NTE todo, ¿adónde vamos? —preguntó Margarita—. Me imagino que no será al puente de Meuniers… ¡Ya he visto demasiados crímenes desde ayer, mi pobre Enriqueta!
—Me he tornado la libertad de conducir a Vuestra Majestad…
—En primer lugar, Mi Majestad lo ruega que olvides a Su Majestad… Me llevas, pues…
—Al palacio de Guisa, a menos que decidáis otra cosa.
—No, no, Enriqueta, vamos a lo casa. Ni el duque de Guisa ni lo marido están, ¿verdad?
—¡Oh, no! —exclamó la duquesa con una alegría que hizo brillar sus bellos ojos de color esmeralda—. ¡No, ni mi cuñado, ni mi mando, ni nadie! Soy libre, libre como el aire, como los pájaros, como las nubes…
Libre, mi reina, ¿comprendéis? ¿Sabéis toda la felicidad que encierra esta palabra? ¡Libre!… Voy, vengo, ordeno. ¡Ah, pobre rema! Vos no sois libre, suspiráis…
—¡Vas, vienes, ordenas! ¿Eso es todo? ¿Tu libertad no consiste más que en eso? Veamos, estás demasiado alegre para que sea sólo por estar libre.
—Vuestra Majestad me permitió iniciar las confidencias.
—¿Todavía Majestad? Vamos, ¿quieres que nos enfademos, Enriqueta? ¿Has olvidado lo convenido?
—No, soy vuestra respetuosa servidora ante el mundo y lo loca confidente cuando estamos solas. ¿No es verdad, Margarita?
—Sí, sí —dijo la reina sonriendo.
—Ni rivalidades de familia, ni perfidias de amor; todo bien, todo bueno, todo franco; en fin, una alianza ofensiva y defensiva, con el único objeto de encontrar y coger al vuelo, si es que lo hallamos, ese instante efímero que llaman felicidad.
—Bien, duquesa, así es, y para ratificarlo, bésame.
Y las dos encantadoras cabezas, una pálida y melancólica, la otra sonrosada, rubia y risueña, se aproximaron graciosamente y unieron sus labios así como habían unido sus pensamientos.
—¿Ha ocurrido algo nuevo? —preguntó la duquesa, clavando en Margarita una mirada ávida y llena de curiosidad.
—¿Acaso no es todo nuevo desde hace dos días?
—¡Oh! Hablo de amor y no de política. Cuando tengamos la edad de la señora Catalina, lo madre, nos ocuparemos de política. Pero tenemos veinte años, hermosa reina, hablemos de otra cosa. Veamos. ¿Te has casado por fin?
—¿Con quién? —preguntó riendo Margarita.
—¡Ah! Tu respuesta me tranquiliza.
—Lo que a ti lo tranquiliza a mí me aterra. Duquesa, es preciso que me case.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¡Bah! ¿Es tan necesario, pobre amiga mía?
—Absolutamente.
—¡Voto al diablo, como dice uno que yo conozco! ¡Esto es muy triste!
—¿Conoces a alguien que dice «Voto al diablo»? —preguntó Margarita riéndose.
—Sí.
—¿Quién es?
—Siempre me interrogas tú cuando lo toca hablar a ti. Acaba y empezaré yo.
—Pues lo diré en dos palabras: El rey de Navarra está enamorado y no quiere nada conmigo. Yo no estoy enamorada, pero tampoco quiero nada con él. Sin embargo, es necesario que los dos cambiemos de idea, o que aparentemos cambiar de hoy a mañana.
—Cambia tú y puedes estar segura de que él también lo hará.
—Precisamente eso es lo difícil, porque estoy menos dispuesta que nunca a cambiar.
—Espero que en lo que respecta a lo marido solamente.
—Enriqueta, tengo un escrúpulo.
—¿De qué clase?
—De religión. ¿Haces tú alguna diferencia entre hugonotes y católicos?
—¿En política? —Sí.
—Naturalmente.
—¿Y en amor?
—Querida amiga, nosotras las mujeres somos tan paganas, que en cuanto a sectas las admitimos todas, y en cuanto a dioses, reconocemos varios.
—En uno solo, ¿no es cierto?
—Sí —dijo la duquesa con una mirada llena de paganismo—. Sí, ese que se llama Eros, Cupido, Amor; sí, ese que lleva un carcaj, una venda y alas… ¡Voto al diablo! ¡Viva la devoción!
—Sin embargo, tienes una manera muy particular de rezarle; arrojando piedras a la cabeza de los hugonotes.
—Hagamos el bien y dejemos que hablen… ¡Ah, Margarita! ¡Cómo se desfiguran las mejores ideas y las más bellas acciones al pasar por boca del vulgo!
—¡El vulgo! Si no me equivoco, el que lo felicitó fue mi hermano Carlos.
—Tu hermano Carlos, Margarita, es un gran cazador que se pasa todo el santo día soplando el cuerno; por eso está tan delgado… Rechazo, pues, hasta sus cumplidos. Por otra parte, respondí a lo hermano Carlos… ¿No oíste mi respuesta?
—No, hablabas en voz tan baja…
—Tanto mejor; así tendré más noticias que contarte. ¿Y el final de lo confidencia, Margarita?
—Es que…, es que…
—¿Qué?
—Que si la piedra de la que hablaba mi hermano —dijo la reina riendo— era histórica, me abstendría.
—¡Bueno! ¡Has elegido un hugonote! Puedes estar tranquila. Para aliviar lo conciencia lo prometo enamorarme de uno a la primera ocasión.
—¡Ah! ¡Parece que esta vez has elegido un católico!
—¡Voto al diablo! —respondió la duquesa.
—Está bien, ya comprendo.
—¿Y cómo es lo hugonote?
—No lo he elegido yo, que conste; además no es nada para mí y quizá no lo sea nunca.
—Pero, en fin, ¿cómo es? Eso no impide el que me lo digas; ya sabes que soy muy curiosa.
—Un pobre muchacho, hermoso como el Nisus de Benvenuto Cellini, que fue a refugiarse en mi alcoba.
—¡Oh! ¡Oh! ¿Y no le habías invitado?
—¡Pobre muchacho! No lo rías así, Enriqueta, porque todavía se halla entre la vida y la muerte.
—¿Está enfermo?
—Está gravemente herido.
—Pero es muy peligroso tener un hugonote herido; sobre todo en estos días. ¿Y qué haces con ese hugonote herido que no es nada para ti ni lo será jamás?
—Está en mi gabinete; lo tengo escondido y quiero salvarlo.
—Es hermoso, es joven, está herido. Tú lo ocultas en lo gabinete y quieres salvarlo. Ese hugonote sería el último de los ingratos si no sintiera por ti una profunda gratitud.
—Ya la siente y más de lo que yo quisiera…; por eso tengo miedo.
—¿Y no lo interesa… ese pobre joven?
—Por humanidad… únicamente.
—¡Ah! ¡La humanidad, mi pobre reina! Esa es la virtud que nos pierde siempre a las mujeres.
—Compréndelo; como en cualquier momento Pueden entrar en mi alcoba el rey, el duque de Alençon, mi madre y hasta mi marido…
—Me pides que dé albergue al pequeño hugonote mientras se repone, con la condición de que lo devuelva cuando esté sano. ¿No es eso?
—¡Burlona! No, lo juro que mis proyectos no llegaban tan lejos. Pero si pudieras buscar el medio de esconder a ese pobre muchacho, si pudieras conservarle la vida que yo le he salvado… ¡en fin, lo confieso que lo agradecería eternamente! Tú eres libre en el palacio de Guisa, no tienes cuñado, ni marido que lo espíe o lo ordene lo que has de hacer, y, además, al lado de lo cuarto, donde nadie, felizmente para ti, tiene derecho a entrar, posees un gabinete igual al mío. Préstamelo para mi hugonote; cuando esté bueno le abrirás la jaula y el pájaro volará.
—No hay más que un inconveniente, querida reina, y es que la jaula está ocupada.
—¡Cómo! ¿Tú también salvaste a alguien?
—Precisamente eso fue lo que respondí a lo hermano.
—¡Ah! ¡Ahora comprendo! Por eso hablabas en voz tan baja que no pude oírte.
—Oye, Margarita, es una historia admirable, no menos bella ni menos política que la tuya. Después de dejarte mis seis soldados, volví con los seis restantes al palacio de Guisa, desde donde me puse a ver el incendio y el saqueo de una casa que no está separada del palacio de mi hermano más que por la calle de Quatre-Fils, cuando de repente oigo gritos de mujeres y juramentos de hombres. Salgo al balcón y veo en primer término una espada cuyo brillo parecía iluminar toda la escena. Admiro este brioso acero; ya sabes mi afición por lo bello… Luego, naturalmente, trato de distinguir el brazo que lo agitaba y el cuerpo al que ese brazo pertenecía. En medio de las estocadas y de los gritos descubro, por fin, al hombre y veo… un héroe, un Ayax Telamon[9]; y oigo una voz de Esténtor[10]. Me entusiasmo, me quedo palpitante de emoción, estremeciéndome a cada estocada que lo amenaza, a cada golpe que él acierta. Esta emoción duró un cuarto de hora, ¿sabéis, reina mía? Jamás había experimentado otra parecida ni creí que pudiera existir. Permanecí allí jadeante, muda, en suspenso, cuando de pronto mi héroe desapareció.
—¿Cómo?
—Bajo una piedra que le tiró una anciana. Entonces, como Ciro, recuperé el habla y grité: «¡Auxilio, socorro!». Salieron nuestros guardias, le levantaron y le transportaron a la habitación que me pides para lo protegido.
—¡Ay! Te comprendo tanto mejor cuanto que esta historia, querida Enriqueta, es casi igual que la mía.
—Con la diferencia, mi reina, de que, como sirvo a mi rey y a mi religión, no necesito librarme del señor Annibal de Coconnas.
—¿Se llama Annibal de Coconnas? —replicó Margarita riendo.
—Es un nombre terrible, ¿no es cierto? —dijo Enriqueta—. Pues os aseguro que quien lo lleva es digno de él. ¡Qué campeón, voto al diablo! ¡Cuánta sangre ha hecho correr! Ponte el antifaz, reina, ya llegamos al palacio.
—¿Para qué quieres que me lo ponga?
—Porque deseo mostrarte a mi héroe.
—¿Es hermoso?
—Durante la batalla me pareció magnífico. Es verdad que era de noche y le vi a la luz de las llamas. Esta mañana a la luz del día me parece que ha perdido un poco, lo confieso. Sin embargo, creo que quedarás satisfecha.
—Entonces ¿no se admite a mi protegido en el palacio de Guisa? Me enfado; sería el último sitio donde vinieran a buscar a un hugonote.
—¡Por nada del mundo os enfadéis! Esta misma noche le mandaré buscar; uno dormirá en el lado derecho y el otro en el izquierdo de la habitación.
—Pero si se reconocen uno como protestante y otro como católico se van a devorar.
—¡Oh! No hay peligro. El señor de Coconnas recibió una herida en el rostro que le impide ver con claridad. Tu hugonote time una herida en el pecho que le obliga a permanecer inmóvil… Además, le recomendarás que no mencione para nada su religión, y todo saldrá a pedir de boca.
—Entonces, ¡acepto!
—Entremos, ya está decidido.
—Gracias —dijo Margarita, oprimiendo la mano de su amiga.
—Aquí, señora, volvéis a ser Majestad —dijo la duquesa de Nevers—. Permitidme, pues, que os haga los honores del palacio de Guisa como deben hacerse a la reina de Navarra.
Y la duquesa, al bajar de su litera, se puso casi de rodillas para ayudar a Margarita a poner un pie en el suelo; luego, señalándole con la mano la puerta del palacio, custodiada por dos centinelas arcabuz en mano, siguió, guardando cierta distancia, a la reina, que avanzó majestuosamente, precediendo a la duquesa, quien mantuvo su humilde actitud mientras pudo ser vista. Una vez en la habitación, la duquesa cerró la puerta y llamando a su doncella, una siciliana sumamente despierta, le preguntó en italiano:
—Mica, ¿cómo sigue el señor conde?
—Mucho mejor.
—¿Y qué hace en este momento?
—Creo que está comiendo.
—¡Muy bien! —dijo Margarita—. Si vuelve el apetito, es buen síntoma.
—¡Ah! ¡Es verdad! Me había olvidado de que eres discípula de Ambroise Paré. Retírate, Mica.
—¿La despides?
—Sí, para que vigile y no nos sorprendan.
Mica salió.
—Ahora —dijo la duquesa—, ¿quieres entrar a verlo o prefieres que le llame?
—Ninguna de las dos cosas; quisiera verlo sin ser vista.
—¿Qué puede importarte ser vista si llevas el antifaz?
—Puede reconocerme por los cabellos, las manos o las joyas.
—¡Qué prudente se ha vuelto mi hermosa reina desde que está casada!
Margarita sonrió.
—Bien; pero no se me ocurre más que un medio.
—¿Cuál?
—Que mires por el agujero de la cerradura.
—Sea, condúceme.
La duquesa cogió a Margarita de la mano, la llevó hasta una puerta oculta tras un tapiz, se puso de rodillas y miro por el ojo de la cerradura.
—Ven —dijo—, justamente está sentado a la mesa y vuelve la cara hacia este lado.
La reina Margarita ocupó el lugar de su amiga, y acercó los ojos a la cerradura. Coconnas, como había dicho la duquesa, se hallaba sentado ante una mesa admirablemente servida, a la que sus heridas no impedían hacer honor.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó Margarita retrocediendo.
—¿Qué tienes? —preguntó asombrada la duquesa.
—¡Imposible! ¡No! ¡Sí! ¡Por mi vida, es el mismo! —¿Quién?
—¡Chist! —dijo Margarita levantándose y cogiendo una mano de la duquesa—. ¡Es el mismo que quería matar a mi hugonote y le persiguió hasta mi alcoba hiriéndole en mis brazos! ¡Oh! ¡Enriqueta! ¡Qué suerte que no me haya visto! —Y dime, ya que le viste peleando, ¿no está admirable?
—No sé —respondió Margarita—. Yo miraba al perseguido.
—¿Y el perseguido, cómo se llama?
—¿No pronunciarás su nombre delante de él?
—No, os lo prometo.
—Lerac de La Mole.
—Y ahora, dime qué lo parece.
—¿Quién, el señor de La Mole?
—No, el señor Coconnas.
—A fe mía —dijo Margarita—, confieso que me parece…
Y se detuvo.
—Vamos, vamos —dijo la duquesa—. Ya veo que le guardas rencor por las heridas que le hizo a lo hugonote.
—Pero me parece —dijo riendo Margarita— que mi hugonote no le debe nada, porque el tajo con que le ha subrayado el ojo…
—Están en paz entonces y podemos reconciliarlos. Envíame a lo herido.
—No, aún no, más tarde.
—¿Cuándo?
—Cuando le hayas dado al tuyo otra habitación.
—¿Cuál?
Margarita miró a su amiga, que, después de un momento de silencio, la miró también y se echó a reír.
—¡Así será! —dijo la duquesa—. ¿Quedamos entonces más unidas que nunca?
—Amistad sincera, siempre —respondió la reina.
—¿Y cuál será la consigna, el santo y seña que usaremos para reconocernos si tenemos necesidad la una de la otra?
—El triple nombre de los dioses: Eros-Cupido-Amor.
Y las dos mujeres se separaron después de besarse por segunda vez y de darse la mano por vigésima.