ARLOS IX caminaba al lado de Enrique, apoyado en su brazo, seguido de cuatro gentiles hombres y precedido de dos pajes con antorchas.
—Cuando salgo del Louvre —decía el rey— experimento un placer análogo al que siento cuando estoy en el bosque; respiro, gozo, soy libre…
Enrique sonrió.
—Vuestra Majestad se encontraría perfectamente en las montañas de Bearne —dijo.
—Sí, y comprendo que tengas deseos de volver allá; pero si esos deseos son demasiado violentos —añadió Carlos riendo—, lo aconsejo, Enriquito, que tomes tus precauciones, puesto que mi madre lo quiere tanto que no puede vivir sin ti.
—¿Qué hará esta noche Vuestra Majestad? —preguntó Enrique cambiando de conversación.
—Voy a presentarte a alguien, Enriquito; ya me darás lo opinión.
—Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad.
—¡A la derecha! ¡A la derecha! Vamos a la calle de las Barras.
Los dos reyes, seguidos por su escolta, habían dejado atrás la calle de la Jabonería cuando, a la altura del palacio de Condé, vieron salir a dos hombres embozados en amplias capas por una puerta falsa que uno de ellos volvió a cerrar sin ruido.
—¡Oh! —dijo el rey a Enrique, quien, según su costumbre, observaba sin decir una palabra—. Esto merece nuestra atención.
—¿Por qué decís eso, señor? —preguntó el rey de Navarra.
—No lo digo por ti, Enriquito. Tú estás seguro de lo mujer —agregó Carlos con una sonrisa—, pero lo primo el de Condé no lo está de la suya o si lo está se equivoca, ¡lléveme el diablo!
—Pero ¿qué queréis decir, señor, que es a la señora de Condé a quien acaban de visitar estos caballeros?
—Ha sido un presentimiento. La inmovilidad de esos dos hombres que se han quedado pegados a la puerta en cuanto nos han visto y además el corte de la capa del más bajo… ¡Pardiez! Sería extraño.
—¿El qué?
—Nada, una idea que se me había ocurrido. Acerquémonos.
Y se fue derechamente hacia los dos hombres, quienes, viéndole venir, dieron algunos pasos para alejarse.
—¡Hola, señores! —dijo el rey—. ¡Ea, deteneos!
—¿Es a nosotros? —preguntó una voz que hizo estremecer a Carlos y a su acompañante.
—Y ahora, Enriquito —dijo Carlos—, ¿reconoces esa voz?
—Señor —contestó Enrique—, si vuestro hermano el duque de Anjou no estuviera en La Rochelle juraría que es él quien acaba de hablar.
—No estará en La Rochelle, eso es todo.
—¿Pero quién va con él?
—¿No le reconoces?
—No, señor.
—Sin embargo, tiene un aspecto inconfundible. Espera, ahora le reconocerás… ¡Hola! ¡Eh, a vosotros me dirijo! ¿No habéis oído? ¡Por Dios!
—¿Sois la ronda para detenernos? —preguntó el más alto de los dos sacando el brazo entre los pliegues de su capa.
—Suponed que lo seamos —dijo el rey— y deteneos cuando os lo ordenan.
Luego inclinándose al oído de Enrique:
—Ya verás cómo del volcán salen llamas —le dijo.
—¡Vosotros sois ocho —dijo el más alto, mostrando no sólo el brazo, sino el rostro—, pero aunque fueseis cien, pasad de largo!
—¡Ah! ¡El duque de Guisa! —lijo Enrique.
—¡Ah! ¡Nuestro primo de Lorena! —dijo el rey—. ¡Al fin os dais a conocer! ¡Qué suerte!
—¡El rey! —exclamó el duque.
Por lo que se refiere al otro personaje, se le vio envolverse aún más en la capa al oír estas palabras y permanecer inmóvil luego de haberse quitado el sombrero en prueba de respeto.
—Señor —dijo el duque de Guisa—, vengo de visitar a mi cuñada, la señora de Condé.
—Sí…, y habéis llevado con vos a uno de vuestros gentiles hombres. ¿A cuál?
—Señor —respondió el duque—, Vuestra Majestad no le conoce.
—Entonces, presentádmelo —dijo el rey.
Y yendo directamente hacia el otro personaje, llamó a uno de sus dos lacayos para que se aproximara con su antorcha.
—¡Perdón, hermano mío! —dijo el duque de Anjou, abriendo la capa a inclinándose con mal disimulado despecho.
—Ah, Enrique, ¿sois vos?… Pero no, es imposible, me equivoco… Mi hermano, el duque de Anjou, no puede haber ido a visitar a nadie antes de venirme a ver. No ignora que para los príncipes de sangre que regresan a la capital no hay más que una puerta en París: la del Louvre.
—Perdonad, señor —dijo el duque de Anjou—, ruego a Vuestra Majestad que excuse mi inconsecuencia.
—¡Qué más da! —respondió el rey en tono burlón—. Pero ¿qué hacíais en el palacio de Condé?
—¡Vaya! —dijo el rey de Navarra con su aire irónico—. Lo que Vuestra Majestad decía hace un momento.
E, inclinándose al oído del rey, terminó la frase con una sonora carcajada.
—¿Qué hay?… —preguntó el duque de Guisa con altivez, pues había adquirido como todos en la corte la costumbre de tratar groseramente al pobre rey de Navarra—. ¿Es que no puedo visitar a mi cuñada? ¿Acaso el duque de Alençon no visita a la suya?
Enrique se sonrojó ligeramente.
—¿A qué cuñada? —preguntó Carlos—. No le conozco otra que la reina Isabel.
—Perdonad, señor, quise decir a su hermana, a su hermana Margarita, a quien hace media hora vimos pasar por aquí en su litera acompañada de dos jovencitos que trotaban junto a las portezuelas.
—¿De veras? —dijo Carlos—. ¿Qué respondéis a esto, Enrique?
—Que la reina de Navarra es dueña de ir donde quiera, pero dudo que haya salido del Louvre:
—Y yo estoy seguro de lo contrario —dijo el duque de Guisa.
—Yo también —dijo el de Anjou—, y puedo afirmar, además, que la litera se detuvo en la calle de Cloche-Percée.
—Es posible que vuestra cuñada, no esta —dijo Enrique mostrando el palacio de Condé—, sino aquella, —y señaló con el dedo en dirección del palacio de Guisasea también de la partida, porque las dejamos juntas y, como sabéis, son inseparables.
—No comprendo lo que quiere decir Vuestra Majestad —respondió el duque de Guisa.
—Y, sin embargo —dijo el rey—, nada más sencillo, y esta es la razón por la cual trotaba un galán junto a cada portezuela.
—Pues bien —dijo el duque—, si hay escándalo por parte de la reina y de mis cuñadas, invoquemos la justicia del rey para que cese.
—¡Eh, pardiez! —dijo Enrique—. Dejad tranquilas a las señoras de Condé y de Nevers. El rey no se inquieta por su hermana… y yo tengo confianza en mi esposa.
—No, no —dijo Carlos—, quiero asegurarme bien; ocupémonos nosotros mismos del asunto. ¿Decís, primo, que la litera se detuvo en la calle de Cloche-Percée?
—Sí, señor.
—¿Reconoceríais el lugar?
—Sí, señor.
—Entonces, vamos allá. Si hay que quemar la casa para saber quiénes están dentro, se quemará.
Con propósitos tan poco tranquilizadores para la seguridad de las personas de las que se trataba, los cuatro principales señores del mundo cristiano se encaminaron hacia la calle de Saint-Antoine.
Los cuatro príncipes llegaron a la calle de Cloche-Percée y Carlos, que quería resolver sus asuntos en familia, despidió a los gentiles hombres de su escolta, diciéndoles que podían disponer del resto de la noche, pero que estuvieran a las seis de la mañana con dos caballos junto a La Bastilla.
No había más que tres casas en la calle de Cloche-Percée; la búsqueda no fue difícil, puesto que las puertas de dos de ellas se abrieron sin dificultad. Eran las de las casas que daban, respectivamente, una a la calle de Saint-Antoine y otra a la de Roi-de-Sicile.
Los inconvenientes surgieron al llegar a la tercera casa; era la que estaba custodiada por el portero alemán cuyos modales ya conocemos. París parecía destinado a ofrecer aquella noche los más memorables ejemplos de fidelidad doméstica.
Fue inútil que el duque de Guisa amenazara en el más puro sajón, que Enrique de Anjou ofreciera una bolsa llena de oro y que Carlos llegara a afirmar que era el teniente de la ronda; el osado alemán no hizo caso ni de esta declaración, ni del ofrecimiento, ni de las amenazas. Viendo que insistían de un modo ya importuno, deslizó entre las barras de hierro el cañón de su arcabuz, demostración que hizo reír a tres de los cuatro visitantes, puesto que el arma, presa entre los barrotes, sólo podía ser peligrosa para un ciego que se pusiera delante. Enrique de Navarra se mantenía a distancia como si el asunto no le interesara y por eso no rio.
Al ver que no podían intimidar, corromper, ni doblegar al portero, el duque de Guisa fingió retirarse con sus compañeros, pero la retirada no duró mucho. En la esquina de la calle de Saint-Antoine el duque encontró lo que buscaba; ni más ni menos que una de esas piedras como las que movían tres mil años antes Ayax, Telamón y Diómedes; la cargó sobre sus hombros y volvió, indicando por señas a los demás que le siguieran. Precisamente en aquel momento el portero, que había visto alejarse a los supuestos malhechores, cerró la puerta, pero aún no había tenido tiempo de echar los cerrojos. El duque de Guisa aprovechó la ocasión y, convertido en verdadera catapulta viviente, arrojó la piedra contra la puerta. Voló la cerradura, llevándose el pedazo de pared a la que estaba unida. Se abrió la puerta derribando al alemán, quien cayó lanzando un estentóreo grito que sirvió de aviso para que el resto de los guardianes de la casa no fuese sorprendido.
Entre tanto, La Mole traducía con Margarita un idilio de Teócrito, y Coconnas bebía, con el pretexto de que él también era griego, abundante vino de Siracusa en compañía de Enriqueta. La conversación científica y el diálogo báquico fueron violentamente interrumpidos.
Comenzar por apagar las luces, abrir las ventanas, lanzarse al balcón, distinguir cuatro hombres entre las tinieblas, lanzarles a la cabeza cuantos proyectiles hallaron a mano y hacer un ruido terrible con sus espadas contra las paredes, tal fue el ejercicio a que se entregaron inmediatamente La Mole y Coconnas. A Carlos, el más encarnizado de los asaltantes, le cayó sobre el hombro una palangana de plata, al duque de Anjou una fuente llena de compota de naranjas y de cidras, y al duque de Guisa un cuarto de jabalí.
Enrique no recibió ningún golpe; se hallaba interrogando en voz baja al portero, que el duque de Guisa había atado a la puerta y que respondía con su eterno:
—Ich verstehe nicht.
Las mujeres alentaban a los sitiados y les proveían de proyectiles, que caían como granizo.
—¡Por mil demonios! —gritó Carlos IX al sentir en la cabeza un taburete que le hundió el sombrero hasta la nariz—. Que abran pronto o haré colgar a todos los que estén arriba.
—¡Mi hermano! —dijo Margarita en voz baja a La Mole.
—¡El rey! —replicó este en el mismo tono a Enriqueta.
—¡El rey! —dijo esta a Coconnas, que arrastraba un cofre hasta la ventana y pretendía aplastar con él al duque de Guisa, contra quien, sin conocerle, se le había despertado verdadera furia—. ¡El rey os digo!
Coconnas dejó el cofre y miró con aire atónito.
—¿El rey? —dijo.
—Sí, el rey.
—Entonces, ¡en retirada!
—Sí, La Mole y Margarita ya se han ido, venid.
—¿Por dónde?
—Venid, seguidme.
Y cogiéndole de la mano, Enriqueta arrastró a Coconnas hasta la puerta secreta que comunicaba con la casa vecina, y los cuatro, después de cerrar la puerta a sus espaldas, huyeron por la salida que daba a la calle Tizon.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Carlos—. Creo que la guarnición se rinde. Esperaron algunos minutos, pero ningún ruido llegó hasta los asaltantes.
—Preparan alguna sorpresa —dijo el duque de Guisa.
—O a lo mejor han reconocido la voz de mi hermano y han salido huyendo —dijo el duque de Anjou.
—De todos modos tendrán que pasar por aquí —respondió Carlos.
—Sí —añadió el duque de Anjou—, siempre que la casa no tenga dos puertas.
—Primo —dijo el rey—, coged vuestra piedra y haced con la otra puerta lo mismo que con esta. El duque pensó que era inútil recurrir a semejante procedimiento, y como advirtió que la segunda puerta era más endeble que la primera, la derribó de un simple puntapié.
—¡Las antorchas! ¡Las antorchas! —exclamó el rey.
Los lacayos acudieron. Las antorchas estaban apagadas, pero las encendieron. Carlos IX cogió una y dio otra al duque de Anjou. El duque de Guisa entró primero, con la espada en la mano. Enrique cerraba la marcha. Llegaron al primer piso.
En el comedor estaba servida la mesa o, mejor dicho, levantada, pues la vajilla era particularmente la que había provisto de proyectiles a los sitiados. Los candelabros estaban por los suelos, los muebles en desorden y todo lo que no era de metal estaba hecho añicos.
Pasaron a la sala. Allí no encontraron más señales de los fugitivos que en la primera habitación. Algunos libros griegos y latinos, algunos instrumentos de música; esto fue cuanto hallaron.
La alcoba proporcionaba todavía menos detalles. Una lamparilla ardía dentro de un globo de alabastro colgado del techo. Daba la impresión de que nadie había entrado en aquel cuarto.
—Hay una segunda salida —dijo el rey.
—Es probable —añadió el duque de Anjou.
—¿Pero dónde está? —preguntó el duque de Guisa. Buscaron por todos lados, pero no dieron con ella.
—¿Dónde está el portero? —preguntó el rey.
—Le dejé atado a la verja —contestó el duque de Guisa.
—Interrogadle primero.
—No querrá responder.
—¡Bah! Con una buena hoguera debajo de sus pies —dijo el rey riendo—, hablará. Enrique miró por la ventana.
—Ya no está —dijo.
—¿Quién le ha desatado? —preguntó el duque de Guisa.
—¡Por mil diablos! —gritó al rey—. No podremos averiguar nada.
—En efecto —dijo Enrique—, ya veis, señor, que nada prueba que mi esposa y la cuñada del señor de Guisa hayan estado en esta casa.
—Es verdad —respondió Carlos—. Las Escrituras nos lo enseñan, hay tres cosas que no dejan huella: el pájaro en el aire, el pez en el agua y la mujer… No, me equivoco, el hombre en…
—Así, pues —dijo Enrique—, lo menos que podemos hacer…
—Sí —interrumpió Carlos—, es que yo me cuide de mi contusión; vos, hermano mío, de quitaros de encima esa compota de naranja, y vos, Guisa, haced desaparecer de vuestro traje esos churretones de grasa. Y salieron sin tomarse la molestia de cerrar la puerta. Al llegar a la calle de Saint-Antoine:
—¿Adónde vais, señores? —dijo el rey a los duques de Anjou y de Guisa.
—Señor, vamos a casa de Nantouillet, que nos espera a cenar. ¿Quiere acompañarnos Vuestra Majestad?
—No, gracias, vamos en dirección contraria. ¿Queréis que os alumbre uno de mis lacayos?
—Os lo agradecemos mucho, señor —dijo el duque de Anjou—, pero no es necesario.
—Bien, tiene miedo de que le haga espiar —susurró Carlos al oído del rey de Navarra.
Luego, cogiendo del brazo a este último:
—Ven, Enriquito —le dijo—, lo invito a cenar esta noche.
—Entonces, ¿no volvemos al Louvre? —preguntó Enrique.
—No, ya lo he dicho que no, testarudo; ven conmigo, cuando lo digo que vengas, no tienes más que obedecer.