L día siguiente todo el pueblo de París se encaminaba hacia el barrio de Saint-Antoine, lugar elegido para que hicieran su entrada oficial en la ciudad los embajadores polacos. Un cordón de soldados suizos contenía a la multitud y varios destacamentos de jinetes protegían la circulación de las damas y caballeros de la corte, que iban al encuentro de la comitiva.
No tardó en aparecer a la altura de la abadía de Saint-Antoine un grupo de caballeros vestidos de rojo y amarillo, con gorros y capas de piel, y que llevaban sables anchos y curvos, como las cimitarras turcas.
Los oficiales venían a los flancos de las filas.
Detrás de este primer grupo venía otro equipado con un lujo verdaderamente oriental. Precedía a los embajadores, que en número de cuatro representaban magníficamente al más mítico de los reinos caballerescos del siglo XVI.
Uno de los embajadores era el obispo de Cracovia. Vestía un traje semipontificio, semiguerrero, deslumbrante de oro y pedrerías. Su caballo blanco, de largas crines flotantes y paso majestuoso, parecía arrojar fuego por las fauces. Nadie hubiera creído que aquel noble animal recorría desde hacía un mes quince leguas diarias por caminos que el mal tiempo hacía casi impracticables. Junto al obispo venía el cortesano Lasco, poderoso señor, tan vinculado a la corona, que tenía la riqueza y el orgullo de un rey.
Detrás de los dos principales embajadores, a quienes acompañaban otros dos de elevada alcurnia, marchaban una serie de señores polacos cuyos caballos, adornados con arneses de seda, oro y pedrerías, excitaron la ruidosa aprobación del pueblo. Los caballeros franceses, a pesar de la riqueza de sus atavíos, quedaron completamente eclipsados por aquellos recién llegados a quienes llamaban con desprecio «bárbaros».
Hasta el último momento, Catalina esperó que la recepción fuera retrasada de nuevo y que la voluntad del rey se doblegara debido al estado de postración del monarca. Pero, cuando llegó el día señalado y vio a Carlos, pálido como un espectro, vestir el espléndido manto real, comprendió que debía ceder, por lo menos en apariencia, ante aquella férrea voluntad, y empezó a pensar que el partido mejor para su hijo Enrique de Anjou era el de aceptar aquel magnífico exilio a que estaba condenado.
Aparte de las pocas palabras que pronunciara al abrir los ojos, cuando su madre salía del gabinete, Carlos no había hablado con Catalina desde la escena que provocó la crisis por la que estuvo a punto de morir. En el Louvre nadie ignoraba que se había producido un terrible altercado entre ellos, aunque se desconocían los motivos que pudieran ocasionarlo. Lo cierto es que hasta los más arriesgados temblaban ante aquella frialdad y aquel silencio, como tiemblan los pájaros ante la calma amenazadora que precede a las tormentas.
En efecto, en palacio se había preparado todo más que para una fiesta, para una lúgubre ceremonia. Las órdenes se cumplían con tristeza y pasividad. Se sabía que Catalina casi había temblado y todo el mundo temblaba.
La gran sala de recepción del palacio estaba dispuesta. Como esta clase de sesiones eran, por lo general, públicas, los guardias y centinelas tenían orden de dejar entrar, junto con los embajadores, a toda la gente que cupiese en las habitaciones contiguas y patios.
París ofrecía el mismo aspecto curioso de ocasiones semejantes. Tan sólo un observador atento hubiera reconocido, entre los grupos compuestos de ingenuas caras de burgueses bonachones, gran número de hombres envueltos en amplias capas que se respondían unos a otros con miradas y signos cuando estaban a cierta distancia y cambiaban en voz baja algunas rápidas palabras cuando se encontraban. Por otra parte, aquellos hombres parecían muy interesados en el cortejo, eran los primeros en seguirlo y debían de recibir órdenes de un venerable anciano, cuyos ojos negros y vivos contrastaban con su barba blanca y sus cejas grises. En efecto, el anciano, ya fuera por sus propios medios o por los esfuerzos de sus compañeros, logró deslizarse entre los primeros que entraron en el Louvre y, gracias a la amabilidad del jefe de los suizos, digno hugonote muy poco católico pese a su conversión, pudo sentarse detrás de los embajadores, precisamente enfrente de Margarita y de Enrique de Navarra.
Enrique, prevenido por la Mole de que De Mouy asistiría bajo cualquier disfraz a la ceremonia, miró hacia todos lados.
Por fin, sus ojos tropezaron con los del anciano y quedaron fijos en ellos. Un signo de De Mouy disipó las dudas que pudiera tener el rey de Navarra. Se había disfrazado tan bien, que el mismo Enrique no acertaba a creer que aquel anciano de barba blanca fuera el intrépido jefe de los hugonotes que cinco o seis días antes se defendiera con tanto coraje.
A una palabra de Enrique en el oído de su esposa, la reina Margarita fijó sus ojos en De Mouy. Luego su mirada se perdió en las profundidades del salón; buscaba a La Mole sin poder hallarle.
La Mole no estaba.
Comenzaron los discursos. El primero iba dirigido al rey. Lasco le pedía, en nombre de la Dicta, que aceptara la corona de Polonia para un príncipe de la Casa real francesa.
Carlos respondió, de manera precisa y breve, presentando a su hermano el duque de Anjou, acerca de cuyo valor hizo un gran elogio a los enviados polacos. Hablaba en francés. Un intérprete traducía su respuesta después de cada párrafo. Mientras hablaba el intérprete, pudo verse que el rey se llevaba repetidamente un pañuelo a la boca y que lo retiraba manchado de sangre.
Cuando terminó la contestación de Carlos, Lasco se volvió hacia el duque de Anjou, hizo una reverencia, y comenzó un discurso en latín en el que le ofrecía el trono en nombre del pueblo polaco.
El duque respondió en la misma lengua y, con una voz cuya emoción trataba en vano de disimular, dijo que aceptaba, agradecido, el honor que le conferían.
Mientras estuvo hablando, Carlos permaneció de pie con los labios apretados y los ojos fijos en él, inmóviles y amenazadores como los de un águila.
Cuando el duque de Anjou hubo concluido, Lasco cogió la corona de los Jagellons[35], que estaba colocada sobre un almohadón de terciopelo rojo, y mientras dos caballeros revestían al duque de Anjou con el manto real, depositó solemnemente la corona en manos de Carlos.
El rey hizo una señal a su hermano. El duque de Anjou fue a arrodillarse ante él y Carlos le puso la corona en la cabeza.
Entonces, los dos soberanos cambiaron uno de los besos más llenos de odio que se hayan dado jamás dos hermanos.
En seguida un heraldo gritó:
—Alejandro Eduardo Enrique de Francia, duque de Anjou, acaba de ser coronado rey de Polonia. ¡Viva el rey de Polonia!
Toda la concurrencia repitió al unísono:
—¡Viva el rey de Polonia!
Lasco se volvió entonces hacia Margarita.
El discurso de la hermosa reina había sido reservado para el final. Como se hizo así por galantería para que resaltara su ingenio, todo el mundo prestó gran atención a su respuesta, que debía ser pronunciada en latín. Recordemos que ella misma lo había escrito.
Las palabras de Lasco fueron más bien un elogio que un discurso. Como buen sármata cedió a la admiración que a todos inspiraba la reina de Navarra y, usando la lengua de Ovidio y el estilo de Ronsard, dijo que, habiendo salido de Varsovia en la más completa oscuridad, ni él ni sus compañeros hubieran podido hallar el camino si no hubieran tenido, como los reyes magos, dos estrellas para guiarles; estrellas que se acercaban a Francia y que no eran otras, ahora lo comprobaba, que los ojos de la reina de Navarra. Después, pasando del Evangelio al Corán, de Siria a Arabia y de Nazaret a La Meca, terminó diciendo que estaba dispuesto a hacer lo mismo que hacían los sectarios ardientes del Profeta, quienes, una vez que habían tenido la dicha de contemplar su sepulcro, se arrancaban los ojos juzgando que después de haber gozado de tan bello espectáculo, nada en el mundo valía la pena de verse.
Este discurso fue sumamente aplaudido, tanto por los que sabían latín y compartían la opinión del orador, como por quienes no lo sabían, pero gustaban de aparentarlo.
Margarita hizo primero una graciosa reverencia al galante cortesano y luego, mientras respondía al embajador, fijó la vista en De Mouy y comenzó con estas palabras:
—Quod nunc hac in aula insperati adestis exultaremos ego et conjux, nisi ideo immineret calamitas, scilicet non solum fratris sed etiam amici orbitas[36].
Este párrafo tenía dos sentidos, y a pesar de dirigirse a De Mouy, podía muy bien referirse a Enrique de Anjou.
Carlos no se acordaba de haber leído aquella frase en el discurso que su hermana sometiera a su aprobación unos días antes, pero no atribuyó gran importancia a las palabras de Margarita, pues sabía que se trataba de un discurso de simple cortesía y, además, entendía muy mal el latín.
Margarita continuó:
—Adeo dolemur a te dividi ut tecum profisci maluissemus. Sed iden fatum quo nunc sine ullá mord Lutetiá cedere juberis, hac in urbe detinet. Proficiscere ergo, frater; proficiscere, amice; proficiscere: sine nobis; proficiscentem sequentur spes et desideria nostra[37].
Como es fácil de suponer, De Mouy escuchaba aquellas palabras con profunda atención, pues aunque iban dirigidas a los embajadores, eran pronunciadas sólo para él. Enrique había movido ya dos o tres veces la cabeza en signo negativo como para hacer entender al joven hugonote que el duque de Alençon había rehusado. Aquel gesto que podía ser casual, hubiera parecido insuficiente a De Mouy si las palabras de Margarita no lo hubieran confirmado. Pero mientras miraba a la reina Margarita y escuchaba con toda su alma, sus ojos negros, tan brillantes bajo sus cejas grises, llamaron la atención de Catalina, que se estremeció cual si estuviera presa de una conmoción eléctrica, y ya no apartó su mirada de aquel sitio del salón.
—¡Qué rostro más singular! —murmuró mientras componía su semblante conforme a las leyes de la ceremonia—. ¿Quién es este hombre que mira con tanto interés a Margarita y a quien por su parte Enrique y Margarita contemplan del mismo modo?
La reina de Navarra continuó su discurso, que, a partir de aquel momento, respondía a los cumplidos del embajador polaco, mientras Catalina daba vueltas a su cabeza tratando de averiguar quién podría ser aquel hermoso anciano. A todo esto, el maestro de ceremonias, acercándose por detrás, le entregó una bolsita de raso perfumado que contenía una hoja de papel doblada en cuatro. La abrió, sacó el papel y leyó lo siguiente:
«Maurevel, con ayuda de un cordial que acabo de suministrarle, ha recobrado al fin sus fuerzas y ha logrado escribir el nombre de la persona que estaba en la habitación del rey de Navarra. Esta persona es el señor De Mouy».
«¡De Mouy! —pensó la reina—. ¡Ya me lo suponía! Pero ese anciano… ¡Eh! ¡Cospetto[38]…! Ese anciano es…».
Catalina se quedó con los ojos fijos en él y la boca abierta.
Luego, inclinándose al oído del capitán de guardias, que estaba a su lado, le dijo:
—Mirad, señor de Nancey, pero hacedlo disimuladamente. ¿Veis al señor Lasco, que es quien está hablando ahora? Y detrás de él, ¿no veis a un viejo de barba blanca vestido de terciopelo negro?
—Sí, señora —respondió el capitán.
—Bueno, no le perdáis de vista.
—¿Aquel a quien el rey de Navarra ha hecho una seña?
—Precisamente. Apostaos a la salida del Louvre con diez hombres y, cuando salga, invitadle a cenar de parte del rey. Si os sigue, llevadlo a una habitación donde podáis tenerlo seguro. Si os resiste, apoderaos de él vivo o muerto.
Felizmente, Enrique, muy poco atento al discurso de Margarita, tenía la mirada clavada sobre Catalina y no había perdido una sola expresión de su semblante: Viendo que la reina madre fijaba los ojos con tanta insistencia en De Mouy, se inquietó, y al ver que daba una orden al capitán de guardias, lo comprendió todo.
Fue en aquel momento cuando se decidió a hacer la seña que sorprendió Nancey y que en aquel lenguaje mudo quería decir: «Estáis descubierto; huid inmediatamente».
De Mouy comprendió el gesto que tan bien correspondía con el párrafo del discurso de Margarita. No se lo hizo repetir dos veces; se perdió entre la multitud y desapareció.
Enrique no estuvo tranquilo hasta que vio volver al capitán Nancey y comprendió por la contracción del rostro de la reina madre que este le anunciaba que había llegado demasiado tarde.
La sesión había terminado. Margarita cambiaba aún algunas palabras no oficiales con Lasco. El rey se levantó vacilando, saludó y salió apoyado en el hombro de Ambroise Paré, que no se apartaba de él desde el accidente. Le siguieron Catalina, pálida de ira, y Enrique, mudo de dolor.
En cuanto al duque de Alençon, estuvo eclipsado por completo durante toda la ceremonia y ni una sola vez la mirada de Carlos, que no se había apartado ni un instante del duque de Anjou, se fijó en él.
El nuevo rey de Polonia se sintió perdido.
Lejos de su madre, en manos de aquellos bárbaros del norte, parecía Anteo, el hijo de la Tierra, que perdía sus fuerzas al ser levantado por los brazos de Hércules.
Una vez pasada la frontera, el duque de Anjou se consideraba excluido para siempre del trono de Francia.
Así, pues, en lugar de seguir al rey, se dirigió a las habitaciones de su madre.
La encontró tan sombría y preocupada como él mismo, pues se hallaba pensando en aquel rostro fino y burlón que no había perdido de vista durante la ceremonia, y en aquel bearnés a quien el destino parecía dejar el campo libre, barriendo a su alrededor a los reyes, a los príncipes asesinos, a toda clase, en fin, de enemigos y de obstáculos.
Viendo a su hijo predilecto, pálido bajo la corona, extenuado bajo su manto real, uniendo sin decir nada en gesto de súplica sus bellas manos, que había heredado de ella, Catalina se levantó y fue a su encuentro.
—¡Oh, madre mía! —exclamó el rey de Polonia—. ¡Estoy condenado a morir en el destierro!
—Hijo mío —dijo Catalina—, ¿tan pronto olvidáis la predicción de Renato? Estad tranquilo, no permaneceréis allá mucho tiempo.
—Os ruego, madre, que al primer rumor, a la primera sospecha de que la corona de Francia pueda quedar vacante, me aviséis…
—Tranquilizaos, hijo —replicó Catalina—; hasta que llegue el día que los dos esperamos, habrá en mis caballerizas un corcel ensillado y en mi antecámara un correo dispuesto para ir a Polonia.