UE venga a verme el duque de Alençon —dijo Carlos despidiendo a su madre.
El señor de Nancey, dispuesto, después de la advertencia hecha por el rey a no obedecer a nadie que no fuera Carlos IX, se llegó de un salto a la habitación del duque, transmitiéndole sin rodeos la orden que acababa de recibir.
El duque de Alençon se estremeció; siempre había temblado ante Carlos y ahora con mayor razón que nunca, pues, desde que se había metido a conspirador, los motivos para temerle eran más poderosos.
No por eso dejó de acudir al llamamiento de su hermano, aunque lo hiciera con calculada prisa.
Carlos estaba en pie silbando un aire de caza.
Al entrar, el duque de Alençon sorprendió en los ojos vidriosos de Carlos una de aquellas miradas venenosas que tan bien conocía.
—Vuestra Majestad me mandó llamar —dijo—. Aquí estoy, señor, ¿qué desea de mí Vuestra Majestad?
—Quiero deciros, mi querido hermano, que para recompensar el cariño que me profesáis, estoy decidido a hacer hoy por vos lo que os guste más.
—¿Por mí?
—Sí, por vos. Buscad en vuestra mente algo que deseáis desde hace tiempo sin atreveros a pedírmelo y os lo daré.
—Señor —dijo Francisco—, os juro como hermano que no deseo más sino que continuéis gozando de buena salud.
—Entonces estaréis satisfecho, Francisco. Ya me he curado de la indisposición que tuve cuándo vinieron los embajadores polacos. Me salvé, gracias a Enriquito, del furioso jabalí que quería matarme, y me siento tan fuerte como para no envidiar al más sano de mi reino. Podéis, pues, sin ser un mal hermano, desear otra cosa que no sea mi salud, ya que esta es excelente.
—No deseo nada, señor.
—Sí, sí, Francisco —replicó Carlos impacientándose—, deseáis la corona de Navarra, puesto que os pusisteis de acuerdo con Enrique y con De Mouy; con el primero para que renunciara y con el segundo para que os la ofrecieran. Pues bien, sabed que Enrique renuncia, que De Mouy me ha transmitido vuestro deseo y que esta corona que ambicionáis…
—¿Qué? —preguntó Alençon con voz temblorosa.
—¡Qué es vuestra, voto al diablo!
Alençon se puso terriblemente pálido; de repente toda la sangre de su corazón se le vino a las mejillas, que se animaron con un súbito rubor. La gracia que le concedía el rey no le hacía en absoluto feliz en aquel momento. Por el contrario, le desesperaba.
—Pero, señor —repuso trémulo de emoción, y tratando de recobrar su aplomo—, nada he deseado y, sobre todo, no he pedido nada semejante.
—Es posible —dijo el rey—, pues sois muy discreto, hermano mío, pero otros han deseado y pedido ya por vos.
—Señor, os juro que jamás…
—No juréis en vano.
—¿Me desterráis entonces, señor?
—¿Llamáis destierro a eso, Francisco? ¡Pardiez, qué difícil sois! ¿Esperáis algo mejor acaso?
Alençon se mordió los labios con desesperación.
—A fe mía —continuó Carlos afectando ingenuidad—, os creía menos popular, sobre todo entre los hugonotes, pero he aquí que son ellos mismos los que os reclaman y que yo me veo obligado a confesar que estaba equivocado. Por otra parte, no puedo desear otra cosa mejor que tener a un hombre de los míos, a un hermano que me quiere y es incapaz de traicionarme, a la cabeza de un partido que desde hace treinta años nos combate. Con esta medida se calmará todo como por encanto, sin contar con que así todos seremos reyes en nuestra familia. Tan sólo el pobre Enriquito habrá de conformarse con no ser más que mi amigo. No es ambicioso y le bastará con este título que nadie quiere.
—Os equivocáis, señor, lo quiero yo. ¿Quién tiene más derechos que yo a ese título? Enrique es vuestro cuñado, yo soy vuestro hermano por la sangre y, sobre todo, .por el corazón… Señor, os lo suplico, dejadme que permanezca a vuestro lado.
—No, no, Francisco —respondió el rey—, sería tanto como haceros desgraciado.
—¿Por qué?
—Por mil razones.
—Pensad un poco, señor, si encontraréis alguna vez un compañero tan fiel como yo. Desde mi niñez no me he apartado nunca de Vuestra Majestad.
—Ya lo sé, ya, a incluso algunas veces hubiera querido veros más lejos.
—¿Qué queréis decir?
—Nada, nada, yo me entiendo. ¡Oh! ¡Qué hermosas partidas de caza podréis organizar! Os envidio, Francisco ¿Sabéis que en las endiabladas montañas de por allá se cazan osos como aquí jabalís? Nos enviaréis pieles magníficas. Los cazan con puñal, como ya sabéis; se espera al animal, y se llama su atención de cualquier manera; el caso es irritarle. El oso avanza entonces hacia el cazador y, al hallarse a cuatro metros de distancia, se levanta sobre las patas traseras. En ese momento se le hunde el acero en el corazón, como hizo Enrique con el jabalí en la última cacería. Es peligroso, pero vos sois valiente, Francisco, y ese peligro será para vos un verdadero placer.
—¡Ah! Vuestra Majestad aumenta mi disgusto. ¡Ya no volveré a cazar con vos!
—¡Pardiez! ¡Tanto mejor! —dijo el rey—. A ninguno de los dos nos conviene cazar juntos.
—¿Qué quiere decir Vuestra Majestad?
—Quiero decir que el venir conmigo de caza os causa tal placer y os emociona tanto que vos, que sois la habilidad en persona y que con cualquier arcabuz matáis una urraca a cien pasos, errasteis a veinte pasos, la última vez que cazamos juntos, a un enorme jabalí. Y eso que tirabais con vuestro propio arcabuz. En cambio, le rompisteis una pata a mi mejor caballo. ¡Por todos los diablos! ¿Sabéis, Francisco, que me estáis dando que pensar?
—¡Oh, señor! Atribuidlo a mi emoción —dijo el duque poniéndose blanco.
—Sí —continuó Carlos—, fue por la emoción, ya lo sé. Precisamente por esta emoción, que aprecio en su justo valor, os digo: Creedme, Francisco, es preferible que cacemos lejos uno de otro, sobre todo cuando se es víctima de emociones semejantes. Reflexionad acerca de esto, hermano mío, no en mi presencia, puesto que ya veo que os turba, sino cuando estéis solo, y convendréis en que tengo razón cuando temo que en otra cacería os embargue de nuevo la emoción, pues no hay nada que haga perder la puntería como la emoción, y entonces mataríais al caballero, en lugar de matar al caballo, y al rey, en vez de su cabalgadura. ¡Pardiez! Una bala disparada demasiado alta o demasiado baja puede cambiar completamente la política, y un buen ejemplo de esto lo tenemos en nuestra familia. Cuando Montgomery mató a nuestro padre Enrique II por accidente, o quién sabe si por emoción, el golpe llevó a nuestro hermano Francisco II al trono y a nuestro padre Enrique al cementerio de San Dionisio. ¡Tan poco necesita Dios para cambiarlo todo!
El duque sintió que un sudor frío le corría por la frente al oír aquellas palabras tan terribles como imprevistas.
Era imposible que el rey le dijese de un modo más claro a su hermano que lo había adivinado todo. Carlos, ocultando su cólera bajo un velo de ironía, resultaba quizá más temible que si hubiese dejado salir a borbotones la odiosa lava que le devoraba el corazón; su venganza era tan grande como su rencor, una y otro se acentuaban paralelamente y, por vez primera, Alençon sintió el remordimiento o, más bien, el pesar de haber concebido un crimen que no pudo llevarse a cabo.
Sostuvo la lucha mientras pudo, pero ante aquel último golpe bajó la cabeza y Carlos pudo ver en sus ojos esa llama que en los seres de naturaleza débil anuncia la aparición de las lágrimas. El duque de Alençon era de los que no lloran como no sea de rabia.
Carlos no apartaba de él sus ojos de buitre, absorbiendo, por así decir, cada una de las sensaciones que se sucedían en el corazón del joven. Todas eran para él tan claras, gracias al profundo estudio que había hecho de su familia, que podía leer en el alma del duque como en un libro abierto.
Le dejó que por un instante permaneciera abrumado, inmóvil y mudo. Luego, en un tono inflexible, le dijo:
—Hermano, ya os he dicho mi resolución. Os añado que esta resolución es inmutable: partiréis.
Alençon hizo un gesto. Carlos pareció no advertirlo y continuó:
—Quiero que Navarra se enorgullezca de tener por príncipe a un hermano del rey de Francia. Tendréis todo lo que corresponde a vuestra alcurnia: poder, honores… Exactamente igual que vuestro hermano y, como él —añadió sonriendo—, me bendeciréis desde lejos. No importa que así sea; para las bendiciones no hay distancias.
—Señor…
—Aceptad, o mejor dicho: resignaos. Una vez que seáis rey, os encontraremos una mujer digna de un príncipe de Francia. Y, ¡quién sabe!, a lo mejor ella aporta como dote otra corona.
—Pero… —dijo el duque de Alençon—. Vuestra Majestad olvida a su amigo Enrique.
—¡Enrique! Ya os he dicho que él renuncia al trono de Navarra, que os lo cede. Enrique es un joven alegre y no un lánguido paliducho como vos. Quiere reír y divertirse a su antojo y no apolillarse como nosotros, los que estamos condenados a llevar corona.
Alençon suspiró.
—Vuestra Majestad me ordena entonces que me preocupe de…
—No, en absoluto, no os preocupéis de nada, Francisco, yo lo arreglaré todo, confiad en mí como en un buen hermano. Y ya que hemos convenido todo, retiraos, podéis referir o no a vuestros amigos nuestra conversación; tomaré las medidas precisas para que pronto sea pública. Idos, Francisco.
No había nada que contestar; el duque saludó y salió con el corazón hecho un infierno.
Ardía en deseos de hallar a Enrique para hablar con él de lo que acababa de pasarle. No encontró más que a Catalina.
Mientras Enrique esquivaba la entrevista, la reina madre la buscaba.
Catalina ocultó su pesar al ver al duque y trató de sonreír. Menos afortunado que Enrique de Anjou, Francisco no buscaba en Catalina a una madre, sino a una aliada. Comenzó, pues, disimulando, ya que para conseguir buenas alianzas es preciso engañarse mutuamente un poco.
Abordó, pues, a Catalina con un semblante en el que no quedaba ya más que una ligera huella de inquietud.
—Hay grandes novedades, señora —dijo—. ¿Las sabéis?
—Sé que tratan de convertiros en rey, señor.
—Es una gran bondad por parte de mi hermano.
—¿Verdad que sí?
—Casi me inclino a creer que os lo debo. Supongamos que fuerais vos quien hubiese dado al rey el consejo de regalarme un trono. Pero os confieso que en el fondo me apena despojar de este modo al rey de Navarra.
—Profesáis gran afecto a mi hijo Enriquito, ¿no es verdad?
—En efecto, desde hace algún tiempo somos íntimos amigos.
—¿Creéis que él os quiere del mismo modo?
—Supongo que sí, señora.
—Es ejemplar una amistad como esa, sobre todo entre príncipes. Las amistades en la corte ya sabéis, mi querido Francisco, que tienen fama de ser poco sólidas.
—Pensad, madre mía, que no sólo somos amigos, sino casi hermanos.
Catalina sonrió de un modo extraño.
—¿Acaso hay hermanos entre los reyes?
—¡Oh! Si es por eso, ninguno de los dos lo éramos cuando nos hicimos amigos, ni siquiera teníamos probabilidades de llegar a serlo nunca; quizá por eso mismo nos cobramos afecto.
—Sí, pero las cosas han cambiado mucho actualmente.
—¡Qué han cambiado!
—Desde luego. ¿Quién os dice ahora que no seréis reyes los dos?
Al ver Catalina el estremecimiento nervioso del duque y de qué modo el rubor invadía sus mejillas, comprendió que su golpe había ido directo al corazón de su hijo.
—¿Él? —dijo el duque—. ¿Rey, Enriquito? ¿Y de qué reino, señora?
—De uno de los más poderosos de la cristiandad, hijo mío.
—¿Qué decís, madre mía? —dijo Alençon perdiendo el color.
—Lo que una buena madre debe decir a su hijo, lo que vos habéis pensado más de una vez, Francisco.
—¿Yo? No he pensado en nada, señora, os lo juro.
—Quiero creeros, porque vuestro amigo, vuestro hermano Enrique, como le llamáis, bajo su aparente franqueza, es un hombre muy hábil y astuto, que guarda sus secretos mejor que vos los vuestros. Por ejemplo, ¿os ha dicho alguna vez que De Mouy era su hombre de confianza?
Al decir estas palabras, Catalina hundió como un estilete su mirada en el alma de Francisco.
Pero el duque no tenía más que una virtud o, mejor dicho, un vicio: el disimulo. Por lo tanto, soportó perfectamente la mirada.
—¡De Mouy! —dijo con sorpresa y como si aquel nombre fuera pronunciado en su presencia por primera vez.
—Sí, el hugonote De Mouy de Saint-Phale, el mismo que estuvo a punto de matar a Maurevel y que de manera clandestina, recorriendo Francia y la capital bajo distintos disfraces, intriga y prepara un ejército para sostener a vuestro cuñado Enrique contra nuestra familia.
Catalina, que ignoraba que sobre aquel punto se hallaba su hijo tan enterado como ella o más, se levantó y se dispuso a salir majestuosamente.
Francisco la detuvo.
—Madre —le dijo—, una palabra, por favor. Puesto que os habéis dignado iniciarme en vuestra política, decidme, ¿cómo, con tan pobres recursos y siendo tan poco conocido como es, puede hacer Enrique una guerra tan seria como para inquietar a mi familia?
—Niño —dijo la reina, sonriendo—, sabed que está apoyado por más de treinta mil hombres y que, el día que pronuncie una palabra, esos treinta mil hombres aparecerán de pronto como si salieran de la tierra y esos treinta mil hombres son hugonotes, es decir, los soldados más valientes del mundo. Además tiene una protección que vos no supisteis o no quisisteis ganaros.
—¿Cuál?
—Tiene al rey, al rey, que le quiere y le ayuda; al rey, que por envidias con su hermano, el rey de Polonia, y por despecho contra vos, busca en torno suyo un sucesor. Solamente que, como sois ciego, no veis que lo está buscando fuera de su familia.
—¿Lo creéis así, señora?
—¿No habéis notado que quiere a Enriquito, a su Enriquito?
—Sí, madre mía, sí.
—¿Y no habéis notado que es correspondido, que el mismo Enriquito, olvidando que su cuñado quiso matarle la noche de San Bartolomé, se arrastra a sus pies como un perro que lame la misma mano que le ha castigado?
—Sí, sí —murmuró Francisco—, ya he advertido que Enrique es muy humilde con mi hermano Carlos.
—Y que se las ingenia por complacerle en todo.
—Hasta el punto de que, indignado por ser objeto de las burlas del rey, debido a su ignorancia en la caza con halcones, pretende adiestrarse y ayer me preguntó si yo tenía algunos libros buenos que trataran de este arte.
—¿Y qué le respondisteis? —preguntó Catalina, cuyos ojos relampaguearon como si se le hubiese ocurrido repentinamente una idea.
—Que buscaría en mi biblioteca.
—Muy bien; es necesario que le deis ese libro.
—Pero el caso es que no lo he encontrado.
—Ya lo encontraré yo…, pero es preciso que se lo deis como si fuese vuestro.
—¿Con qué objeto?
—¿Tenéis confianza en mí?
—Sí, madre mía.
—¿Queréis obedecerme ciegamente en lo que respecta a Enrique, a quien no queréis, aun cuando afirmáis lo contrario?
Alençon sonrió.
—Y a quien yo detesto —terminó Catalina.
—Sí, os obedeceré.
—Venid pasado mañana a buscar el libro. Yo os lo daré, vos se lo llevaréis a Enrique y…
—¿Y…?
—Dejad que Dios, la Providencia o el azar hagan el resto.
Francisco conocía bastante a su madre para saber que, por lo general, no confiaba a Dios, a la Providencia o al azar la labor de favorecer sus simpatías o sus odios, pero se guardó muy bien de añadir una sola palabra y, saludando, como quien acepta una comisión que le han encargado, se retiró a sus habitaciones.
«¿Qué habrá querido decir? —pensó el joven mientras subía la escalera—. Lo ignoro; lo único que para mí está claro es que ella obra contra un enemigo común. Por lo tanto, que haga lo que quiera».
Entre tanto, Margarita, por intermedio de La Mole, recibía una carta de De Mouy. Como en política los dos ilustres consortes no tenían secretos, abrió la carta y leyó.
Debió de parecerle interesante el mensaje, pues en cuanto acabó de leerlo, y aprovechando las sombras que empezaban a invadir el Louvre, se deslizó por el pasadizo secreto, subió la escalera de caracol y, después de mirar atentamente a todos lados, se dirigió como una sombra al departamento del rey de Navarra.
En la antecámara no había nadie de guardia desde que desapareció Orthon.
Esta desaparición, de la que no hemos vuelto a hablar desde que el lector tuvo conocimiento de la manera tan trágica en que ocurrió, había preocupado mucho a Enrique. Habló acerca de ella con la señora de Sauve y con su esposa, pero ninguna de las dos sabía más que él. Únicamente la señora de Sauve le proporcionó algunos datos gracias a los cuales Enrique comprendió que el pobre muchacho habría sido víctima de alguna venganza de la reina madre y que, como consecuencia de todo aquello, él había estado a punto de ser detenido con De Mouy en la posada de A la Belle Etoile.
Otro que no fuera Enrique hubiera guardado silencio no atreviéndose a decir nada; pero Enrique, hábil calculador ante todo, comprendió que su silencio le traicionaría. Por lo general nadie pierde así como así a uno de sus servidores, mucho más cuando se trata de un confidente. Lo natural es hacer pesquisas, averiguar algo o pretender hacerlo.
Enrique, pues, averiguó y buscó en presencia del rey y de la misma reina madre. Preguntó por Orthon a todo el mundo, desde el centinela que se paseaba frente a la puerta del Louvre hasta el capitán de los guardias que permanecía en la antecámara del rey.
Todas las preguntas y gestiones fueron inútiles y Enrique pareció tan visiblemente afligido por aquel suceso, y se mostró tan ligado al pobre criado desaparecido, que declaró que no le reemplazaría hasta que hubiese adquirido la certidumbre de que había desaparecido para siempre.
Como ya hemos dicho, cuando Margarita entró en las habitaciones del rey, la antecámara estaba vacía.
Por leves que fuesen los pasos de la reina, Enrique los oyó y acudió al encuentro de la reina.
—¿Vos, señora? —exclamó.
—Sí, yo —respondió Margarita—, leed esto ahora mismo.
Y le presentó el papel desdoblado.
Decía así:
«Señor, ha llegado el momento de poner en ejecución el proyecto de fuga. Pasado mañana habrá caza de halcones a lo largo del Sena, desde Saint-Germain hasta Maisons, es decir, de un extremo al otro del bosque.
»Asistid a esta cacería, aunque se trate de una caza con halcones, llevad bajo vuestro jubón una buena cota de malla, ceñíos vuestra mejor espada y montad el mejor caballo de vuestras cuadras.
»Hacia mediodía, es decir, en el momento culminante de la caza, cuando el rey se haya lanzado tras el halcón, apartaos solo, si vais a venir solo, o con la reina de Navarra si piensa acompañaros.
»Cincuenta de los nuestros estarán escondidos en el pabellón de Francisco I, cuya llave tenemos. Todo el mundo ignorará que están allí, puesto que llegarán de noche y las ventanas estarán cerradas.
»Pasaréis por el sendero de las violetas, al fondo del cual me encontraréis. A la derecha de este sendero, en un pequeño claro, estarán La Mole y Coconnas con dos caballos. Estos caballos de refresco servirán para reemplazar el vuestro y el de Su Majestad la reina de Navarra, si por casualidad estuvieran fatigados.
»Adiós, señor, estad preparado. Nosotros lo estaremos».
—Lo estaréis —dijo Margarita repitiendo después de mil seiscientos años las mismas palabras que pronunciara César en la orilla del Rubicón.
—Sea, señora —respondió Enrique—, no seré yo quien os desmienta.
—Vamos, señor, convertíos en héroe; no es difícil; no tenéis más que seguir vuestro camino y me conquistaréis un hermoso trono —dijo la hija de Enrique II.
Una imperceptible sonrisa se dibujó en los finos labios del bearnés. Besó la mano de Margarita y salió antes que ella de la habitación para explorar el terreno, mientras canturreaba el estribillo de una vieja canción:
Cil qui mieux battit la muraille
n’entra point de dans le chateau[40].
La precaución no estuvo de más; en el momento en que abría la puerta de su alcoba, el duque de Alençon abrió la de la antecámara. Luego de hacer una seña con la mano a su esposa dijo en voz alta:
—¡Ah! ¿Sois vos, hermano mío? Sed bienvenido.
Al ver la indicación de su marido, la reina lo comprendió todo y se precipitó al cuarto de aseo, cuya puerta estaba oculta por un enorme tapiz.
El duque de Alençon entró con paso cauteloso y mirando a su alrededor:
—¿Estamos solos, hermano? —preguntó en voz baja.
—Completamente solos. ¿Qué ocurre? Parecéis trastornado.
—Estamos descubiertos, Enrique.
—¿Cómo descubiertos?
—Sí, De Mouy ha sido arrestado.
—Ya lo sé.
—Y De Mouy se lo ha contado todo al rey.
—¿Qué es lo que le ha dicho?
—Le ha dicho que yo deseaba el trono de Navarra y que conspiraba para obtenerlo.
—¡Desgraciado! —dijo Enrique—. ¿De modo que estáis comprometido, mi pobre cuñado? ¿Y cómo no os han arrestado aún?
—Ni yo mismo lo sé: el rey se ha burlado de mí fingiendo ofrecerme el trono de Navarra. Sin duda esperaba obtener de mí una confesión, pero yo no le he dicho nada.
—¡Habéis hecho bien, por Dios! —dijo el bearnés—. Mantengámonos firmes: van nuestras vidas en ello.
—Sí —replicó Francisco—, pero lo cierto es que el asunto se presenta difícil. Por eso he venido a pediros vuestra opinión. ¿Qué creéis que debo hacer: huir o quedarme?
—¿Visteis al rey? —Sí.
—Si le habéis visto, habréis podido leer en su pensamiento. Ahora, haced lo que os parezca.
Por muy dueño que fuera de sí mismo, Enrique dejó escapar un gesto de alegría. Por imperceptible que fuese, Francisco lo captó.
—Preferiría quedarme —respondió Francisco.
—Quedaos entonces —dijo Enrique.
—¿Y vos?
—¡Diablo! —respondió Enrique—. Si vos os quedáis, yo no tengo ningún motivo para irme. No lo hacía más que por seguiros, por devoción hacia vos, para no separarme de mi hermano a quien tanto quiero.
—¿De modo —dijo Alençon— que se han deshecho todos nuestros planes y vos los abandonáis así, sin lucha, al primer contratiempo?
—Yo —respondió Enrique— no considero un contratiempo el hecho de tener que quedarme aquí. Gracias a mi carácter despreocupado me hallo bien en todas partes.
—Sea —dijo Alençon—, no hablemos más de esto. Pero si acaso decidís otra cosa, hacédmelo saber.
—Perded cuidado, por Dios —replicó Enrique—. ¿No hemos convenido que no habría secretos entre nosotros?
Alençon no insistió más y se retiró un tanto pensativo, ya que en algún momento creyó ver que se movía el tapiz que cubría la puerta del cuarto de aseo.
En efecto, apenas se hubo marchado el duque cuando el tapiz se levantó y apareció Margarita.
—¿Qué pensáis de esta visita? —preguntó Enrique.
—Que sucede algo nuevo a importante.
—¿Qué creéis que puede ser?
—No sé nada aún, pero lo sabré.
—¿Y entre tanto?
—No dejéis de ir a verme a mi cuarto mañana por la noche.
—No faltaré, señora —dijo Enrique, besando con galantería la mano de su esposa.
Margarita regresó a sus habitaciones con la misma precaución con que había salido de ellas.