Capítulo 2

Los rayos del sol matutino, que penetraban por las ventanas del despacho particular de Perry Mason, caían sobre la encuadernación de piel de los libros de leyes colocados en estantes, haciéndoles parecer menos sobrios e imponentes.

Della Street abrió la puerta de su despacho y entró con un archivador de correspondencia y unos papeles. Perry Mason dobló el periódico que había estado leyendo, al sentarse la joven, preparar la pluma estilográfica y disponerse a tomar cartas al dictado.

—¡Caramba! —se quejó el abogado—. ¡Cuántas ganas de trabajar tiene usted! ¡Si viera las pocas que yo tengo! Quiero hacer el vago. Quiero hacer algo que no debiera hacer. ¡Voto a tal! ¡Si parezco el abogado de una sociedad sentado ante la mesa, dando consejos, administrando fincas! Si yo me especialicé en criminología fue exclusivamente porque odiaba el trabajo rutinario. Pero usted está consiguiendo que mis actividades se parezcan cada día más al trabajo y menos a la aventura. Y eso es lo que me gusta de mi profesión: que es una verdadera aventura. Uno ve a la humanidad por dentro, como quien ve una función entre bastidores. El público, sentado delante, no ve más que las posturas, cuidadosamente ensayadas, que adoptan los actores. El abogado ve a la humanidad sin velos, sin artificio.

—Mientras se empeñe usted en encargarse de asuntos de menor cuantía —contestó con acidez la secretaria, con confianza hija de larga y privilegiada asociación en un despacho donde la disciplina convencional quedaba subordinada a la eficiencia—, tendrá que organizar su tiempo de forma que pueda atender a su trabajo. El señor Nathaniel Shuster se encuentra en el despacho general aguardando para verle.

Perry Mason frunció el entrecejo.

—¿Shuster? —dijo—. ¡Si ése es un sobornador de jurados, un picapleitos, un marrullero! Se las da de gran criminalista, pero es un criminal mayor que la gente a quien defiende. Cualquier idiota puede ganar pleitos si tiene sobornado al jurado. ¿Qué diablos quiere?

—Desea verle acerca de la carta que escribió usted. Le acompañan sus clientes, señores Samuel C. Laxter y Frank Oafley.

Perry Mason se echó a reír.

—El gato del portero, ¿eh? —dijo.

Ella movió afirmativamente la cabeza.

Mason acercó el archivador de correspondencia.

—Bueno —dijo—; por cortesía profesional no haremos esperar al señor Shuster. Echaremos una rápida ojeada a estos asuntos importantes y veremos si hay que expedir algún telegrama —miró su carpeta e inquirió—: ¿Qué es esto?

—Precios de la línea de vapores NYK, por un camarote de lujo a bordo del Asama Maru… Hace escala en Honolulú, Yokohama, Kobe, Shanghai y Hong-Kong.

—¿Quién pidió esos precios?

—Yo.

Cogió una cartera del montón de correspondencia, la miró y dijo:

—Compañía de vapores Dollar… precio de un camarote de lujo a bordo del Presidente Colidge… Honolulú, Yokohama, Kobe, Shanghai, Hong-Kong y Manila.

Della Street siguió mirando su libro de notas.

Perry Mason se echó a reír y apartó el montón de correspondencia.

—Lo dejaremos hasta habernos deshecho de Shuster —dijo—. Usted no se mueva de donde está y, si le empujo la rodilla, empiece a tomar notas. Shuster es un individuo muy escurridizo. Me gustaría que tuviese los dientes fijos.

Ella le miró con mucha interrogación.

—Tiene dientes Franklin —explicó— y hacen agua.

—¿Dientes Franklin?

—Sí; dientes con refrigeración por agua. Si hay algo de verdad en la teoría de la reencarnación, debe de haber sido un lavandero chino en alguna existencia anterior. Cada vez que ríe, da una ducha a los que le escuchan; le rocía a uno como rocía la ropa un lavandero chino. Tiene la manía de estrechar manos. A mí, personalmente, me resulta bastante antipático; pero no hay manera de insultarle. Supongo que la situación exige que dé muestras de cierta cortesía profesional; pero si intenta venir a mí con alguna de sus tretas, me voy a olvidar de la ética y echarle a puntapiés de aquí.

—El gato —murmuró la muchacha— debe sentirse halagado de que tantos abogados pierdan el tiempo para decidir si puede seguir poniendo las patas sucias de barro sobre la colcha.

Perry Mason soltó una carcajada.

—¡Duro! —exclamó—. ¡Sigan los sarcasmos! Sea como fuere, ya estoy comprometido y… ¡buena me espera! Shuster intentará azuzar a sus clientes para que luchen y yo no tendré más remedio que retirarme o hacerle el juego. Si yo me retiro, hará creer a sus clientes que me ha acobardado y les cobrará unos buenos honorarios. Si no me retiro, les dirá que de este asunto dependerá toda su herencia y les exigirá un buen tanto por ciento de ella. Esas son las consecuencias de tirarse unos faroles como el de la pérdida de la herencia.

—El señor Jackson podría hablar con ellos —insinuó Della.

Perry Mason sonrió.

—No —contestó—. Jackson no está acostumbrado a que le salpiquen de saliva. Yo ya he hablado con Shuster en otras ocasiones. Lo haremos pasar.

Descolgó el auricular del teléfono y le dijo a la muchacha que contestó:

—Que pase el señor Shuster.

Della hizo una última súplica.

—¡Por favor, jefe! Deje que Jackson se encargue del asunto. Se meterá usted en discusiones, y cuando quiera darse cuenta, estará perdiendo todo su tiempo peleando por un gato.

—Gatos y cadáveres —contestó Mason—. Si no es lo primero, parece ser lo segundo. He estado peleando por cadáveres tanto tiempo, que un buen gato vivo constituirá una diversión más que bien venida de…

Se abrió la puerta. Una rubia, de ojos como platos, dijo con voz desmayada:

—El señor Shuster. El señor Laxter. El señor Oafley.

Los tres hombres entraron en el gabinete, Shuster, pequeño y activo, iba delante, moviéndose como gorrión que va buscando alguna cosa comestible por debajo de las hojas secas.

—Buenos días, señor Mason, buenos días, buenos días.

Cruzó rápidamente el cuarto con la mano tendida. Sus labios se entreabrieron exhibiendo una dentadura completa, en la que los dientes tenían una separación bien definida entre sí.

Mason, que parecía un gigante al lado del hombrecillo, le dio, de mala gana, la mano y dijo:

—Aclaremos bien las cosas desde un principio. ¿Quién es Laxter y quién es Oafley?

—Sí, sí, sí, claro, claro —dijo Shuster—. Éste es el señor Laxter… nieto de Peter Laxter.

Un hombre alto, de tez morena, ojos negros y cabello cuidadosamente ondulado, sonrió con esa afabilidad obsequiosa que demuestra más bien aplomo que sinceridad. Llevaba en la mano izquierda un sombrero Stetson color crema.

—Y éste es el señor Frank Oafley. Frank Oafley es el otro nieto, señor Mason.

Oafley tenía el cabello pajizo y labios gruesos. Su rostro parecía incapaz de cambiar de expresión. Sus ojos tenían el matiz azul acuoso singular de una ostra cruda. No llevaba sombrero. Nada dijo.

—Mi secretaria, la señorita Street —presentó Mason—. Si no hay inconveniente, permanecerá aquí durante la conferencia y tomará las notas que yo conceptúe necesarias.

Shuster sonrió húmedamente.

—Y si hay algún inconveniente —murmuró— supongo que se quedará aquí de todas maneras, ¿eh? ¡Ja ja, ja! Le conozco a usted, Mason. No olvide que no es igual que si tratara usted con alguien que no le conociese. Le conozco a usted bien. Es usted un luchador. Hay que tenerle en cuenta. Para mis clientes, es cuestión de principio. No pueden dejarse dominar por un criado. Pero les espera una verdadera batalla. Les dije que usted era un luchador. Los advertí. No pueden decir que no les advertí.

—Siéntese —dijo Mason.

Shuster hizo una seña a sus clientes, indicándoles qué asiento debían ocupar. Él se dejó caer en la enorme butaca de cuero negro y pareció casi desaparecer en sus profundidades. Cruzó las piernas, se estiró los puños, se ajustó la corbata, dirigió una mirada a Mason y dijo:

—No puede usted salirse con la suya. Es cuestión de principios para nosotros. Lucharemos hasta gastar el último cartucho. Pero es un asunto serio.

—¿Qué es un asunto serio? —preguntó Mason.

—Lo que usted dice acerca de que lo del gato es condición indispensable para heredar.

—Y…, ¿cuál es la cuestión de principios?

—Pues el gato, naturalmente —contestó Shuster con sorpresa—. No podemos soportarlo. Pero lo que es aún más, no podemos consentir que el portero se meta a dictador. Se ha hecho demasiado pesado ya. Comprenderá usted que, cuando una persona no puede despedir a un criado, no tarda mucho éste en desmandarse por completo.

—¿Se les ha ocurrido a ustedes pensar alguna vez —inquirió Mason, mirando a los dos nietos— que están haciendo una montaña de un grano de arena? ¿Por qué no le dejan al pobre Ashton conservar su gato? El gato no vivirá eternamente, ni Ashton tampoco. No hay motivo para gastar tanto dinero en abogados y…

—No vaya tan aprisa, Mason, no vaya tan aprisa —le interrumpió Shuster, resbalando por el asiento de la butaca hasta quedarse sentado al borde—. Va a ser una lucha cruenta. Yo ya he advertido a mis clientes. Es usted un hombre de recursos. Es usted un hombre vivo. Y si no le molesta a usted la palabra le diré que es usted un hombre astuto. Muchos de nosotros considerarían eso una alabanza. Yo lo considero como tal. Mis clientes dicen con mucha frecuencia: «Shuster es astuto». ¿Me enfado por eso? ¡Quiá!, digo que es una flor.

Della Street miró a Perry Mason, bailándole la risa en los ojos. El rostro de Mason iba adquiriendo una expresión de dureza.

Shuster prosiguió, hablando rápidamente:

—Advertí a mis clientes que Winifred iba a intentar hacer que se anulara el testamento. Sabía que lo intentaría por todos los medios a su alcance; pero no podía alegar que el abuelo no estuviese bien de la cabeza ni podía afirmar que se hubiera ejercido influencia alguna sobre él. Conque no tuvo más remedio que buscar algo a lo que poderse agarrar. Y escogió a Ashton y a su gato.

La voz de Mason expresó ira.

—Oiga, Shuster, suprima todos esos adornos. Lo único que quiero es que dejen al portero en paz con su gato. Los clientes de usted no necesitan gastarse dinero peleando. La cantidad que el celebrar esta conferencia cuesta, representa mucho más que el lavado de todas las colchas que pudiera ensuciar el gato en 10 años.

Shuster movió afirmativamente la cabeza varias veces.

—Eso es lo que yo les he dicho desde el primer momento, Mason. Un mal arreglo es mejor que un buen pleito. Pues bien, si usted está dispuesto a hacer un arreglo amistoso, también lo estamos nosotros.

—¿Sobre qué base? —inquirió el abogado.

Shuster recitó su propuesta con una facilidad que demostraba cuánto la había ensayado.

—Winifred firmará un documento asegurando que no impugnará el testamento. Ashton firmará un papel diciendo que ese testamento es genuino; que fue hecho por el viejo cuando se hallaba en plena posesión de todas sus facultades. Entonces Ashton podrá quedarse con el gato.

La voz de Mason tenía un dejo de irritación.

—No sé una palabra de Winifred —declaró—. No la he visto en mi vida ni he hablado con ella. No puedo pedirle a ella que firme cosa alguna.

Shuster dirigió una mirada de triunfo a sus clientes.

—Ya les dije a ustedes que era un hombre muy listo —murmuró—. Ya les dije que iba a haber lucha.

—Winifred no figura en este asunto para nada —intervino Mason—. Ahora, bajemos de las nubes y hablemos con sentido común. Lo único que me interesa es ese maldito gato.

Hubo un momento de silencio, interrumpido tan sólo por la húmeda risa de Shuster.

Sam Laxter, viendo que se acentuaba la expresión de ira en el semblante de Perry, intervino en la charla.

—Naturalmente —dijo—, usted reconocerá que ha amenazado con anular mi herencia. Sé que eso no puede partir de Ashton. Hemos estado esperando que Winifred impugnaría el testamento.

Tenía el rostro algo obsequioso e insinuador que equiparaba su voz a la sonrisa de una cortesana.

—Lo único que deseo —dijo Mason— es que dejen en paz al gato.

—Y…, ¿hará usted que Winifred firme ese documento? —inquirió Shuster.

Mason se encaró con él.

—No sea usted imbécil —dijo—. Yo no represento a Winifred. No tengo que ver con ella.

Shuster se frotó las manos con regocijo.

—No podemos hacer arreglo alguno sobre ninguna otra base. Es cuestión de principios. Yo, personalmente, no creo que este asunto constituya, en el testamento, condición sine qua non; pero la cosa admite discusión.

Mason se puso en pie como toro furioso que se vuelve hacia un perrito que le ladra.

—Escúcheme usted bien —le dijo a Shuster—: no me gusta enfadarme más que cuando se me paga para que me enfade; pero ya ha ido usted lo bastante lejos.

Shuster se echó a reír.

Mason se encaró con él.

—Demasiado sabe usted que yo no represento a Winifred. Sabía usted que mi carta no tenía más significado que el literal; pero sabía que no podía engañar a sus clientes hasta el punto de hacerles pagar honorarios elevados por un simple gato; conque metió usted la cuestión de la impugnación del testamento. Usted ha puesto este huevo y se ha traído a sus clientes para que lo vean incubar. No conociendo a Winifred y no siendo representante suyo, mal puedo yo conseguir que firme cosa alguna. Ha asustado usted a sus clientes hasta el punto de hacerles creer que les es necesaria la firma de Winifred. Eso es colocar los cimientos para poder chuparse una buena cantidad.

Shuster se puso en pie de un brinco.

—¡Eso constituye difamación! —aulló.

Mason se encaró con los dos nietos.

—Escuchen —dijo—: Yo no soy tutor de ustedes. No pienso romperme la crisma intentando ahorrarles dinero. Si quieren ustedes dejar vivir al gato tranquilamente en su casa, díganlo ahora; y quedará acabado el asunto. Si no lo hacen, obligaré a Shuster a ganarse sus honorarios, metiéndoles a ustedes en la lucha más cruenta que hayan conocido en su vida. No pienso dejarme usar como «coco» para asustarles a ustedes y proporcionarle a Shuster una bonita cantidad de honorarios sin que él haya hecho otra cosa que frotarse las manos para ganarlo…

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritó Shuster, bailando de indignación—. Usted no puede hablar así. Eso constituye una infracción de la ética profesional. Le denunciaré a la Comisión de Quejas. Le pondré pleito por difamación.

—¡Denúncieme y váyase al cuerno! —contestó Mason—. ¡Póngame pleito y que se lo lleve el mismísimo demonio! Coja a sus clientes y lárguese de aquí. Tienen ustedes hasta las dos de la tarde para notificarme que el gato se queda en casa. Si no lo hacen, van a encontrarse con una pelea… los tres. Y no olviden una cosa: cuando yo empiezo a luchar, nunca pego donde mi adversario espera que le dé. Ahora no podrán decir que no les he avisado. Esta tarde a las dos. Lárguense de aquí.

Shuster se adelantó.

—A mí no me engaña usted ni un segundo, Perry Mason. Está empleando lo del gato como pantalla. Winifred quiere impugnar el testamento y…

Perry Mason dio dos pasos hacia él. El hombrecillo retrocedió a saltos, dio media vuelta y corrió hacia la puerta. La abrió de un tirón y salió.

—¡Lucharemos! —gritó por encima del hombro—. Soy luchador tan duro como pueda serlo usted, Perry Mason.

—Sí; ya lo veo por sus actos —contestó el abogado, con sarcasmo.

Samuel Laxter vaciló unos instantes, como si estuviera a punto de decir algo; luego dio media vuelta y salió del despacho, seguido de Oafley.

Perry Mason contestó con una sonrisa a la risa que sorprendió en los ojos de Della.

—Ande —dijo—, diga usted: «Ya se lo decía yo».

Ella movió negativamente la cabeza.

—¡Luche con ese picapleitos hasta tumbarle de espaldas! —dijo.

Mason consultó su reloj.

—Telefonee a Paul Drake —ordenó— y pídale que esté aquí a las dos y media.

—¿Y a Ashton?

—No. Ashton ya tiene preocupaciones de sobra. Me parece que ésta va a ser cuestión de principios para todos los que intervengamos en ella.