Capítulo XV

DOS horas después de sucedidos los hechos que acabamos de referir y de los que no quedó ni una huella en el rostro de Catalina, la señora de Sauve, luego de concluir el trabajo que le encargara la reina, subió a su habitación. Tras ella iba Enrique, que, al enterarse por Dariole de que Orthon había estado allí, se dirigió al espejo y cogió el billete.

Como ya hemos dicho antes, estaba concebido en estos términos:

Esta noche, a las diez, en la calle de l’Arbre-Sec, posada A la Belle Etoile. Si venís, no respondáis; en caso contrario, decid «no» al portador.

No especificaba a quién iba dirigida.

«Enrique no faltará a la cita —se dijo Catalina—, puesto que aunque quisiera negarse, ya no encontrará al portador para decirle que no».

Sobre este punto, Catalina no estaba equivocada. Enrique preguntó por Orthon, a lo que Dariole le dijo que había salido con la reina madre. Como halló el mensaje en su sitio y sabía que el pobre muchacho era incapaz de traicionarle, no se inquietó lo más mínimo.

Cenó como de costumbre en la mesa del rey, quien se burló mucho de Enrique a causa de las torpezas que había cometido aquella mañana en la caza con halcones.

Enrique se excusó diciendo que era hombre de montaña y no de llanura, y acabó prometiendo a Carlos que persistiría en su entrenamiento.

Catalina estuvo encantadora y, al levantarse de la mesa, rogó a Margarita que la acompañara.

A las ocho Enrique llamó a dos gentiles hombres, salió con ellos por la puerta de Saint-Honoré, dio un largo rodeo, entró por la Torre de Bois, atravesó el Sena en la barca de Nesle y subió hasta la calle de Saint-Jacques, donde les despidió como si se tratase de una aventura galante. En la esquina de la calle Mathurins encontró a un hombre montado a caballo y envuelto en una capa. Se acercó a él.

—Nantes —dijo el hombre.

—Pau —respondió el rey.

El desconocido echó pie a tierra inmediatamente. Enrique se cubrió con la capa, que estaba salpicada de barro, montó el caballo, que estaba sudoroso, y volviendo por la calle de la Harpe atravesó el puente de Saint-Michel, siguió por la calle Barthélemy, cruzó de nuevo el río por el Pont-aux-Meuniers, continuó por la orilla del río hasta coger la calle de l’Arbre-Sec y vino a llamar a la puerta de maese La Hurière.

La Mole estaba en la habitación que ya conocemos, escribiendo una larga carta de amor a quien todos sabemos.

Coconnas se hallaba en la cocina con La Hurière mirando cómo daban vueltas en el asador seis perdices y discutiendo con su amigo el posadero acerca del punto que necesitaban.

En aquel momento llamó Enrique. Gregorio fue a abrir y condujo el caballo a la cuadra, mientras el viajero entraba golpeando con sus botas en el suelo, para hacer entrar en calor sus pies.

—¡Eh! Maese La Hurière —dijo La Mole sin dejar de escribir—, aquí hay un caballero que os busca.

Acercóse La Hurière, miró a Enrique de pies a cabeza, y como su capa de grueso paño no le inspirara un gran respeto:

—¿Quién sois? —preguntó.

—¡Por todos los diablos! —dijo Enrique señalando a La Mole—. Os lo acaba de decir este señor; soy un caballero de Gascuña y vengo a París para ser presentado en la corte.

—¿Y qué queréis?

—Un cuarto y una cena.

—¡Hum! —dijo La Hurière—. ¿Tenéis criado? Era, como ya sabemos, la pregunta de costumbre.

—No —contestó Enrique—, pero pienso tenerlo en cuanto haga fortuna.

—No alquilo habitaciones de señor sin cuarto de criado —dijo el posadero.

—¿Aunque os ofrezca una libra por la cena, aparte de lo que mañana os dé por lo demás?

—¡Oh! Sois muy generoso, señor mío —dijo La Hurière, examinando a Enrique con desconfianza.

—No, nada de eso. Lo que sí sucede es que, en la creencia de que pasaría la noche en vuestra casa, que tanto me recomendó un señor paisano mío, invité a un amigo a cenar en mi compañía. ¿Tenéis buen vino de Arbois?

—Tengo uno tan bueno como el mejor qué pueda beber el bearnés.

—Bueno, lo pagaré aparte. ¡Ah! Aquí llega precisamente mi convidado.

En efecto, la puerta acababa de abrirse dando paso a un caballero de mayor edad que el primero y que llevaba al costado un espadón.

—¡Ah! Sois muy puntual, amigo; para un hombre que acaba de recorrer doscientas leguas es difícil llegar con tanta exactitud.

—¿Es este vuestro invitado? —preguntó La Hurière.

—Sí —dijo quien había llegado primero, dirigiéndose al joven del espadón y estrechándole la mano—; servidnos la cena.

—¿Aquí o en vuestro cuarto? —Donde queráis.

—Maese —dijo La Mole llamando a La Hurière—, libradnos de esos tipos que parecen hugonotes; delante de ellos, Coconnas y yo no podremos hablar una palabra de nuestros asuntos.

—Servid la cena en el cuarto número dos del tercer piso —dijo La Hurière a su ayudante. Y luego a los recién llegados—: Subid, señores, subid. Los dos caballeros siguieron a Gregorio, que iba delante con una vela.

La Mole los siguió con la vista hasta que desaparecieron y, al volverse vio a Coconnas que asomaba la cabeza por la puerta de la cocina. Los ojos quietos y la boca abierta daban a su cara una expresión de marcado asombro. La Mole se acercó a él.

—¡Voto al diablo! —le dijo Coconnas—. ¿Has visto? —¿Qué?

—A esos dos caballeros.

—Sí, ¿qué pasa?

Juraría que uno de ellos es…

—¿Quién?

—El rey de Navarra, y el otro de la capa encarnada… Jura si quieres, pero no demasiado alto.

—¿También los has reconocido tú?

—Naturalmente.

—¿Qué vendrán a hacer aquí?

—Se tratará de algún asunto de amoríos.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro.

—La Mole, prefiero las estocadas a semejantes amoríos. Hace un momento hubiese jurado, ahora apostaría mi cabeza.

—¿A qué?

—A que se trata de alguna conspiración.

—¡Oh! Estás loco.

—Lo que lo digo es que…

—¿Sabes lo que lo digo yo? Que si conspiran, allá ellos.

—Eso sí. En realidad —dijo Coconnas—, yo ya no estoy al servicio del duque de Alençon, así es que por mí… que se las arreglen como puedan.

Como quiera que las perdices estaban doradas en el punto en que a Coconnas le gustaban, el piamontés llamó a maese La Hurière para que las retirara del fuego. Entre tanto, Enrique y De Mouy se instalaban en la habitación señalada.

—¿Habéis visto a Orthon, señor? —dijo De Mouy cuando Gregorio hubo terminado de poner la mesa.

—No, pero vi el mensaje que dejó detrás del espejo. Presumo que el muchacho se habrá asustado, pues la reina Catalina se presentó cuando él estaba aún en la alcoba, de modo que se fue sin esperarme. Por un instante sentí cierta inquietud, pues Dariole me dijo que la reina madre le había interrogado durante mucho tiempo.

—¡Oh! No hay peligro, el chiquillo es hábil, y aunque la reina madre sabe su oficio, estoy seguro de que le dará trabajo.

—¿Y vos le visteis? —preguntó Enrique.

—No, pero le veré esta noche; a las doce vendrá aquí a buscarme con un trabuco; ya me contará en el camino lo que le pasó.

—¿Y el hombre que estaba en la esquina de la calle Mathurins?

—¿Qué hombre?

—El que me prestó el caballo y la capa. ¿Tenéis confianza en él?

—Es uno de los más fieles entre los nuestros. Por otra parte, no conoce a Vuestra Majestad a ignora con quién se ha encontrado.

—Entonces ¿podemos hablar con toda tranquilidad?

—Sin duda; además, vigila La Mole.

—Magnífico.

—¿Y qué dice el señor de Alençon, señor?

—El señor de Alençon ya no quiere irse, De Mouy; se ha expresado claramente a este respecto. La elección del duque de Anjou para el trono de Polonia y la enfermedad del rey han cambiado todos sus planes.

—¿De modo que es él quien ha frustrado nuestros proyectos?

—Sí.

—Entonces ¿nos traiciona?

—Aún no, pero nos traicionará en la primera ocasión que encuentre.

—¡Cobarde! ¡Pérfido! ¿Por qué no habrá respondido a las cartas que le escribí?

—Para tener pruebas y no darlas. Mientras tanto, todo se ha perdido, ¿no es cierto, De Mouy?

—Al contrario, señor, todo se ha ganado. Ya sabéis que el partido entero, excepto la fracción del príncipe de Condé, está de parte vuestra y solamente utilizaba al duque, con el cual aparentaba estar en relación, como salvaguardia. Pues bien, desde el día de su ceremonia he hecho que todos sean aliados vuestros. Cien hombres os bastaban para huir con el duque de Alençon; dispongo de mil quinientos. Dentro de ocho días estarán dispuestos, escalonados en el camino de Pau. Ya no se tratará de una fuga, sino de una retirada. ¿Serán suficientes mil quinientos hombres, señor, y os sentiréis seguro rodeado de un ejército?

Enrique sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.

—Ya sabes, De Mouy —le dijo—, y quizá seas el único en saberlo, que el rey de Navarra no es en el fondo tan miedoso como se cree.

—¡Dios mío! Claro que lo sé, señor, y espero que no pasará mucho tiempo sin que Francia entera lo sepa también.

—Pero cuando se conspira es preciso vencer. La primera condición de la victoria es la decisión, y para que la decisión sea rápida, franca y útil, es necesario estar convencido de que se vencerá.

—Muy bien, y decidme: ¿cuáles son los días en que hay cacería?

—Cada ocho o diez días, ya sea contra el jabalí o contra las aves.

—¿Cuándo ha sido la última vez que han salido de caza?

—Hoy mismo.

—¿Lo que quiere decir que dentro de ocho o diez días volverán a salir otra vez?

—Sin duda alguna, y puede que antes.

—Escuchad, me parece que todo está en calma: el duque de Anjou se ha ido y nadie piensa en él, el rey se repone día a día de su enfermedad y las persecuciones contra nosotros han cesado casi por completo. Poned buena cara a la reina madre y al duque de Alençon, decidle constantemente que no podéis iros sin él y tratad de que os crea, cosa algo más difícil.

—Estad tranquilo, lo creerá.

—¿Creéis que tiene tanta confianza en vos?

—¡No, por Dios! Pero cree todo lo que le dice la reina.

—¿Y la reina está francamente con nosotros?

—¡Oh! Tengo pruebas de ello. Además es ambiciosa y la corona de Navarra le quema la frente.

—Bien; tres días antes de la cacería decidme dónde tendrá lugar, si en Bondy, en Saint-Germain o en Rambouillet. Decidme también si estáis dispuesto y, cuando veáis al señor de La Mole espolear su caballo delante del vuestro, espolead también de firme y seguidle. Una vez fuera del bosque, si la reina madre quiere deteneros tendrá que correr a vuestro alcance, y sus caballos normandos supongo que ni siquiera verán las herraduras de nuestros caballos árabes y españoles.

—De acuerdo, De Mouy.

—¿Tenéis dinero, señor?

Enrique hizo el gesto con que durante toda su vida respondió a semejante pregunta.

—No mucho —dijo—, pero creo que Margot tiene.

—Sea de quien sea, llevad lo más que podáis.

—Y mientras, ¿qué harás tú?

—Después de ocuparme de los asuntos de Vuestra Majestad muy activamente como veis, Vuestra Majestad me permitirá que me ocupe un poco de los míos.

—Desde luego, De Mouy, desde luego; pero ¿de qué asuntos se trata?

—Escuchadme, señor. Orthon me ha dicho (y es un muchacho muy inteligente que recomiendo a Vuestra Majestad), me ha dicho, repito, que encontró ayer cerca del Arsenal a ese bergante de Maurevel, que se ha restablecido gracias a los cuidados de Renato y que sale a tomar el sol como buena serpiente que es.

—¡Ah! Sí, ya entiendo —dijo Enrique.

—¿Comprendéis? Bueno… Algún día seréis rey, señor, y si tenéis que cumplir alguna venganza del género de la mía, lo haréis como rey. Yo soy soldado y debo vengarme como tal. Así, pues, cuando acabe de resolver nuestros asuntos, lo que dará a ese canalla un plazo de cinco o seis días más para restablecerse, iré yo mismo a dar una vuelta por el lado del Arsenal y le dejaré clavado en el césped con cuatro buenas estocadas, después de lo cual abandonaré París con el corazón más ligero.

—Resuelve tus asuntos, amigo mío, resuélvelos como quieras —dijo el bearnés—; y a propósito, estás contento con La Mole, ¿verdad?

—¡Ah! Es un muchacho encantador y fiel a Vuestra Majestad en cuerpo y alma. Podéis contar con él, señor, lo mismo que conmigo… Es valiente…

—Y sobre todo discreto; nos acompañará a Navarra y, una vez que estemos allí, ya buscaremos el modo de recompensarle.

Cuando Enrique acababa de pronunciar estas palabras con su sonrisa socarrona, se abrió la puerta violentamente y apareció, pálido y agitado, aquel cuyo elogio acababan de hacer.

—¡Alerta, señor! —gritó—. ¡Alerta! La casa está sitiada.

—¡Sitiada! —exclamó Enrique levantándose—. ¿Por quién?

—Por los guardias del rey.

—¡Oh! —dijo De Mouy sacando sus pistolas del cinto—. Por lo visto vamos a tener pelea.

—Sí —dijo La Mole—, se trata de pistolas y de pelea; pero ¿qué queréis hacer contra cincuenta hombres?

—Tienes razón —dijo el rey—, y si hubiera algún medio de escapar…

—Hay uno que ya me sirvió a mí en otra ocasión, y si Vuestra Majestad quiere seguirme…

—¿Y De Mouy?

—El señor De Mouy puede seguirnos también si gusta, pero es preciso que os apresuréis los dos.

Se oían ya pasos cercanos en la escalera.

—Es demasiado tarde —dijo Enrique.

—¡Ah! Si alguien pudiera entretenerlos durante cinco minutos —exclamó La Mole—, respondería del rey.

—Responded, pues, señor —dijo De Mouy—, yo me encargo de entretenerlos. Id, señor, id.

—¿Pero qué harás tú?

—No os preocupéis por mí, señor; huid.

De Mouy comenzó por hacer desaparecer de la mesa el plato, la servilleta y la copa del rey, para que creyeran que estaba cenando él solo.

—Venid, señor, venid —gritó La Mole cogiendo al rey del brazo y llevándole hacia la escalera.

—¡De Mouy! ¡Mi buen De Mouy! —exclamó Enrique tendiendo la mano al joven.

De Mouy le besó la mano y empujó a Enrique fuera de la habitación, echando el cerrojo a la puerta.

—Sí, ya comprendo —dijo Enrique—, va a dejarse detener mientras nosotros nos salvamos; pero ¿quién diablos puede habernos hecho traición?

—Venid, señor, venid, ya suben.

En efecto, ya se veía por la estrecha escalera el resplandor de las antorchas y se oía abajo ruido de espadas.

—Cuidado, señor, cuidado —dijo La Mole.

Y guiando al rey en la oscuridad, le hizo subir dos pisos, empujó la puerta de un cuarto que volvió a cerrar con cerrojos y abriendo la ventana de un gabinete:

—¿Teme Vuestra Majestad —preguntó— las excursiones por los tejados?

—¿Yo? —dijo Enrique—. ¡Vamos, un cazador de gamos!

—Seguidme, entonces, Majestad; conozco el camino y os serviré de guía.

—Vamos, vamos —dijo Enrique—, ya os sigo.

La Mole saltó primero por la ventana y siguió a lo largo de un canalón, al final del cual halló una especie de valle formado por el declive de dos tejados. En aquel paraje había una buhardilla sin ventana y un granero deshabitado.

—Señor —dijo La Mole— hemos llegado a puerto.

—¡Ah! —suspiró Enrique—. Más vale así.

El rey se enjugó su pálida frente totalmente empapada en sudor.

—Ahora —dijo La Mole— las cosas marcharán como sobre ruedas; el granero da a una escalera, la escalera termina en un pasadizo y el pasadizo comunica con la calle. Recorrí este mismo camino, señor, una noche mucho más terrible que esta.

—Adelante, adelante —apremió Enrique.

La Mole se introdujo el primero por la ventana abierta de par en par, llegó hasta la puerta que estaba mal cerrada, la abrió y se halló en lo alto de una escalera de caracol. Indicando al rey la cuerda que servía de barandilla le dijo:

—Seguidme, señor.

Al llegar a la mitad de la escalera, Enrique se detuvo; estaba frente a una ventana que se abría sobre el patio de la posada de A la Belle Etoile. Se veía en la escalera de enfrente correr a los soldados, los unos con espadas y los otros con antorchas.

De pronto, en el centro de un grupo, el rey de Navarra distinguió a De Mouy. Había entregado su espada y descendía tranquilamente.

—¡Pobre muchacho! —dijo Enrique—. ¡Tan abnegado y valiente!

—A fe mía, señor —observó la Mole—, notará Vuestra Majestad que tiene un aire de lo más tranquilo; y mirad, hasta se ríe. Debe de estar maquinando alguna buena treta, porque ya sabéis que ríe muy pocas veces.

—¿Y aquel joven que estaba con vos?

—¿El señor Coconnas? —preguntó La Mole.

—Sí, el señor Coconnas, ¿qué ha sido de él?

—¡Oh, señor! No me inquieto en absoluto por él. Al ver a los soldados no me dijo más que esto:

»—¿Arriesgamos algo?

»—La cabeza —le respondí.

»—¿Y tú escaparás? .

»—Así lo espero.

»—Entonces yo también —me contestó.

»—Y os juro que se salvará, señor. El día que detengan a Coconnas os respondo de que será porque a él le convenga.

—Entonces —dijo Enrique— todo marcha perfectamente. Tratemos de volver al Louvre.

—¡Por Dios! Nada más sencillo, señor. Embocémonos en nuestras capas y salgamos; la calle está llena de gente que ha acudido al oír el tumulto y nos tomarán por curiosos.

En efecto, Enrique y La Mole encontraron la puerta abierta y no tuvieron otra dificultad para salir que el atravesar la ola de gente que invadía la calle.

Sin embargo, pudieron deslizarse hasta la calle de Averon. Al llegar a la de las Poleas, vieron a De Mouy y su escolta dirigidos por el capitán señor de Vancey que atravesaban la plaza de Saint-Germain d’Auxerre.

—¡Ah! —exclamó Enrique—. Parece que le llevan al Louvre. ¡Diablo! Las puertas van a estar cerradas… Preguntarán el nombre a todos los que entren y si me ven llegar un momento después que De Mouy, van a suponer que he estado con él.

—Pero señor —dijo La Mole—, podéis entrar en el Louvre por otro sitio que no sea la puerta.

—¿Cómo demonios quieres que entre?

—¿No recuerda Vuestra Majestad la ventana de la reina de Navarra?

—¡Por Dios! —dijo Enrique—. Tenéis razón, señor de La Mole. ¡A mí que ni siquiera se me había ocurrido!… ¿Pero cómo avisaremos a la reina?

—¡Oh! —dijo La Mole inclinándose respetuosamente y con un gesto de gratitud—. ¡Vuestra Majestad sabe arrojar piedras con tanta maestría…!