NRIQUE aprovechó el momento de tregua que le daba el interrogatorio tan bien sostenido por él para ir a la habitación de la señora de Sauve. Encontró allí a Orthon completamente repuesto de su desmayo, pero el criado nada pudo decirle aparte de que unos hombres se habían introducido en su cuarto y de que el jefe de ellos le había dado un golpe con la cazoleta de su espada dejándole sin sentido. Nadie se había vuelto a preocupar de él. Catalina le vio desmayado y le creyó muerto.
Como había vuelto en sí en el intervalo transcurrido entre la salida de la reina madre y la llegada del capitán de los guardias encargados de despejar el terreno, se refugió en la habitación de la señora de Sauve.
Enrique rogó a Carlota que ocultase al joven hasta que se recibieran noticias de De Mouy, quien desde el sitio en que estaba refugiado no dejaría de escribirle. Entonces enviarían a Orthon con la respuesta, y así, en lugar de contar con un hombre fiel, podría contar con dos.
Una vez concebido este plan, volvió a su aposento y se paseaba de arriba abajo meditando cuando se abrió de pronto la puerta y apareció el rey.
—¡Majestad! —exclamó Enrique, precipitándose a su encuentro.
—Yo mismo…, realmente, Enriquito, eres un excelente muchacho y cada vez lo quiero más.
—Señor, Vuestra Majestad me confunde.
—No tienes más que un defecto, Enrique.
—¿Cuál? ¿El que tantas veces me ha reprochado Vuestra Majestad de preferir la caza mayor a la caza menor?
—No, no me refiero a ese, Enriquito, sino a otro.
—Explíquese Vuestra Majestad —dijo Enrique, quien al ver la sonrisa de Carlos notó que el rey estaba de buen humor— y trataré de corregirme.
—Me refiero a que, teniendo tan buenos ojos como tienes, no veas más claro de lo que ves.
—¡Bah! —replicó Enrique—. ¿Será que acaso, sin advertirlo, soy miope?
—Peor todavía, Enriquito, peor; eres ciego.
—¡Ah! En efecto —dijo el bearnés—; pero ¿no será cuando cierro los ojos cuando me sucede esa desgracia?
—Desde luego eres muy capaz de eso —respondió Carlos—, pero, por si acaso, voy a abrírtelos.
—Dios dijo: «Hágase la luz», y la luz se hizo. Vuestra Majestad es el representante de Dios en este mundo; puede hacer en la Tierra lo que Dios hizo en el Cielo. Os escucho.
—Cuando Guisa dijo anoche que lo mujer acababa de pasar escoltada por un mozalbete, no quisiste creerle.
—¿Cómo iba a suponer, señor, que la hermana de Vuestra Majestad fuera capaz de cometer semejante imprudencia?
—Cuando lo dijo que habían ido a la calle de Cloche-Percée tampoco le creíste.
—¿Cómo iba a creer que una princesa de Francia arriesgase tan públicamente su reputación?
—Cuando sitiamos la casa de la calle de Cloche-Percée y a mí me cayó una palangana de plata en el hombro, a Anjou una compota de naranjas por la cabeza y a Guisa un muslo de jabalí en la cara, ¿no viste a dos mujeres y a dos hombres?
—Nada vi, señor. Vuestra Majestad recordará que me hallaba interrogando al portero.
—Sí, pero ¡por los clavos de Cristo!, yo sí lo he visto.
—¡Ah! Si Vuestra Majestad lo ha visto ya es otra cosa.
—Es decir, he visto a dos hombres y a dos mujeres y ahora sé, sin temor a equivocarme, que una de las mujeres era Margot y que uno de los hombres era La Mole.
—Entonces —dijo Enrique—, si La Mole estaba en la casa de la calle de Cloche-Percée no podía estar en mi alcoba.
—En efecto, pero no se trata ya de la persona que estaba aquí. Ya conoceremos su nombre cuando ese imbécil de Maurevel pueda hablar o escribir. Se trata de que Margarita lo engaña.
—¡Bah! —dijo Enrique—. No creáis en habladurías.
—¡Cuando lo digo que más que miope eres ciego! ¡Pardiez! ¿Quieres creerme alguna vez, testarudo? Te aseguro que Margot lo engaña y que esta noche estrangularemos al amante.
Enrique dio un salto de sorpresa y miró a su cuñado con aire de estupefacción.
—Confiesa, Enriquito, que la idea no lo disgusta en el fondo. Margot va a gritar como cien mil cornejas, pero peor para ella. No quiero que lo hagan desgraciado. Que Condé sea engañado por el duque de Anjou me trae sin cuidado. Condé es mi enemigo; pero tú eres mi hermano, eres más que mi hermano, eres mi amigo.
—Pero, señor…
—No quiero que lo molesten ni que se burlen de ti; hace mucho tiempo que sirves de mofa a todos esos mequetrefes que vienen de provincias a comer nuestras migajas y a cortejar a nuestras mujeres. ¡Pardiez! Te han traicionado, Enriquito; esto le puede ocurrir a todo el mundo, pero tú tendrás, yo os lo juro, una cumplida satisfacción y mañana todos dirán: «¡Por mil diablos! Parece que el rey Carlos quiere mucho a su hermano Enriquito puesto que esta noche le ha apretado el gaznate al señor de La Mole».
—Veamos, señor —dijo Enrique—, ¿se trata realmente de una cosa decidida?
—Meditada, resuelta y decidida; el caballerete no tendrá de qué quejarse. Ejecutaremos el plan yo, Anjou, Alençon y Guisa: un rey, dos príncipes de Francia y un príncipe soberano, sin contarte a ti.
—¿Cómo sin contarme?
—Sí, tú también vendrás.
—¡Yo!
—Sí, tú; herirás con lo daga a ese mozalbete como corresponde a un rey, mientras que nosotros le estrangularemos.
—Señor —contestó Enrique—, vuestra bondad me confunde; pero ¿cómo sabéis…?
—¡Eh! ¡Por Satanás! Parece que el miserable se ha vanagloriado. Tan pronto la visita en sus aposentos del Louvre como en la calle de Cloche-Percée. Hacen versos juntos; me gustaría ver los versos que hace semejante mamarracho; son bucólicos, hablan de Bion de Moschus y hacen alternar a Dafnis y a Corydon.
—Señor —dijo Enrique—, reflexionando sobre esto…
—¿Qué?
—Vuestra Majestad comprenderá que no puedo tomar parte en lo que me propone. Si lo hiciera personalmente, creo que no sería bien visto. Estoy demasiado interesado en el asunto para que mi intervención no fuese calificada de ferocidad. Vuestra Majestad venga el honor de su hermana, en la persona de un fatuo que se ha vanagloriado calumniando a mi esposa; nada más sencillo, y Margarita, a quien sigo creyendo inocente, no queda deshonrada. En cambio, si yo tomo parte, ya es otra cosa; mi cooperación convertiría un acto de justicia en un acto de venganza. Ya no sería un castigo, sino un asesinato, y mi esposa no una calumniada, sino una culpable.
—¡Pardiez, Enrique! Tienes un pico de oro. Hace un rato se lo dije a mi madre: eres más listo que el mismo diablo.
Y Carlos miró complacido a su cuñado, que se inclinó para agradecer el cumplido.
—No obstante —añadió Carlos—, ¿te gustará que lo libre de ese galanteador?
—Todo lo que hace Vuestra Majestad está bien hecho —respondió el rey de Navarra.
—Está bien, déjame entonces que haga yo lo papel, y puedes estar tranquilo, porque no lo haré mal.
—En vos confío, señor —dijo Enrique.
—Sólo deseo saber a qué hora va por lo general a las habitaciones de la esposa.
—A eso de las nueve de la noche.
—¿Y sale?
—Antes de que yo llegue, pues jamás le encuentro.
—Hacia las…
—Hacia las once.
—Bien, baja esta noche a las doce y ya estará todo terminado.
Carlos, después de estrechar cordialmente la mano de Enrique y de repetir sus promesas de amistad, salió silbando su aire de caza favorito.
—¡Por Dios! —dijo el bearnés, siguiendo a Carlos con la mirada—. O mucho me equivoco o toda esta historia procede de la reina madre. Verdaderamente, ya no sabe qué inventar para separarnos a mi mujer y a mí: ¡un matrimonio tan feliz!…
Enrique se echó a reír como acostumbraba a hacerlo cuando nadie podía verle ni oírle.
A eso de las siete de la tarde del mismo día en que habían ocurrido estos hechos, un hermoso joven, que acababa de bañarse, se depilaba y se paseaba complacido tarareando una cancioncilla frente a un espejo en una habitación del Louvre.
A su lado dormía o, mejor dicho, se hallaba acostado otro joven.
Uno era nuestro amigo La Mole, de quien tanto se habían ocupado y seguían ocupándose aquel día sin que él lo sospechara, y el otro su compañero Coconnas.
En efecto, toda aquella tormenta había pasado sobre él sin que oyera el retumbar de los truenos ni viera el brillo de los relámpagos. Habiendo regresado a las tres de la madrugada, permaneció en la cama, medio dormido, medio despierto, hasta las tres de la tarde, haciendo castillos sobre esa arena movediza que llaman el porvenir. Luego se levantó, pasó una hora en la casa de baños que estaba de moda y fue a comer a la posada de maese La Hurière y, de vuelta al Louvre, terminaba su tocado para hacer su visita diaria a la reina.
—¿Y dices que has comido? —preguntó Coconnas bostezando.
—Sí, y con gran apetito.
—¿Por qué no me llevaste contigo, egoísta?
—Dormías tan profundamente que no quise despertarte. Pero cenarás en lugar de almorzar. Sobre todo, no lo olvides de pedirle a maese La Hurière ese vinillo de Anjou que recibió hace unos días.
—¿Es bueno?
—Pídelo, no lo digo más que eso.
—Y tú, ¿adónde vas?
—¡Yo! —dijo La Mole sorprendido de que su amigo le hiciera tal pregunta—. ¿Qué adónde voy? A hacer la corte a la reina.
—Mira, si yo fuese a comer a nuestra casita de la calle de Cloche-Percée, comería con los restos de ayer y con un vino de Alicante que hay allí y que es muy tónico.
—Eso sería una imprudencia, amigo Annibal, después de lo ocurrido anoche. Por otra parte, ¿no dimos nuestra palabra de que no volveríamos solos? Alcánzame la capa.
—Es cierto, a fe mía —dijo Coconnas—; lo había olvidado. Pero ¿dónde diablos está lo capa?… ¡Ah! Aquí está.
—No, esa es la negra y la que quiero es la roja. La reina me prefiere con ella.
—Búscala tú mismo —dijo Coconnas después de mirar por todas partes—, yo no la encuentro.
—¿Cómo? ¿No la encuentras? Pero ¿dónde puede estar?
—La habrás vendido.
—¿Para qué? Todavía me quedan seis escudos.
—Entonces, ponte la mía.
—¡Ah, sí…! Con una capa amarilla y un jubón verde pareceré un papagayo.
—Mira que eres difícil. Arréglate como quieras, entonces.
Cuando La Mole, después de revolverlo todo, comenzó a maldecir a los ladrones que penetraban hasta el Louvre, apareció un paje del duque de Alençon llevando la preciosa capa.
—¡Ah! —exclamó La Mole—. ¡Aquí está, por fin!
—Vuestra capa, señor —dijo el paje—. Monseñor la mandó buscar con motivo de una apuesta que hizo sobre su color.
—¡Oh! —dijo La Mole—. La buscaba para salir, pero si Su Alteza la necesita aún…
—No, señor conde, ya no la necesita.
Salió el paje y La Mole se puso su capa.
—Bueno —dijo La Mole—, ¿qué decides por fin? —No sé.
—¿Te encontraré aquí esta noche?
—¿Cómo quieres que lo responda a eso?
—¿No sabes lo que harás dentro de dos horas?
—Sé de sobra lo que haré, pero no lo que me harán hacer.
—¿La duquesa de Nevers?
—No, el duque de Alençon.
—Efectivamente —dijo La Mole—, he notado que desde hace tiempo lo colma de atenciones.
—Así es —dijo Coconnas.
—Entonces, has hecho lo fortuna —añadió La Mole riendo.
—¡Bah, un segundón!
—Realmente tiene tantos deseos de convertirse en príncipe heredero, que el Cielo quizás haga un milagro en su favor. ¿De modo que no sabes lo que harás esta noche? —No.
—¡Al diablo, entonces…! O mejor dicho: adiós.
«Este La Mole es terrible —se dijo Coconnas—; siempre quiere que le diga dónde estaré. ¿Acaso lo sé yo? Por lo pronto, me parece que voy a seguir durmiendo».
Y volvió a acostarse. En cuanto a La Mole, se dirigió volando hacia las habitaciones de la reina. Al llegar al corredor que ya conocemos tropezó con el duque de Alençon.
—¡Ah! ¿Sois vos, señor de La Mole? —preguntó el príncipe.
—Sí, monseñor —respondió el joven, saludando respetuosamente.
—¿Vais a salir?
—No, Alteza, voy a ofrecer mis respetos a Su Majestad la reina de Navarra.
—¿A qué hora terminaréis, señor de La Mole?
—¿Tiene monseñor que ordenarme algo?
—No, por el momento no, pero quisiera hablaros esta noche.
—¿A qué hora?
—De nueve a diez.
—Tendré el honor de ir a esa hora a las habitaciones de Vuestra Alteza.
—Está bien, cuento con vos. La Mole saludó y siguió su camino.
«Este duque —se dijo— se pone a veces tan pálido como un cadáver; es extraño». Llamó a la puerta de la reina. Guillonne, que parecía esperarle, le condujo a presencia de Margarita. La reina estaba ocupada en un trabajo que parecía fatigarla mucho; tenía delante un papel lleno de correcciones y un volumen de Isócrates. Hizo señas a La Mole de que la dejase terminar un párrafo y, una vez que hubo terminado, que fue en seguida, dejó la pluma a invitó al joven a que se sentara a su lado. La Mole no cabía en sí de Bozo; estaba más apuesto y alegre que nunca.
—¡Griego! —exclamó al ver el libro—. ¡Un discurso de Isócrates! ¿Qué pensáis hacer con esto? Y latín en este papel: Ad Sarmati e legatos regine Margait condo! ¿Pensáis dirigiros a esos bárbaros en latín?
—Es indispensable —dijo Margarita—, puesto que no saben francés.
—¿Pero cómo podéis escribir la respuesta antes de conocer lo que van a decir?
—Una mujer más coqueta que yo os haría creer que se trata de una improvisación, pero con vos, Hyacinte mío, no tengo por qué fingir; me han comunicado previamente el discurso que van a pronunciar.
—¿Van a llegar pronto esos embajadores? —Han llegado esta mañana.
—¿Y nadie lo sabe?
—Llegaron de incógnito. Creo que su llegada oficial se ha dejado para mañana. Ya veréis —dijo Margarita con cierto tonillo satisfecho no exento de pedantería—; lo que he escrito esta noche es bastante ciceroniano, pero dejémonos de bagatelas y hablemos de lo que os ha ocurrido.
—¿A mí? —Sí.
—¿Qué es lo que me ha ocurrido?
—Es inútil que queráis haceros el valiente; os encuentro pálido.
—Será de tanto dormir; lo confieso humildemente.
—Vamos, vamos, no os hagáis el desentendido; lo sé todo.
—Tened la bondad de enterarme, perla mía, porque yo lo ignoro.
—Veamos, respondedme francamente: ¿qué os ha preguntado la reina madre?
—¿A mí? ¿Acaso tenía que hablarme?
—¡Cómo! ¿No la habéis visto?
—No.
—¿Y al rey Carlos? —No.
—¿Y al rey de Navarra? —Tampoco.
—Pero al duque de Alençon sí le habréis visto.
—Sí, le acabo de encontrar en el corredor.
—¿Qué os ha dicho?
—Que tenía que darme ciertas órdenes entre nueve y diez de la noche.
—¿Nada más? —Nada más.
—Es extraño.
—Pero decidme, por favor, ¿qué es lo que os parece extraño? —Que no hayáis oído hablar de nada. =¿Qué es lo que ha pasado?
—Ha pasado, infeliz, que durante todo el día habéis estado al borde del abismo.
—¿Yo?
—Sí, vos.
—¿Y debido a qué?
—Escuchad. De Mouy, sorprendido anoche en la alcoba del rey de Navarra, a quien querían detener, mató a tres hombres y huyó sin que nadie viera más que el encendido color de su capa.
—¿Qué más?
—Que esa famosa capa encarnada que me engañó una vez a mí ha engañado también a los demás. Se sospechó de vos y hasta se os acusa de este triple crimen. Esta mañana querían arrestaros, juzgaros y quién sabe si condenaros, puesto que vos no hubierais querido decir, aunque esto supusiera vuestra salvación, dónde estuvisteis, ¿no es cierto?
—¡Decir dónde estuve! —exclamó La Mole—. ¡Comprometeros a vos, mi hermosa Majestad! Os sobra razón; hubiera muerto cantando con tal de evitar una lágrima de esos bellos ojos.
—¡Ay, pobre amigo mío! —dijo Margarita—. Mis bellos ojos habrían llorado mucho.
—¿Y cómo se calmó la tormenta?
—Adivinadlo.
—¡Qué sé yo!
—No había más que un medio de probar que no estuvisteis en la alcoba del rey de Navarra.
—¿Cuál?
—Decir dónde estabais. Y yo lo dije.
—¿A quién? —A mi madre.
—Y la reina Catalina…
—La reina Catalina sabe que sois mi amante.
—¡Oh, señora! Después de haber hecho tanto por mí, podéis exigir todo lo que deseéis de vuestro servidor. Es verdaderamente bello y grande lo que habéis hecho, Margarita. Mi vida os pertenece.
—Así lo espero, ya que he conseguido arrancarla a aquellos que querían robármela. Ahora estáis salvado.
—¡Y por vos! —exclamó el joven—. ¡Por vos, mi reina adorada!
En aquel momento se oyó un ruido y La Mole retrocedió preso de un vago temor. Margarita, lanzando un grito, clavó su mirada en el cristal de la ventana, que acababa de romperse dando paso a una piedra del tamaño de un huevo que aún rodaba por el suelo. La Mole vio también el cristal roto y comprendió la causa del ruido.
—¿Quién será el insolente…? —exclamó. Y se precipitó hacia la ventana.
—Un momento —le dijo Margarita—; me parece que hay algo atado a la piedra.
—En efecto —asintió La Mole—, se diría que es un papel.
Margarita recogió del suelo el proyectil y desató el papel que estaba sujeto a la piedra con una cuerda que se prolongaba hasta el hueco del cristal roto y colgaba por fuera de la ventana.
Margarita desplegó el papel y leyó.
—¡Desdichado! —exclamó.
Y pálida, erguida a inmóvil como la estatua del terror, entregó el papel a La Mole.
La Mole, con el corazón oprimido por un doloroso presentimiento, leyó estas palabras:
—Esperan al señor de La Mole con largas espadas en el corredor que conduce a las habitaciones del duque de Alençon.
»Quizá prefiera salir por esta ventana a ir a reunirse con el señor De Mouy en Nantes…».
—¿Serán esas espadas —preguntó La Mole cuando hubo leído— más largas que la mía?
—No, pero tal vez haya diez contra una.
—¿Y quién será el amigo que nos envía este aviso? —inquirió La Mole.
Margarita tomó el papel de sus manos y lo examinó atentamente.
—¡Es la letra del rey de Navarra! —exclamó—. Si él nos previene es porque el peligro es real. Huid, La Mole, huid, soy yo quien os lo pide.
—¿Y cómo queréis que huya?
—¿Y esa ventana? ¿No dice algo de esa ventana?
—Ordenad, mi reina, y saltaré por esta ventana para obedeceros, aunque me matara veinte veces al caer.
—Esperad, esperad; me parece que esta cuerda sostiene algo.
—Veamos —dijo La Mole.
Y ambos, al dar un tirón de la cuerda, vieron aparecer con indecible alegría el extremo de una escala de crin y de seda.
—¡Estáis salvado! —exclamó Margarita.
—¡Es un milagro del Cielo!
—No, es un favor del rey de Navarra.
—¿Y si por el contrario fuera una trampa —preguntó La Mole— y esta escala se rompiera bajo mis pies? Señora, ¿acaso no confesasteis hoy vuestro afecto por mí?
Margarita, a quien la alegría había devuelto sus colores, quedóse mortalmente pálida.
—Tenéis razón —dijo—, es posible.
Y se dirigió hacia la puerta.
—¿Qué vais a hacer? —gritó La Mole.
—Cerciorarme por mí misma de si es verdad que os esperan en el corredor.
—¡Jamás! ¡De ninguna manera! ¿Para que la venganza caiga sobre vos?
—¿Qué queréis que hagan a una princesa de Francia? Como mujer y princesa real soy dos veces inviolable.
La reina dijo estas palabras con tal dignidad que La Mole comprendió que, en efecto, ella nada arriesgaba y la dejó que hiciera lo que pensaba.
Margarita dejó a La Mole bajo la protección de Guillonne, con entera libertad para que, según lo que ocurriera, huyera o esperara su regreso. Salió al corredor, que se bifurcaba en dirección a la biblioteca y a varios salones y que terminaba en las habitaciones del rey, en las de la reina madre y en aquella escalerita secreta por donde se subía a los aposentos del duque de Alençon y de Enrique. Aunque apenas eran las nueve de la noche, todas las luces estaban apagadas, y el corredor, salvo una ligera claridad que provenía del pasadizo que iba hasta la biblioteca, se hallaba en la más absoluta oscuridad. La reina de Navarra avanzó decididamente, pero cuando hubo recorrido un tercio de trayecto oyó algo así como un cuchicheo al que daba un acento misterioso y temible el cuidado que ponían sus autores en no ser oídos. Casi inmediatamente cesó el rumor, como si una orden superior lo hubiese extinguido y todo volvió a sumirse en las tinieblas, puesto que hasta el débil resplandor parecía disminuir.
Margarita continuó su camino yendo directamente hacia el peligro.
Estaba tranquila en apariencia, aunque sus manos crispadas revelasen una violenta tensión nerviosa. A medida que se aproximaba, aquel siniestro silencio parecía aumentar y una sombra semejante a la de una mano velaba la incierta y trémula claridad.
Al llegar al punto donde se dividía el corredor, un hombre dio dos pasos hacia delante, descubrió un candelabro de plata, con el que se alumbraba, y exclamó:
—¡Aquí lo tenemos!
Margarita se encontró frente a frente con su hermano Carlos. Detrás de él estaba el duque de Alençon con un cordón de seda en la mano. En el fondo, en la penumbra, se distinguían dos sombras en las que sólo se veían brillar las espadas desnudas que esgrimían.
Margarita abarcó la escena de una ojeada. Hizo un supremo esfuerzo y respondió sonriendo a Carlos.
—Debisteis decir «Aquí la tenemos», señor.
Carlos retrocedió un paso. Los demás permanecieron inmóviles.
—¿Tú, Margot? —dijo—. ¿Adónde vas a estas horas?
—¡A estas horas! —respondió Margarita—. ¿Acaso es tan tarde?
—Te pregunto que adónde vas.
—Voy a buscar un libro de los discursos de Cicerón que creo haber dejado en la habitación de nuestra madre.
—¿Así, sin luz?
—Creí que el corredor estaría alumbrado.
—¿Y vienes de lo cuarto?
—Sí.
—¿Qué estabas haciendo?
—Estaba preparando un discurso para los enviados polacos. ¿No habíamos convenido que habría Consejo mañana y que todos someteríamos a Vuestra Majestad nuestros discursos? —¿Y no tienes a nadie que lo ayude en lo tarea? Margarita reunió todas sus fuerzas.
—Sí, hermano mío —respondió—, al señor de La Mole; es muy erudito.
—Tan erudito —intervino el duque de Alençon le pedí que cuando terminara con vos, hermana, viniera a verme para darme consejo, pues no tengo vuestra inteligencia.
—¿Y le esperáis? —preguntó Margarita con toda la naturalidad.
—Sí —dijo Alençon impaciente.
—En ese caso, os lo enviaré, hermano, porque ya hemos concluido.
—¿Y vuestro libro? —preguntó Carlos.
—Enviaré a Guillonne a buscarlo.
Los dos hermanos cambiaron una seña.
—Id —dijo Carlos—, mientras nosotros continuamos nuestra ronda.
—¡Vuestra ronda! —exclamó Margarita—. ¿Qué buscáis?
—Al hombrecito encarnado —contestó Carlos—. ¿No sabéis que hay un hombrecito encarnado que se aparece en el viejo Louvre? Mi hermano de Alençon pretende haberle visto y le estamos acechando.
—¡Buena suerte! —dijo Margarita.
Y se retiró, mirando hacia atrás por última vez.
Vio entonces junto a la pared del corredor a las cuatro sombras reunidas, al parecer conferenciando. En un segundo llegó a la puerta de su aposento.
—Abre, Guillonne, abre —ordenó. Guillonne obedeció.
Margarita se precipitó en su habitación, donde encontró a La Mole, que aguardaba tranquilo y resuelto, pero con la espada en la mano.
—¡Huid! —dijo la reina—. Huid sin perder un segundo. Os esperan en el corredor para asesinaros.
—¿Vos lo ordenáis? —dijo La Mole.
—Lo deseo. Es preciso separarnos para volvernos a ver.
Durante la ausencia de Margarita, La Mole había asegurado la escala al barrote de la ventana y había tanteado su resistencia. Antes de poner el pie en el primer peldaño besó tiernamente la mano de la reina.
—Si esta escala es una trampa y muero por vos, Margarita, acordaos de vuestra promesa.
—No es una promesa, La Mole, es un juramento. No temáis nada. Adiós.
Y La Mole, cobrando ánimos, se deslizó más que descender por la escala. En el mismo instante llamaron a la puerta.
Margarita siguió con la vista a La Mole en su peligroso descenso y no apartó de él los ojos hasta asegurarse de que sus pies habían tocado tierra.
—¡Señora! —decía Guillonne—. ¡Señora!
—¿Qué sucede? —preguntó Margarita.
—Que el rey está llamando.
—Abrid.
Guillonne obedeció.
Los cuatro príncipes, sin duda impacientes por la espera, habían acudido a la habitación de Margarita.
Carlos entró.
Margarita fue al encuentro de su hermano con la sonrisa en los labios.
El rey lanzó una rápida ojeada a su alrededor.
—¿Qué buscáis, hermano mío? —preguntó Margarita.
—Busco…, busco —dijo Carlos—. ¡Cuerno! Busco al señor de La Mole…
—¿Al señor de La Mole?
—Sí, ¿dónde está?
Margarita cogió al rey de la mano y le condujo hasta la ventana.
En aquel momento, dos hombres montados a caballo se alejaban al galope en dirección a la torre de madera; uno de ellos sacó un pañuelo blanco y, en señal de despedida, lo agitó en la oscuridad; los dos jinetes eran La Mole y Orthon.
Margarita hizo a Carlos que mirase.
—¿Qué quiere decir esto? —preguntó el rey.
—Esto quiere decir —respondió Margarita— que el señor de Alençon puede guardar su cordón en el bolsillo y los señores de Anjou y de Guisa pueden envainar sus espadas, puesto que el señor de La Mole no pasará esta noche por el corredor.