L montero que había apartado al jabalí y que aseguró al rey que el animal permanecía en el recinto destinado a la caza no estaba equivocado. En cuanto el sabueso encontró la pista, se metió en el monte a hizo salir de entre unos matorrales al jabalí. Como ya dijera el montero que había reconocido sus huellas, se trataba de un viejo ejemplar, es decir, de una bestia de gran tamaño.
Salió corriendo en línea recta y atravesó el camino a cincuenta pasos del rey, seguido solamente por el sabueso que le había descubierto. Soltaron en seguida la primera jauría, y una veintena de perros se lanzó en su persecución.
La caza apasionaba al rey Carlos. Apenas el animal había cruzado el camino, el rey se lanzó tras él tocando el cuerno, seguido del duque de Alençon y de Enrique, quien, por una seña de Margarita, comprendió que no debía apartarse de Carlos IX.
Todos los demás cazadores siguieron al monarca.
En la época en que transcurre nuestra historia, los bosques reales de los alrededores de París distaban mucho de ser lo que son hoy, es decir, grandes parques cruzados por caminos transitables. Entonces, la explotación forestal era casi nula. Los reyes no habían pensado aún en volverse comerciantes dividiendo sus bosques en cotos de caza o explotando las talas. Los árboles, sembrados por la mano de Dios a capricho del viento y no por hábiles jardineros, no estaban dispuestos a tresbolillo[27], sino que crecían a su antojo, como ocurre todavía en las selvas vírgenes de América. En una palabra, un bosque en aquel entonces era una guarida de jabalís, ciervos, lobos y bandoleros. Y sólo una docena de senderos que partían de un punto recorrían el de Bondy, que estaba rodeado por un camino circular, tal como la llanta de una rueda envuelve los radios.
Llevando la comparación más lejos, podría decirse que el cubo de la rueda constituía la única encrucijada, situada en el centro del bosque. Allí se reunían los cazadores extraviados para comenzar de nuevo la búsqueda de la presa.
Al cabo de un cuarto de hora sucedió lo que siempre sucedía en tales casos: insuperables obstáculos se opusieron al paso de los cazadores, los ladridos de los perros se perdían a lo lejos y el rey volvió al punto de partida, jurando y maldiciendo como de costumbre.
—¡Eh! ¡Alençon! ¡Enriquito! —dijo—. ¿Qué es esto? ¡Por Dios! Estáis tranquilos como si fuerais monjas que siguieran a su abadesa. Esto no se llama cazar. Vos, Alençon, parece que acabáis de salir de una caja, estáis tan perfumado que si pasáis entre el jabalí y mis perros sois capaz de hacerles perder el rastro. Y vos, Enriquito, ¿dónde está vuestro venablo y vuestro arcabuz?
—Señor —dijo Enrique—, ¿para qué el arcabuz? Sé que a Vuestra Majestad le agrada tirar al animal cuando resiste a los perros. En cuanto al venablo, es un arma que manejo con mucha torpeza, pues no se usa en nuestras montañas, donde cazamos osos con un simple puñal.
—¡Pardiez! Enrique, cuando volváis a vuestros Pirineos, quiero que me enviéis una partida de osos, porque debe de ser una hermosa caza la que se hace cuerpo a cuerpo con un animal que puede ahogarnos. Escuchad, creo que oigo el ladrido de los perros. No, me equivoco.
El rey cogió su cuerno y tocó. Otros toques le respondieron. De pronto apareció un montero tocando un aire distinto.
—¡El rastro, el rastro! —gritó el rey.
Y salió al galope, seguido por todos los cazadores que se le habían reunido.
El montero no se había engañado. A medida que el rey avanzaba, se oían más claramente los ladridos de la jauría, compuesta ya por más de sesenta perros, pues los iban soltando sucesivamente a medida que el jabalí pasaba por los distintos sitios donde estaban colocados los relevos. El rey volvió a verlo y se metió tras él en el bosque, tocando el cuerno con todas sus fuerzas.
Los príncipes le siguieron durante algún tiempo. Pero el rey montaba un caballo tan vigoroso y era tanto su ímpetu que, en la imposibilidad de seguirle por los caminos escarpados y por los espesos matorrales que elegía, primero las damas, luego el duque de Guisa y sus caballeros y después los dos príncipes, se vieron obligados a dejarle solo. Tavannes resistió un rato más, pero, al fin, hubo de darse también por vencido.
Todo el mundo, excepto Carlos y algunos monteros que alentados por una prometida recompensa no querían dejar al rey, se agrupó en las inmediaciones de la encrucijada central.
Los dos príncipes se hallaban juntos en un ancho sendero. A cien pasos de distancia, el duque de Guisa y sus caballeros habían hecho alto. En el cruce de los caminos estaban las damas.
—¿No parece realmente —dijo el duque de Alençon a Enrique mostrándole con el rabillo del ojo al duque de Guisa— que ese hombre con su escolta armada hasta los dientes es el verdadero rey? A nosotros, pobres príncipes, ni siquiera se digna mirarnos.
—¿Por qué nos ha de tratar él mejor de lo que nos tratan nuestros propios parientes? —respondió Enrique—. ¡Ah, hermano mío! ¿Acaso vos y yo no estamos prisioneros en la corte de Francia, no somos algo así como rehenes de nuestro partido?
El duque Francisco se estremeció al oír estas palabras y miró a Enrique con el deseo de que diera alguna otra explicación; pero Enrique se había excedido más de lo que acostumbraba y guardó silencio.
—¿Qué queréis decir, Enrique? —preguntó el duque Francisco visiblemente contrariado de que su cuñado no continuara, después de haberle dejado entrever tanto.
—Quiero decir, hermano —respondió Enrique—, que estos hombres tan bien armados que parecen haber recibido orden de no perdernos de vista tienen todo el aspecto de guardias que pretendieran impedir la fuga de dos personas.
—¿Fuga? ¿Y por qué? —preguntó Francisco, fingiendo admirablemente sorpresa y candidez.
—Tenéis un magnífico caballo español —dijo Enrique continuando su pensamiento, aunque adoptase el aire de cambiar de conversación—. Estoy seguro de que podría hacer siete leguas en una hora y veinte desde ahora hasta el mediodía. El tiempo es bueno y os aseguro que invita a galopar. Mirad este lindo atajo. ¿No os tienta, Francisco? A mí me queman las espuelas.
Francisco no respondió. Tan sólo enrojeció y empalideció sucesivamente y afinó el oído como si escuchara las señales de la caza.
«La noticia de Polonia produce su efecto —pensó Enrique—, y mi querido cuñado ya tiene su plan. Él quisiera que yo me escapase, pero yo no me escaparé solo».
Apenas acababa de hacerse esta reflexión cuando varios hugonotes recién convertidos, que habían regresado a la corte hacía dos o tres meses, llegaron al trote y saludaron a los dos príncipes con la más amable de las sonrisas.
El duque de Alençon, avisado por las insinuaciones de Enrique, no tenía más que decir una palabra o hacer un gesto y era evidente que los treinta o cuarenta caballeros, reunidos en aquel momento a su alrededor como para oponerse a los de la escolta de Guisa, favorecerían su fuga. Pero volvió la cabeza, y llevándose el cuerno a la boca, llamó a reunión.
Entre tanto, los recién llegados, como si hubieran creído que la falta de decisión del duque de Alençon se debía a la vecindad de los partidarios de Guisa, se deslizaron entre estos y los dos príncipes con una habilidad estratégica que revelaba la costumbre de las maniobras militares.
En efecto, para llegar ahora hasta el duque de Alençon o hasta el rey de Navarra, hubiera sido preciso pasar por encima de ellos, mientras que ante la vista de los dos cuñados se extendía un camino enteramente libre.
De pronto, a diez pasos del rey de Navarra apareció entre los árboles otro gentilhombre, a quien los dos príncipes no habían visto aún. Enrique trataba de descubrir quién era cuando el caballero, quitándose el sombrero, se dio a conocer a Enrique como el vizconde de Turenne, uno de los jefes del partido protestante a quien se suponía en Poitou.
El vizconde llegó incluso a hacer una señal que quería decir claramente: ¿Venís?
Pero Enrique, después de consultar el rostro impasible y la mirada apagada del duque de Alençon, volvió dos o tres veces hacia atrás como si algo le incomodara en el cuello de su jubón.
Era una respuesta negativa. El vizconde lo comprendió así, espoleó a su caballo y desapareció en la espesura.
En aquel mismo instante se oyó aproximarse a la jauría; después, al fondo del camino en que se hallaban, se vio cruzar al jabalí, luego a los perros y, por último, semejante a un cazador infernal, a Carlos IX, seguido de tres o cuatro monteros sin sombrero, el cuerno en la boca y tocando hasta romperse los pulmones. Tavannes había desaparecido.
—¡El rey! —exclamó el duque de Alençon, y se lanzó tras él.
Enrique, tranquilizado por la presencia de aquellos buenos amigos, les hizo señas de que no se alejaran y se dirigió hacia donde estaban las damas.
—¿Qué tal? —le preguntó Margarita avanzando unos pasos.
—Estamos cazando el jabalí, señora —dijo Enrique.
—¿Y eso es todo?
—Sí, el viento ha cambiado desde ayer por la mañana, pero creí haber predicho que ocurriría así.
—Estos cambios de tiempo son perjudiciales para la caza, ¿verdad? —preguntó Margarita.
—Sí —repuso Enrique—, trastornan a veces todas las disposiciones tomadas y es preciso rehacer el plan.
En aquel momento empezaron a oírse cada vez más cerca los ladridos de la jauría, y una especie de redoble tumultuoso advirtió a los cazadores que debían estar en guardia. Todos levantaron la cabeza y escucharon con atención.
En seguida apareció el jabalí, que, en lugar de meterse otra vez en el bosque, siguió por el camino, yendo derecho hacia el claro donde estaban las damas, los caballeros que les hacían la corte y los cazadores que habían perdido el rastro.
Detrás de él, a punto de darle alcance, venían treinta o cuarenta perros de los más fuertes, y a unos veinte pasos de la jauría, el rey, sin sombrero ni capa, con el traje desgarrado por los espinos y el rostro y las manos ensangrentados.
Únicamente dos monteros le acompañaban.
El rey no abandonaba el cuerno más que para excitar a los perros y no dejaba de excitar a sus perros más que para tocar el cuerno. El mundo entero parecía haber desaparecido ante sus ojos. Si su caballo hubiese fallado, habría exclamado como Ricardo III: «¡Mi corona por un caballo!».
El corcel parecía tan ardiente como su jinete; sus cascos no tocaban la tierra y por su nariz despedía fuego.
El jabalí, los perros y el rey pasaron como una exhalación.
—¡Halalí! ¡Halalí! —gritó el rey al pasar. Y se llevo el cuerno a sus ensangrentados labios.
Unos pasos más atrás iban el duque de Alençon y dos monteros, los demás seguidores habían renunciado o se habían perdido.
Todo el mundo salió a galope tras el rey, pues era evidente que el jabalí no tardaría en dar la batalla.
En efecto, al cabo de unos diez minutos, el jabalí abandonó el sendero y se introdujo en el bosque. Pero al llegar a un claro, se detuvo ante una roca a hizo frente a los perros.
A los gritos de Carlos, que le había seguido, todo el mundo acudió.
Llegaba el momento más interesante de la cacería.
El animal se hallaba decidido a una desesperada defensa. Los perros, excitados por una carrera de más de tres horas, se arrojaron sobre él con un encarnizamiento redoblado por los gritos y juramentos del rey.
Todos los cazadores se colocaron formando un círculo; el rey un poco adelantado, teniendo a su espalda al duque de Alençon armado con un arcabuz y a Enrique que empuñaba simplemente su cuchillo de caza.
El duque de Alençon sacó el arcabuz de su funda y encendió la mecha. Enrique movió dentro de la vaina su cuchillo.
En cuanto al duque de Guisa, despreciando tales ejercicios de caza, se mantenía alejado con sus compañeros.
Las damas formaban un pequeño grupo parejo a este.
Todos los cazadores permanecían en una espera ansiosa con los ojos clavados en el animal.
A un lado, un montero se esforzaba por mantener sujetos a dos mastines del rey que, protegidos por sus cotas de malla, esperaban, aullando y saltando de tal manera que amenazaban romper sus cadenas, el momento de agredir al jabalí.
El animal resistía de un modo maravilloso: atacado a la vez por cuarenta perros que le rodeaban como una marea rugiente y formaban a su alrededor con sus manchas como una abigarrada alfombra, cuando alguno de ellos trataba de herir su rugosa piel de erizados pelos, le lanzaba de una embestida a diez pies de altura.
El perro caía destrozado y, con las entrañas arrastrando, volvía de nuevo a la pelea.
El jabalí proseguía su defensa, mientras Carlos, con los cabellos revueltos, los ojos inflamados, las ventanas de la nariz dilatadas a inclinado sobre el cuello de su caballo sudoroso, tocaba el cuerno con frenesí.
En menos de diez minutos, veinte perros quedaron fuera de combate.
—¡Los dogos! ¡Los dogos! —gritó Carlos.
Al oírle, el montero dejó en libertad a los dos canes que tenía sujetos y que se arrojaron en medio de la carnicería, derribándolo todo, abriéndose camino con sus cotas de malla hasta el animal, al que trincaron cada uno por una oreja.
El jabalí, sintiéndose apresado, hizo rechinar sus dientes de rabia y de dolor.
—¡Bravo, Duredent! ¡Bravo, Risquetout! —gritó Carlos—. ¡Ánimo! ¡Muy bien! ¡Una pica! ¡Una pica!
—¿No queréis mi arcabuz? —preguntó el duque de Alençon.
—No —repuso el rey—, no; a la bala no se la siente entrar y no produce ningún placer, mientras que a la pica se la siente romper la carne. ¡Una pica! ¡Una pica!
Trajeron una pica de caza para el rey, templada al fuego y provista de una punta de acero.
—¡Cuidado, hermano! —gritó Margarita.
—¡Duro, duro con él! —gritó la duquesa de Nevers—. ¡No le erréis, señor! ¡Un buen golpe a ese hereje!
—Podéis estar tranquila, duquesa —dijo Carlos.
Y cogiendo el arma arremetió contra el jabalí, que, preso entre los dos perros, no pudo evitar el golpe. Sin embargo, al ver el reflejo del venablo, hizo un movimiento de lado y el arma, en lugar de penetrarle en el pecho, se deslizó por el lomo y fue a estrellarse contra la roca en la que estaba apoyado.
—¡Por mil demonios! —gritó el rey—. ¡Le he fallado!… ¡Otra pica! ¡Otra pica!
Y retrocediendo como hacían los caballeros para tomar distancia, tiró a diez pasos de él su arma ya inservible.
Un montero se adelantó a ofrecerle otra.
Pero en aquel momento, como si hubiese previsto la suerte que le esperaba y hubiera querido sustraerse a ella, el jabalí, con un violento tirón, sacó sus orejas desgarradas de entre los dientes de los mastines y con los ojos inyectados en sangre, erizado, espantoso, con la respiración jadeante como si su boca fuera un soplete de forja y entrechocando los dientes, se lanzó furioso, con la cabeza baja, contra el caballo del rey.
Carlos era demasiado buen cazador para no haber previsto este ataque, dio un tirón a su caballo, que hizo encabritarse al animal, pero debió de calcular mal, porque el caballo, quizá porque le tiraban demasiado las riendas o porque se hubiera espantado, cayó hacia atrás.
Todos los espectadores lanzaron un grito terrible; al caer el caballo, el rey había quedado debajo y tenía apresado un muslo.
—¡Las riendas, Sire, soltad las riendas! —dijo Enrique.
El rey dejó las bridas y cogió la montura con la mano izquierda tratando de sacar con la derecha su cuchillo de caza; pero este, oprimido por el peso de su cuerpo, no quiso salir de su vaina.
—¡El jabalí! ¡El jabalí! —gritó Carlos—. ¡A mí, Alençon, a mí!
Mientras tanto, el caballo, ya en libertad y como si hubiera comprendido el peligro que corría su amo, se había levantado sobre tres patas cuando, al llamamiento de su hermano, Enrique vio al duque Francisco palidecer horriblemente y apoyar el arcabuz en su hombro; pero la bala, en lugar de herir al jabalí, que estaba a dos pasos del rey, atravesó la rodilla del caballo, que volvió a caer. Al mismo tiempo el jabalí destrozó con sus colmillos la bota de Carlos.
—¡Oh! —murmuró Alençon con sus labios descoloridos—. Creo que el duque de Anjou será el rey de Francia y yo el de Polonia.
En efecto, el jabalí se disponía a atacar de nuevo a Carlos cuando este sintió que alguien le levantaba el brazo; luego vio brillar una hoja aguda y cortante que se hundía hasta la empuñadura en el lomo del animal mientras que una mano con guantelete de hierro apartaba la humeante cabeza del jabalí.
Carlos, que con el movimiento que había hecho su caballo había logrado libertar su pierna, se levantó pesadamente y al verse cubierto de sangre se puso pálido como un cadáver.
—Sire —dijo Enrique, quien, arrodillado en el suelo, había herido al animal en el corazón—. Sire, no es nada, quitando lo de la bota, y Vuestra Majestad no está herido.
Luego se levantó soltando el cuchillo y el jabalí cayó arrojando más sangre por la boca que por la herida.
Carlos, rodeado de un público ansioso, aturdido por los gritos de terror que hubiesen impresionado al más valeroso, estuvo por un momento a punto de caer junto al animal moribundo. Pero se reanimó y, volviéndose al rey de Navarra, le estrechó la mano con una mirada en la que brillaba el primer indicio de sensibilidad que había hecho latir su corazón desde hacía veinticuatro años.
—Gracias, Enriquito —le dijo.
—¡Mi pobre hermano! —exclamó el duque de Alençon acercándose presuroso a Carlos.
—¡Ah! ¿Eres tú? —preguntó el rey—. ¡Vaya un famoso tirador! ¿Qué fue de lo bala?
—Se habrá estrellado contra el jabalí —respondió el duque.
—¡Dios mío! —gritó Enrique con sorpresa admirablemente fingida—. Mirad, Francisco, vuestra bala ha roto la pata del caballo de Su Majestad. ¡Es extraño!
—¿Es verdad? —preguntó el rey.
—Es posible —dijo el duque de Alençon consternado—. ¡Me temblaba tanto el pulso!
—Lo cierto es que para ser un hábil tirador habéis hecho un disparo singular, Francisco —dijo Carlos frunciendo el ceño—. Gracias, por segunda vez, Enriquito. Señores —añadió el rey—, volvamos a París, tengo bastante con esto.
Margarita se aproximó a Enrique para felicitarle.
—A fe mía que sí, Margot —dijo Carlos—, felicítalo y sinceramente, porque, sin él, el rey de Francia se llamaría Enrique III.
—¡Ay, señora! —dijo el bearnés—. El señor duque de Anjou, que ya es mi enemigo, va a odiarme más todavía. Pero ¿qué queréis? Se hace lo que se puede, y si no, preguntádselo al señor de Alençon.
Y, agachándose, sacó su cuchillo de caza del cuerpo del jabalí y lo hundió dos o tres veces en el suelo para que la hoja, al roce con la tierra, quedara limpia por completo de sangre.