Perry Mason, abogado criminalista, miró a Carl Jackson —uno de sus ayudantes— frunciendo el entrecejo. A una esquina de la mesa, cruzada de piernas y con el lápiz posado sobre su bloc de notas, hallábase sentada Della Street, secretaria del abogado, mirando a los dos hombres con ojos contemplativos.
Mason tenía en la mano una nota escrita a pluma.
—Acerca de un gato, ¿eh? —dijo.
—Sí, señor —contestó Jackson—. Se empeña en verle a usted personalmente. Es un maniático. Yo, en su lugar, señor, no perdería el tiempo hablando con él.
—Tiene una pierna estropeada y lleva muleta, me parece que dijo usted —murmuró Mason, consultando la nota.
—Justo. Tendrá unos sesenta y cinco años de edad. Dice que fue víctima de un accidente de automóvil hace unos dos años. Su señor conducía el coche. A Ashton, pues así se llama el hombre que desea verle acerca del gato, se le fracturó la cadera y se le cortaron algunos de los tendones de la pierna derecha. A su amo, Laxter, se le rompió la pierna derecha por encima de la rodilla. Laxter no era joven ni mucho menos. Creo que tenía unos sesenta y dos años cuando murió; pero se le curó divinamente la pierna. Ashton no tuvo tanta suerte como él. Ha tenido que andar con muleta desde el accidente.
»Supongo que ése sería uno de los motivos que impulsaron a Laxter a tener cuidado en asegurar el porvenir de su portero en el testamento. No le legó cantidad alguna a Ashton; pero estipuló que los herederos dieran a Ashton trabajo permanente de portero mientras pudiese trabajar y que, cuando ya no pudiera, le amueblaran una casa.
Perry Mason dijo, frunciendo el entrecejo:
—Es un testamento ése muy poco usual, Jackson.
El pasante asintió con un movimiento de cabeza.
—Vaya si lo es —dijo—. Laxter era abogado. Dejó tres nietos: dos varones y una mujer. A la nieta la desheredó. Los dos varones se repartieron los bienes en partes iguales, naturalmente.
—¿Cuánto hace que murió?
—Hace cosa de dos semanas, según creo.
—Laxter… Laxter… ¿no publicaron los periódicos algo acerca de él? ¿No leí yo algo de un incendio relacionado con su muerte?
—Así es. Se decía que Peter Laxter era un avaro. No cabe la menor duda, desde luego, que era un excéntrico. Tenía un palacio aquí, en la ciudad, pero no quería vivir en él. Dejó a Ashton de portero en el mismo, para que lo cuidara. Laxter vivía en una quinta, en Carmencita. La casa se incendió de noche y Laxter murió carbonizado. Los tres nietos y varios criados se hallaban en el edificio en el momento del siniestro. Todos se salvaron. Ashton dice que el incendio empezó en la alcoba o cerca de la alcoba de Laxter.
—¿Se encontraba el portero allí en aquellos momentos?
—No. Estaba encargado de cuidar el palacio aquí, en la ciudad.
—¿Están viviendo en él los nietos ahora?
—Dos de ellos, sí… los que heredaron: Samuel C. Laxter y Frank Oafley. La nieta desheredada, Winifred Laxter, no se halla con ellos. Nadie sabe dónde se encuentra.
—Y… ¿Ashton está aguardando en el despacho exterior?
—Sí. Se niega a hablar con todo el que no sea usted.
—¿Qué le ocurre exactamente?
—Sam Laxter reconoce que, de acuerdo con el testamento, está obligado a darle a Ashton empleo como portero; pero asegura que no tiene obligación alguna de permitir un gato de Angora, muy grande. Le profesa mucho cariño. Laxter ha dicho que se deshaga del gato o que, de lo contrario, morirá envenenado. Yo podría encargarme del asunto; sólo que Ashton dice que si no habla con usted no quiere hablar con nadie. Yo no le haría perder el tiempo hablándole del asunto siquiera; pero usted se empeña en saber todo lo que hace referencia a clientes que se presentan y se niegan a permitir que nosotros nos hagamos cargo de sus asuntos.
Mason movió afirmativamente la cabeza y dijo:
—Ha hecho usted bien en hablarme. A veces, lo que parece trivial se convierte en algo de importancia. Recuerdo la vez en que Fenwick intentó pasarle el asunto a uno de sus empleados y el hombre se marchó furioso. Dos meses después de haber sido ahorcado el cliente de Fenwick, éste descubrió que el hombre que le había visitado quería pedirle que hiciera detener al testigo de cargo por haberle maltratado de palabra y de obra como consecuencia de un accidente de automóvil. Si Fenwick hubiese hablado con aquel hombre, habría descubierto que el testigo de cargo no podía haber estado donde había declarado estar en el momento del asesinato.
No era aquélla la primera vez que Jackson oía la historia. Asintió cortésmente, con un movimiento de cabeza. Y en tono que expresaba claramente que, en su opinión, las preocupaciones del señor Ashton habían consumido más tiempo de lo que merecían, inquirió:
—¿Quiere usted que le diga al señor Ashton que no podemos encargarnos de su asunto?
—¿Tiene dinero? —preguntó Mason.
—No lo creo. El testamento le lega un empleo de portero mientras viva. Dicho empleo le rinde cincuenta dólares al mes, casa y comida.
—Y… ¿es un anciano?
—Bastante anciano. Es un maniático, si quiere que le dé mi opinión.
—Pero ama a los animales —observó Mason.
—Le profesa mucho cariño a su gato, si es lo que quiere usted decir.
Mason afirmó lentamente con la cabeza, y dijo:
—Eso es lo que quiero decir.
Della Street, más familiarizada con el humor de Mason que el pasante, metió baza en la conversación con la familiaridad de quien trabaja en un despacho donde se estilan poco los convencionalismos.
—Acaba usted de terminar un caso de asesinato, jefe. ¿Por qué no dejar que los pasantes se encarguen de los asuntos mientras usted hace un crucero por Oriente? Así tendrá un poco de reposo.
Mason la miró y la risita bailaba juguetona en sus ojos.
—¿Quién diablos se cuidaría del gato de Ashton, entonces? —inquirió.
—El señor Jackson.
—Se niega a hablar con Jackson.
—Pues que busque otro abogado. La población está infectada de ellos. No puede usted perder el tiempo ocupándose de un gato.
—Un anciano —musitó Mason—; un maniático… probablemente sin amigos. Su benefactor ha muerto. El gato representa el único ser vivo por quien siente cariño. La mayoría de los abogados le echarían de su bufete a carcajadas. Si alguno se hiciese cargo del asunto, no sabría por dónde empezar. Bien sabe Dios que no existe precedente alguno que le sirva de guía.
»No, Della. Éste es uno de esos casos que tan triviales le parecen al abogado, pero que significan tanto para el cliente. Un abogado no es un tendero que puede vender o dejar de vender sus mercancías a capricho. Le ha sido concedido el don de la habilidad para que lo administre en beneficio de los desgraciados.
Della Street, comprendiendo lo que iba a seguir, hizo un gesto con la cabeza y le dijo al pasante:
—Puede usted decirle al señor Ashton que pase.
Jackson sonrió de mala gana, recogió sus papeles y salió del cuarto. Al cerrarse la puerta tras él, Della Street asió a Perry Mason de la mano.
—Usted sólo acepta el caso, jefe, porque sabe que no puede pagar otro abogado para que se encargue del asunto.
Mason, riendo, replicó:
—Tendrá usted que reconocer, por lo menos, que un hombre que tenga una pierna estropeada, un genio difícil, un gato de Angora y que carezca de dinero, tiene derecho a que se preocupen de él alguna vez.
Los ruidos de la muleta y de un paso se sucedieron alternándose por el largo pasillo. Jackson mantuvo abierta la puerta con el aire de quien, habiendo desaconsejado un acto poco prudente, se mantiene claramente al margen de las posibles consecuencias.
El hombre que entró en el despacho estaba apergaminado de puro viejo. Tenía labios delgados, cejas canas pobladísimas, cabeza calva y facciones rígidas.
—Ésta es la tercera vez que vengo a verle —dijo con irritación.
Mason le indicó un asiento.
—Siéntese, señor Ashton. Lo siento mucho. He estado atendiendo un caso por asesinato. ¿Cómo se llama usted?
—Escoria —contestó Ashton, sentándose en la cómoda butaca tapizada de cuero negro, colocando la muleta derecha delante de él y asiéndola fuertemente con las dos manos.
—¿Por qué Escoria? —inquirió Mason.
Ni el fantasma de una sonrisa apareció en los ojos ni en los labios del hombre.
—Un poco de humorismo —dijo.
—¿Humorismo?
—Sí; estuve encargado de encender el fuego de una caldera. La escoria es un estorbo. Se mete en todas partes y lo obstruye todo. Al principio de tener el gato, le llamé Escoria porque siempre estaba en el paso… siempre estorbaba y lo obstruía todo.
—¿Le profesa usted cariño?
—Es el único amigo que me queda en este mundo —contestó el cojo con voz algo ronca.
Mason enarcó las cejas.
—Soy un portero. Un portero no trabaja en realidad. Se limita a vigilar. La casa grande lleva cerrada muchos años. El amo vivía en una quinta, en Carmencita. Yo no hacía más que andar por la casa grande, limpiar el patio y barrer los escalones de la entrada. Tres o cuatro veces al año el amo hacía limpiar la casa de arriba abajo. El resto del tiempo las habitaciones estaban todas cerradas con llave, y todas las ventanas tenían echadas las persianas.
—¿Nadie vivía en ella?
—Nadie.
—¿Por qué no la alquilaba?
—No era costumbre suya hacer esas cosas.
—Y… ¿dejó un testamento en el que se cuidaba del porvenir de usted?
—Sí, señor. El testamento estipula que no me quede sin empleo mientras pueda trabajar y que nada me falte para vivir cuando ya no pueda hacerlo.
—¿Los herederos son los nietos?
—Tres. Pero sólo menciona a dos en el testamento.
—Hábleme de lo que ocurre.
—El amo murió carbonizado cuando se incendió la quinta. Yo no me enteré hasta que me lo dijeron por teléfono a la mañana siguiente. Después de su muerte, Sam Laxter se hizo cargo de todo. Tiene cara de buena persona y le engaña a uno si uno se deja; pero no le gustan los animales y no me gusta que la gente no se lleve bien con los animales.
—¿Quién se hallaba en la casa en el momento del incendio?
—Winifred… es decir, Winifred Laxter. Es la nieta. Además, estaba Sam Laxter y Frank Oafley… los nietos. Estaba allí la señora Pixley, que es el ama de llaves. Y una enfermera… Edith de Voe.
—¿Alguien más?
—Jim Brandon, el chófer. Un vivo. Se arrima al árbol que da mejor sombra. ¡Si viera usted cómo cepilla a Sam Laxter…!
Ashton golpeó el suelo con la muleta, para patentizar su disgusto.
—¿Quién más? —inquirió Mason.
Ashton contó con los dedos las personas que había nombrado. Luego agregó:
—Nora Abbingdon.
—¿Qué tal está? —preguntó Perry, divirtiéndose evidentemente viendo los distintos personajes por los cínicos ojos del portero.
—Es una vaca. Un pedazo de carne con ojos… dócil, confiaba, bondadosa… Pero no estaba allí cuando ardió la casa. Iba a trabajar a la quinta durante el día.
—Después de haberse quemado la casa…, ¿va no hubo trabajo para ella?
—No, ya no volvió después de eso.
—Así, pues, supongo que podremos eliminarla del cuadro. En realidad no figura en el asunto.
—No figuraría —dijo Ashton expresivamente— si no fuera porque está enamorada de Jim Brandon. Cree que Jim se casará con ella cuando ahorre dinero. ¡Bah! Yo intenté contarle unas cuantas cosas de Jim Brandon, pero ella no quiso escucharme.
—¿Cómo es que conocía usted tan bien a toda esa gente, estando usted en la casa de la ciudad y ellos en el campo?
—Iba allá en coche de cuando en cuando.
—¿Conduce usted?
—Sí.
—¿Un automóvil suyo?
—No; es uno que el amo conserva en la casa grande para mi uso… para que pudiera ir a verle cuando quisiera darme instrucciones. No le gustaba venir a la ciudad.
—¿Qué clase de automóvil?
—Un «Chewy».
—¿La pierna mala no le impide conducir?
—El coche ese no. Lleva un freno especial. Cuando tiro de la palanca se para el automóvil.
Mason dirigió a Della una mirada recogida y luego se volvió de nuevo hacia el calvo.
—¿Por qué no se preocupó su señor de Winifred en el testamento? —preguntó.
—Nadie lo sabe.
—¿Usted estaba encargado de la casa de la ciudad?
—Sí.
—¿Qué casa es esa?
—El número 3824 de East Washington.
—¿Sigue usted allí?
—Sí… y Laxter, Oafley y la servidumbre también.
—En otras palabras, que cuando se quemó la casa de Carmencita se fueron a vivir a la casa de la ciudad. ¿No es eso?
—Sí. Se trasladaron a ella en cuanto murió el amo. No es gente a quien le guste vivir en el campo. Les gusta la vida de la ciudad.
—Y…, ¿les molesta la presencia del gato?
—A Sam Laxter, sí. Y es él quien está encargado de que se cumpla el testamento.
—¿En qué forma ha dado a conocer sus sentimientos, exactamente?
—Me ha dicho que me deshaga del gato o que lo envenenará.
—¿Ha dado algún motivo?
—No le gustan los gatos. No le gusta Escoria en particular. Yo duermo en el sótano. Dejo la ventana abierta. Escoria sale y entra por ella… ya sabe usted cómo son los gatos… no puede uno tenerlos encerrados continuamente. Teniendo la pierna como la tengo, no paseo gran cosa. Escoria tiene que salir algo. Cuando llueve, se le ensucian las patas. Luego salta por la ventana y me mancha de barro la ropa de la cama.
—¿La ventana está por encima de su cama?
—Sí, señor. Y el gato duerme sobre mi cama. Lo hace desde hace años. A nadie le había molestado eso antes. Sam Laxter dice que hace subir la cuenta de la lavandera… porque se manchan mucho las colchas… ¡La cuenta de la lavandera…! Con lo que él derrocha en una sola noche en el «cabaret» habría bastante para pagarme a mí la lavandera diez años.
—¿Es pródigo en los gastos? —inquirió Mason, de buen humor.
—Lo era… Ahora ya no lo es tanto.
—¿No?
—No; no puede conseguir el dinero.
—¿Qué dinero?
—El que dejó el amo.
—Creí que había usted dicho que se lo había dejado a medias a los dos nietos.
—A medias fue… lo que pudieron encontrar.
—¿No han podido encontrarlo todo? —inquirió Mason, con interés.
—Un poco antes del incendio —explicó Ashton, como si al contarlo le produjera viva satisfacción— el amo hizo una liquidación completa. Cobró algo más de un millón de dólares. Nadie sabe lo que hizo con el dinero. Sam Laxter dice que lo enterraría en alguna parte; pero yo conozco al amo demasiado bien para creerlo. Yo creo que lo depositaría en la cámara acorazada de algún banco bajo un nombre supuesto. No se fiaba de los bancos. Decía que cuando los tiempos eran buenos, los bancos prestaban su dinero y sacaban beneficios de él, y que cuando los tiempos eran malos le decían que sentían mucho no poder hacer que se lo devolviesen. Perdió algo de dinero en un banco hace un par de años. Y gato escaldado… El amo no se quiso dejar pescar dos veces.
—¿Un millón de dólares en efectivo?
—Claro que en efectivo. ¿En qué iba a llevárselo si no?
Perry Mason miró a Della Street.
—¿Y Winifred…? ¿Dice usted que desapareció?
—Sí; se largó. Hizo bien. Los demás la trataban de una manera vergonzosa.
—¿Qué edad tienen los nietos?
—Samuel, veintiocho años; Frank Oafley, veintiséis; Winifred, veintidós… ¡y es una belleza! Vale más que los otros dos juntos. Hace seis meses, el amo hizo testamento, dejándolo todo a ella y legando tan sólo diez dólares a cada uno de sus dos nietos. Luego, dos días antes de morir, hizo este testamento nuevo.
Mason frunció el entrecejo y dijo:
—Eso es duro para Winifred.
Ashton se limitó a soltar un gruñido.
—¿Cuánto dinero exactamente pensaba usted gastarse en hacer prevalecer su derecho de quedarse con Escoria? —inquirió Mason.
Ashton se sacó una cartera del bolsillo y extrajo de ella un fajo de billetes.
—No soy miserable —dijo—. Los abogados buenos cuestan caros. Yo quiero el mejor. ¿Cuánto va a costarme? ¿Quiere decírmelo?
Mason se quedó mirando el grueso fajo de billetes.
—¿De dónde ha sacado usted todo ese dinero? —preguntó con curiosidad.
—Lo he ahorrado. No tengo gastos y llevo veinte años ahorrando mi sueldo. Lo invertí en acciones y obligaciones de confianza que el propio amo me recomendó… y cuando el amo liquidó, liquidé yo también.
—¿Aconsejado por el señor Laxter?
—Si quiere usted decirlo así…
—Y…, ¿está usted dispuesto a gastarse el dinero para conservar el gato?
—Estoy dispuesto a gastarme una cantidad razonable. No pienso tirarlo. Pero sé que cuesta dinero conseguir un buen abogado y sé que no voy a encontrar un abogado pobre.
—¿Y si yo le dijera a usted que le iba a costar quinientos dólares el retener mis servicios?
—Eso es demasiado —dijo Ashton, irritado.
—¿Y si le dijera doscientos cincuenta?
—Eso es razonable. Los pagaré.
Ashton empezó a contar billetes.
—Aguarde un poco —exclamó Mason, riendo—. Tal vez no sea necesario gastar una cantidad grande de dinero. Sólo estaba intentando determinar hasta dónde llegaba el cariño que le profesaba usted al gato.
—Le tengo mucho cariño. Estoy dispuesto a gastar cualquier cantidad razonable para poner a Sam Laxter en su sitio; pero no pienso dejarme atracar.
—¿Cómo se llama Laxter?
—Samuel C. Laxter.
—Quizá no sea necesario más que escribirle una carta. Si es así, no le costará a usted gran cosa —se volvió a Della Street—. Della —dijo—, tome nota. Una carta para Samuel C. Laxter, calle East Washington, número 3824. Muy señor mío: El señor Ashton me ha consultado… No… un momento, Della… Más vale que ponga el nombre completo… El señor Carl Ashton me ha consultado respecto a los derechos que tiene según el testamento del difunto Peter Laxter. Las cláusulas de dicho testamento estipulan que tiene usted la obligación de darle al señor Ashton la plaza de portero durante todo el tiempo que se halle en condiciones de ejercerla.
»Es muy natural que el señor Ashton quiera conservar un gato. Un portero tiene derecho a tener animales domésticos. Esto es precisamente cierto en el caso del gato del señor Ashton, puesto que ya lo tenía en vida del testador.
»En el caso de que usted hiciera daño alguno al gato del señor Ashton, me veré en la necesidad de acusarle a usted de infracción de una de las cláusulas del testamento y que, por lo tanto, ha perdido todo derecho a la herencia.
Perry Mason rió, mirando a Della.
—Eso debiera de asustarle —comentó—. Si cree que está luchando por toda la herencia y no sólo por un gato, decidirá no correr riesgos —se volvió a Ashton—: Deposite diez dólares en manos de la tenedora de libros, para retener mis servicios. Ella le dará un recibo. Si surge algo, ya le escribiré. Si usted descubre algo, telefonee a este despacho y pregunte por la señorita Street, que es mi secretaria. Puede usted darle cualquier recado que tenga para mí. Nada más, de momento.
Las rudas manos de Ashton oprimieron con fuerza la muleta. Se puso en pie. Sin pronunciar una sola palabra de agradecimiento, ni despedirse, salió cojeando del despacho.
Della Street miró a Perry Mason, con sorpresa en los ojos.
—¿Es posible —inquirió— que el nieto ese perdiera la herencia si echase al gato?
—Cosas más raras se han visto. Depende de la forma en que esté redactado el testamento. Si la cláusula acerca del portero es condición necesaria para disfrutar de la herencia, quizá pudiera cumplir mi amenaza. Pero lo único que quiero hacer ahora es meterle un susto a don Samuel C. Laxter. Me parece que tendremos noticias de ese caballero en persona. Cuando esto ocurra, avíseme… Eso es lo que me gusta de la carrera de leyes, Della… ¡la variación! ¡El gato de un portero!
Se echó a reír.
Della Street cerró el bloc, se dirigió a su despacho y se detuvo junto a la ventana para echar una mirada a la concurrida calle.
—Le ahorró usted doscientos cuarenta dólares —dijo mirando distraída el tráfico— y él ni siquiera le dio las gracias.
La brisa, entrando por la abierta ventana, le agitó el cabello. Ella se inclinó hacia delante, como para salir al encuentro de la brisa, y se llenó así los pulmones de aire fresco.
—Probablemente se trata de una rareza suya, nada más —contestó Mason—. Desde luego, está hecho una verdadera momia… No se asome demasiado, Della… Debe usted recordar que le gustan los animales y que ya ha perdido la juventud. Por muchos años que pueda ocurrírsele quitarse, debe de tener más de setenta y cinco…
Della Street se irguió. Con un brusco movimiento de su ágil cuerpo, se volvió hacia Perry Mason.
—Quizá le interesaría a usted saber —dijo— que alguien está siguiéndole los pasos al cliente amante de los gatos.
Perry apartó el sillón y cruzó el despacho. Posó una mano en el alféizar de la ventana y rodeó con un brazo la cintura de Della Street. Juntos se asomaron a la calle.
—¿Le ve usted? —murmuró ella—. Ese hombre del sombrero claro, de fieltro. Salió del portal… Mire… está subiendo ahora a ese coche.
—Un «Packard» nuevo modelo —comentó Perry—. ¿Por qué cree usted que sigue a Ashton?
—Por su forma de obrar. Estoy segura de ello. Dio un salto desde el portal… Fíjese… el coche va a la mínima velocidad posible… para no perder de vista a Ashton.
El cojo dobló la esquina de la izquierda. El automóvil le siguió a paso de galápago.
Mason, observando el coche, con fruncido entrecejo, murmuró:
—Un millón de dólares en efectivo es una barbaridad de dinero.