STUPENDO, mi valiente amigo, estupendo —dijo Coconnas a La Mole cuando los dos compañeros se encontraron después del interrogatorio en que por vez primera se había hablado de la figurita de cera—. Me parece que todo marcha a la perfección y que no tardaremos en vernos libres de los jueces, lo cual no es lo mismo que si nos viéramos libres del médico, sino todo lo contrario, pues, cuando un médico se aparta del enfermo, es porque ya no puede salvarle, mientras que, cuando un juez deja en paz al acusado, es porque ha perdido la esperanza de hacer que le corten la cabeza.
—Sí —dijo La Mole—, me parece reconocer en la complacencia y docilidad de los carceleros y en la elasticidad de las puertas a nuestras dos nobles amigas, pero a quien no reconozco es al señor Beaulieu, por lo menos a juzgar por la idea que me habían dado de él.
—En cambio, yo sí le reconozco —respondió Coconnas—, sólo que esto costará más caro, pero ¡basta!, una es princesa y la otra reina; ambas son ricas y jamás han tenido mejor oportunidad que esta para emplear su dinero. Ahora repasemos bien nuestra lección; nos llevan a la capilla, allí nos dejan bajo la custodia de nuestro carcelero, encontramos un puñal para cada uno en el sitio indicado y yo practico un agujero en el vientre de nuestro guía.
—No, en el vientre no; vas a dejarle sin sus quinientos escudos. En el brazo será mejor.
—¡Ah! En el brazo sería tanto como perderle al pobre hombre. Se vería que habíamos obrado de acuerdo. No, no, lo mejor será en el costado derecho, deslizando hábilmente el puñal a lo largo de las costillas; es una herida verosímil y leve.
—Bueno, me parece bien, sigue…
—Después, tú formas una barricada detrás de la puerta principal con los bancos, mientras nuestras dos princesas salen del altar donde están escondidas y Enriqueta abre la puertecita. ¡Ah! ¡A fe mía que hoy me siento más enamorado que nunca de Enriqueta! Debe de haberme sido infiel para que yo me sienta de tal manera.
—Y luego —añadió La Mole con voz emocionada que salía entre sus labios como una música—, vamos al bosque. Un beso dado por nuestras damas nos vuelve alegres y fuertes. ¿Te imaginas, Annibal, a nosotros dos inclinados sobre nuestros veloces corceles y sintiendo el corazón suavemente oprimido? ¡Oh! Qué bello es el miedo, el miedo cuando se está al aire libre, se cuenta con una buena espada y se puede fustigar y espolear al caballo que a cada grito nuestro, dándole ánimos, más que correr vuela.
—Sí —dijo Coconnas—, ¿pero qué opinas del miedo entre cuatro paredes? Yo puedo hablar de esto porque he sentido algo semejante. Cuando vi por primera vez en mi celda el pálido semblante de Beaulieu, brillaban detrás de él las partesanas y se oía el ruido siniestro del entrechocar de los aceros. Te juro que pensé inmediatamente en el duque de Alençon y esperé que de un momento a otro apareciera su cabeza de villano entre las de los alabarderos. Me equivoqué, y ese fue mi único consuelo, pero no me equivoqué del todo, pues al llegar la noche soñé con él.
—Por lo tanto —dijo La Mole, que seguía sus alegres pensamientos sin acompañar a su amigo al terreno de lo fantástico—, ellas han previsto todos los detalles, incluso el lugar adonde debemos dirigirnos. Iremos a Lorena. En verdad, hubiese preferido ir a Navarra, pues allí estaría en mis dominios, pero Navarra está demasiado lejos. Nancey nos conviene más; por otra parte, tan solo ochenta leguas nos separarán de París. ¿Sabéis, Annibal, lo que siento?
—No, a fe mía. Te confieso que a mí no me causa ninguna pena el irme de aquí.
—Pues lo que siento más es no poder llevarme a ese digno carcelero en lugar de…
—¡Pero él no querría venir! —dijo Coconnas—. Perdería demasiado; piénsalo un poco: quinientos escudos nuestros, una recompensa del Gobierno y quién sabe si un ascenso. ¡Pues no va a sentirse poco feliz el condenado cuando yo le dé muerte!… Pero ¿qué tienes?
—Nada, tuve una idea.
—Que no debió de ser nada agradable a juzgar por lo palidez.
—Es que me pregunto por qué razón nos llevarán a la capilla.
—¡Valiente cosa! —dijo Coconnas—. Para cumplir con la Iglesia; creo que ha llegado el momento.
—Pero —agregó La Mole— sólo llevan a la capilla a los condenados a muerte o a los que han sido torturados.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Coconnas, palideciendo levemente—. Esto merece nuestra atención. Interroguemos sobre el particular al hombre a quien debo destripar. ¡Eh amigo!…
—¿Me llamáis, señor? —preguntó el carcelero, que vigilaba desde los primeros peldaños de la escalera.
—Sí, ven acá.
—Aquí estoy.
—Se ha convenido que nos escaparemos de la capilla, ¿no es cierto?
—¡Chist! —dijo el carcelero mirando con temor en torno suyo.
—Tranquilízate, nadie nos escucha.
—Sí, señor, la capilla es el sitio convenido.
—¿Pero es que nos van a llevar a la capilla?
—Sin duda; es la costumbre.
—¿Siempre?
—Sí; después de dictada toda sentencia de muerte, se permite que el acusado pase la noche en la capilla.
Coconnas y La Mole sintieron un escalofrío y se miraron a un tiempo.
—¿Entonces, crees realmente que seremos condenados a muerte?
—Sin duda…, y vosotros también debéis de creerlo así.
—¿Cómo? —dijo La Mole.
—¡Naturalmente!… Si no lo creyerais así, no hubierais preparado vuestra fuga.
—¡Sabes que es muy razonable lo que dice este hombre! —aseguró Coconnas a su amigo.
—Sí…, pero lo que también sé es que nos jugamos una carta de mucho cuidado.
—¿Y yo? —dijo el carcelero—. ¿Acaso yo no arriesgo nada?… ¡Si en un momento de emoción el señor se equivocase de lugar!…
—¡Voto al diablo! Quisiera hallarme en lo puesto —contestó pausadamente Coconnas— y no tener que verme en otras manos que las mías, ni con otro acero que con el que va a acariciarte las costillas.
—¡Condenados a muerte! —murmuró La Mole—. ¡Parece imposible!
—¡Imposible! —dijo ingenuamente el carcelero—. ¿Y por qué?
—¡Silencio! —dijo Coconnas—. Creo que acaban de abrir la puerta de abajo.
—En efecto —respondió el carcelero—, vamos, volved a vuestras celdas.
—¿Y cuándo os parece que tendrá lugar el juicio? —preguntó La Mole.
—Lo más tarde, mañana. Pero estad tranquilos; las personas que os interesan serán avisadas.
—Abracémonos, entonces, y digamos adiós a estas paredes.
Los dos amigos se abrazaron y volvieron a su encierro; La Mole suspirando y Coconnas canturreando.
Nada nuevo ocurrió hasta las siete de la tarde.
Una noche oscura y lluviosa envolvió las torres del castillo de Vincennes; era una verdadera noche de evasión. Coconnas saboreó la cena que le llevaron con su apetito acostumbrado, pensando en el placer que experimentaría al sentir sobre su cuerpo la lluvia que azotaba los muros de la fortaleza. Ya se disponía a dormir arrullado por el sordo y monótono murmullo del viento, cuando le pareció que aquel viento, cuyo silbido escuchaba a veces con un sentimiento de melancolía desconocido para él antes de caer preso, silbaba de un modo extraño por debajo de las puertas, y que la estufa roncaba con mayor furia que la de costumbre. Este fenómeno ocurría cada vez que abrían alguna de las celdas del mismo piso; sobre todo la de enfrente. Coconnas esperó que apareciera el carcelero, pues aquella corriente de aire significaba que acababa de salir de la celda de La Mole.
Sin embargo, por esta vez, Coconnas esperó inútilmente con el cuello extendido y el oído alerta. Pasó el tiempo sin que apareciera nadie.
—Es singular —se dijo—, han abierto la celda de La Mole y no abren la mía. ¿Habrá llamado? ¿Estará enfermo? ¿Qué significa esto?
Sabido es que en un preso todo es motivo de sospecha y de inquietud, del mismo modo que puede serlo de alegría y de esperanza.
Transcurrió media hora, luego una hora, luego hora y media…
Coconnas empezaba ya a dormirse cuando le sobresaltó el chirrido de la cerradura.
—¡Oh! ¡Oh! —se dijo—. ¿Será ya la hora y nos llevarán a la capilla sin ser condenados? ¡Voto al diablo! Será un gran placer huir en una noche como esta, oscura como boca de lobo. ¡Con tal de que los caballos no se espanten!
Se preparaba a interrogar jovialmente al carcelero, cuando vio que este se llevaba un dedo a los labios y abría los ojos de un modo muy elocuente.
En efecto, se oyó un ruido a sus espaldas y se distinguieron dos sombras.
De pronto, en medio de la penumbra, distinguió un par de cascos que brillaban a la luz de las antorchas.
—¿Qué quiere decir este siniestro aparato? —preguntó a media voz—. ¿Adónde vamos?
El carcelero sólo respondió con un suspiro que resultó bastante tétrico.
—¡Voto al diablo! —murmuró Coconnas—. ¡Qué existencia tan endemoniada! Siempre en los extremos; o se sumerge uno a cien pies de profundidad o vuela por encima de las nubes; no hay término medio, el caso es no pisar nunca tierra firme. Veamos, ¿adónde me llevan?
—Seguid a los alabarderos, señor —contestó una voz gangosa que hizo comprender a Coconnas que había otra persona además de los soldados.
—¿Y el señor de La Mole? —preguntó—. ¿Dónde está? ¿Qué ha sido de él?
—Seguid a los alabarderos —repitió la voz en el mismo tono.
Era preciso obedecer. Coconnas salió de su celda y vio al hombre cuya voz le resultara tan desagradable. Tratábase de un escribano jorobado que sin duda había adoptado la toga para que no se le notase que era patizambo.
Bajaron lentamente la escalera de caracol. Al llegar al primer piso, los guardias se detuvieron.
—Es mucho bajar —dijo Coconnas—, pero nunca es lo bastante.
Abrióse la puerta. Coconnas tenía ojos de lince y olfato de sabueso. Presintió a los jueces y vio en la sombra una silueta de hombre, con los brazos desnudos, que le hizo correr el sudor por la frente. Sin embargo, adoptó una expresión amable, inclinó la cabeza hacia la izquierda según el código de buenas maneras de la época y, con la mano en el cinturón, entró en la sala.
Levantaron un tapiz y Coconnas descubrió en efecto a los jueces y escribanos.
A pocos pasos de ellos estaba La Mole sentado en un banco.
Coconnas fue conducido ante el tribunal. Al hallarse en presencia de los jueces saludó a La Mole con un movimiento de cabeza y una sonrisa y esperó.
—¿Cuál es vuestro nombre, señor? —le preguntó el presidente.
—Marco Annibal de Coconnas —respondió el gentilhombre con perfecta naturalidad—, conde de Montpantier, Chenaux y otros lugares; pero presumo que ya sabéis quién soy.
—¿Dónde habéis nacido?
—En Saint-Colomban, cerca de Suze.
—¿Qué edad tenéis?
—Veintisiete años y tres meses.
—Está bien —dijo el presidente.
—Parece que esto le ha gustado —murmuró Coconnas.
—Ahora —continuó el presidente tras un silencio que permitió al escribano anotar las respuestas del acusado—, decidme cuál era vuestro propósito al abandonar el servicio del duque de Alençon.
—Reunirme con el señor de La Mole, mi amigo, a quien aquí veis, que había sido abandonado por el duque hacía unos cuantos días.
—¿Qué hacíais en la cacería cuando os detuvieron?
—Pues… cazaba —respondió Coconnas.
—El rey participaba también en la caza y fue durante su transcurso cuando sintió los primeros síntomas del mal que en este momento padece.
—En cuanto a eso yo no estaba cerca del rey y nada puedo decir. Hasta ignoraba que hubiese sufrido mal alguno.
Los jueces se miraron sonriendo incrédulamente.
—¡Ah! ¿Conque no lo sabíais? —dijo el presidente.
—No, señor, y lo lamento. Aunque el rey de Francia no sea mi soberano, siento una gran simpatía por él.
—¿De veras?
—¡Palabra de honor! No es como si se tratase de su hermano, el duque de Alençon. A ese, confieso…
—No se trata aquí del duque de Alençon, señor, sino de Su Majestad.
—Ya os he dicho que soy su humilde servidor —respondió Coconnas, contoneándose con una insolencia encantadora.
—Si sois efectivamente su servidor, como pretendéis, ¿queréis decirnos cuanto sepáis de cierta estatuita mágica?
—¡Vaya! Volvemos a la historia de la estatuita, según parece.
—Sí, señor, ¿no os agrada?
—Al contrario, prefiero esto; empezad.
—¿Por qué estaba esta estatuita en el aposento del señor de La Mole?
—¿En el aposento del señor de La Mole? En el de Renato, querréis decir.
—¿Reconocéis entonces que existe?
—¡Demonios! Si me la estáis enseñando.
—¿Es esta la que conocéis? —Sí.
—Escribid —ordenó el presidente— que el acusado reconoce la estatua por haberla visto en el aposento del señor de La Mole.
—No, no, no confundamos —dijo Coconnas— por haberla visto en casa de Renato.
—¡Sea! En casa de Renato. ¿Qué día?
—El único día que estuvimos allí La Mole y un servidor.
—¿Confesáis entonces que estuvisteis con el señor de La Mole en casa de Renato? —¿Acaso lo he ocultado alguna vez?
—Escribano, apuntad que el acusado confiesa haber estado en casa de Renato para hacer conjuros.
—¡Más despacio, señor presidente, más despacio! Moderad vuestro entusiasmo, os lo ruego; no he dicho nada de eso.
—¿Negáis que estuvisteis en casa de Renato para hacer conjuros?
—Lo niego, la cosa surgió de una manera accidental, pero no con premeditación.
—Pero el caso es que tuvo lugar.
—No he de negar que se hizo algo semejante a un hechizo.
—Escribid que el acusado confiesa que se hizo en casa de Renato un sortilegio contra la vida del rey.
—¿Cómo? ¿Contra la vida del rey? Esta es una infame mentira. ¡Jamás hicimos tal cosa!
—Ya lo veis, señores —dijo La Mole.
—¡Silencio! —ordenó el presidente.
Luego, dirigiéndose al escribano:
—Contra la vida del rey —repitió—, ¿estamos?
—Yo no he dicho eso —añadió Coconnas— y, por otra parte, esta estatuita no representa a un hombre, sino a una mujer.
—¿Qué os dije yo, señores? —volvió a interrumpir La Mole.
—Señor de La Mole —respondió el presidente—, responderéis cuando se os interrogue; pero no habléis cuando nadie os pregunta nada.
—¿De modo que decís que es una mujer? —Sí.
—¿Y por qué tiene entonces una corona y un manto real?
—¡Pardiez! —dijo Coconnas—. Es muy sencillo, porque es… La Mole se levantó llevándose un dedo a los labios.
—Perfectamente —dijo Coconnas—, nada de lo que iba a decir incumbe a este tribunal.
—¿Pero persistís, sin embargo, en declarar que esta estatua representa a una mujer? —Sí.
—Lo que no quita para que vos os neguéis a decir quién es esta mujer.
—Se trata de una mujer de mi país —dijo La Mole—, a quien amaba y por quien deseaba ser amado.
—No es a vos a quien se pregunta, señor de La Mole —gritó el presidente—, y una vez más os recomiendo silencio, pues de lo contrario seréis amordazado.
—¡Amordazado! —exclamó Coconnas—. ¿Cómo os atrevéis a decir semejante cosa, señor de la toga negra? ¡Amordazar a mi amigo!… ¡A un gentilhombre! ¡Vamos, vamos!…
—Haced entrar a Renato —dijo el procurador general Laguesle.
—Sí, hacedle entrar —dijo Coconnas—, y así veremos quién tiene razón, si vosotros tres o nosotros dos. Ninguno de los dos amigos hubiera reconocido a Renato en aquel hombre pálido y envejecido que entró encorvado bajo el peso del crimen que iba a cometer, más que por la pesadumbre de los ya cometidos.
—Maese Renato —preguntó el juez—, ¿reconocéis a los dos acusados aquí presentes?
—Sí, señor —respondió Renato, con una voz velada por la emoción.
—¿Dónde los habéis visto?
—En varios sitios y especialmente en mi casa.
—¿Cuántas veces estuvieron en vuestra casa?
—Una sola.
A medida que hablaba el florentino, se ensanchaba el semblante de Coconnas. El rostro de La Mole permanecía por el contrario serio, cual si el joven hubiera tenido algún presentimiento.
—¿Con qué motivo estuvieron en vuestra casa? Renato pareció dudar un momento.
—Para encargarme una figurita de cera.
—Perdonad, perdonad, maese Renato —dijo Coconnas—, cometéis un pequeño error.
—¡Silencio! —ordenó el presidente.
Y volviéndose hacia el perfumista continuó:
—¿Esa figurita era de hombre o de mujer?
—De hombre —contestó Renato.
Coconnas saltó como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿De hombre? —dijo.
—Sí, de hombre —repitió Renato, pero con voz tan débil, que el presidente apenas si le oyó.
—¿Y por qué razón había de tener la estatua un manto real y una corona?
—Porque había de representar a un rey.
—¡Mentiroso! —gritó Coconnas desesperado.
—Cállate, Coconnas, cállate —interrumpió La Mole—, deja hablar a este hombre; cada cual es dueño de perder su alma.
—¡Pero no el cuerpo de los demás, voto al diablo!
—¿Y qué significa esa aguja de acero que tiene la estatua clavada en el corazón con un papel dónde puede leerse la letra M?
—La aguja figura una espada o un puñal y la letra quiere decir «muerte».
Coconnas se precipitó sobre Renato como para estrangularle, pero los guardias le contuvieron.
—Está bien —dijo el procurador Laguesle—, el tribunal está suficientemente informado. Conducid a los acusados a las celdas de espera.
—Pero —vociferaba Coconnas— es imposible no protestar al ver que se nos acusa de hechos semejantes.
—Protestad, señor, nadie os lo impide —dijo el procurador, y añadió dirigiéndose a los guardias—: ¿Habéis oído?
Los guardias se apoderaron de los dos acusados y les obligaron a salir a cada uno por una puerta.
El procurador hizo señas al hombre que había visto Coconnas en la oscuridad y le dijo:
—No os alejéis, maese; habrá trabajo para vos esta noche.
—¿Por cuál comenzaré, señor? —preguntó el hombre, quitándose respetuosamente la gorra.
—Por aquel —dijo el presidente señalando a La Mole, a quien aún se divisaba como una sombra entre sus dos guardianes.
Luego, acercándose a Renato, que había permanecido de pie, tembloroso, en espera de ser conducido de nuevo a la prisión del Châtelet, donde estaba encerrado, le dijo:
—Está bien, señor, tranquilizaos, la reina y el rey sabrán que es a vos a quien deben el esclarecimiento de la verdad.
En lugar de reanimarle, aquella promesa pareció aterrar a Renato, quien respondió con un profundo suspiro.