L carro en que fueron recogidos Coconnas y La Mole tomó el camino de París, siguiendo en la oscuridad al grupo que le servía de guía. Se detuvo al llegar al Louvre y el verdugo recibió una espléndida propina.
Se hizo transportar a los heridos al departamento del duque de Alençon y se mandó buscar a Ambroise Paré.
Cuando este se presentó, ninguno de los dos heridos había recobrado el conocimiento.
La Mole era el menos grave; la estocada había penetrado por debajo de la axila derecha sin interesar ningún órgano esencial. En cambio, a Coconnas el acero le había atravesado un pulmón y el soplo que salía por la herida hacía vacilar la llama de una vela.
Ambroise Paré no respondió de la vida de Coconnas.
La señora de Nevers se hallaba desolada: ella fue quien, confiando en la fuerza, la destreza y el valor del piamontés, impidió que Margarita interrumpiera el combate. Hubiera deseado llevar a Coconnas al palacio de Guisa para repetir en esta ocasión los mismos cuidados que en la primera, pero su marido podía regresar de Roma de un momento a otro y no parecerle conveniente el que un intruso estuviera instalado en el domicilio conyugal.
Para ocultar el motivo de las heridas, Margarita hizo llevar a los dos jóvenes a las habitaciones de su hermano, uno de los cuales ya vivía allí anteriormente, diciendo que habían sufrido una caída del caballo durante el paseo. Pero la admiración del capitán, testigo del duelo, hizo que fuera divulgada la verdad, de modo que pronto se supo en la corte que dos nuevos espadachines surgían a la luz de la fama.
Atendidos por el mismo cirujano, que dividía entre ambos sus cuidados, los dos heridos pasaron por las diferentes fases de su convalecencia, resultantes de la mayor o menor gravedad de su estado. La Mole, como enfermo menos grave, fue el primero en recobrar el conocimiento. En cuanto a Coconnas quedó postrado con una fiebre terrible y su vuelta a la vida fue acompañada por las manifestaciones de un espantoso delirio.
Aunque ocupaban la misma habitación, La Mole, al volver en sí, no vio a su compañero o por lo menos no dio muestras de advertir su presencia. Coconnas, por el contrario, al abrir los ojos, los clavó en el otro con una expresión que hubiese podido probar que la sangre que acababa de perder no disminuía en nada las pasiones de su fogoso temperamento.
Coconnas creyó que soñaba y en su sueño veía al enemigo a quien por dos veces había intentado matar. Pero esta visión se prolongaba con exceso. Después de ver a La Mole acostado como él, asistido como él por el cirujano, le vio incorporarse en el lecho donde él mismo se hallaba clavado por la fiebre, la debilidad y el dolor; le vio luego saltar de la cama, andar del brazo del médico, después ir sólo apoyado en un bastón y, por último, sin ayuda de nada ni de nadie.
Coconnas, siempre presa del delirio, observaba los diferentes períodos de la convalecencia de su compañero con mirada tan pronto fría como iracunda, pero siempre amenazadora.
Producíase en la mente febril del piamontés una mezcla terrible de fantasía y de realidad. Para él, La Mole estaba muerto y bien muerto, dos veces a falta de una, y, sin embargo, reconocía la sombra del propio La Mole acostada en una cama igual a la suya. Luego, como hemos dicho, vio que la sombra se levantaba, andaba y, cosa extraña, se aproximaba a él. Esta sombra, a la que Coconnas hubiera querido hacer retroceder aunque fuera hasta el fondo de los infiernos, fue derecha hacia él, se detuvo a su cabecera y le contempló; hasta había en su semblante un gesto de tristeza y compasión, que el piamontés tomó por una mueca demoníaca.
Surgió entonces en su espíritu, más enfermo aún que su cuerpo, un ciego deseo de venganza. Desde entonces, Coconnas no tuvo otra preocupación que la de conseguirse un arma cualquiera para herir con ella aquel cuerpo o sombra que con tanta crueldad le atormentaba. Sus ropas, abandonadas al principio sobre una silla, habían sido retiradas por estar empapadas de sangre, pero habían dejado allí el puñal, suponiendo que habría de pasar mucho tiempo antes de que sintiera deseos de utilizarlo. Coconnas lo vio y durante tres noches, aprovechando el momento en que La Mole dormía, trató de estirar la mano para alcanzarlo, pero en las tres ocasiones le faltaron las fuerzas y se desmayó. Por fin, la cuarta noche llegó a tocarlo, lo asió con la punta de los dedos crispados y, lanzando un gemido de dolor, logró esconderlo debajo de la almohada.
Al día siguiente observó algo singular: la sombra de La Mole, que parecía fortalecerse día tras día, dio con aire pensativo y cada vez con pasos más firmes dos o tres vueltas por el cuarto y, después de ceñirse la espada y calarse un sombrero de fieltro de anchas alas, abrió la puerta y se fue.
Coconnas respiró; se creyó libre por fin del fantasma. Durante dos o tres horas, la sangre le circuló por las venas más tranquila y fresca que antes del duelo; un día de ausencia de La Mole le hubiese devuelto el conocimiento; una semana quizá le hubiera curado, pero por desgracia el provenzal regresó al cabo de un par de horas.
Su presencia produjo en el piamontés el efecto de una puñalada, y aunque La Mole no entró solo, Coconnas no dirigió ni una mirada a su acompañante.
Sin embargo, este era digno de ser examinado.
Tratábase de un hombre de unos cuarenta años, bajo, tripudo, vigoroso, con cabellos negros que le caían hasta las cejas y una barba del mismo color, que, contra las costumbres de la época, le cubría toda la parte inferior del rostro. Pero el recién llegado parecía tener muy poco en cuenta la moda. Llevaba una especie de túnica de cuero cubierta de manchas pardas, calzones color sangre de toro, casaca roja, gruesos zapatos de cuero que le subían hasta más arriba del tobillo, un gorro del mismo color que los calzones y un ancho cinturón del que pendía un cuchillo dentro de su vaina.
Este extraño personaje, cuya presencia parecía desusada en el Louvre, dejó sobre una silla la capa de color pardo que llevaba puesta y se acercó brutalmente a la cama en que yacía Coconnas, que continuaba con los ojos fijos, como fascinado, observando a La Mole, el cual se mantenía a cierta distancia. Examinó al herido y meneando la cabeza dijo:
—Habéis esperado demasiado, señor mío.
—No pude salir antes —dijo La Mole.
—¡Por Dios! Debisteis mandar a buscarme.
—¿Con quién?
—¡Ah! Es cierto. Me olvidaba del lugar en que nos hallamos. Ya se lo dije a aquellas damas, pero no quisieron escucharme. Si hubieran seguido mis consejos en lugar de hacerle caso a ese asno sin albarda que llaman Ambroise Paré, ya estaríais hace tiempo en estado de correr aventuras juntos o de batiros de nuevo si os apetecía. En fin, ya veremos, ¿está en sus cabales vuestro amigo?
—No me fío mucho.
—Sacad la lengua, caballero.
Coconnas mostró la lengua a La Mole, haciendo una mueca tan desagradable que el curandero movió otra vez la cabeza.
—¡Oh! ¡Oh! —murmuró—. ¡Contracción de los músculos! No hay tiempo que perder. Esta misma tarde os enviaré una poción ya preparada que habrá de tomar en tres veces; la primera a medianoche, la segunda al dar la una y la tercera a las dos.
—Está bien.
—¿Pero quién se la hará tomar?
—Yo.
—¿Vos mismo?
—Sí.
—¿Me lo prometéis?
—¡Palabra de caballero!
—¿Y si algún médico quisiera sustraer la más mínima parte del remedio para analizarla y saber qué ingredientes entran en su composición?
—La vertería hasta la última gota.
—¿Palabra de caballero también?
—Os lo juro.
—¿Con quién podré enviar el brebaje?
—Con quien os plazca.
—Pero mi mensajero…
—¿Qué?
—¿Cómo llegará hasta vos?
—Ya está previsto. Dirá que viene de parte de Renato el perfumista.
—¿Ese florentino que vive junto al puente de San Miguel?
—Precisamente. Tiene entrada en el Louvre a cualquier hora del día y de la noche.
El hombre sonrió.
—En efecto —dijo—. Eso es lo menos que la reina madre puede hacer por él. Está bien, vendrán de parte de Renato el perfumista. Bien puedo utilizar su nombre por una vez; demasiado ha ejercido él mi profesión sin tener ningún derecho.
—Entonces, ¿cuento con vos? —dijo La Mole.
—Podéis contar.
—En cuanto al pago…
—¡Oh! Ya arreglaremos eso con el enfermo cuando esté curado.
—Quedad tranquilo, porque está en condiciones de recompensaros con largueza.
—Así lo creo. Pero —agregó con singular sonrisa— como las personas que tienen algo que ver conmigo no acostumbran a ser agradecidas, no me extrañaría que una vez en pie se olvidara, o más bien, no quisiera acordarse de mí.
—¡Bueno, bueno! —dijo La Mole sonriendo—. En ese caso yo estaré aquí para refrescarle la memoria.
—¡Bien! Dentro de dos horas tendréis la poción.
—Hasta la vista.
—¿Cómo decís?
—Que hasta la vista.
El hombre sonrió.
—Yo tengo la costumbre de decir siempre adiós. Adiós, pues, señor de La Mole; dentro de dos horas tendréis vuestra poción. Ya sabéis, debe tomarla a medianoche… En tres dosis…, de hora en hora.
Después de esto salió, dejando a La Mole solo con Coconnas.
Coconnas había oído toda la conversación, pero sin comprender nada; un vago rumor de voces y una rara mezcla de palabras fue lo único que llegó hasta él. De toda la conversación no pudo retener más que la frase: «A medianoche».
Continuó, pues, observando con su mirada ardiente a La Mole, que siguió en la habitación paseándose pensativo.
El doctor desconocido cumplió su palabra y, a la hora convenida, mandó la poción que La Mole puso sobre un pequeño hornillo de plata y una vez tomada esta precaución se acostó.
Este gesto de La Mole tranquilizó un poco a Coconnas, quien trató de cerrar los ojos, pero su letargo febril no era sino la continuación de su delirante insomnio.
El mismo fantasma que le perseguía durante el día se le presentaba por la noche; a través de sus párpados inflamados seguía viendo la actitud amenazadora de La Mole y una voz repetía en sus oídos: «A medianoche».
De pronto, en medio de la noche sonó el vibrante tañido de un reloj dando doce campanadas. Coconnas abrió sus ojos irritados; el penoso aliento de sus pulmones resecaba sus labios; una sed devoradora consumía su abrasada garganta, la pequeña lamparilla de aceite lucía como de costumbre y a su tenue resplandor danzaban mil fantasmas ante la mirada vacilante de Coconnas.
Entonces vio una cosa terrible, vio cómo La Mole se levantaba de la cama y, después de dar dos o tres vueltas por la habitación, como hace el gavilán con el pájaro que quiere fascinar, se le acercaba enseñándole los puños. Coconnas extendió la mano hacia su puñal, lo cogió por el mango y se dispuso a clavárselo en el vientre a su enemigo.
La Mole seguía avanzando.
Coconnas murmuraba:
—¡Ah! ¡Eres tú! ¡Tú otra vez! ¡Siempre tú! Ven. ¡Ah! ¡Tú me amenazas! ¡Me enseñas el puño! ¡Te ríes! Ven, ven. ¡Ah! Sigues acercándote lentamente, paso a paso; ven, ven y lo mataré.
Y en efecto, uniendo el gesto a esta sorda amenaza, en el momento en que La Mole se inclinaba hacia él, sacó de entre las sábanas el reluciente acero; pero el esfuerzo que hizo el piamontés al incorporarse acabó con sus fuerzas; se detuvo a la mitad del camino con el brazo tendido hacia La Mole, el puñal cayó de su debilitada mano y el moribundo volvió a derrumbarse sobre la almohada.
—Vamos, vamos —murmuró La Mole, levantándole suavemente la cabeza y acercando una taza a sus labios—. Bebed esto, pobre amigo mío, estáis ardiendo.
Porque lo que Coconnas había tomado por un puño amenazador, lo que había aterrorizado el vacío cerebro del herido, era simplemente una taza.
Al contacto agradable del benéfico líquido que humedeció sus labios y refrescó su pecho, Coconnas recobró la razón, o mejor dicho, el instinto: sintióse invadido por un bienestar que nunca había gozado: dirigió una mirada inteligente a La Mole, que le sostenía en sus brazos, y de aquellos ojos, contraídos hasta aquel momento por un sombrío furor, brotó una imperceptible lágrima que, resbalando por su ardiente mejilla, fue absorbida instantáneamente.
—¡Voto al diablo! —murmuró Coconnas recostándose en la almohada—. Si salgo con vida de esta, señor de La Mole, seréis mi amigo.
—Viviréis, camarada —dijo La Mole—, si queréis tomar tres tazas como la que os acabo de dar y no os empeñáis en soñar disparates.
Una hora más tarde, La Mole, convertido en enfermero y obedeciendo puntualmente las órdenes del desconocido doctor, se levantó por segunda vez, vertió una segunda dosis del líquido en una taza y se lo ofreció a Coconnas. Pero esta vez el piamontés, en lugar de esperarle con el puñal en la mano, lo recibió con los brazos abiertos y bebió el brebaje con avidez; después, por primera vez, concilió un sueño tranquilo.
La tercera taza produjo un efecto no menos maravilloso. El pecho del enfermo comenzó a respirar con cierta regularidad, aunque jadeaba todavía. Sus miembros contraídos se volvieron flexibles y un leve sudor se extendió por su piel ardiente, así que, cuando Ambroise Paré fue a visitar al herido al día siguiente, sonrió con satisfacción diciendo:
—A partir de este momento respondo del señor de Coconnas, y esta no será una de mis curas menos notables.
De esta escena semidramática, semiburlesca, pero que no carecía en el fondo de cierta poesía conmovedora, resultó que la amistad de los dos gentiles hombres, iniciada en la posada de A la Belle Etoile y violentamente interrumpida por los acontecimientos de la noche de San Bartolomé, reanudóse entonces con mayor vigor y aventajó muy pronto, con cinco estocadas y un tiro repartidos en ambos cuerpos, a la de Orestes y Pilades.
Sea como fuere, el caso es que las heridas, tanto las viejas como las recientes, tanto las graves como las leves, entraron por fin en franca mejoría. La Mole, fiel a su misión de enfermero, no quiso abandonar la habitación hasta que Coconnas estuviese completamente restablecido. Le ayudó a incorporarse en el lecho mientras la debilidad lo tenía encadenado, le ayudó a andar cuando pudo sostenerse, en una palabra, tuvo para con él todas las atenciones propias de su carácter amable y cariñoso, que, secundadas por la fortaleza del piamontés, hicieron la convalecencia más corta de lo que podía esperarse.
Sin embargo, un único pensamiento atormentaba a los dos jóvenes: cada uno de ellos, en el delirio de la fiebre, había creído ver junto a sí a la mujer que era dueña de su corazón; pero, desde que habían recobrado el conocimiento, ni Margarita ni la señora de Nevers habían entrado en la habitación. Por lo demás, esto era bien comprensible; una, esposa del rey de Navarra, y otra, cuñada del duque de Guisa, ¿podían dar ante los ojos de todo el mundo una prueba tan notoria de interés hacia dos simples caballeros? No. Esta era sin duda la respuesta que debían darse a sí mismos La Mole y Coconnas. Pero esta ausencia, debida quizás a un olvido completo, no era por eso menos dolorosa.
Es verdad que el oficial que había asistido al duelo fue de cuando en cuando como por su propia voluntad a preguntar por la salud de los heridos.
También es cierto que Guillonne, por su parte, hizo otro tanto, pero ni La Mole se atrevió a hablar con esta de Margarita, ni Coconnas con aquella de la duquesa de Nevers.