Capítulo XIV

LA reina madre miró a su alrededor con una maravillosa rapidez. Los escarpines[11] de terciopelo dejados a los pies de la cama, las ropas de Margarita esparcidas sobre las sillas, las veces que la reina de Navarra se restregó los ojos como para ahuyentar el sueño, convencieron a Catalina de que había despertado a su hija.

Sonrió entonces como quien ve logrados sus propósitos y, señalando un sillón:

—Sentémonos, Margarita —dijo—, y hablemos.

—Os escucho, señora.

—Ya es hora —dijo Catalina, cerrando los ojos con esa lentitud propia de las personas que reflexionan o disimulan profundamente—. Es hora, hija mía, de que comprendáis cuánto deseamos vuestro hermano y yo veros dichosa.

Este exordio era terrible para cualquiera que conociese a Catalina.

«¿Qué irá a decirme?», —pensó Margarita.

—Es verdad que al casaros —continuó la florentina— hemos realizado uno de esos actos políticos a los que se ven obligados muchas veces, por graves intereses, quienes gobiernan. Pero es preciso reconocer, mi pobre niña, que no creímos que la repugnancia del rey de Navarra hacia vos, tan joven, bella y seductora, llegase a tales extremos.

Margarita se levantó y cruzándose su bata hizo una ceremoniosa reverencia a su madre.

—Hasta esta noche —dijo Catalina— no he sabido, pues de otro modo hubiera venido antes a veros, que vuestro esposo está muy lejos de tener para con vos no ya las atenciones que se deben a una hermosa mujer, sino a una princesa de Francia.

Margarita suspiró, y Catalina, animada por aquella muda adhesión, continuó:

—En efecto, que el rey de Navarra mantenga públicamente a una de mis damas, que la adore hasta el escándalo, que desdeñe por este amor a la mujer que le hemos dado por esposa, es una desgracia que nosotras, pobres todopoderosas, no podemos impedir, pero que hasta el más humilde gentilhombre de nuestro reino castigaría llamando a capítulo a su yerno o haciéndole llamar por su hijo.

Margarita bajó la cabeza.

—Desde hace algún tiempo —prosiguió Catalina veo por vuestros ojos enrojecidos, por vuestras amargas quejas contra la señora de Sauve, que la herida de vuestro corazón, a pesar de vuestros esfuerzos, no siempre sangra hacia dentro.

Margarita se estremeció; un ligero temblor había agitado las cortinas de la cama; pero felizmente Catalina no lo advirtió.

—Esta herida —dijo acentuando la dulzura—, esta herida, hija, es la mano de una madre la que tiene que curarla. Aquellos que, creyendo asegurar vuestra felicidad, decidieron vuestro matrimonio, y que, en su preocupación por vos, comprueban que todas las noches Enrique de Navarra se equivoca de habitación; los que no pueden permitir que un reyezuelo como él desprecie constantemente a una mujer de vuestra belleza, de vuestro rango y de vuestros méritos, con desdén hacia vuestra persona y desinterés por su posteridad; aquellos que ven, en fin, que al primer viento favorable esa loca a insolente cabeza se volverá contra nuestra familia y os expulsará de su casa, tienen el derecho de separar del suyo vuestro destino, asegurándoos un porvenir más digno de vos y de vuestra condición.

—Sin embargo, señora —respondió Margarita—, a pesar de esas observaciones llenas de amor maternal que me colman de alegría y de honor, tendré el atrevimiento de hacer presente a Vuestra Majestad que el rey de Navarra es mi esposo.

Catalina hizo un gesto de cólera y acercándose a Margarita:

—¿Vuestro esposo? —exclamó—. ¿Acaso basta para ser marido y mujer la bendición de la Iglesia? ¿La consagración del matrimonio reside por ventura en las palabras del sacerdote? ¿Él, vuestro esposo? Vaya, hija mía, si fueseis la señora de Sauve, podríais responderme así. Pero, muy al contrario de lo que esperábamos de él, desde que concedisteis a Enrique de Navarra el honor de llamaros su esposa, ha dado a otra sus derechos, y en este mismo momento —dijo Catalina alzando la voz venid, venid conmigo, esta llave abre la puerta de la alcoba de la señora de Sauve y veréis.

—¡Oh! Hablad más bajo, más bajo, señora, por favor —dijo Margarita—, porque no solamente os engañáis, sino que, además…

—¿Qué?

—Que vais a despertar a mi marido.

Al decir estas palabras se levantó Margarita con voluptuosa gracia y, dejando flotar su bata entreabierta, cuyas cortas mangas dejaban desnudos sus brazos finamente modelados y sus manos verdaderamente dignas de una reina, acercó un candelabro de velas sonrosadas a la cama y, levantando la cortina, mostró sonriendo a su madre el perfil adusto, los cabellos negros y la boca entreabierta del rey de Navarra, que parecía reposar con el más profundo y más tranquilo de los sueños en medio del lecho en desorden.

Pálida, con los ojos fuera de las órbitas, el cuerpo echado hacia atrás como si un abismo se hubiera abierto bajo sus pies, Catalina emitió no un grito, sino un sordo rugido.

—Ya veis, señora —dijo Margarita—, como estabais mal informada.

Catalina miró a su hija y, después, a Enrique. Unió rápidamente en su pensamiento la imagen de aquella frente pálida y húmeda, de aquellos ojos rodeados de un círculo azulado, a la sonrisa de Margarita, y se mordió los finos labios con silencioso furor.

Margarita dejó que su madre contemplara un momento aquel cuadro, que hacía sobre ella el efecto de la cabeza de Medusa. Luego dejó caer la cortina y acercándose de puntillas a Catalina, volvió a sentarse y preguntó:

—¿Me decíais, señora?…

La florentina trató en vano de sondear la aparente candidez de su hija; y luego, como si sus miradas inquisidoras hubieran perdido su poder ante la calma de Margarita, dijo:

—Nada —y salió a grandes pasos de la habitación.

No bien se hubo perdido el ruido de sus pasos en el fondo del corredor, se abrieron de nuevo las cortinas del lecho y Enrique, con los ojos brillantes, la respiración entrecortada, temblorosas las manos, fue a arrodillarse ante Margarita.

Llevaba puestos únicamente los calzones y la cota de malla, de modo que al verlo así vestido, Margarita, mientras le tendía su mano de todo corazón, no pudo por menos de echarse a reír.

—¡Ah, señora! ¡Ah, Margarita! —exclamó el rey—. ¿Cómo podré pagaros lo que habéis hecho por mí?

Y cubría su mano de besos que ascendían insensiblemente hasta el brazo de su esposa.

—Sire —dijo ella retrocediendo lentamente—, ¿olvidáis que a estas horas una pobre mujer a la que debéis la vida está sufriendo y gimiendo por vos? La señora de Sauve —agregó en voz baja— os ha hecho el sacrificio de sus celos enviándoos a mi lado y quizá, después de haberos sacrificado los celos, os sacrifique también la vida, porque vos mejor que nadie sabéis cuán terrible es la cólera de mi madre.

Enrique se estremeció y, levantándose, se dispuso a salir.

—Pero —dijo Margarita con una admirable coquetería— reflexiono y me tranquilizo. La llave os ha sido entregada sin indicación y supondrán que esta noche me habréis dado la preferencia.

—Y os la doy, Margarita; siempre que consintáis en olvidar…

—Más bajo, señor, hablad más bajo —replicó la reina, parodiando las palabras que diez minutos antes había dirigido a su madre—. Os oyen desde ese gabinete, y como aún no soy enteramente libre, os ruego que bajéis la voz.

—¡Oh! —exclamó Enrique entre risueño y triste—. Es cierto, me estaba olvidando de que quizá no me corresponda a mí ser el protagonista del final de esta interesante escena. Ese gabinete…

—Entremos, señor —dijo Margarita—, porque quiero tener el honor de presentar a Vuestra Majestad a un valiente caballero herido en la noche de la matanza cuando venía al Louvre a preveniros del peligro que corríais.

La reina se acercó a la puerta. Enrique la siguió.

Al abrirse la puerta Enrique se quedó estupefacto al ver a un hombre en aquel gabinete predestinado a las sorpresas. La Mole se quedó más sorprendido aún al encontrarse inopinadamente frente al rey de Navarra. El resultado fue que Enrique dirigió una mirada irónica a Margarita, que la sostuvo valientemente.

—Sire —dijo Margarita—, me encuentro ante el temor de que maten en mi propia habitación a este caballero fiel a vuestra causa y que desde ahora pongo bajo la protección de Vuestra Majestad.

—Señor —dijo entonces el joven—, soy el conde Lerac de La Mole, el mismo a quien esperaba Vuestra Majestad. Vine recomendado por el propio señor de Teligny, que murió ayer a mi lado.

—¡Ah! —dijo Enrique—. En efecto, señor; la reina me entregó vuestra carta. Pero ¿no traíais también una del señor gobernador de Languedoc?

—Sí, señor, con el encargo de entregarla a Vuestra Majestad en cuanto llegara.

—¿Y por qué no lo hicisteis?

—Ayer por la tarde vine al Louvre, pero Vuestra Majestad estaba tan ocupado que no pudo recibirme.

—Es verdad —dijo el rey—, pero hubierais podido hacerla llegar a mi poder.

—El señor de Auriac me ordenó que la entregase a Vuestra Majestad en persona, porque me aseguró que se trataba de un aviso tan importante, que no se atrevía a confiarla en manos de un mensajero cualquiera.

—Así es —dijo el rey, cogiendo y leyendo la carta—, me aconsejaría que abandonara la corte y me retirara al Bearne. El señor de Auriac, aunque católico, es un buen amigo y es probable que como gobernador de la provincia tuviese alguna noticia de lo que iba a ocurrir. ¡Por Dios!, señor, ¿por qué no me entregasteis la carta hace tres días en lugar de hacerlo hoy?

—Porque, como he tenido el honor de deciros, por mucha diligencia que puse en mi viaje no pude llegar hasta ayer.

—¡Qué fastidio! ¡Qué fastidio! —murmuró el rey—. A estas horas estaríamos ya seguros en La Rochelle o en campo abierto con dos o tres mil caballos a nuestro alrededor.

—Lo hecho ya no tiene remedio —dijo Margarita a media voz— y en lugar de perder el tiempo en recriminaciones sobre el pasado, de lo que se trata ahora es de sacar el mejor partido posible del porvenir.

—En mi lugar, señora —dijo Enrique con una mirada interrogadora—, ¿tendríais todavía alguna esperanza?

—Sí, por cierto; y consideraría la situación como un juego dividido en tres partidas del que sólo hubiese perdido la primera.

—¡Ah, señora! —dijo en voz baja Enrique—. Si estuviera seguro de que iríais a medias conmigo en este juego…

—Si hubiese querido pasarme al bando de vuestros adversarios, creo que no habría esperado hasta ahora —respondió Margarita.

—Tenéis razón; soy un ingrato y, como vos decís, aún es tiempo ale remediarlo todo.

—¡Ay, señor! —dijo La Mole—. Deseo a Vuestra Majestad toda suerte de venturas; pero ya no podemos contar con el señor almirante…

Enrique sonrió con aquella sonrisa de campesino astuto que nadie supo comprender en la corte hasta el día en que fue rey de Francia.

—Pero, señora —continuó mirando atentamente a La Mole—, este caballero no puede permanecer en vuestras habitaciones sin causaros infinitas molestias y sin verse expuesto a enojosas sorpresas. ¿Qué pensáis hacer con él?

—Estoy enteramente de acuerdo con vos; ¿y no podríamos sacarle del Louvre?

—Es difícil.

—Sire, ¿no podría el señor de La Mole entrar a formar parte del séquito de Vuestra Majestad?

—¡Ay, señora! Seguís tratándome como si todavía fuera rey de los hugonotes y mandase sobre un pueblo. Ya sabéis que estoy medio convertido y carezco de súbditos.

Otra mujer que no hubiera sido Margarita habría respondido inmediatamente: «Es católico». Pero la reina quería que Enrique le pidiese lo que ella deseaba obtener de él. En cuanto a La Mole, viendo la reserva de su protectora y sin saber dónde apoyar sus pies en el resbaladizo terreno de una corte tan religiosa como era la de Francia, guardó también silencio.

—Aquí me dice el señor gobernador de Provenza —dijo Enrique releyendo la carta que La Mole le entregara— que vuestra madre era católica y que a eso se debe la amistad que os profesa.

—Creo que me hablasteis de una promesa que habéis hecho, señor conde, de cambiar de religión —dijo Margarita—. Mis ideas son algo confusas a este respecto; ayudadme, señor de La Mole. ¿No se trataba de algo semejante a lo que parece desear el rey?

—¡Ay! Pero Vuestra Majestad recibió con tanta frialdad mis explicaciones que no me atreví…

—Es que nada de eso me incumbía en modo alguno. Explicadle al rey.

—¿En qué consiste esa promesa? —preguntó Enrique.

—Sire —dijo La Mole—, al verme perseguido por los asesinos, sin armas, desfallecido a causa de mis heridas, me pareció ver la sombra de mi madre que me guiaba con una cruz en la mano hacia el Louvre. Entonces hice la promesa de adoptar, si salía con vida, la religión de mi madre, a quien Dios había permitido abandonar su tumba para servirme de guía en tan horrible noche. Dios me condujo aquí, Sire. Estoy bajo la doble protección de una princesa de Francia y del rey de Navarra. Mi vida fue salvada milagrosamente; no me queda más que cumplir mi promesa, Sire. Estoy dispuesto a hacerme católico.

Enrique frunció el ceño. Su carácter escéptico comprendía perfectamente una conversión por interés; pero dudaba de una conversión movida por la fe.

«El rey no quiere hacerse cargo de mi protegido», pensó Margarita.

Entre tanto, La Mole permanecía intimidado y cohibido entre aquellas dos opuestas voluntades. Sentía, sin acertar a explicárselo, lo ridículo de su posición. Fue de nuevo Margarita quien con su femenina delicadeza le sacó del paso.

—Sire —dijo—, nos hemos olvidado de que el herido necesita reposo. Yo también me estoy cayendo de sueño; ¡ya lo veis!

En efecto, La Mole se puso pálido; pero la causa de su malestar fueron estas últimas palabras de Margarita, que oyó a interpretó a su manera.

—¡Pues bien, señora! Nada más sencillo: ¿no podemos dejar descansar al señor de La Mole? —dijo Enrique.

El joven herido dirigió a Margarita una mirada suplicante y, a pesar de hallarse en presencia de dos majestades, se dejó caer en una silla, desfallecido de dolor y de fatiga.

Margarita comprendió todo lo que había de amor en aquella mirada y toda la desesperación que significaba aquel gesto de debilidad.

—Sire —dijo—, creo que Vuestra Majestad no tendrá inconveniente en conceder a este joven gentilhombre, que ha arriesgado su vida por su rey, puesto que estando herido acudió aquí para anunciaros la muerte del almirante y de Teligny, un honor por el que os quedará agradecido eternamente.

—¿Cuál, señora? —preguntó Enrique—. Decídmelo y estoy dispuesto.

—El señor de La Mole dormirá esta noche a los pies de Vuestra Majestad y vos dormiréis en este sofá. En cuanto a mí, con el permiso de mi augusto esposo —agregó Margarita sonriendo—, voy a llamar a Guillonne y volveré a acostarme: porque os aseguro, señor, que de los tres no soy la menos necesitada de descanso.

Enrique era inteligente; demasiado quizá: tanto sus amigos como sus enemigos se lo reprocharon más tarde.

Comprendió, pues, que quien así le apartaba del lecho conyugal había adquirido ese derecho por la indiferencia que él había manifestado hacia ella. Por otra parte, Margarita acababa de vengarse de dicha indiferencia salvándole la vida. Así, pues, no hubo nada de amor propio en su respuesta.

—Señora —dijo—, si el señor de La Mole se hallase en estado de pasar a mi alcoba, le ofrecería mi propio lecho.

—Sí —repuso Margarita—, pero a estas horas vuestro departamento no ofrece garantías para ninguno de los dos, y la prudencia aconseja que Vuestra Majestad permanezca aquí hasta mañana.

Y sin esperar la respuesta del rey, llamó a Guillonne, hizo preparar los almohadones para su esposo y una cama para La Mole, que parecía tan feliz y satisfecho de aquel honor, que cualquiera hubiera jurado que no le dolían ya las heridas. Margarita, por su parte, saludó ceremoniosamente al rey, entró a su alcoba, cuyas puertas cerró herméticamente, y se metió en la cama.

«Ahora —dijo para sí— es preciso que el señor de La Mole tenga mañana mismo un protector en el Louvre, y acaso alguien que esta noche se hace el sordo se arrepienta muy pronto».

Luego hizo señas a la doncella, que estaba esperando para recibir las últimas órdenes.

—Guillonne —le dijo en voz baja—, es preciso que mañana antes de las ocho venga aquí, con un pretexto cualquiera, mi hermano el duque de Alençon.

Daban las dos en palacio.

La Mole conversó un rato de política con el rey, quien poco a poco se fue quedando dormido y pronto empezó a roncar.

Tal vez hubiera dormido también La Mole con tanta placidez como el rey, pero Margarita no dormía y el ruido que hacía al dar vueltas en su lecho venía a turbar las ideas y el sueño del joven.

—Es muy joven —murmuraba Margarita en medio de un insomnio—, tímido; tal vez sea también ridículo, habrá que ver eso; tiene bellos ojos, sin embargo, talle esbelto y no pocos encantos. ¡Pero si no fuera valiente! Huyó… Abjura… Es una lástima, el sueño comenzaba bien… Vamos…, dejemos que las cosas sigan su curso y encomendemos nuestra alma al triple Dios de la loca Enriqueta.

Y cuando amanecía, Margarita se durmió por fin murmurando: «Eros-Cupido-Amor».