogado. Sabía que estaba intentando hacerme firmar una renuncia a algo, y sabía que lo estaba haciendo porque temía que pudiese yo dar quehacer.

»No sé a qué han venido aquí ustedes dos; pero, con toda seguridad, para convencerme y empezar un pleito. Conque dejémonos de tonterías, salgamos al descubierto y entendámonos de una vez. Así podrán comer ustedes las tortitas más tranquilos.

»Mi abuelo no era idiota. Sabía lo que se hacía. Decidió dejar su fortuna a los dos muchachos. Magnífico. Yo lo encuentro muy bien. Hacía años que vivíamos los tres con él. Nos habíamos acostumbrado a que nos pagase él las cuentas. No nos preocupábamos por dinero. Nos tenía sin cuidado la depresión, la falta de trabajo y el pánico de la Bolsa. El abuelo tenía dinero y lo tenía en efectivo. Nos lo daba con generosidad.

»¿Cuál fue el resultado? Perdimos contacto con el mundo. No sabíamos qué pasaba en el mundo y nos tenía sin cuidado. Éramos jóvenes; pero tanto hubiera sido que hubiéramos estado retirados y viviendo en un asilo de ancianos e inválidos.

»Yo tenía un par de muchachos amigos que no me dejaban a sol ni a sombra. No acababa de decidir cuál de los dos era el mejor. Ambos eran bastante buenos. A veces creía que me gustaba más el otro. Fui desheredada. Tuve que salir y ponerme a trabajar. Me hice con este negocio y empecé a aprender lo que era la vida. He visto a más gente y conseguido más relaciones, me he divertido más viviendo y trabajando aquí que siendo la favorita mimada de un abuelo rico. Y he acabado con todas las envidias mezquinas y las intrigas de los dos nietos, que temían que me quedara yo con toda la fortuna. Uno de mis amigos empezó a perder todo interés en mí cuando averiguó que yo no iba a tener ya un millón de dólares o algo así a mi nombre. El otro está encantado porque quiere ser él quien me mantenga.

»Ahora piense usted bien todo eso y dígame si cree que voy a presentarme yo ante un tribunal y sacar a relucir los trapitos de mi abuelo y de los otros dos nietos para despertarme luego con un dolor de cabeza o con unos bienes que no deseo para nada.

Perry Mason empujó su taza por el mostrador.

—Deme otra taza de café, Winnie, y yo le mandaré aquí a todos mis amigos.

Sus brillantes ojos miraron al abogado unos instantes; y viendo en él un alma gemela, rompió a reír y dijo:

—Me alegro que comprenda usted. Temí que no comprendiera.

Paul Drake carraspeó.

—Escuche, señorita Laxter está muy bien que piense usted así, pero no olvide que, a lo mejor, no pensará usted siempre igual. El dinero es una cosa difícil de conseguir. Le han hecho a usted firmar con engaños algo que nosotros podríamos hacer anular…

Winifred le entregó a Mason una taza llena de café y le dijo expresivamente:

—Explíquele usted la situación a su amigo, ¿quiere?

Mason interrumpió a Paul, pasando una mano sobre su brazo y aprentándole con fuerza.

—Paul, usted no ha comprendido. Es usted demasiado comercial. ¿Por qué no olvidarse del dinero y reírse de la vida? No es el porvenir lo que importa; es el presente. No es lo que uno ahorra, sino lo que gana y la forma en que lo gana.

Winifred movió afirmativamente la cabeza. El detective se encogió de hombros.

—Usted se lo pierde —dijo.

Perry Mason acabó la tortita, comiendo despacio y saboreándola.

—Va usted a tener éxito —dijo apartando el plato vacío.

—El éxito lo he tenido ya; me estoy encontrando a mí misma; me estoy dando cuenta de lo que soy capaz. La cuenta asciende a ochenta centavos.

Mason le entregó un dólar.

—La vuelta déjela debajo del plato. Es la propina para la camarera —sonrió—. ¿Qué tal se llevan usted y Ashton?

—Ashton es un cangrejo viejo —rió ella, manipulando la caja registradora.

Mason observó con estudiada despreocupación:

—Es una lástima que vaya a perder su gato.

Winifred se detuvo, con el cajón de la caja abierto y la mano posada sobre él.

—¿Qué está usted diciendo?

—Sam no quiere permitirle que tenga el gato.

—No tiene más remedio que consentirlo, según el testamento. Tiene que quedarse con Ashton como portero.

—Pero no con el gato.

—¿Es posible que no quiera dejarle a Ashton que se quede con Escoria? —exclamó la joven.

—Así es.

—Pero…, ¡no puede echar a Escoria!

—Dice que va a envenenarlo.

Mason dio un codazo disimulado a Drake y echó a andar hacia la puerta.

—Aguarde un momento —exclamó ella—. Tenemos que hacer algo para impedir eso. No podemos consentir que se salga con la suya. ¡Si es un verdadero ultraje…!

—Ya veremos lo que podemos hacer —prometió Mason.

—Pero…, escuche… Tiene usted que hacer algo. Tal vez pueda hacer algo yo. ¿Dónde podría encontrarle?

Perry Mason le dio una de sus tarjetas y dijo:

—Soy el abogado de Ashton. Si se le ocurre a usted algo que pudiera ser de ayuda, no deje usted de decírmelo. Y no firme más papeles.

La puerta de la calle se abrió. Un joven de estatura corriente dirigió una sonrisa a Winifred Laxter; luego miró a Perry Mason con mirada escudriñadora, y por último, al fijarse en Paul Drake, se tornó bruscamente hostil.

El detective le llevaba un palmo de estatura, pero el joven se acercó a él amenazador, y le miró fijamente con ojos grises que no parpadeaban.

—Oiga —preguntó—, ¿qué pretende usted?

Drake contestó sin inmutarse:

—Comer tortitas, amigo. No discuta lo más mínimo con la clientela.

—Es de confianza, Douglas —interpuso Winifred.

—¿Cómo sabes tú que es de confianza? —contestó el joven, sin apartar la mirada de Drake—. Me vino a ver esta tarde con el cuento de que iba a meterse en el negocio de contratista de obras y necesitaba alguien que entendiese de arquitectura para que trabajase con él. Aún no había hablado cinco minutos con él, cuando me di cuenta de que no sabía una palabra del negocio. Yo creo que es un detective.

Paul dijo, sonriendo:

—Es usted mejor detective que yo contratista de obras. No se equivocó en su suposición. Conque…, ¿qué?

El joven se dirigió hacia Winifred.

—¿Quieres que le eche, Winnie? —inquirió.

—No te preocupes, Doug. Te presento al señor Perry Mason, abogado. Ya has oído hablar de él. Este es Douglas Keene, señor Mason.

La expresión del joven cambió.

—Perry Mason —dijo—. ¡Ah…!

Mason le asió la mano y se la estrechó con fuerza.

—Encantado de conocerle, Keene —dijo—. Le presento a Paul Drake.

Al soltarle Mason la mano, la asió Drake.

—Encantado, muchacho. No guardo rencor. Achaques del oficio.

Los ojos grises observaron pensativos a los dos hombres. Luego su rostro reflejó la determinación.

—Vamos a averiguar ahora mismo si todo está bien o no —dijo—. Yo tengo derecho a meter baza en el asunto. Winifred y yo somos prometidos. Vamos a casarnos. Si pudiera mantenerla, me casaría mañana con ella; pero no puedo mantenerla y no quiero que me mantenga ella a mí. Soy arquitecto y ya saben ustedes las probabilidades de medrar que tiene un arquitecto en estos tiempos. Pero estoy completamente seguro que las cosas van a cambiar. Antes de haber transcurrido dos años, cuando la gente comprenda hasta qué punto se ha llegado a la inflación del crédito y se dé cuenta de la escasez de viviendas que va a haber en cuanto las familias se harten de vivir dos en una casa, voy a encontrarme en muy buena situación.

Mason observó el juvenil entusiasmo que se reflejaba en el rostro del muchacho y movió afirmativamente la cabeza.

Paul Drake dijo sin inflexión:

—Sí…, un par de años.

—Y no crean que estoy aguardando a que pase esta crisis —prosiguió Keene—. Estoy trabajando en una estación de gasolina y encantado de haber conseguido el empleo. Hoy estuvo el director general de la compañía en la estación a comprar gasolina, sin que nadie supiera quién era. Y cuando se fue, me dejó una tarjeta, felicitándome por mi manera de atender el negocio.

—Muy bien —dijo Mason.

—Les estoy diciendo a ustedes todo esto —dijo Keene— para que conozcan mi situación y mi actitud, porque voy a averiguar cuál es la actitud de ustedes.

Mason dirigió una mirada a Winifred Laxter. Tenía los ojos fijos en el semblante de Douglas. Su rostro estaba encendido de orgullo.

Keene avanzó un paso, de forma que quedó entre los dos hombres y la puerta.

—Vamos —dijo—; yo he echado mis cartas boca arriba sobre la mesa y ustedes van a hacer otro tanto. Peter Laxter murió. No le dejó a Winifred un centavo. En cuanto a mí se refiere, me alegro de que fuera así. Ella no necesita su dinero. Está mucho mejor ahora de lo que estaba cuando vivía con él. Y voy a mantenerla. Yo no quiero un centavo del dinero de su abuelo y ella no necesita el dinero de su abuelo. Pero me hace muy poca gracia la idea de que ustedes intenten aprovecharse de su inocencia.

Mason dejó caer una mano sobre el hombro del muchacho.

—No intentamos aprovechamos de ella —aseguró.

—Entonces, ¿qué hacen ustedes por aquí?

—Quiero conseguir unos informes —contestó Mason— para poder representar a un cliente.

—¿Quién es su cliente?

Mason se echó a reír.

—Créalo o no, mi cliente es un gato.

—¿Un qué?

Winifred interrumpió:

—Se trata de Carl Ashton, Doug. Ya sabes que los muchachos no tienen más remedio que conservarle de portero; pero Sam ha amenazado con envenenar al gato. El señor Mason representa a Ashton y están intentando arreglar las cosas para que Ashton pueda quedarse con su gato.

—¿Es posible que Sam Laxter se atreva a amenazar con envenenar a Escoria?

Ella movió afirmativamente la cabeza.

—Eso sí que es tener malas entrañas —murmuró Keene, hablando muy despacio.

Se volvió hacia Perry Mason.

—Escuche —dijo—: yo no pensaba meterme en el asunto; pero si Sam piensa hacer cosas como ésta, pregúntele qué ha sido de los diamantes Kolstdorf.

Winifred exclamó con brusquedad:

—¡Doug!

El muchacho se volvió hacia ella.

—No me interrumpas —dijo—. Tú no sabes lo que yo sé. Sé unas cuantas cosas de Sam que van a salir a la luz pública. No; no te preocupes, Winnie, no seré yo quien las haga salir. Yo no pienso meterme en el asunto. Es Edith de Voe. Ella…

Winifred le interrumpió con determinación.

—Al señor Mason sólo le interesa el gato, Doug.

Keene se echó a reír, con una risa breve y nerviosa.

—Usted perdone. Es que me he exaltado un poco. No puedo soportar la idea de que nadie envenene a un animal y, si a eso viene, Escoria vale por una docena de Samuel Laxter. Bueno…, no me meteré yo en el asunto.

Paul Drake se sentó tranquilamente en uno de los taburetes.

—¿Qué es lo que va a salir a la luz pública respecto a Sam Laxter? —preguntó.

Mason dejó caer una mano sobre el hombro del detective.

—Espérese un poco, Paul. Esta gente se ha portado bien con nosotros; portémonos nosotros bien con ellos.

Se volvió hacia Winifred.

—¿No quiere usted darnos información alguna? —preguntó.

Ella movió negativamente la cabeza.

—No quiero meterme yo en el asunto, ni quiero que se meta Doug.

Mason asió a Drake del brazo y le empujó por el pasillo que había entre los cubículos por un lado y los taburetes por otro.

—Vamos, Paul —dijo.

Al cerrarse la puerta de la calle tras ellos, Winifred les dirigió una sonrisa y los saludó agitando un brazo.

—¿Por qué hizo usted eso? —protestó Drake—. Ese muchacho sabe algo. Ha estado hablando con Edith de Voe.

—¿Quién es Edith de Voe?

—La enfermera que vivía en la quinta. Me daba el corazón que ella debía de saber algo.

Mason, mirando sombrío de un lado a otro de la calle, murmuró:

—Si pesco a Shuster merodeando por aquí le voy a romper las narices. ¡Mira que entrar ese marrullero y aprovecharse de la muchacha haciéndole firmar un papel así!

—Es su estilo. ¿Qué puede hacer usted ahora? No tiene usted cliente alguno que pueda reventar el testamento. Ese testamento es tan bueno como el otro, ¿verdad?

—Mi cliente es un gato —observó Mason, sombrío.

—¿Puede un gato impugnar un testamento?

El semblante de Mason reflejó la determinación de un luchador innato.

—Maldito si lo sé —contestó—. Acompáñeme. Vamos a visitar a Edith de Voe.

—Pero usted no puede impugnar un testamento a menos que represente a una de las partes interesadas. Dos de las partes interesadas se benefician por el testamento ese. La tercera ha firmado un documento renunciando a sus derechos —protestó el detective.

—Le he dicho a usted antes —observó Mason— que nunca pego en el sitio en que mi adversario espera recibir el puñetazo.