ARLOS seguía leyendo; impulsado por la curiosidad, devoraba las páginas, que, como ya hemos dicho, ya fuera debido a la humedad a que habían estado expuestas durante mucho tiempo o por otro motivo cualquiera, se hallaban adheridas unas a otras.
Alençon observaba con torva mirada aquel terrible espectáculo, cuyo desenlace solamente él podía adivinar.
—¡Oh! —murmuró—. ¿Qué va a pasar aquí? ¡Cómo, yo tendré que irme, tendré que salir de Francia, tendré que ir en busca de un trono imaginario, mientras que Enrique se atrincherará al primer indicio de la enfermedad de Carlos en cualquier ciudad a veinte leguas de la capital! Permanecerá allí al acecho de esta presa que nos brinda el azar y podrá estar en París haciendo una sola etapa, de modo que, antes de que el rey de Polonia llegue a saber la noticia de la muerte de mi hermano, la dinastía habrá cambiado. ¡Es imposible!
Estas ideas fueron las que inspiraron a Francisco el primer sentimiento de horror y el deseo de advertirle a Carlos lo que ocurría. Nuevamente, el duque iba a tratar de oponerse a aquella fatalidad que parecía proteger a Enrique y perseguir a los Valois.
En un instante habían cambiado todos sus planes con respecto a Enrique. Era Carlos y no Enrique quien había leído el libro envenenado. Enrique debía marcharse, pero a condición de tomar antes el veneno. Desde el momento en que la fatalidad le salvaba de nuevo, se hacía preciso que Enrique se quedara, puesto que Enrique era menos temible estando prisionero en Vincennes o en La Bastilla que no como rey de Navarra a la cabeza de treinta mil hombres.
El duque de Alençon dejó, pues, que Carlos acabara su capítulo, y cuando el rey levantó la cabeza:
—Hermano mío —le dijo—, he esperado porque Vuestra Majestad me lo ordenó; pero, muy a pesar mío, ya que tenía que deciros cosas de suma importancia.
—¡Al diablo! —dijo Carlos, cuyas mejillas pálidas, ya sea porque hubiese puesto demasiado ardor en su lectura o porque el veneno comenzara a ejercer sus efectos, se iban tornando poco a poco purpúreas—. ¡Al diablo he dicho! Si vienes otra vez a hablarme de lo mismo, lo marcharás del mismo modo que se fue el rey de Polonia. Me libré de él y me libraré de ti. Y sobre esto, ni una palabra más.
—Os advierto —dio Francisco— que no quiero hablaros de mi marcha, sino de la de otro. Vuestra Majestad me ha herido en mi sentimiento más profundo y delicado, en mi afecto de hermano, en mi fidelidad como súbdito, y tengo empeño en demostraros que no soy un traidor.
—Vamos —dijo Carlos apoyándose de codos sobre el libro y cruzando las piernas como quien contra su costumbre hace provisión de paciencia—. ¿Algún nuevo chisme? ¿Alguna acusación matutina?
—No, señor, una certidumbre; un complot que sólo mi ridícula delicadeza me ha impedido revelaros.
—¿Un complot? —preguntó Carlos—. Veamos de qué se trata.
—Señor —respondió Francisco—, mientras Vuestra Majestad esté cazando junto al río y en la llanura de Vesinet, el rey de Navarra irá hasta el bosque de Saint-Germain, donde encontrará un grupo de amigos con los cuales huirá.
—¡Ah! ¡Ya me lo suponía! —dijo Carlos—. ¡Conque otra calumnia contra mi pobre Enriquito! ¿Terminaréis de una vez con él?
—Vuestra Majestad no tendrá mucho que esperar para cerciorarse de si es o no una calumnia lo que he tenido el honor de deciros.
—¿Por qué razón?
—Porque esta noche nuestro cuñado ya no estará aquí.
Carlos se levantó.
—Oíd —dijo—, quiero creer una vez más en vuestras intenciones, pero tanto a lo madre como a ti os advierto que esta es la última vez que lo hago.
Luego, elevando la voz, ordenó:
—Que llamen al rey de Navarra.
Un centinela hizo un movimiento disponiéndose a obedecer, pero Francisco le detuvo con un gesto.
—Mal sistema, hermano mío —dijo—, de este modo nada sabréis. Enrique negará y, al mismo tiempo, advertirá a sus cómplices para que se vayan. Además, tanto mi madre como yo, seríamos acusados no solamente de visionarios, sino de calumniadores.
—¿Qué me proponéis vos, entonces?
—Que en nombre de los vínculos que nos unen, Vuestra Majestad me escuche y que, en nombre de mi fidelidad, que terminará por reconocer, no fuerce los acontecimientos. Haced de manera, señor, que el verdadero culpable, que desde hace dos años traiciona in mente a Vuestra Majestad en espera de poder hacerlo de hecho, sea por fin declarado culpable gracias a una prueba infalible y castigado como merece.
Carlos no respondió. Se acercó a una ventana y la abrió; la sangre se agolpaba en su cabeza.
—¿Y qué haríais vos en mi lugar? —preguntó volviéndose bruscamente—. Hablad, Francisco.
—Señor —dijo Alençon—, yo mandaría que fuera rodeado el bosque de Saint-Germain por tres destacamentos de caballería ligera, los cuales, a una hora convenida, a las once por ejemplo, se pondrían en marcha deteniendo a todos los que se hallaran en el bosque cerca del pabellón de Francisco I, lugar en el que, como por casualidad, yo daría la cita para el almuerzo. Luego, haciendo como si siguiese a mi halcón, vería cómo se alejaba Enrique y le perseguiría hasta el sitio donde estuviera encerrado con sus cómplices.
—Buena idea —dijo el rey—; que hagan venir al capitán de mis guardias.
Alençon sacó de su jubón un silbato de plata que colgaba de una cadena de oro y silbó.
Carlos fue hacia el capitán que acababa de entrar y le dio unas órdenes en voz baja.
Entre tanto, su enorme galgo Acteón había cazado una presa y la arrastraba por el suelo, destrozándola a dentelladas y dando mil saltos y cabriolas.
Carlos se volvió hacia él y profirió una terrible maldición. La presa que había hecho Acteón era nada menos que el precioso libro de cetrería, del que, como ya hemos dicho, no existían más que tres ejemplares en el mundo.
El castigo fue digno del crimen.
Carlos empuñó un látigo y la silbante correa se ciñó en una triple vuelta al cuerpo del animal. Acteón lanzó un aullido y desapareció debajo de una mesa, ocultándose bajo el tapete que la cubría.
Carlos recogió el libro y vio con júbilo que no le faltaba más que una hoja y que esta ni siquiera pertenecía al texto, sino que era un grabado.
Lo colocó cuidadosamente sobre un estante donde el perro no pudiese alcanzarlo. Alençon le observaba con inquietud. Hubiera deseado que aquel libro, cumplida ya su misión, se alejara de las manos de Carlos.
Dieron las seis.
Era la hora en que el rey debía bajar al patio, atestado de caballos lujosamente enjaezados y de hombres y mujeres ricamente vestidos. Los cazadores tenían en el puño los halcones tapados con un pequeño capuchón, como era costumbre. Algunos monteros llevaban los cuernos de caza en bandolera por si acaso el rey, cansado de cazar con halcón, cosa que solía ocurrirle, quisiera perseguir a un gamo o a un corzo.
Antes de bajar, el rey cerró la puerta de su sala de armas. Alençon, que no le quitaba ojo, vio que se guardaba la llave en el bolsillo.
Cuando bajaba la escalera el rey se detuvo llevándose la mano a la frente.
Las piernas del duque de Alençon temblaban tanto como las del rey.
—Me parece que amenaza tormenta —balbució Francisco.
—¿Tormenta en el mes de enero? —contestó Carlos—. ¡Estáis loco! No, lo que pasa es que siento vértigos y tengo la piel reseca, que estoy débil, ni más ni menos.
Y añadió a media voz:
—Me matarán con su maldito odio y sus dichosos complots.
Al llegar al patio, el aire fresco de la mañana, el alboroto de los cazadores, los ruidosos saludos de cien personas reunidas produjeron sobre Carlos el efecto de siempre.
Respiró con libertad y se sintió lleno de alegría.
Su primera mirada fue para Enrique. El rey de Navarra estaba al lado de Margarita. Se querían tanto los dos excelentes esposos, que parecía imposible que se separaran.
Al ver a Carlos, Enrique espoleó a su caballo. En tres corvetas llegó junto a su cuñado.
—¡Ah! —dijo Carlos—. Montáis un caballo como si fuéramos a perseguir gamos y, sin embargo, sabéis de sobra que la caza va a ser con halcones.
Y sin esperar respuesta añadió, frunciendo el ceño y con tono casi amenazador:
—Salgamos, señores, salgamos. Es preciso que comencemos la partida a las nueve.
Catalina contemplaba la escena desde una ventana del Louvre. Por el hueco de una cortina levantada se veía su cabeza pálida envuelta en un velo. Su cuerpo, cubierto por un vestido negro, se confundía en la penumbra.
Obedeciendo a las órdenes de Carlos, toda aquella multitud resplandeciente, lujosa y perfumada se puso en marcha con el rey a la cabeza y, saliendo por las puertas del Louvre, se extendió como un alud por el camino de Saint-Germain, en medio de las aclamaciones del pueblo, que saludaba al joven soberano. Carlos, preocupado y pensativo, montaba un caballo más blanco que la nieve.
—¿Qué os ha dicho? —preguntó Margarita a Enrique.
—Me felicitó por la agilidad de mi caballo.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Entonces sabe algo.
—Me lo temo.
—Pues seamos prudentes.
En la cara de Enrique se dibujó una de aquellas sonrisas características que, sobre todo para Margarita, significaban: «Estad tranquila, amiga mía».
Por lo que se refiere a Catalina, esta había dejado caer la cortina en cuanto el cortejo dejó desierto el Patio del Louvre. Pero una cosa no había escapado a su penetración: la palidez de Enrique, sus estremecimientos nerviosos, sus diálogos en voz baja con Margarita.
Enrique estaba pálido porque, no siendo un temperamento sanguíneo, su sangre, en lugar de acudir al cerebro en cuantas ocasiones estuvo su vida en peligro, afluía al corazón.
Tenía estremecimientos nerviosos porque le impresionó la forma en que le acogiera Carlos, tan distinta a la acostumbrada.
Digamos, por último, que conferenciaba con Margarita porque, como ya sabemos, el marido y la mujer, en materia política, habían concertado una alianza ofensivo-defensiva.
Pero Catalina interpretó los hechos de muy distinto modo.
—Esta vez —murmuró mientras se dibujaba en sus labios la florentina sonrisa que le era peculiar—, me parece que mi querido Enriquito ha caído en la ratonera.
Luego, y para cerciorarse del todo, dejó que pasara un cuarto de hora para dar tiempo a que la comitiva se hubiera alejado de París, salió de su departamento, subió la escalerilla de caracol y, con su doble llave, abrió la puerta del aposento del rey de Navarra.
Fue inútil que buscara el libro por todas partes. En vano paseó sus ardientes miradas de las mesas a los armarios, de los estantes a las sillas; el famoso libro no aparecía.
«Se lo habrá llevado Alençon —se dijo—, es una medida que prueba su prudencia».
Conforme con aquel razonamiento y casi segura de que esta vez sus planes se habían realizado, regresó a sus habitaciones.
Entre tanto el rey seguía su camino rumbo a Saint-Germain, donde llegó después de hora y media de veloz carrera. Ni siquiera entraron en el viejo castillo que se destacaba, sombrío y majestuoso, entre las casas que se veían por la ladera de la montaña. Atravesaron el puente de madera situado en aquella época enfrente del árbol que todavía se llama «la encina de Sully». Dieron orden a las barcas engalanadas que seguían la comitiva para que se colocaran de tal modo que el rey y su séquito pudiesen cruzar el río con toda comodidad.
En seguida, toda aquella alegre juventud, animada por tan diversos intereses, volvió a ponerse en marcha, siempre con el rey a la cabeza. La magnífica pradera que se extiende desde lo alto del bosque de Saint-Germain adquirió de pronto el aspecto de un gran tapiz, en el que podían verse infinidad de personajes tejidos en los más diversos colores, y cuyo marco lo formaba la cinta plateada y espumeante del río.
Precediendo al rey, que llevaba en la mano su halcón favorito, iban los monteros, vestidos con casacas verdes y calzados con gruesas botas, animando con sus gritos a media docena de perros que husmeaban los tupidos cañaverales de la orilla.
El sol, escondido hasta entonces detrás de unas pubes, salió de repente del sombrío océano donde parecía hundido. Un rayo hizo relucir todo aquel oro, todas aquellas joyas y todas aquellas miradas ardientes, convirtiendo la comitiva en un torrente de fuego.
Entonces, y como si estuviese esperando aquel momento para que un hermoso sol alumbrara su derrota, una garza se elevó de entre los juncos lanzando un grito prolongado y quejumbroso.
—¡Hala, hala! —gritó Carlos, quitando el capirote a su halcón y soltándolo tras la fugitiva presa.
—¡Hala, hala! —gritaron todas las voces para estimular al halcón.
Este, cegado un momento por la luz, giró sobre sí mismo, describiendo un círculo. De pronto vio a la garza y voló hacia ella como una flecha.
La garza, que, como ave prudente, había levantado el vuelo a más de cien pasos de los cazadores, se había alejado ganando altura, mientras el rey quitaba la caperuza al halcón y este se habituaba a la luz. Resultó que cuando su enemigo la vio se hallaba ya a más de quinientos pies de altura, y por si fuera poco, al encontrar en las zonas altas el aire suficiente a sus potentes alas, subía rápidamente.
—¡Hala! ¡Hala! ¡Pico de Hierro! —gritó Carlos, queriendo excitar al halcón—. ¡Demuéstranos que eres de buena raza! ¡Hala! ¡Hala!
Como si le hubiese oído, el noble animal salió disparado como una flecha, volando en línea diagonal para alcanzar la vertical que seguía la garza, al parecer con propósito de perderse en las profundidades del éter.
—¡Ah! ¡Cobarde! —exclamó Carlos, como si la fugitiva pudiese oírle. Y poniendo su caballo al galope para seguir la caza mientras fuera posible y echando hacia atrás su cabeza para no perder ni un instante a los dos pájaros, vociferaba—: ¡Ah! ¡Conque huyes, cobarde! Mi Pico de Hierro es de buena raza. ¡Espera! ¡Espera! ¡Vamos, Pico de Hierro! ¡Vamos con ella!…
La lucha fue interesante. Los dos pájaros se aproximaron o, mejor dicho, el halcón alcanzaba a la garza.
¿Quién vencería en este primer ataque?
El miedo tuvo mejores alas que el valor.
El halcón pasó rozando el vientre de la garza. Esta, aprovechándose de su superioridad, le dio un picotazo. Como herido por una puñalada, el halcón giró tres veces sobre sí mismo, como aturdido, y por un instante pudo creerse que abandonaba el combate. Pero tal que un guerrero herido que se levanta con redoblado furor, lanzó un grito agudo y amenazador y volvió al ataque.
La garza se había aprovechado de la tregua y, cambiando la dirección de su vuelo, se dirigió hacia el bosque, tratando esta vez de alejarse lo más posible y no de ganar altura.
El halcón era un animal de buena casta y tenía tanta vista como un gerifalte.
Repitió la misma maniobra, fue en diagonal hacia la garza, que lanzó dos o tres silbidos lastimeros, tratando de ganar altura como la vez anterior.
Al cabo de unos segundos, los dos pájaros parecían a punto de perderse entre las nubes. La garza parecía del tamaño de una alondra y el halcón era un punto negro, por momentos imperceptible.
Carlos y su corte no perseguían ya a las aves sino con la vista. Cada cual permanecía quieto en su sitio con los ojos fijos en la fugitiva y en su perseguidor.
—¡Bravo! ¡Bravo, Pico de Hierro! —gritó Carlos de pronto—. ¡Mirad, señores, mirad! ¡Ya está encima! ¡Hala! ¡Hala!
—Confieso que no alcanzo a ver ninguno de los dos —dijo Enrique.
—Ni yo —añadió Margarita.
—Si no los ves, Enriquito, por lo menos los oirás —contestó Carlos—, sobre todo a la garza. ¿No la oyes? Pide clemencia.
En efecto, dos o tres gritos lastimeros sólo perceptibles para un oído experto llegaron desde las alturas.
—Oye, oye —gritó Carlos—; ahora los verás bajar más de prisa que subieron.
Así fue. En cuanto el rey pronunció estas palabras, reaparecieron los dos contrincantes.
Al principio sólo se vieron dos puntos negros, pero, por su diferente tamaño, podía deducirse fácilmente que el halcón volaba sobre la garza.
—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Pico de Hierro gana! —exclamó Carlos.
Efectivamente, la garza, dominada por el ave de rapiña, ni siquiera intentaba defenderse. Descendía velozmente, sufriendo las embestidas constantes del halcón, a las que no respondía sino con gritos. De repente plegó sus alas y se dejó caer como una piedra, pero su adversario hizo otro tanto y, cuando la fugitiva quiso reanudar su vuelo, un último picotazo la dejó sin fuerzas. Continuó su caída girando sobre sí misma y, cuando tocaba el suelo, el halcón se precipitó sobre ella, lanzando un grito de victoria que ahogó el de la vencida.
—¡Al halcón! ¡Al halcón! —exclamó Carlos.
Y salió al galope hacia el lugar donde habían caído los dos pájaros.
De repente frenó en corto a su caballo, lanzó un grito semejante a los de las aves, soltó las riendas, se asió con una mano a las crines del animal y se llevó la otra al estómago, como si hubiese querido desgarrarse las entrañas.
Al oírle acudieron todos los cortesanos.
—No es nada, no es nada —dijo Carlos con el rostro inflamado y los ojos turbios—. Me pareció como si me atravesaran el estómago con un hierro candente. Vamos, vamos, no es nada.
Dicho esto, el rey Carlos volvió a emprender el galope.
El duque de Alençon se puso pálido.
—¿Hay algo de nuevo? —preguntó Enrique a Margarita.
—No sé nada —contestó esta—, pero ¿os habéis fijado?, mi hermano estaba amoratado.
—Muy contra su costumbre —afirmó Enrique.
Los cortesanos se miraron estupefactos entre sí y siguieron al rey.
Por fin llegaron al sitio donde habían caído los pájaros. El halcón estaba devorando los sesos de la garza.
Carlos se bajó del caballo para presenciar la escena más de cerca.
Al pisar el suelo, se vio obligado a apoyarse contra su montura; todo daba vueltas a su alrededor y sintió un inaplazable deseo de dormir.
—¡Hermano mío! ¡Hermano mío! ¿Qué tenéis? —le preguntó Margarita.
—Siento lo que debió de sentir Porcia[42] cuando se tragó los carbones encendidos; tengo dentro algo que me quema y me parece que respiro fuego.
Al mismo tiempo, Carlos sopló y pareció quedarse asombrado de que no saliera fuego de su boca.
Los monteros se habían apoderado del halcón y volvían a ponerle su capirote, mientras el resto de los cazadores se agrupaba en torno a Carlos.
—¿Qué significa esto? ¡Por los clavos de Cristo! O no es nada o es el sol que me hace estallar la cabeza y los ojos. ¡Vamos, vamos a seguir cazando, señores! Allí hay una bandada de patos salvajes. Soltad todos los halcones, ¡por Dios!, vamos a divertirnos.
Soltaron seis halcones, que se lanzaron en busca de los patos, y toda la comitiva, con el rey delante, se acercó al borde del río.
—¿Y ahora qué opináis, señora? —dijo Enrique a Margarita.
—Que el memento es bueno y que, si el rey no se vuelve, llegaremos fácilmente hasta el bosque.
Enrique llamó al montero que llevaba la garza y, mientras la comitiva se deslizaba a lo largo del talud que sirve hoy de muro de contención a una terraza, se quedó atrás como si examinara el cadáver del animal vencido.