N la época en que transcurre nuestra historia no existían para pasar de una parte a otra de la ciudad más que cinco puentes, unos de piedra y otros de madera, que acababan todos en la Cité. Eran el puente de Meuniers, el puente del Cambio, el puente de Nótre-Dame, el puente Pequeño y el puente de Saint-Michel.
En los demás sitios donde era necesaria la circulación se habían colocado barcas que mejor o peor los reemplazaban.
Sobre estos cinco puentes se elevaban algunas casas como las que existen todavía en el Ponte-Vechio de Florencia.
Cada uno de ellos tiene su historia, pero por el momento sólo nos ocuparemos del puente de Saint Michel.
El puente de piedra de Saint-Michel fue construido en 1373; pero a pesar de su aparente solidez, un desbordamiento del Sena lo destruyó en parte el 31 de enero de 1408; en 1416 fue reconstruido de madera, pero durante la noche del 16 de diciembre de 1547 fue arrastrado por segunda vez; hacia 1550, es decir, veintidós años antes de la fecha a que nos referimos en nuestro relato, fue construido nuevamente de madera, y aunque ya había necesitado algunas reparaciones, pasaba por ser bastante sólido.
En medio de las casas que bordeaban el puente, frente al pequeño islote en que fueron quemados los Templarios y donde se apoya hoy una de las bases del Pont-Neuf, se destacaba una de postigos de madera cuyo enorme tejado caía sobre ella como el párpado de un ojo colosal. Por la única ventana abierta del piso alto, encima de otra de la planta baja y de una puerta herméticamente cerrada, se filtraba una luz rojiza que atraía la atención de los paseantes hacia la ancha y baja fachada del edificio pintada de azul y con lujosas molduras doradas. En una especie de friso que separaba las dos plantas se representaban una multitud de diablillos en actitudes a cuál más grotesca, y una ancha faja, pintada de azul como la fachada, que se extendía entre el friso y la ventana superior, lucía esta inscripción:
Renato el florentino, perfumista de Su Majestad la reina madre…
Como ya hemos dicho, la puerta de la casa estaba bien cerrada; pero, más que por los cerrojos, estaba defendida de los ataques nocturnos por la terrible reputación de su inquilino, que hacía que los transeúntes que atravesaban el puente por aquel lugar describieran casi siempre una curva, como si temiesen que el olor de los perfumes se filtrara por las paredes.
Más todavía; los vecinos de la izquierda y los de la derecha, temiendo sin duda verse comprometidos por su proximidad desde que maese Renato se instaló en el puente de Saint-Michel, se mudaron a otra parte, de modo que las dos casas contiguas a la del florentino permanecían cerradas y desiertas. Sin embargo, a pesar de esta soledad y este abandono, los paseantes rezagados habían visto brillar, a través de los postigos cerrados de estas casas deshabitadas, cierto extraño resplandor y aseguraban haber oído ciertos ruidos, parecidos a quejas, que demostraban que las casas eran frecuentadas por algunos seres que no se sabía si pertenecían a este o al otro mundo.
A consecuencia de tales rumores resultó que los inquilinos de las otras dos casas se preguntaban de vez en cuando si no sería lo más conveniente imitar la conducta de sus convecinos.
Renato debía sin duda a este privilegio terrorífico, públicamente reconocido, la concesión de tener luz en su casa después de la hora reglamentaria. Por otra parte, ni rondas ni patrullas se hubiesen atrevido a incomodar a un hombre doblemente grato a Su Majestad por su calidad de perfumista y de compatriota.
Como suponemos que el lector, bien preparado por la filosofía del siglo XVIII, no cree en la magia ni en los magos, le invitamos a entrar con nosotros en la casa que en aquella época de supersticiosas creencias infundía a su alrededor tan profundo espanto.
La tienda del piso bajo está sombría y desierta desde las ocho de la noche, hora en que se cierra para no volverse a abrir hasta que se halla bastante adelantada la mañana siguiente. Allí es donde se hace la venta cotidiana de perfumes, ungüentos y cosméticos de todo género que prepara el hábil químico. En esta venta al por menor le ayudan dos aprendices que no duermen en la casa, sino en la calle Calandre. Salen por la noche de la tienda un momento antes de que se cierre. Por la mañana se pasean frente a la puerta hasta que la ven abrirse.
En esta tienda, bastante ancha y profunda, hay dos puertas que dan a dos escaleras. Una de ellas sube lateralmente por la misma pared; la otra es externa y visible desde el muelle llamado hoy de los Agustinos y desde la orilla que hoy se llama de los Orfebres.
Ambas conducen a la habitación del piso superior. Esta tiene las mismas dimensiones que la tienda, sólo que una cortina colocada en el mismo sentido que el puente la divide en dos compartimientos. En el fondo del primero se abre la puerta correspondiente a la escalera exterior. En una de las paredes laterales del segundo se abre la de la escalera secreta. Esta puerta es invisible, porque la oculta un alto armario tallado unido a ella por bisagras de hierro, que es preciso empujar para poderla abrir. Tan sólo Catalina y Renato conocen esta puerta secreta. Por ella sube y baja la reina; y aplicando la vista o el oído a unas aberturas practicadas sobre el mueble, ve y escucha cuanto ocurre en la habitación. Otras dos puertas perfectamente visibles se abren en las paredes laterales de este segundo compartimiento. Una comunica con una habitación pequeña, iluminada por el techo, en la que no hay más que un gran horno, retortas, alambiques y crisoles; es el laboratorio del alquimista. La otra da a una celda más extraña aún que el resto de la casa, porque no recibe ninguna luz, ni tiene tapices ni muebles, sino solamente una especie de altar de piedra.
El suelo está cubierto por una losa en declive. Al pie de las paredes corre un pequeño canal que concluye en un embudo por cuyo orificio se ve pasar el agua turbia del Sena. Cuelgan de varios clavos fijos en la pared instrumentos de formas raras, todos agudos o cortantes; unos tienen la punta como la de una aguja, otros están afilados como navajas de afeitar, los hay que brillan como espejos o que, por el contrario, tienen un color gris opaco o azul oscuro.
En un rincón rebullen dos gallinas negras atadas por las patas. Este es el santuario del augur.
Volvamos a la habitación del centro, que se halla dividida en dos gabinetes. Allí es donde son recibidos los visitantes vulgares. Los ibis egipcios, las momias de vendajes dorados, el cocodrilo bostezando colgado del techo, las calaveras de ojos vacíos y dientes temblones, y, en fin, los libracos polvorientos venerablemente roídos por las ratas, ofrecen a los curiosos una mezcla de emociones diversas que les impiden razonar cuerdamente. Detrás de la cortina hay frascos, cajitas misteriosas, ánforas de aspecto siniestro; todo esto está iluminado por dos lamparillas de plata exactamente iguales que parecen sacadas de algún altar de Santa María Novella o de la iglesia Dei-Servi de Florencia y que, ardiendo con aceites aromáticos, arrojan su amarillo resplandor desde lo alto de la oscura bóveda en que están suspendidas por tres cadenitas ennegrecidas.
Aquella noche, Renato se hallaba solo y se paseaba con los brazos cruzados y moviendo la cabeza por el segundo compartimiento de la habitación principal. Después de una larga y dolorosa meditación se detuvo ante un reloj de arena.
—¡Ah! —exclamó—. Me olvidé de darle la vuelta y acaso hace ya tiempo que pasó toda la arena.
Y mirando la luna que asomaba apenas por detrás de un negro nubarrón que parecía prendido en la punta del campanario de Nótre-Dame:
—¡Las nueve! —dijo—. Si viene, vendrá como siempre dentro de una hora o de hora y media; tendremos tiempo para todo.
En este momento se oyó ruido en el puente. Renato aplicó el oído a un largo tubo cuya extremidad se abría en la calle en forma de cabeza de serpiente.
—No —dijo—, no es «ella» ni «ellas». Son pasos de hombre, se detienen ante mi puerta, vienen aquí.
Al mismo tiempo sonaron tres golpes secos.
Renato bajó rápidamente, pero se limitó a apoyar el oído contra la puerta antes de abrir. Se repitieron los mismos golpes.
—¿Quién es? —dijo Renato.
—¿Es necesario que digamos nuestros nombres? —preguntó una voz.
—Es indispensable.
—En ese caso, soy el conde Annibal de Coconnas —dijo la misma voz que se oyera anteriormente.
—Y yo soy el conde Lerac de la Mole —dijo otra voz que se oía por vez primera.
—Esperad, señores, en seguida os recibiré.
Dijo esto al mismo tiempo que descorría los cerrojos, levantaba las barras y abría la puerta a los dos jóvenes; la volvió a cerrar sólo con llave y conduciéndolos por la escalera exterior les introdujo en el segundo gabinete. La Mole, al entrar, hizo la señal de la cruz por debajo de su capa; estaba pálido y le temblaban las manos, sin que pudiese evitar esta muestra de debilidad.
Coconnas observó uno por uno los objetos que contenía la habitación y encontrando durante su examen la puerta de la celda quiso abrirla.
—Permitidme, caballero —dijo Renato con voz grave, poniendo su mano sobre la de Coconnas—. Las visitas que me hacen el honor de entrar aquí no disponen más que de esta parte de la casa.
—¡Ah! ¡Eso es otra cosa! —dijo Coconnas—. Además, siento necesidad de sentarme.
Y se dejó caer sobre una silla.
Hubo un instante de profundo silencio; Renato esperaba que alguno de los dos jóvenes se explicase. Durante este tiempo se oía como un silbido la respiración de Coconnas, que todavía no estaba del todo curado.
—Maese Renato —dijo el piamontés, por fin—, sois un hombre hábil; decidme, pues, si no quedaré bien de esta herida, es decir si me durará siempre esta respiración penosa que me impide montar a caballo, manejar las armas y comer tortillas con tocino.
Renato acercó el oído al pecho de Coconnas y lo auscultó atentamente.
—No, señor conde —dijo—, os curaréis.
—¿De verdad?
—Os lo digo yo.
—Muchas gracias.
Hubo un nuevo silencio.
—¿Deseáis saber alguna otra cosa, conde?
—Sí —respondió Coconnas—, quiero saber si estoy enamorado.
—Lo estáis —dijo Renato.
—¿Cómo lo sabéis?
—Porque me lo preguntáis.
—¡Voto al diablo! Creo que tenéis razón. ¿Pero de quién?
—De la mujer que repite ahora a cada instante el juramento que acabáis de pronunciar.
—En verdad, maese Renato —dijo Coconnas estupefacto—, sois un hombre muy listo. Ahora llega lo turno, La Mole.
El provenzal se ruborizó y quedóse cohibido.
—¡Vamos, qué diablos! Habla, pues —le aconsejó Coconnas.
—Hablad —dijo el florentino.
—Señor Renato —balbució La Mole, cuya voz se fue serenando poco a poco—, yo no vengo a preguntaros si estoy enamorado, pues sé que lo estoy y no me engaño; pero decidme si seré amado, porque la verdad es que todo lo que me pareció al principio motivo de esperanza se vuelve ahora contra mí.
—No habréis hecho quizá todo lo que es menester.
—¿Qué más puede hacer un hombre que demostrar con su respeto y su fidelidad a la señora de sus pensamientos que la ama?
—Ya sabéis —dijo Renato— que estas demostraciones son a veces insuficientes.
—Entonces, ¿hay que perder las esperanzas?
—No, es preciso acudir a la ciencia. Hay en la naturaleza humana antipatías que pueden vencerse y simpatías que pueden lograrse. El hierro no es un imán, pero imantándolo atrae al mismo hierro.
—Sin duda, sin duda —murmuró La Mole—, pero me repugnan los conjuros.
—¡Ah! Pues si os repugnan, no haber venido —repuso Renato.
—Vamos, vamos —dijo Coconnas—, no lo hagas el niño ahora. Señor Renato, ¿podéis hacerme ver al diablo?
—No, señor conde.
—¡Cuánto lo siento! Tenía que decirle dos palabras y quizás eso hubiera decidido a La Mole:
—¡Sea! —consintió La Mole—. Abordemos francamente la cuestión. Me han hablado de ciertas figuras de cera modeladas a semejanza del objeto amado. ¿Es este un medio eficaz?
—Infalible.
—¿Y no hay nada en este experimento que pueda afectar a la vida o a la salud de la persona querida?
—Nada.
—Ensayemos entonces.
—¿Quieres que yo comience? —dijo Coconnas.
—No —contestó La Mole—, ahora que me he comprometido llegaré hasta el fin.
—¿Tenéis, señor de La Mole, un grande, ardiente e imperioso deseo de saber a qué ateneros? —preguntó el florentino.
—¡Oh! —exclamó La Mole—. Deseo saberlo con toda mi alma.
En aquel mismo instante llamaron dulcemente a la puerta de la calle, tan dulcemente que sólo Renato oyó el ruido, sin duda porque lo esperaba.
Se acercó disimuladamente al tubo y, mientras hacía algunas preguntas indiferentes a La Mole, oyó cierto timbre de voz que al parecer acabó de convencerle.
—Resumid, pues, vuestro deseo y llamad a la persona que amáis.
La Mole se arrodilló como para hablar a una divinidad, y Renato, pasando sin hacer ruido al primer gabinete, se deslizó silenciosamente por la escalera exterior; un momento después, unos ligeros pasos sonaban en el piso de la tienda. Al levantarse, La Mole vio frente a sí a Renato, que llevaba en la mano una figurita de cera mediocremente hecha. La estatuita tenía corona y manto.
—¿Queréis ser siempre amado por la que es reina en vuestro corazón?
—Sí, aunque me cueste la vida, aunque se pierda mi alma —respondió La Mole.
—Está bien —dijo el florentino, mojándose la punta de los dedos y sacudiéndolos sobre la cabeza de la figurita mientras pronunciaba algunas palabras en latín.
La Mole se estremeció, comprendiendo que se trataba de un sacrilegio.
—¿Qué hacéis? —preguntó.
—Bautizo a esta figurita con el nombre de Margarita.
—¿Con qué objeto?
—Para establecer la simpatía.
La Mole iba a abrir la boca para impedirle que continuara, pero una irónica mirada de Coconnas le contuvo.
Renato, que había visto el gesto, esperó.
—Hace falta el pleno y absoluto consentimiento.
—Hacedlo —dijo La Mole.
Renato trazó en un banderita de papel rojo algunos caracteres cabalísticos y, atravesándola con una aguja de acero, la clavó en el corazón de la figurita.
¡Cosa extraña! Por el sitio del pinchazo brotó una gota de sangre. Luego, Renato quemó el papel.
El calor de la aguja derritió la cera a su alrededor y secó la gota de sangre.
—Así —dijo Renato—, por la fuerza de la simpatía vuestro amor atravesará y encenderá el corazón de la mujer que amáis.
Coconnas, en su calidad de espíritu fuerte, se reía interiormente de la escena; pero La Mole, enamorado y supersticioso, sintió que un sudor frío le corría por la raíz del pelo.
—Ahora —dijo Renato— apoyad vuestros labios sobre los de esta estatua diciendo: «¡Yo lo amo, Margarita! ¡Margarita, ven!».
La Mole obedeció.
Oyóse en aquel momento abrir la puerta del segundo gabinete y aproximarse unos pasos leves. Coconnas, curioso a incrédulo, desenvainó su puñal y, temiendo que si intentaba levantar la cortina Renato le haría la misma observación que cuando quiso abrir la puerta, rasgó de una puñalada el grueso tapiz y mirando por la abertura lanzó un grito de asombro al que respondieron otros dos de mujer.
—¿Qué hay? —preguntó La Mole a punto de dejar caer la figurita de cera, que Renato se apresuró a coger de sus manos.
—Hay que la duquesa de Nevers y la reina Margarita están allí —repuso Coconnas.
—¿Y ahora, incrédulos? —dijo Renato con una leve sonrisa—. ¿Dudáis aún de la fuerza de la simpatía?
La Mole se quedó petrificado al ver a su reina; Coconnas tuvo un instante de sorpresa al reconocer a la señora de Nevers.
El primero se imaginó que las hechicerías de Renato habían evocado el fantasma de Margarita; el otro, al ver todavía entreabierta la puerta por donde habían penetrado tan encantadores fantasmas, encontró pronto la explicación del prodigio en el mundo vulgar y material.
Mientras La Mole se persignaba y suspiraba de un modo capaz de ablandar las rocas, Coconnas, que había tenido tiempo de hacerse preguntas filosóficas y de ahuyentar al espíritu del mal con ayuda de ese hisopo llamado incredulidad, habiendo visto por el agujero de la cortina la sorpresa de la señora de Nevers y la sonrisa un tanto cáustica de Margarita, juzgó llegado el momento decisivo. Comprendiendo que se puede decir por medio de un amigo lo que uno no se atreve a anunciar por sí mismo, marchó rectamente hacia Margarita, en lugar de dirigirse hacia la señora de Nevers, y poniendo una rodilla en tierra, a la manera como se representa en las ferias al gran Artajerjes, exclamó con una voz a la que el silbido que se escapaba por su herida le daba un cierto acento que no carecía de fuerza:
—Señora, en este mismo momento, a petición de mi amigo el conde de La Mole, Renato evocaba vuestra sombra y, con gran asombro mío, vuestra sombra ha surgido acompañada de un cuerpo que aprecio mucho y que recomiendo a mi amigo. Sombra de Su Majestad la reina de Navarra, ¿queréis decir al cuerpo de vuestra compañera que pase?
Margarita se echó a reír a hizo señas a Enriqueta para que pasara.
—Amigo La Mole —dijo Coconnas—, sé elocuente como Demóstenes, como Cicerón, como el señor canciller l’Hospital, y piensa que mi vida depende de que persuadas al cuerpo de la señora de Nevers de que soy su más abnegado, obediente y fiel servidor.
—Pero… —balbució La Mole.
—Haz lo que lo digo, y vos, Renato, velad para que nadie nos importune.
Renato no se opuso a los deseos de Coconnas.
—¡Voto al diablo, señor! —dijo Margarita—. Sois ingenioso, os escucho, veamos, ¿qué tenéis que decirme?
—Señora, que la sombra de mi amigo, porque es una sombra y la prueba es que no pronuncia ni una sola palabra, me suplica que use la facultad de hablar que tienen los cuerpos para deciros: «Bella sombra, este incorpóreo caballero ha perdido las carnes y el aliento por el rigor de vuestros ojos». Si vos fueseis la reina en persona, pediría a maese Renato que me hundiera en algún abismo sulfuroso antes de que pudiera emplear semejante lenguaje con la hija del rey Enrique II, la hermana de Carlos IX y la esposa del rey de Navarra. Pero las sombras están despojadas de todo orgullo terrestre y no se enojan porque alguien las ame. Rogad, pues, a vuestro cuerpo, señora, que ame un poco al alma de este pobre La Mole, alma en pena si la hay; alma perseguida primero por la amistad, que en tres ocasiones le introdujo varias pulgadas de acero en el vientre; alma abrasada por el fuego de vuestros ojos, fuego mil veces más devorador que todos los fuegos del Infierno. Tened piedad, pues, de esta pobre alma y amad un poco al que fue hermoso La Mole, y, si carecéis del don de la palabra, emplead un gesto cualquiera, o por lo menos una sonrisa. El alma de mi amigo es muy inteligente y sabrá comprender. Hacedlo, ¡voto al diablo!, o atravesaré con mi espada el cuerpo de Renato para que en virtud del poder que ejerce sobre las sombras obligue a la que tan oportunamente supo evocar a que no haga cosas que resulten inconvenientes en una sombra tan discreta como me hace el efecto que debe ser la vuestra.
Al oír esta peroración de Coconnas, que se había plantado ante la reina como Eneas bajando a los infiernos, Margarita no pudo reprimir una carcajada y, aunque guardó el silencio que correspondía en tal ocasión a una sombra real, tendió la mano a Coconnas.
Este la tomó delicadamente entre las suyas llamando a La Mole:
—¡Sombra dé mi amigo! —exclamó—, ven aquí en seguida.
La Mole, estupefacto y tembloroso, obedeció.
—Está bien —dijo Coconnas cogiéndole por la nuca—. Ahora acercad el aliento de vuestro hermoso rostro moreno a la blanca y delicada mano que veis aquí.
Y Coconnas, uniendo el gesto a la palabra, unió aquella delicada mano con la boca de La Mole, reteniéndolas por un instante respetuosamente apoyadas una sobre la otra, sin que la mano tratara de escapar a la dulce presión.
Margarita no había dejado de sonreír, pero la señora de Nevers no sonreía, se hallaba todavía impresionada por la repentina aparición de los dos gentiles hombres. Sentía aumentar su malestar con la fiebre de unos nacientes celos, pues pensaba que Coconnas no debía olvidar así sus propios asuntos por ocuparse de los que concernían a los demás.
La Mole vio cómo arrugaba el ceño, sorprendía el fulgor amenazador de sus ojos, y a pesar de la embriagadora turbación en que la voluptuosidad le aconsejaba deleitarse, comprendió el peligro que corría su amigo y adivinó lo que debía hacer para salvarlo.
Levantándose y dejando la mano de Margarita en la de Coconnas, fue a coger la mano de la duquesa de Nevers a hincando una rodilla en tierra:
—¡Oh, la más bella, la más adorable de las mujeres! —dijo—. Hablo de las mujeres vivas y no de las sombras.
Y dirigiendo una mirada y una sonrisa a Margarita prosiguió:
—Permitid que un alma despojada de su grosera envoltura repare las ausencias de un cuerpo enteramente absorbido por una amistad material. El señor de Coconnas, que veis aquí, no es más que un hombre de firme estructura y buenas carnes, pero perecedero: Omnis caro fenum[19]. Aunque este caballero me dirige de la noche a la mañana las letanías más fervorosas que pronuncia en vuestro honor, aunque le hayáis visto distribuir las mejores estocadas que se han dado jamás en Francia, este campeón, tan elocuente ante una sombra, no se atreve a hablar a una mujer. Por eso se ha dirigido a la sombra de la reina, encargándome que hable a vuestro hermoso cuerpo para deciros que deposita a vuestros pies su corazón y su alma, que pide a vuestros divinos ojos una mirada de piedad, a vuestros dedos rosados y ardientes una seña para llamarle y a vuestra voz vibrante una de esas palabras que no se olvidan; en caso de que no os conmueva, me ha rogado que le atraviese por segunda vez con mi espada, que es de acero verdadero, porque las espadas no tienen sombra sino cuando les da el sol; que le atraviese con mi espada, por segunda vez, el cuerpo, digo, porque no podría vivir si vos no le autorizáis a vivir exclusivamente para adoraros.
Así como Coconnas empleó tanta verborrea y fanfarronería en su discurso, La Mole acababa de poner en el suyo sensibilidad, fuerza embriagadora y cálida humildad en su súplica.
Los ojos de Enriqueta se apartaron entonces de La Mole, a quien acababa de escuchar, y se dirigieron a Coconnas para ver si la expresión del rostro del caballero estaba de acuerdo con la oración amorosa de su amigo. Debió de quedar satisfecha del examen, puesto que, ruborosa, palpitante y vencida, le preguntó con una sonrisa que descubría una doble hilera de perlas engarzadas en coral:
—¿Es verdad?
—¡Voto al diablo! —exclamó Coconnas fascinado por aquella mirada y ardiendo en el mismo fuego—. ¡Es verdad!… Sí, señora, es verdad por vuestra vida y por mi muerte.
—Entonces, venid —dijo Enriqueta, tendiéndole la mano con un abandono que se reflejaba en la languidez de su mirada.
Coconnas tiró al aire su gorro de terciopelo y de un salto se aproximó a la dama, mientras que La Mole, obedeciendo a una seña de Margarita, realizaba como su amigo un intercambio amoroso.
Renato apareció en este momento por la puerta del fondo.
—¡Silencio! —exclamó en un tono que apagó la llama del entusiasmo—. ¡Silencio!
Se oyó en el espesor del muro el roce de una llave rechinando en la cerradura y el ruido de una puerta al girar sobre sus goznes.
—Pero —dijo Margarita con altivez— creo que nadie tiene derecho a entrar aquí mientras estemos nosotros.
—¿Ni siquiera la reina madre? —murmuró Renato a su oído.
Margarita se lanzó corriendo por la escalera exterior, arrastrando consigo a La Mole; Enriqueta y Coconnas, medio abrazados, siguieron tras ellos, levantando el vuelo los cuatro, como hacen los graciosos pajarillos que picotean una rama en flor al primer ruido indiscreto.