Capítulo XXXIV

CATALINA y el duque de Alençon, pálidos de miedo y trémulos de ira, entraron pocos minutos después. Catalina, como había adivinado Enrique, estaba enterada de todo y se lo había transmitido en pocas palabras a Francisco. Dieron algunos pasos y se detuvieron en espera de que el rey les dirigiera la palabra. Enrique se hallaba de pie, junto a la cabecera del enfermo.

El rey les declaró su voluntad.

—Señora —dijo mirando a su madre—, si tuviera un hijo, vos seríais regente, o en vuestro defecto el rey de Polonia, o en ausencia, en fin, del rey de Polonia, lo sería mi hermano Francisco; pero no tengo descendientes y, por lo tanto, al morir yo, debe sucederme automáticamente el duque de Anjou, que no está ahora aquí. Como un día a otro vendrá a reclamar el trono que le corresponde, no quiero que encuentre en él a un hombre que, teniendo derechos casi iguales para ocuparlo, pueda disputarle los suyos exponiendo al reino, por consiguiente, a sufrir una guerra entre los pretendientes. Esta es la razón por la cual no os nombro regente, señora, ya que, si así lo hiciera, tendríais que elegir entre vuestros dos hijos, elección que habría de resultar sumamente penosa para una madre. Por esta misma razón, no nombro regente a mi hermano Francisco, ya que podría decirle a su hermano mayor: «¿No teníais un trono? ¿Por qué lo abandonasteis?». Prefiero por eso nombrar un regente que pueda conservar la corona en depósito y que la conserve bajo su mano y sobre su cabeza. Este regente, saludadle, señora, saludadle, hermano mío, este regente es el rey de Navarra.

Dicho esto, saludó a Enrique con un gesto majestuoso.

Catalina y Alençon hicieron una mueca que lo mismo podía tomarse por un saludo que por un estremecimiento nervioso.

—Tomad, señor regente —dijo Carlos al rey de Navarra—, aquí tenéis el pergamino que hasta el regreso del rey de Polonia os confiere el mando de los ejércitos, las llaves del tesoro, los derechos reales y el poder.

Catalina devoraba con los ojos a Enrique. Francisco se hallaba tan turbado, que apenas podía mantenerse en pie. La debilidad del uno y la firmeza de la otra, en vez de tranquilizar a Enrique, le mostraban el peligro que se erguía amenazador en torno suyo.

Enrique, haciendo un violento esfuerzo y dominando todos sus temores, cogió el pergamino de manos del rey. Luego dirigió a Catalina y a Francisco una mirada llena de altivez que quería decir: «Tened cuidado; soy vuestro señor».

Catalina comprendió lo que quería decir con aquella mirada.

—No, no, jamás —dijo— ¡jamás mi familia se someterá a una dinastía extranjera; jamás reinará en Francia un Borbón mientras exista un Valois!

—¡Madre, madre mía! —exclamó Carlos IX, incorporándose más terrible que nunca en su lecho de enrojecidas sábanas—. Tened cuidado, porque todavía soy rey, aunque ya sé que no por mucho tiempo, y aún puedo dar una orden para castigar a los asesinos y a los envenenadores.

—Está bien. Dad esa orden, si os atrevéis. Por mi parte, yo daré las mías. Venid, Francisco, venid —dijo la reina, y salió rápidamente llevando consigo al duque de Alençon.

—¡De Nancey! —gritó Carlos—. ¡A mí! Yo soy quien lo ordena, de Nancey, arrestad a mi madre, arrestad a mi hermano, arrestad…

Una bocanada de sangre cortó la palabra a Carlos en el momento en que el capitán de sus guardias abría la puerta. El rey, sofocado, cayó en la cama con el estertor de la agonía.

De Nancey no había oído más que su nombre; las órdenes que siguieron, pronunciadas con voz menos clara, se habían perdido en el espacio.

—Guardad la puerta —ordenó con firmeza Enrique— y no dejéis entrar a nadie.

El capitán se retiró.

Enrique volvió sus ojos hacia aquel cuerpo inanimado que hubiera podido tomarse por un cadáver si un ligero soplo no hubiese agitado la franja de espuma que bordeaba sus labios.

Después de contemplarle por espacio de unos minutos, dijo como hablando consigo mismo:

—¡He aquí el momento supremo! ¿Es mejor reinar? ¿Es mejor vivir?

En el mismo instante se descorrió una de las cortinas de la alcoba y apareció un pálido rostro. En medio del silencio de muerte que reinaba en la estancia, se oyó vibrar una voz:

—Vivid —dijo esta voz.

—¡Renato! —exclamó Enrique.

—Sí, señor.

—¿Era falsa lo predicción? ¿No seré rey? —preguntó Enrique.

—Lo seréis, señor, pero todavía no ha llegado vuestra hora.

—¿Cómo lo sabes? Habla para ver si debo creerte.

—Oíd.

—Te escucho.

—Inclinaos.

Enrique se inclinó sobre el cuerpo de Carlos, y Renato, desde el otro lado del lecho, hizo lo mismo, de modo que, entre ambos, separados únicamente por el ancho de la cama, yacía sin voz y sin movimiento el rey moribundo.

—Oíd —dijo Renato—; colocado aquí por la reina madre para perderos, prefiero serviros, porque tengo confianza en vuestro horóscopo. Al hacerlo obro a la vez en interés de mi cuerpo y de mi alma.

—¿También lo ordenó la reina madre que me dijeras esto? —preguntó Enrique lleno de dudas y de angustia.

—No —dijo Renato—, pero os voy a contar un secreto.

El perfumista se estiró cuanto pudo y Enrique le imitó, de modo que sus cabezas casi se tocaban.

Esta conversación entre los dos hombres sobre el cuerpo de un rey moribundo tenía algo de terrorífico, por lo que los cabellos del supersticioso florentino se erizaron de espanto y un sudor abundante corrió por la frente de Enrique.

—Este es un secreto que sólo yo conozco —continuó Renato—, y que os revelaré si me juráis sobre este moribundo que me perdonaréis la muerte de vuestra madre.

—Ya os lo prometí una vez —dijo Enrique, cuyo rostro adquirió una expresión sombría.

—Prometido sí, pero no jurado —dijo Renato, echándose hacia atrás.

—Lo juro —dijo Enrique, extendiendo la mano derecha sobre la cabeza del rey.

—Pues bien, señor —dijo precipitadamente el florentino—, el rey de Polonia está a punto de llegar.

—No —dijo Enrique—, el correo fue detenido por orden del rey Carlos.

—Por orden del rey Carlos fue detenido uno en el camino de Château-Thierry; pero la reina madre, con su habitual previsión, había enviado tres por diferentes rutas.

—¡Oh! ¡Desdichado de mí! —exclamó Enrique.

—Esta mañana llegó un mensajero de Varsovia. El rey salía detrás de él sin que nadie pensara impedírselo, pues aún ignoraban la enfermedad del rey de Francia. De modo que este mensajero sólo precede en unas horas al duque de Anjou.

—¡Oh! ¡Si contara solamente con ocho días! —dijo Enrique…

—Pero es el caso que no disponéis siquiera de ocho horas. ¿Oís ruido de armas?

—Sí.

—Con estas armas caerán sobre vos. Vendrán hasta aquí a matarnos, sin importarles que os halléis en la misma alcoba del rey.

—El rey no ha muerto todavía.

Renato examinó atentamente a Carlos.

—Pero habrá muerto dentro de diez minutos. Tenéis, por lo tanto, diez minutos de vida; tal vez menos.

—¿Qué hacer entonces?

—Huir sin perder un minuto, sin perder ni siquiera un segundo.

—¿Por dónde? Si esperan en la antecámara me matarán al salir.

—Escuchad: arriesgo todo por vos, no lo olvidéis nunca.

—Pierde cuidado.

—Seguidme por este pasaje secreto: os conduciré hasta la poterna. Luego, para darnos tiempo, iré a decir a la reina madre que bajáis. Catalina supondrá que descubristeis vos mismo la salida secreta y que la aprovechasteis para huir. Venid, venid conmigo.

Enrique se inclinó hacia Carlos y le dio un beso en la frente.

—Adiós, hermano mío —dijo—, no olvidaré lo postrer deseo. No olvidaré que lo última voluntad fue hacerme rey. Muere en paz. En nombre de mis hermanos lo perdono la sangre derramada.

—Vamos, vamos —dijo Renato—, el rey vuelve en sí; huid antes de que abra los ojos.

—¡Nodriza! —murmuró Carlos—. ¡Nodriza!

Enrique cogió de la cabecera de la cama la espada del rey moribundo, ocultó en su pecho el pergamino que le nombraba regente y, besando por última vez a su cuñado, dio la vuelta alrededor de la cama y desapareció rápidamente por la salida secreta que se cerró tras él.

—¡Nodriza! —llamó el rey con voz más fuerte—. ¡Nodriza!

La buena mujer acudió a su llamada.

—¿Qué quieres, Carlos mío? —le preguntó.

—Nodriza —dijo el rey con los ojos desorbitados, en los que había ya la fijeza terrible de la muerte—. Debe de haber ocurrido algo cuando dormía. ¡Veo una gran luz! Veo a Dios Nuestro Señor; veo a Jesús y a la Santísima Virgen María. Ellos le ruegan, le suplican por mí: El Señor Todopoderoso me perdona…, me llama… ¡Dios mío!… ¡Dios mío!… Recibidme en vuestra misericordia. ¡Dios mío! Olvidad que fui rey, ya que me presento a vos sin cetro y sin corona. ¡Dios mío! Olvidad los crímenes del rey para acordaros tan sólo de los sufrimientos del hombre. ¡Dios mío! Aquí me tenéis.

Carlos, que a medida que pronunciaba estas palabras se había ido levantando poco a poco como para acudir a la voz que le llamaba, exhaló un suspiro y cayó rígido y yerto en brazos de su nodriza.

Mientras, los soldados, obedeciendo las órdenes de Catalina, se dirigían hacia la salida conocida por todos y por la que Enrique debía pasar; este, guiado por Renato, se encaminó por el corredor secreto, llegó a la poterna y, saltando sobre el caballo que le aguardaba, salió al galope en dirección al lugar donde esperaba encontrar a De Mouy.

De pronto, al oír el galope de su caballo, algunos centinelas se volvieron gritando:

—¡Se escapa! ¡Se escapa!

—¿Quién? —preguntó la reina madre asomándose a una ventana.

—¡El rey Enrique! ¡El rey de Navarra! —gritaron los centinelas.

—¡Fuego! —ordenó Catalina—. ¡Disparad contra él!

Los centinelas apuntaron con sus armas, pero Enrique estaba ya demasiado lejos.

—Huye —dijo Catalina—, luego está vencido.

—Huye —murmuró el duque de Alençon—, luego yo soy rey.

En aquel mismo instante, y cuando Francisco y su madre se hallaban todavía asomados a la ventana, crujió el puente levadizo bajo el trote de varios caballos, y, precedido por un ruido de armas entró en el patio al galope un joven con el sombrero en la mano y gritando: «¡Francia!». Venía seguido de cuatro gentiles hombres cubiertos como él de sudor y de polvo.

—¡Mi hijo! —gritó Catalina extendiendo los brazos fuera de la ventana.

—¡Madre mía! —respondió el joven saltando del caballo.

—¡Mi hermano Enrique! —exclamó aterrado Francisco retrocediendo.

—¿Es demasiado tarde? —preguntó el duque de Anjou a su madre.

—Al contrario, y si Dios lo hubiese traído de la mano, no habrías llegado más a tiempo; mira y escucha con atención.

El señor de Nancey, capitán de la guardia, salió al balcón del cuarto del rey.

Todas las miradas se dirigieron hacia él.

Rompió una vara en dos y con un trozo en cada mano extendió los brazos exclamando:

—¡El rey Carlos IX ha muerto! ¡El rey Carlos IX ha muerto! ¡El rey Carlos IX ha muerto!

Dicho esto, dejó caer los dos pedazos de la vara.

—¡Viva el rey Enrique III! —gritó entonces Catalina, persignándose con piadoso reconocimiento—. ¡Viva el rey Enrique III!

Todas las voces repitieron este grito, menos la del duque Francisco.

—¡Ah, se han burlado de mí! —dijo, clavándose las uñas en el pecho.

—¡Triunfé! —exclamó Catalina—. ¡Ese odioso bearnés no reinará!