Capítulo XI

AL volver de su habitación, Margarita trató en vano de adivinar las palabras que Catalina de Médicis pronunciara al oído de Carlos IX y que había dado término al terrible consejo de vida o muerte que se celebraba en aquel momento.

Una parte de la mañana la empleó en cuidar a La Mole y la otra en resolver el enigma que su mente no acertaba a comprender.

El rey de Navarra quedó prisionero en el Louvre. Los hugonotes eran perseguidos más que nunca. A la terrible noche había sucedido un día de matanza más espantoso aún. Las campanas ya no tocaban a rebato. Los gloriosos acentos de los Te Deum, en medio del crimen y de los incendios, resonaban más tristes a la luz del sol que los toques a muertos en la oscuridad de la noche anterior. Pero había algo más. Había sucedido una cosa extraña: un espino blanco, ya florecido en primavera, y que, como de costumbre, perdiera sus perfumadas galas al llegar al mes de junio, acababa de florecer durante la noche. Los católicos, que veían en este acontecimiento un milagro, tomando a Dios por cómplice de sus desmanes, iban en procesión, con cruces y banderas, al cementerio de los Inocentes, donde florecía el espino. Esta especie de aprobación dada por el Cielo a la matanza había duplicado el ardor de los asesinos. Y mientras la ciudad seguía ofreciendo en cada una de sus calles y de sus plazas una escena de desolación, el Louvre había servido ya de fosa común a todos los protestantes que se encontraban dentro en el momento de la señal.

El rey de Navarra, el príncipe de Condé y La Mole eran los únicos supervivientes.

Tranquilizada con respecto a la salud de La Mole, cuyas heridas, como dijera la víspera, eran peligrosas, pero no mortales, Margarita no se preocupó más que de una cosa: salvar la vida de su esposo, que seguía amenazada. Sin duda, el primer sentimiento que la movió fue el de leal compasión por un hombre a quien, como dijera el mismo bearnés, acababa de jurar si no amor, al menos alianza.

Pero detrás de este sentimiento, otro menos puro había penetrado en el corazón de la reina.

Margarita era ambiciosa. Margarita había visto la posibilidad de reinar en su casamiento con Enrique de Borbón. Navarra, ambicionada por los reyes de Francia de una parte y por los reyes de España de otra, que pedazo a pedazo se habían apoderado de la mitad de su territorio, podía, si Enrique de Borbón no defraudaba las esperanzas que su valor había permitido abrigar en las pocas ocasiones que hubo de usar su espada, convertirse en un reino verdadero con los hugonotes de Francia por sus súbditos. Gracias a su espíritu fino y cultivado, Margarita había entrevisto y calculado todo esto. Al perder a Enrique, no sólo perdería a un marido, sino también un trono.

Se hallaba en lo más íntimo de sus reflexiones cuando oyó llamar a la puerta del pasadizo secreto. Se estremeció, porque únicamente tres personas podían entrar por aquella puerta: el rey, la reina madre y el duque de Alençon.

Entreabrió la puerta del gabinete, indicó por señas a Guillonne y a La Mole que guardaran silencio y fue a ver quién llamaba.

El visitante era el duque de Alençon, que no había vuelto desde la noche anterior.

Por un instante, Margarita pensó pedirle su intercesión en favor del rey de Navarra; pero la detuvo una terrible idea.

El casamiento se había realizado a pesar suyo; Francisco detestaba a Enrique y sólo conservó cierta neutralidad en favor del bearnés, porque estaba convencido de que Enrique y su esposa eran extraños el uno para el otro.

Una prueba de interés dada por Margarita hacia su esposo podía, como consecuencia, en lugar de apartar, acercar a su pecho uno de los tres puñales que lo amenazaban.

Margarita se estremeció, pues, al ver al joven príncipe, con mayor temor que si hubiese visto al rey Carlos IX o a la misma reina madre.

Por su aspecto nadie hubiera dicho que ocurría algo insólito en la ciudad ni en el palacio. Estaba vestido con tanta elegancia como de costumbre. De toda su persona se desprendían aquellos perfumes que Carlos IX despreciaba, pero que tanto su hermano, el duque de Anjou, como él usaban continuamente.

Sólo una mirada tan aguda como la de Margarita podía notar, pese a su palidez más acentuada que de ordinario y al ligero temblor que agitaba sus manos bellas y cuidadas como las de una mujer, que ocultaba en el fondo de su corazón un sentimiento de gozo.

Entró como solía hacerlo. Se acercó a su hermana para besarla. Pero Margarita, en lugar de ofrecerle sus mejillas como hubiese hecho con el rey o con el duque de Anjou, se inclinó y le besó la frente.

El duque de Alençon exhaló un suspiro y apoyó sus labios amoratados sobre la frente de su hermana.

Luego, sentándose, se puso a referir las sangrientas novedades de la noche: la muerte lenta y terrible del almirante; la muerte instantánea de Teligny, que, herido por una bala, expiró inmediatamente.

Se detuvo subrayando todos los detalles horribles de aquella noche con aquel particular amor por la sangre que sentían él y sus dos hermanos.

Margarita le dejó hablar. Por fin, cuando hubo terminado y tras un breve silencio:

—No será solamente para contarme esto para lo que habréis venido a visitarme, ¿verdad, hermano mío? —preguntó Margarita.

El duque de Alençon sonrió.

—¿Tenéis algo más que decirme?

—No —respondió el duque—, estoy esperando.

—¿Qué esperáis?

—¿No me habéis dicho, querida Margarita —prosiguió el duque acercando su sillón al de su hermana—, que el matrimonio con el rey de Navarra se había realizado contra vuestra voluntad?

—Sí, sin duda. No conocía al príncipe de Bearne cuando me lo propusieron por esposo.

—Y cuando le conocisteis, ¿no me habíais afirmado que no sentíais ningún amor hacia él?

—En efecto, así os lo dije.

—¿No teníais la opinión de que el casamiento haría vuestra desdicha?

—Mi querido Francisco —dijo Margarita—, cuando un casamiento no es la suprema felicidad, es casi siempre el supremo dolor.

—Pues bien, querida Margarita; como os decía, estoy esperando.

—Pero ¿qué esperáis?

—Que demostréis vuestra alegría.

—¿De qué tengo que alegrarme?

—De esta inesperada ocasión que se os presenta para recuperar vuestra libertad.

—¡Mi libertad! —repitió Margarita, queriendo obligar al príncipe a decir todo lo que pensaba.

—Sí, vuestra libertad: vais a ser separada del rey de 1 Navarra.

—¡Separada! —exclamó Margarita, clavando sus ojos en el joven príncipe.

El duque de Alençon trató de sostener la mirada de su hermana; pero pronto hubo de bajar la vista azorado.

—¡Separada! —repitió Margarita—. Vamos a ver, hermano; me alegro de que me ofrezcáis la oportunidad de examinar profundamente la cuestión. ¿Cómo piensan separarnos?

—Enrique es hugonote —murmuró el duque.

—Es cierto, pero nunca ocultó su religión y ya se sabía cuando nos casaron.

—Sí, pero ¿qué ha hecho Enrique desde que se casó? —dijo el duque con el rostro iluminado a su pesar por un destello de alegría.

—Vos lo sabéis mejor que nadie, Francisco, puesto que casi todos los días los pasa en vuestra compañía, ya sea en partidas de caza, ya jugando al mallo o a la pelota.

—Sí, los días, sí —respondió el duque—; pero ¿y las noches?

Margarita guardó silencio y esta vez le tocó a ella bajar la vista.

—¿Y las noches? —repitió el duque.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Margarita comprendiendo que no podía permanecer callada.

—Que las noches las pasa con la señora de Sauve.

—¿Cómo lo sabéis? —exclamó Margarita.

—Lo sé porque tenía interés en saberlo —respondió el príncipe poniéndose pálido y desgarrando los bordados de sus mangas.

Margarita comenzaba a comprender las palabras que Catalina dijera en voz baja a Carlos IX, pero aparentó seguir en la ignorancia.

—¿Por qué me decís eso, hermano? —preguntó con un aire de melancolía admirablemente fingida—. ¿Será para recordarme que aquí nadie me ama ni se preocupa de mí, ni siquiera aquellos que la naturaleza me dio como protectores, ni el que la Iglesia me ha dado por esposo?

—Sois injusta —dijo vivamente el duque de Alençon, acercando aún más su sillón al de su hermana—. Yo os amo y os protejo.

—Hermano —dijo Margarita mirándole fijamente—, vos tenéis algo que decirme de parte de la reina madre.

—¿Yo? No, Margarita; os juro que estáis equivocada. ¿Qué os hace creer tal cosa?

—El hecho de que rompáis la amistad que os unía a mi marido, de que abandonéis la causa del rey Enrique de Navarra…

—¿La causa del rey de Navarra? —exclamó el duque de Alençon, sumamente confuso.

—Sí, sin duda. Oíd, Francisco; hablemos con franqueza. Habéis convenido veinte veces en que no podéis elevaros ni sosteneros sino apoyándoos mutuamente. Esa alianza…

—Es ahora completamente imposible, hermana mía —interrumpió el duque de Alençon.

—¿Por qué?

—Porque el rey tiene sus intenciones con respecto a vuestro marido. Perdón, me equivoco al decir vuestro marido; quise decir Enrique de Navarra. Nuestra madre lo ha adivinado todo. Me alié a los hugonotes porque creí que gozaban del favor real. Pero ahora los matan y dentro de ocho días no quedarán cincuenta en todo el reino. Tendí la mano al rey de Navarra porque era… vuestro esposo. Pero resulta que no lo es. ¿Qué tenéis que decir a todo esto, vos que no sólo sois la mujer más bella de Francia, sino también la cabeza mejor organizada de todo el reino?

—Tengo que decir que conozco a nuestro hermano Carlos. Ayer le vi en uno de esos accesos de locura que le acortan cada vez diez años de vida. Esos ataques se suceden por desgracia con mucha frecuencia ahora, de modo que, según todas las posibilidades, Carlos no vivirá mucho tiempo. Tengo también que decir que el rey de Polonia acaba de fallecer y se busca, para que lo reemplace, a un príncipe de la casa de Francia. En fin, creo que, cuando las circunstancias se presentan de esta manera, no es el momento de abandonar aliados que, cuando llegue la ocasión, pueden contar con la ayuda de un pueblo y el apoyo de un reino.

—¿Y vos no hacéis una traición mayor prefiriendo a un extranjero que a vuestro hermano? —preguntó entonces el duque.

—Explicaos, Francisco. ¿En qué y cómo os he traicionado?

—¿No pedisteis ayer a Carlos la vida del rey de Navarra?

—¿Y qué? —preguntó Margarita con falsa ingenuidad.

El duque se levantó precipitadamente, dio dos o tres vueltas a la habitación dando muestras de hallarse exasperado, y luego volvió a coger la mano de Margarita.

Aquella mano estaba rígida y helada.

—Adiós, hermana —dijo—. No habéis querido comprenderme, de modo que no culpéis a nadie sino a vos de las desgracias que puedan ocurriros.

Margarita se puso pálida, pero no se movió, y dejó salir al duque de Alençon sin intentar un solo ademán para detenerlo.

Apenas le había perdido de vista por el corredor cuando le vio volver sobre sus pasos.

—Escuchad, Margarita —dijo—, se me olvidaba deciros una cosa, y es que mañana a estas horas el rey de Navarra habrá muerto.

Margarita dio un grito, pues la convicción de que era instrumento de un crimen le causaba un espanto invencible.

—¿Y no impediréis vos esa muerte? ¿No salvaréis la vida de vuestro mejor y más fiel aliado?

—Desde ayer el rey de Navarra ya no es mi aliado.

—¿De quién sois amigo, entonces?

—Del señor de Guisa. Como venció a los hugonotes, han nombrado al señor de Guisa rey de los católicos.

—¡Y el hijo de Enrique II reconoce por rey a un duque de Lorena…!

—Tenéis un mal día, Margarita, y no queréis comprender nada.

—Confieso que trato vanamente de leer en vuestro pensamiento.

—Hermana, vos sois de tan buena cuna como la princesa de Porcian, y Guisa es tan mortal como el rey de Navarra. Suponed ahora estas tres cosas, todas muy posibles. La primera: que el duque de Anjou sea elegido rey de Polonia; la segunda: que correspondáis al cariño que yo os profeso; en tal caso yo sería rey de Francia y vos… y vos… reina de los católicos.

Margarita ocultó la cara entre sus manos, deslumbrada por la profundidad de miras de aquel adolescente a quien nadie en la corte quería reconocer su inteligencia.

—Pero —le preguntó después de una pausa— ¿no tenéis los mismos celos del duque de Guisa que del rey de Navarra?

—Lo pasado, pasado está —dijo el duque de Alençon con voz sorda—. Cuando el duque de Guisa me dio motivos para tener celos también los tuve.

—Una sola cosa puede oponerse a la realización de tan hermoso proyecto.

—¿Y es?

—Que ya no amo al duque de Guisa.

—¿A quién amáis entonces?

—A nadie.

El duque de Alençon miró a Margarita con el asombro de una persona que a su vez no comprende y salió de la habitación suspirando y oprimiéndose las sienes entre sus manos heladas.

Margarita se quedó sola y pensativa. La situación comenzaba a precisarse ante sus ojos: el rey había dejado hacer la matanza de San Bartolomé y la reina y el duque de Guisa la habían organizado. El duque de Guisa y el de Alençon iban a aliarse para sacar de ella el mayor partido posible. La muerte del rey de Navarra era la consecuencia natural de aquella gran catástrofe. Una vez muerto Enrique de Navarra, se apoderarían de su reino. Margarita se quedaría viuda sin trono y sin poder, no teniendo otra perspectiva que encerrarse en un convento, en el que no le quedaría siquiera el consuelo de llorar a un esposo que jamás había llegado a serlo.

En estas cavilaciones, la reina Catalina le mandó preguntar si no quería ir con toda la corte en peregrinación hasta el espino del cementerio de los Inocentes.

El primer impulso de Margarita fue el de negarse a formar parte de la comitiva. Pero la idea de que quizá se ofreciera la oportunidad de tener alguna noticia sobre la suerte que corría el rey de Navarra, la decidió a aceptar. Respondió, pues, que si le ensillaban un caballo acompañaría gustosa a Sus Majestades. Cinco minutos después, un paje entró a anunciarle que el cortejo iba a ponerse en marcha. Margarita recomendó por señas a Guillonne que cuidara al herido y bajó.

El rey, la reina madre, Tavannes y los católicos más destacados estaban ya a caballo. Margarita lanzó una rápida ojeada sobre el grupo, que se componía de unas veinte personas, sin ver entre ellas al rey de Navarra.

La señora de Sauve formaba parte del grupo y dirigió a Margarita una mirada tan expresiva, que esta comprendió que la amante de su esposo tenía algo que decirle.

Se pusieron en camino por la calle de Astruce para llegar hasta la de Saint-Honoré. Las gentes del pueblo se habían reunido al ver al rey, a la reina Catalina y a los jefes católicos, y seguían al cortejo como una marea en ascenso gritando:

—¡Viva el rey! ¡Viva la misa! ¡Mueran los hugonotes!

Al tiempo que proferían tales exclamaciones blandían espadas enrojecidas y arcabuces todavía humeantes que indicaban la parte que había tomado cada cual en el siniestro acontecimiento que acababa de ocurrir.

Al llegar a la altura de la calle de Prouvelles encontraron a unos hombres que arrastraban un cadáver sin cabeza. Era el del almirante. Y lo llevaban a Montfaucon para colgarlo por los pies.

Entraron al cementerio de los Inocentes por la puerta que se abría frente a la calle de Chaps, hoy llamada de los Déchargeurs. El clero, enterado de la visita del rey y de la reina madre, se había congregado para aclamar a Sus Majestades.

La señora de Sauve aprovechó el momento en que Catalina estaba escuchando un discurso de bienvenida para acercarse a la reina de Navarra y pedirle permiso para besarle la mano. Margarita extendió el brazo hacia ella. La señora de Sauve aproximó sus labios a la mano de la reina y, al inclinarse, le deslizó un papelito enrollado por la abertura de la manga.

Por rápido y disimulado que fuera el ademán de la señora de Sauve, Catalina lo advirtió y volvió la cabeza en el momento en que su dama de honor besaba la mano de la reina.

Las dos mujeres se dieron cuenta de esta mirada, que llegó hasta ellas como un rayo, pero permanecieron impasibles.

La señora de Sauve se alejó de Margarita y volvió a ocupar su sitio junto a Catalina.

Cuando hubo respondido a la salutación que acababan de dirigirle, Catalina, sonriendo, hizo una seña a la reina de Navarra para que se acercara.

Margarita obedeció.

—Hija mía —dijo la reina madre en su dialecto italiano—, parece que tenéis gran amistad con la señora de Sauve.

Margarita sonrió, dando a su hermosa fisonomía la expresión más amarga que pudo hallar.

—Sí, madre mía —respondió—, la serpiente vino a morderme la mano.

—¡Ja! ¡Ja! Estáis celosa, según parece —dijo Catalina riendo.

—Os engañáis, señora —respondió Margarita—. Estoy tan celosa del rey de Navarra como él está enamorado de mí. Lo que sucede es que sé distinguir a mis amigos de mis enemigos. Amo a quien me quiere y detesto a quien me odia. De lo contrario, ¿no sería indigna de llamarme hija vuestra?

Catalina sonrió, queriendo dar a entender a Margarita que, si pudo tener alguna sospecha, esta sospecha se había desvanecido.

Por otra parte, nuevos peregrinos llamaron la atención de la augusta asamblea en aquel momento. Llegaba el duque de Guisa, acompañado por un grupo de gentiles hombres excitados todavía por la reciente carnicería. Daban escolta a una litera ricamente tapizada que se detuvo ante el rey.

—¡La duquesa de Nevers! —exclamó Carlos IX—. ¡Vaya! Parece que viene a recibir nuestras felicitaciones la bella y valiente católica. Se ha dicho, prima, que desde vuestra propia ventana habéis atacado a los hugonotes y hasta aseguran que matasteis a uno de una pedrada.

La duquesa de Nevers se ruborizó visiblemente.

—No, Sire —dijo en voz baja arrodillándose a los pies del rey—. Tan sólo tuve el honor de recoger a un católico herido.

—¡Bien! ¡Bien, prima! Hay dos maneras de servirme: una exterminando a mis enemigos, y otra protegiendo a mis amigos. Cada cual hace lo que puede y yo estoy seguro de que habríais hecho mucho más si hubierais podido.

Entre tanto, el pueblo, al ver la buena armonía que reinaba entre la Casa de Lorena y Carlos IX, prorrumpió en aclamaciones.

—¡Viva el rey! ¡Viva el duque de Guisa! ¡Viva la misa!

—¿Volveréis al Louvre con nosotros, Enriqueta? —preguntó la reina madre a la bella duquesa.

Margarita dio con el codo a su amiga, que, enterada en seguida de la seña, contestó:

—No, señora, salvo que Vuestra Majestad me lo ordene, porque tengo algo que hacer en la ciudad con Su Majestad, la reina de Navarra.

—¿Qué vais a hacer juntas? —preguntó Catalina.

—Ver unos libros griegos muy raros a interesantes que han encontrado en casa de un viejo pastor protestante y que han sido llevados a la torre de Saint-Jacques-la-Boucherie —respondió Margarita.

—Mejor haríais en ir a ver cómo arrojan al Sena, desde lo alto del puente de Meuniers, a los últimos hugonotes —dijo Carlos IX—. Eso es lo que corresponde hacer a los buenos franceses.

—Si esto agrada a Vuestra Majestad, iremos —respondió la duquesa de Nevers.

Catalina lanzó una mirada de desconfianza sobre las dos jóvenes. Margarita, que estaba al acecho, la interceptó y se volvió repetidas veces, empezando a observar a su alrededor con aire muy preocupado.

Tan fingida o real inquietud no pasó inadvertida a los ojos de Catalina:

—¿Qué buscáis?

—Busco…, ya no la veo —contestó.

—¿Qué buscáis? ¿A quién no veis ya?

—Busco a la señora de Sauve. ¿Habrá regresado al Louvre?

—¡Cuando lo decía que estabas celosa! —dijo Catalina al oído de su hija—. ¡Oh bestia…! ¡Vamos, vamos, Enriqueta! —continuó encogiéndose de hombros—. Id con la reina de Navarra.

Margarita fingió todavía mirar en torno suyo, y luego, inclinándose al oído de su amiga, le dijo:

—Llévame pronto. Tengo que decirte algo de suma importancia.

La duquesa hizo una reverencia a Carlos IX y a Catalina, y luego, dirigiéndose a la reina de Navarra, le preguntó:

—¿Se dignará Vuestra Majestad subir a mi literal?

—Con mucho gusto, pero después tendréis que hacerme acompañar de nuevo hasta el Louvre.

—Mi litera, mis servidores y yo misma estamos a disposición de Vuestra Majestad —respondió la duquesa.

La reina Margarita subió a la litera y le hizo señas a la duquesa para que hiciera lo mismo, sentándose esta respetuosamente en el asiento delantero.

Catalina y su comitiva regresaron al Louvre por el mismo camino que habían seguido al ir. Pero durante todo el trayecto se vio a la reina madre hablar continuamente en voz baja con el rey y señalar varias veces a la señora de Sauve durante la conversación.

A cada oportunidad, el rey reía como acostumbraba hacerlo; es decir, con una risa más siniestra que una amenaza.

En cuanto a Margarita, una vez que la litera se puso en marcha y ya no tuvo que temer la mirada penetrante de Catalina, sacó rápidamente de su manga el papelito de la señora de Sauve y leyó lo siguiente:

«He recibido la orden de enviar esta noche al rey de Navarra dos llaves: una corresponde a la habitación donde está encerrado y la otra a la mía. Una vez que esté en mi cuarto debo obligarlo a permanecer allí hasta las seis de la mañana. Que Vuestra Majestad reflexione y decida sin tener en cuenta para nada mi vida».

—Ya no hay duda —murmuró Margarita—. Esta pobre mujer es el instrumento que quieren utilizar para perdernos a todos. Pero veremos si de la reina «Margot», como dice mi hermano Carlos, hacen tan fácilmente una religiosa.

—¿De quién es esa carta? —preguntó la duquesa de Nevers señalando el papel que Margarita acababa de leer y releer con tanta atención.

—¡Ah, duquesa, tengo muchas cosas que contarte! —respondió Margarita, haciendo mil pedazos el mensaje.