Capítulo XXI

CATALINA no se equivocaba en sus sospechas. Enrique había vuelto a sus antiguas costumbres y todas las noches visitaba a la señora de Sauve. Al principio había realizado esta visita con el mayor misterio, luego fue perdiendo poco a poco la desconfianza y había descuidado las precauciones, de suerte que Catalina no encontró muchas dificultades para enterarse de que la reina de Navarra continuaba siéndolo de nombre Margarita y de hecho la señora de Sauve.

Al comenzar este relato hemos dicho dos palabras acerca del departamento de la señora de Sauve, pero la puerta que abrió Dariole al rey de Navarra se cerró herméticamente tras él, de modo que la habitación, teatro de los misteriosos amores del bearnés, nos es completamente desconocida.

Dicha habitación, del género de las que suelen dar los príncipes a sus invitados en sus palacios para tenerlos más cerca, era más pequeña y menos cómoda seguramente que la de cualquier casa situada en la ciudad. Estaba, como ya se ha dicho, en el segundo piso, casi encima de la de Enrique; su puerta daba a un corredor cuyo extremo estaba iluminado por una vidriera ojival, por donde no penetraba más que un vago resplandor, incluso en los días más hermosos del año. Durante el invierno, desde las tres de la tarde, era necesario encender una lámpara que, como contenía igual cantidad de aceite que en verano, se apagaba a la misma hora, procurando en esta época una mayor seguridad a los dos amantes.

Una pequeña antesala tapizada con damasco de seda estampado con grandes flores amarillas, una sala decorada con terciopelo azul, una alcoba cuyo lecho de torneadas columnas y cortinas de raso color cereza dejaba un espacio libre hasta la pared donde había un gran espejo con marco de plata y dos cuadros inspirados en los amores de Venus y Adonis; tal era la residencia, hoy diríamos el nido, de la encantadora dama de honor de la reina Catalina de Médicis.

Examinando con atención aún se hubiera encontrado, frente a un tocador cubierto de toda clase de accesorios, en un oscuro rincón, una puertecita que comunicaba con una especie de oratorio donde sobre una tarima se elevaba un altar. En este oratorio había colgadas en la pared, y como para servir de compensación a los dos cuadros mitológicos que hemos mencionado, tres o cuatro pinturas del más exaltado espiritualismo. Entre ellas pendían de clavos dorados varias armas de mujer; porque en aquella época de misteriosas intrigas las mujeres usaban armas lo mismo que los hombres y a veces las empleaban con tanta habilidad como ellos.

Esta noche, que era la siguiente a aquella en que ocurrieron en casa de Renato las escenas que acabamos de describir, la señora de Sauve, sentada en un sofá de su alcoba, refería a Enrique sus temores y su amor y le daba como prueba de estos temores y de este amor la abnegación que había demostrado en la famosa noche que siguió a la de San Bartolomé, noche que, como se recordará, Enrique pasó a la habitación de su esposa.

Enrique, por su parte, le expresaba su gratitud. La señora de Sauve estaba deliciosa con su sencillo peinador de batista.

Enrique, como estaba realmente enamorado, parecía pensativo. Por su parte la señora de Sauve, que había acabado por aceptar de todo corazón el amor impuesto como un deber por Catalina, miraba mucho al rey para ver si sus ojos estaban de acuerdo con sus palabras.

—Vamos, Enrique —decía Carlota—, sed franco: aquella noche que pasasteis en el gabinete de Su Majestad la reina de Navarra, con el señor de La Mole durmiendo a vuestros pies, ¿no lamentasteis que el digno caballero se interpusiera entre vos y la alcoba de la reina?

—Claro que sí, amiga mía —dijo Enrique—, porque me era absolutamente preciso pasar por esa alcoba para venir a esta donde tan bien me encuentro y en la que soy tan feliz en este momento.

La señora de Sauve sonrió.

—¿Y no volvisteis después?

—Nada más que las veces que os he dicho.

—¿No volveréis a entrar sin decírmelo?

—Nunca.

—¿Lo juraríais?

—Sí, por cierto, si fuese todavía hugonote, pero…

—¿Pero qué?

—La religión católica, cuyos dogmas aprendo actualmente, me enseña que no se debe jurar.

—¡Gascón! —dijo la señora de Sauve moviendo la cabeza.

—Y vos, Carlota, si os interrogara, ¿responderíais a todas mis preguntas?

—Sin duda —respondió la joven—. No tengo nada que ocultaros.

—Veamos —dijo el rey—. Explicadme de una vez cómo después de la desesperada resistencia que me opusisteis antes de mi matrimonio os mostráis ahora menos cruel conmigo que soy un torpe bearnés, un provinciano ridículo y, en una palabra, un príncipe demasiado pobre para conservar brillantes las joyas de la corona.

—Enrique —dijo Carlota—, me pedís la solución del enigma que buscan desde hace tres mil años los filósofos de todos los países. Enrique, no preguntéis nunca a una mujer por qué os ama; contentaos sólo con preguntarle: ¿me amáis?

—¿Me amáis, Carlota? —preguntó Enrique.

—Os amo —respondió la señora de Sauve con encantadora sonrisa y dejando caer su hermosa mano entre las de su amante.

Enrique la retuvo.

—Pero —dijo continuando su pensamiento— ¿y si yo hubiese adivinado esa solución que los filósofos buscan en vano desde hace tres mil años, al menos en lo que se refiere a vos, Carlota?

La señora de Sauve se ruborizó.

—Me amáis —continuó Enrique—, por consiguiente no tengo más que pediros y me considero el más dichoso de los mortales. Pero ya sabéis que siempre falta algo para la felicidad completa. Adán en medio del Paraíso no se sintió completamente feliz y mordió la miserable manzana que nos ha dado a todos esta curiosidad irresistible que nos hace pasar la vida en busca de algo desconocido. Decidme, amiga, para ayudarme a satisfacer la mía, ¿no fue la reina Catalina quién os obligó primero a amarme?

—Enrique —dijo la señora de Sauve—, hablad bajo cuando habléis de la reina madre.

—¡Oh! —exclamó Enrique con tal abandono y confianza que hasta la misma Carlota le creyó—. Estaba bien que desconfiara antes de mi buena madre, cuando no estábamos en buena armonía, pero ahora que soy el marido de su hija…

—¡El marido de Margarita! —dijo Carlota enrojeciendo de celos.

—Hablad en voz baja también. Ahora que soy el marido de su hija somos los mejores amigos del mundo. ¿Qué querían de mí? Que me hiciese católico, según parece. Pues bien, la gracia me ha favorecido, y por intercesión de san Bartolomé, ya lo soy. Ahora vivimos en familia como buenos hermanos y como buenos cristianos.

—¿Y la reina Margarita?

—La reina Margarita es el lazo que nos une a todos —dijo Enrique.

—Pero vos, me dijisteis, Enrique, que la reina de Navarra; como recompensa a mi fidelidad por ella, había sido generosa conmigo. Si me dijisteis la verdad, si esta generosidad a la que tan agradecida estoy es real, no se trata más que de un lazo convencional muy fácil de romper.

—Sin embargo, duermo en su almohada desde hace tres meses.

—¡Entonces —exclamó la señora de Sauve— me habéis engañado y Margarita es realmente vuestra esposa!

Enrique sonrió.

—Mirad, Enrique —dijo la señora de Sauve—, tenéis una de esas sonrisas que me exasperan y, por muy rey que seáis, os aseguro que a veces me entran crueles deseos de arrancaros los ojos.

—Entonces —repuso Enrique—, esto quiere decir que consigo hacer creer en esta pretendida intimidad, ya que hay momentos en que, suponiendo que existe, sentís deseos de arrancarme los ojos a pesar de ser quien soy.

—¡Enrique! ¡Enrique! —dijo la señora de Sauve—. Creo que ni Dios mismo conoce vuestros pensamientos.

—Yo creo, amiga mía —contestó Enrique—, que Catalina os ordenó al principio que me amaseis y que vuestro corazón os lo ordenó después; creo que cuando esas dos voces os hablan no hacéis caso sino a vuestro corazón. Yo también os amo con toda mi alma y por eso cuando tenga secretos para vos, no os los confiaré, por miedo a comprometeros, naturalmente…, porque la amistad de la reina madre es variable; es, al fin y al cabo, la amistad de una suegra.

No era esto precisamente lo que pensaba Carlota. Le parecía que el velo que se interponía entre ella y su amante cada vez que intentaba sondear los abismos de aquel corazón sin fondo, adquiría el espesor de un muro que los separaba. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas al oír tal respuesta y como en aquel momento dieran las diez:

—Señor —dijo—, ya es hora de descansar; mañana tengo que estar muy temprano al servicio de la reina madre.

—¿Queréis decir que me vaya, amiga mía? —dijo Enrique.

—Enrique, estoy triste. Estando así me encontraréis aburrida y encontrándome aburrida, dejaréis de amarme. Vale más que os retiréis.

—¡Sea! —dijo Enrique—. Me retiraré si vos lo exigís, Carlota; solamente os pido, ¡por lo que más queráis!, que me dejéis asistir a vuestro tocado.

—¿Pero y la reina Margarita, señor? ¿La haréis esperar?

—Carlota —replicó Enrique seriamente—, habíamos convenido no hablar nunca entre nosotros de la reina de Navarra, y esta noche me parece que no hemos hecho más que hablar de ella.

La señora de Sauve suspiró y fue a sentarse ante el espejo. Enrique cogió una silla, la puso al lado de la de su amante y, apoyando una rodilla en el asiento, se recostó sobre el respaldo.

—Vamos, mi buena Carlota, quiero ver cómo os embellecéis. De sobra sé que lo hacéis por mí, aunque digáis otra cosa. ¡Dios mío! ¡Cuántas cosas, cuántos frascos de perfume, cajas de polvos, tarros y pebeteros!

—Os parece mucho —dijo Carlota suspirando— y, sin embargo, es demasiado poco, puesto que con todo aún no he encontrado el medio de reinar sola en el corazón de Vuestra Majestad.

—No volvamos a la política. ¿Para qué sirve este pincel tan fino y delicado? ¿Será para pintar las cejas de mi Júpiter olímpico?

—Sí, señor —repuso la señora de Sauve sonriendo—. Habéis adivinado.

—¿Y este precioso peinecito de marfil?

—Es para sacar la raya del pelo.

—¿Y esta maravillosa cajita de plata cincelada?

—¡Oh! Me la envió Renato, Sire. Es la famosa pasta que me prometió hace mucho tiempo para suavizar estos labios que Vuestra Majestad tiene a veces la bondad de encontrar dulces.

Enrique, para probar lo que acababa de decir la encantadora mujer cuya frente se iba despejando a medida que penetraba en el terreno de la coquetería, acercó sus labios a los que la baronesa contemplaba en el espejo.

Carlota alargó la mano para coger la cajita que acabamos de mencionar, con idea sin duda de enseñar a Enrique el modo de usar la pasta encarnada, cuando un golpe seco dado en la puerta de la antesala hizo estremecerse a los dos amantes.

—Han llamado, señora —dijo Dariole asomando la cabeza por la abertura de las cortinas.

—Ve a ver quién es y luego vuelve —dijo la señora de Sauve.

Enrique y Carlota se miraron con inquietud, y ya se disponía el rey a retirarse al oratorio donde más de una vez se había escondido, cuando reapareció la doncella.

—Señora, es Renato el perfumista —dijo.

Al oír este nombre, Enrique frunció el ceño y se mordió los labios sin querer.

—¿No queréis que le reciba? —preguntó Carlota.

—¡No faltaba más! —dijo Enrique—. Renato no hace nada sin pensarlo antes y si viene aquí es porque tendrá sus motivos.

—¿Queréis ocultaros, entonces?

—Me guardaré muy bien. Renato está enterado de todo y de seguro sabe que estoy aquí.

—Pero Vuestra Majestad, ¿tiene alguna razón para que su presencia le resulte desagradable?

—¿Yo? —dijo Enrique haciendo un esfuerzo que, pese a su dominio sobre sí, no pudo disimular del todo—. ¿Yo? Ninguna. Estábamos un poco distanciados, es cierto, pero, desde la noche de San Bartolomé, nos hemos reconciliado.

—Hacedle entrar —dijo la señora de Sauve a Dariole.

Un instante después entró Renato y lanzó una ojeada que abarcó toda la habitación.

La señora de Sauve seguía frente al espejo.

Enrique había vuelto a sentarse en el sofá.

La figura de Carlota se hallaba en el círculo de luz mientras que la de Enrique se confundía entre las sombras.

—Señora —dijo Renato con respetuosa familiaridad—, vengo a presentaros mis excusas.

—¿Por qué, Renato? —preguntó la señora de Sauve con esa condescendencia que tienen siempre las mujeres hermosas para con esa multitud de proveedores que las rodean y contribuyen a hacerlas más bellas.

—Porque hace tanto tiempo que prometo trabajar para esos lindos labios, y…

—Y no habéis cumplido vuestra promesa hasta hoy, ¿no es cierto? —preguntó Carlota.

—¿Hasta hoy? —repitió Renato.

—Sí, acabo de recibir la cajita que me habéis enviado.

—¡Ah! En efecto —dijo Renato mirando con extraña expresión la cajita de pasta que estaba en el tocador de la señora de Sauve y que era exactamente igual a las que tenía en su tienda—. Me lo suponía —murmuró—. ¿Y ya la habéis usado?

—Todavía no, pensaba probarla cuando habéis entrado.

El rostro del florentino reflejó una profunda preocupación, gesto que no pasó inadvertido para Enrique, a quien, por otra parte, raro era que algo se le escapase.

—Decidme, Renato, ¿qué os pasa? —preguntó el rey.

—¿A mí? Nada, Sire —dijo el perfumista—. Espero humildemente a que Vuestra Majestad me dirija la palabra antes de despedirme de la señora baronesa.

—¡Vamos! —dijo Enrique—. ¿Necesitáis acaso oír mis palabras para saber que siempre me es grata vuestra presencia?

Renato miró a su alrededor, dio una vuelta por la alcoba como para sondear con la vista y el oído las puertas y tapices, y parándose de modo que abarcaba con la misma mirada a la señora de Sauve y a Enrique, dijo:

—No lo sé.

Advertido Enrique, gracias a aquel instinto admirable que como un sexto sentido le guio en la primera parte de su vida a través de los peligros que le rodeaban, de que alguna cosa extraña sucedía en aquel momento, parecida a una lucha en el espíritu del perfumista, se volvió hacia él desde la sombra en que se hallaba, mientras el rostro del perfumista florentino permanecía iluminado.

—¿Vos por aquí a estas horas, Renato? —le preguntó.

—¿Tendré la desdicha de molestar a Vuestra Majestad? —respondió el perfumista dando un paso atrás.

—No, sólo deseo saber una cosa.

—¿Cuál, señor?

—Si pensabais encontrarme aquí.

—Estaba seguro de ello.

—¿Me buscabais acaso?

—Por lo menos me alegro de haberos encontrado.

—¿Teníais algo que decirme? —insistió Enrique.

—Es posible, Sire —respondió Renato.

Carlota se ruborizó porque temía que la revelación que el perfumista pensaba hacer se refiriese a su conducta pasada respecto a Enrique. Hizo, pues, como si absorbida por su tocado nada hubiese oído, a interrumpiendo la conversación, exclamó mientras abría la cajita de carmín:

—Verdaderamente, Renato, sois un hombre encantador; esta crema tiene un color maravilloso, y ya que estáis aquí os voy a honrar probando en vuestra presencia el nuevo invento.

Cogió la caja con una mano mientras con la otra untó la punta del dedo en la rosada pasta que debía llevar a sus labios.

Renato se estremeció.

La baronesa aproximó sonriendo el dedo a la boca.

Renato empalideció.

Enrique, siempre en la oscuridad, pero con los ojos fijos y ardientes, no perdía el menor movimiento de ella ni el menor gesto del perfumista.

La mano de Carlota estaba a punto de tocar sus labios, cuando Renato la detuvo en el mismo momento en que Enrique se levantaba para hacer lo mismo.

El rey volvió a sentarse en el sofá sin hacer ruido.

—Un momento, señora —dijo Renato con forzada sonrisa—. Es preciso tomar algunas precauciones especiales para usar esta crema.

—¿Y quién me las indicará?

—Yo.

—¿Cuándo?

—En cuanto haya terminado de decir algo a Su Majestad el rey de Navarra.

Carlota abrió sorprendida sus ojos sin comprender el misterioso lenguaje que se hablaba a su lado. Se quedó con la cajita de crema en una mano y contemplando la punta de su dedo enrojecido por la pasta de carmín.

Enrique se levantó y, movido por un pensamiento que, como todos los del joven rey, tenía dos aspectos, uno aparentemente superficial y otro profundo, fue a coger la mano manchada de rojo de Carlota a hizo ademán de llevarla a sus labios.

—¡Un instante! —dijo vivamente Renato—. Un instante. Haced el favor, señora, de lavar vuestras bellas manos con este jabón de Nápoles que me olvidé enviar al mismo tiempo que la pasta y que yo mismo he tenido el honor de traeros.

Y sacando de su envoltura plateada una pastilla verdosa de jabón la puso en una palangana de metal, vertió agua y, rodilla en tierra, se la ofreció a la señora de Sauve.

—No os reconozco, maese Renato —dijo Enrique—. Dejáis atrás en materia de galantería a todos los cortesanos.

—¡Oh! ¡Qué delicioso aroma! —exclamó Carlota, frotando sus hermosas manos con la nacarada espuma que se desprendía de la perfumada pastilla.

Renato representó hasta el final su papel de caballero galante y alcanzó una toalla de fina tela de Frisia a la señora de Sauve, que se secó las manos con ella.

—Y ahora —dijo el florentino a Enrique— haced lo que gustéis, monseñor.

Carlota tendió su mano a Enrique, que la besó, mientras ella se acomodaba en su silla para escuchar lo que iba a decir Renato. El rey de Navarra volvió a su sitio más convencido que nunca de que algo extraordinario sucedía en la mente del perfumista.

—Veamos —dijo Carlota.

El florentino pareció reunir toda su resolución y se volvió hacia Enrique.