Capítulo X

COMO ya hemos dicho, Margarita, después de entrar en su habitación, había cerrado la puerta. Pero al hacerlo, llena de temor, vio a Guillonne que, inclinada junto a la puerta del gabinete, contemplaba atónita las manchas de sangre esparcidas por el lecho, los muebles y la alfombra.

—¡Ah, señora! —exclamó al ver a la rema—. ¿Ha muerto?

—¡Silencio, Guillonne! —dijo Margarita, con ese tono de voz que indica la importancia de la recomendación.

Guillonne no despegó los labios.

Margarita sacó entonces de su limosnera una llavecita dorada y, abriendo la puerta del gabinete, señaló con el dedo al joven.

La Mole había conseguido levantarse y acercarse a la ventana. Por casualidad encontró un puñalito de los que en aquella época usaban las mujeres y, al oír que se abría la puerta, lo empuñó.

—Nada temáis, señor —dijo Margarita—. Os juro por mi alma que estáis seguro.

El caballero se arrodilló.

—¡Señora! —exclamó—. Sois para mí más que una reina, sois para mí una diosa.

—No os agitéis así —gritó Margarita—. ¡Todavía sangran vuestras heridas…! ¡Oh, Guillonne! ¡Mira qué pálido está! Veamos, ¿dónde estáis herido?

—Señora —dijo La Mole, tratando de reconocer los puntos principales del dolor que sentía por todo el cuerpo—. Creo que recibí una estocada en el hombro y otra en el pecho; las otras heridas ni siquiera merecen que os ocupéis de ellas.

—Ya veremos —repuso Margarita—. Guillonne, alcánzame la caja de los bálsamos.

Obedeció la muchacha y volvió llevando en una mano la caja y en la otra una vasija dorada y un fino lienzo de Holanda.

—Ayudadme a levantarlo, Guillonne —prosiguió la reina—. Porque el infeliz se ha quedado sin fuerzas al incorporarse.

—Señora —dijo La Mole—. Estoy confundido; verdaderamente yo no puedo permitir…

—Supongo que os dejaréis curar —interrumpió Margarita—. Pudiendo salvaros, sería un crimen que os dejásemos morir.

—¡Oh! —exclamó La Mole—. Prefiero morir antes que ver cómo os mancháis vuestras manos con una sangre tan indigna como la mía… ¡Eso, jamás!

Y retrocedió respetuosamente.

—¿Vuestra sangre, señor mío? —preguntó sonriendo Guillonne—. Así que no habéis manchado bastante el lecho y la alcoba de Su Majestad…

Margarita se cruzó la bata sobre su camisón de batista todo salpicado de gotas de sangre. Y este gesto, lleno de pudor femenino, recordó a La Mole que había tenido entre sus brazos y oprimido contra su pecho a aquella reina tan bella y tan amada. Este recuerdo hizo acudir a sus pálidas mejillas un fugitivo rubor.

—Señora —balbuceó—, ¿no podríais dejarme al cuidado de un cirujano?

—De un cirujano católico, ¿no es cierto? —preguntó la reina con una expresión que comprendió La Mole y que le hizo estremecerse.

—¿Ignoráis acaso —continuó la reina con una voz y una sonrisa de infinita dulzura— que nosotras, las princesas de Francia, aprendemos a conocer el valor de las plantas y a preparar bálsamos? Porque nuestro deber como mujeres y como reinas ha sido siempre el de aliviar los dolores. Por eso valemos tanto como el mejor cirujano del mundo; esto es, al menos, lo que dicen nuestros aduladores. ¿Mi reputación en este aspecto no llegó hasta vuestros oídos? Vamos, Guillonne, manos a la obra.

La Mole trató de resistir aún; repitió de nuevo que prefería morir antes que ocasionar a la reina un trabajo que podía comenzar por la compasión y terminar por el hastío… Esta lucha no tuvo otro resultado que el de agotar completamente sus fuerzas. Se tambaleó, cerró los ojos y dejó caer hacia atrás la cabeza, desmayándose por segunda vez.

Margarita, cogiendo el puñal que había soltado el herido, cortó rápidamente la cinta que cerraba su jubón, mientras Guillonne, con otro cuchillo, descosía o más bien rasgaba las mangas.

Luego, con un trapo mojado en agua fresca, limpió la sangre que salía del hombro y del pecho del joven, mientras que Margarita, con una aguja de oro sin punta, exploraba las heridas con toda la delicadeza y habilidad que el propio Ambroise Paré hubiese podido emplear en iguales circunstancias.

La herida del hombro era profunda y la del pecho se extendía a lo largo de las costillas, interesando solamente los músculos. Ninguna de las dos penetraba en las cavidades de esa fortaleza natural que protege el corazón y los pulmones.

—Herida dolorosa, no mortal. Acerrimum humeri vulnus, non autem lethale —murmuró la bella y diestra cirujana—. Alcánzame el bálsamo y prepara vendas, Guillonne.

Entre tanto, esta, a quien la reina acababa de dar la nueva orden, ya había limpiado y perfumado el pecho del joven, lo mismo que sus brazos, que parecían modelados conforme algún dibujo antiguo. Sus hombros, graciosamente echados hacia atrás y su cuello sombreado por espesos bucles, parecían pertenecer más bien a una estatua de mármol de Paros que al cuerpo de un hombre moribundo.

—¡Pobre joven! —murmuró Guillonne mirando, más que a su obra, a quien acababa de ser objeto de ella.

—¿No es cierto que es hermoso? —preguntó Margarita con la franqueza que le permitía su rango.

—Sí, señora. Pero me parece que en lugar de dejarlo así, tendido en el suelo, deberíamos levantarlo y acostarlo en ese mismo diván en que está apoyado.

—Sí —contestó Margarita—, tienes razón.

Y las dos mujeres, inclinándose y juntando sus fuerzas, levantaron a La Mole, depositándolo sobre un gran sofá de respaldo tallado que estaba junto a una ventana, que entreabrieron para que le entrase aire.

El movimiento reanimó a La Mole y le hizo lanzar un suspiro y, abriendo los ojos, comenzó a experimentar ese increíble bienestar que acompaña todas las sensaciones del herido cuando, al volver a la vida, siente frescura en lugar del terrible ardor, y los perfumes del bálsamo en lugar del tibio y nauseabundo olor de la sangre.

Murmuró algunas palabras sin sentido, a las cuales respondió Margarita sonriendo y poniéndole un dedo sobre los labios.

En aquel momento se oyó llamar con insistencia a una puerta.

—Golpean en el pasaje secreto —dijo Margarita.

—¿Quién puede ser, señora? —preguntó Guillonne aterrada.

—Voy a ver —dijo Margarita—. Quédate con él y no le abandones ni un solo instante.

Margarita entró en su dormitorio y, cerrando la puerta del gabinete, abrió la del pasaje que daba a los departamentos del rey y de la reina madre.

—¡La señora de Sauve! —exclamó, retrocediendo vivamente y con una expresión que reflejaba si no espanto, odio al menos: de tal modo es cierto el que una mujer, aun cuando no ame a un hombre, no perdona jamás el que otra se lo quite.

—Sí, Majestad —dijo esta juntando las manos.

—¿Vos aquí, señora? —continuó Margarita, cada vez más asombrada, pero con un tono más imperativo.

Carlota cayó de rodillas.

—Señora —dijo—, perdonadme, reconozco hasta qué punto soy culpable para con vos; pero, si supierais… La culpa no es del todo mía. Una orden expresa de la reina madre…

—Levantaos —repuso Margarita—. Y como no creo que hayáis venido solamente a justificaros ante mí, decidme qué os ocurre.

—He venido, señora —dijo Carlota siempre de rodillas y con una mirada medio enloquecida—, he venido a preguntaros si está aquí…

—¿Aquí? ¿Quién? ¿A quién os referís, señora?… Porque realmente no comprendo.

—Al rey.

—¿Al rey? ¿Lo perseguís hasta mis aposentos? Sin embargo, sabéis muy bien que no viene nunca.

—¡Ah! ¡Señora! —continuó la baronesa de Sauve, sin responder a semejantes ataques y aparentando no sentirlos tan siquiera—. ¡Ojalá estuviese aquí!

—¿Por qué?

—¡Dios mío, porque están degollando a los hugonotes y el rey de Navarra es su jefe!

—¡Oh! —gritó Margarita, cogiendo de la mano a la señora de Sauve y obligándola a levantarse—. ¡Oh, lo había olvidado! Además, no creí que un rey pudiese correr los mismos peligros que los demás hombres.

—¡Más, señora, mil veces más! —exclamó Carlota.

—En efecto, la señora de Lorena me lo advirtió. Le dije que no saliera. ¿Habrá salido?

—No, no; está en el Louvre. Pero no se le encuentra. Y si no está aquí…

—No está.

—¡Oh! —exclamó la señora de Sauve, con una expresión de dolor—. Entonces ya no tiene remedio, porque la reina madre ha jurado darle muerte.

—¡Oh, me espantáis, es imposible! —dijo Margarita.

—Señora —respondió la señora de Sauve con esa energía que sólo puede producir la pasión—, os digo que no se sabe dónde está el rey de Navarra.

—¿Y la reina madre, dónde está?

—Me envió a buscar al señor de Guisa y al de Tavannes, que estaban en su oratorio, y después me despidió. Entonces volví a mi cuarto y, perdonadme, señora, como de costumbre, esperé…

—A mi esposo, ¿no es cierto? —dijo Margarita.

—Y no ha venido, señora. Entonces lo he buscado por todas partes y he preguntado a todo el mundo. Solamente un soldado me ha respondido que creía haberle visto entre unos guardias que le acompañaban con las espadas desenvainadas un rato antes de comenzar la matanza, y esta empezó hace una hora.

—Gracias —repuso Margarita—. Y aunque quizás el sentimiento que os mueve suponga una nueva ofensa para mí, gracias.

—¡Oh! Perdonadme entonces, señora, y volveré más tranquila con vuestro perdón, porque no me atrevo a seguiros ni siquiera de lejos.

Margarita le tendió la mano.

—Voy a buscar a la reina Catalina —dijo—; volved a vuestro cuarto. El rey de Navarra está bajo mi protección, le prometí alianza y seré fiel a mi promesa.

—Pero ¿y si no podéis llegar hasta la reina madre, señora?

—Entonces, recurriré a mi hermano Carlos y le hablaré.

—Id, id, señora —dijo Carlota dejándole paso libre a Margarita—, y que Dios guíe a Vuestra Majestad.

Margarita salió apresuradamente al corredor, pero, al llegar al extremo de este se volvió para asegurarse de que la señora de Sauve no la seguía. La reina de Navarra la vio subir la escalera que conducía a sus habitaciones y después siguió su camino hacia las habitaciones de la reina madre.

Todo había cambiado; en lugar de la multitud de cortesanos obsequiosos que habitualmente se inclinaban al paso de la reina saludándola con respeto, Margarita no encontró más que guardias con sus partesanas enrojecidas y los trajes manchados en sangre, o gentiles hombres con las capas desgarradas y los rostros ennegrecidos por la pólvora, que entraban y salían portadores de órdenes y mensajes. Estas idas y venidas producían un hormigueo terrible a inmenso en las galerías, lo que no impidió que Margarita, continuando su camino, llegase hasta la antecámara de su madre. Esta antecámara estaba guardada por una doble fila de soldados, que sólo dejaban entrar a quienes conocían determinado santo y seña.

Margarita intentó en vano franquear la barrera viviente. Vio varias veces abrirse la puerta y cada vez pudo distinguir por la rendija a Catalina, rejuvenecida por la acción, activa como si tuviera veinte años, escribiendo, recibiendo cartas, abriéndolas, dando órdenes, dirigiendo a este una palabra amable, al otro una sonrisa, y las sonrisas más amables eran para los que veía más cubiertos de polvo y de sangre.

En medio de aquella confusión que reinaba en todo el Louvre, llenándolo de lúgubres rumores, se oían en la calle, cada vez más frecuentes, las descargas.

«Jamás podré llegar hasta ella —se dijo Margarita después de hacer tres inútiles tentativas con los alabarderos—. En vez de perder el tiempo aquí, voy a buscar a mi hermano».

En aquel momento pasó el duque de Guisa; había ido a anunciar a la reina la muerte del almirante y regresaba de nuevo para seguir tomando parte en la carnicería.

—¡Oh, Enrique! —exclamó Margarita—. ¿Dónde está el rey de Navarra?

El duque la contempló sonriendo y, con expresión de asombro, se inclinó y, sin responder, salió con sus guardias.

Margarita se dirigió a un capitán que iba a salir del Louvre y mandaba cargar los arcabuces a sus soldados.

—El rey de Navarra, señor, ¿dónde está el rey de Navarra?

—No sé, señora —respondió este—. No pertenezco a los guardias de Su Majestad.

—¡Oh, mi querido Renato! —gritó Margarita reconociendo al perfumista de Catalina—. Sois vos… Acabáis de salir del cuarto de mi madre… ¿Sabéis qué ha sido de mi esposo?

—Su Majestad, el rey de Navarra, no es amigo mío, señora… Deberíais recordarlo. Hasta aseguran —añadió con un gesto que más parecía una mueca de una sonrisa— que se atreve a acusarme de haber envenenado a su madre en complicidad con la reina Catalina.

—¡No, no! —gritó Margarita—. No creáis eso, mi buen Renato.

—¡Oh, poco me importa, señora! —dijo el perfumista—. Ni el rey de Navarra ni los suyos son de temer en estos momentos.

Y volvió la espalda a Margarita.

—¡Señor de Tavannes! ¡Señor de Tavannes! —gritó Margarita—. ¡Una palabra, una sola, os lo ruego!

Tavannes se detuvo.

—¿Dónde está el rey de Navarra? —le preguntó Margarita.

—¡A fe mía! —dijo en voz alta—. Creo que salió con los señores de Alençon y de Condé.

Y luego, de forma que sólo Margarita pudiera oírle:

—Hermosa reina, si queréis ver a la persona que ocupa un lugar por el que yo daría mi vida, id a la sala de armas del rey.

—¡Oh, gracias, Tavannes! —dijo Margarita, que de todo lo que le había dicho tan sólo había oído lo más importante—. Gracias, ya voy.

Y Margarita continuó su camino murmurando:

—Después de mi promesa, después de la forma en que se portó conmigo cuando el ingrato Enrique estaba escondido en mi gabinete, no puedo dejarle morir.

Fue a golpear la puerta de las habitaciones del rey, pero estaban custodiadas interiormente por dos compañías de guardias.

—No se puede entrar en las habitaciones del rey —dijo el oficial adelantándose rápidamente.

—¿Pero yo?… —dijo Margarita.

—La orden es general.

—¡Yo, la reina de Navarra! ¡Yo, su hermana!…

—Mi consigna no admite excepciones, señora; recibid, pues, mis excusas.

El oficial cerró la puerta.

—¡Oh, está perdido! —exclamó Margarita al ver aquellas caras siniestras que, cuando no respiraban venganza, expresaban inflexibilidad—. Sí, sí, lo comprendo todo… Me han utilizado como un cepo. Soy el lazo con el que cazan y degüellan a los hugonotes… ¡Oh, entraré aunque me maten!

Y Margarita siguió corriendo como una loca por los corredores y las galerías del palacio, cuando, de repente, al pasar frente a una pequeña puerta, oyó un canto suave, casi lúgubre de tan monótono. Era una salmo calvinista que entonaba una voz temblorosa en la pieza vecina.

—¡La nodriza de mi hermano el rey, la buena Madelón, está aquí! —exclamó Margarita, dándose una palmada en la frente, inspirada por una sola idea—. ¡Está aquí! ¡Ayudadme, Dios de los cristianos!

Y llena de esperanza llamó suavemente a la puerta. En efecto, Enrique de Navarra, luego de recibir el aviso que le dio Margarita después de su conversación con Renato, cuando hubo salido de la alcoba de la reina madre, a lo que había querido oponerse la pobre Febe como un genio benéfico, había encontrado a unos gentiles hombres que, con el pretexto de agasajarle, le acompañaron hasta su habitación, donde le esperaban una veintena de hugonotes, los cuales se obstinaban en no abandonarle: tan grande era desde hacía algunas horas en el Louvre el presentimiento de lo que iba a ocurrir. Allí se quedaron sin que nadie intentara molestarles. Por fin, al oírse la primera campanada de la iglesia de Saint-Germain d’Auxerre, que resonó en todos los corazones como un toque fúnebre, entró Tavannes y, en medio de un silencio de muerte, anunció a Enrique que el rey Carlos IX quería hablarle.

Era imposible intentar cualquier resistencia, y a nadie se le ocurrió semejante idea.

Se oían crujir los techos, las galerías y los corredores del Louvre bajo los pies de los soldados reunidos en los patios y habitaciones casi en número de dos mil. Enrique, después de despedirse de sus amigos, a los que no volvería a ver, siguió a Tavannes, que le condujo a una pequeña galería contigua al departamento del rey y allí lo dejó solo, sin armas y con el corazón henchido de desconfianza.

El rey de Navarra vio transcurrir así, minuto a minute, hasta dos horas mortales. Oyó con creciente terror el toque de rebato y las descargas de los arcabuces. Asomándose a la mirilla de la puerta vio, al resplandor de los incendios y de las antorchas, pasar a los fugitivos perseguidos por sus asesinos.

No podía comprender el significado de aquellos clamores de victoria ni de aquellos gritos de angustia, pues, a pesar del profundo conocimiento que tenía de los caracteres de Carlos IX, de la reina madre y del duque de Guisa, no suponía el horrible drama que se desarrollaba en aquel momento.

Enrique no tenía valor físico, pero poseía algo mejor: fuerza moral. Temía el peligro pero lo arrastraba sonriendo cuando se trataba de un peligro en un campo de batalla, al aire libre, a la luz del día, a la vista de todo el mundo, acompañado por la estridente armonía de las trompetas y la voz sorda y vibrante de los tambores… Pero allí estaba solo, encerrado, sin armas, perdido en una semioscuridad que apenas bastaba para ver al enemigo que podía deslizarse hasta él o para distinguir el acero que podía herirle. Aquellas dos horas fueron sin duda para él las más crueles de su vida.

Cuando más intenso era el tumulto y Enrique comenzaba a comprender que, según todas las probabilidades, se trataba de una matanza organizada, entró a buscarle un capitán que le condujo por un corredor hasta el departamento del rey. Cuando se acercaron a él, la puerta se abrió y, una vez que entraron, se cerró tras ellos como por arte de encantamiento. Luego, el oficial introdujo a Enrique en presencia de Carlos IX, que se hallaba en la sala de armas, sentado en un gran sillón con las manos apoyadas sobre los dos brazos del asiento y la cabeza inclinada sobre el pecho.

Al ruido que hicieron los recién llegados Carlos IX alzó la frente, sobre la cual vio brillar Enrique gruesas gotas de sudor.

—Buenas noches, Enrique —dijo el joven monarca en tono brutal—. Vos, La Chastre, dejadnos.

El capitán obedeció.

Se hizo un silencio lúgubre.

Durante este momento, Enrique miró a su alrededor con inquietud, dándose cuenta de que se hallaba a solas con el rey.

Carlos IX se levantó de pronto.

—¡Por los clavos de Cristo! —dijo, alisándose con gesto rápido sus rubios cabellos al tiempo que se enjugaba la frente—. Estaréis contento de hallaros cerca de mí, ¿verdad, Enrique?

—Sin duda, Sire —respondió el rey de Navarra—. Para mí siempre es un placer estar junto a Vuestra Majestad.

—Más contento que allá abajo, ¿eh? —agregó Carlos IX, siguiendo sus propios pensamientos más que respondiendo a la cortesía de Enrique.

—No comprendo, señor… —dijo Enrique.

—Mirad y comprenderéis.

Con rápido movimiento, Carlos IX se acercó o mejor dicho dio un salto hasta la ventana.

Y atrayendo también a su cuñado, que cada vez estaba más aterrorizado, le mostró la horrible silueta de los asesinos que sobre la cubierta de un barco degollaban o ahogaban a las víctimas que les llevaban a cada momento.

—¡En nombre del Cielo! —gritó Enrique muy pálido—. ¿Qué pasa esta noche?

—Esta noche, señor —dijo Carlos IX—, ¡me libran de todos los hugonotes! ¿Veis allá, al fondo, aquel humo y aquellas llamas que salen por encima del palacio de Borbón? Son las llamas y el humo de la casa del almirante, que está ardiendo. ¿Veis aquel cuerpo que unos buenos católicos arrastran sobre un jergón roto? Es el cadáver del yerno del almirante, de vuestro amigo Teligny.

—¿Qué significa todo esto? —exclamó el rey de Navarra, buscando inútilmente la empuñadura de su daga y temblando de vergüenza y de cólera viendo a la vez que se burlaban de él y le amenazaban.

—Esto significa —gritó Carlos IX furioso sin transición y palideciendo de una manera espantosa que no deseo ya verme rodeado de hugonotes. ¿Oís, Enrique? ¿No soy yo el rey? ¿No soy el amo?

—Pero Vuestra Majestad…

—Mi Majestad mata y extermina hoy a todo el que no es católico, porque así le place. ¿Sois católico? —gritó Carlos, cuya cólera aumentaba sin cesar como una marea terrible.

—Sire —dijo Enrique—, recordad vuestras propias palabras: «¿Qué me importa la religión del que me sirve bien?».

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —exclamó Carlos lanzando una siniestra carcajada—. ¡Qué recuerde mis palabras! Verba volant, como dice mi hermana Margarita. Mira —añadió señalando la ciudad—, ¿acaso todos esos no me sirvieron bien? ¿No eran también valientes en el combate, prudentes en sus consejos y fieles en todo momento? Todos ellos eran súbditos útiles, pero eran hugonotes y no quiero más que católicos.

Enrique permaneció callado.

—¡Comprendedme, pues, Enrique! —exclamó Carlos IX.

—Ya os comprendo, señor.

—¿Y qué?

—Que no veo por qué razón el rey de Navarra va a hacer algo distinto a lo que han hecho tantos caballeros y tantos infelices. Porque, al fin, si mueren todos esos desgraciados, es porque también les han propuesto lo que Vuestra Majestad me propone y lo han rechazado como lo rechazo yo.

Carlos cogió del brazo al joven príncipe y clavando en él una mirada cuya atonía se transformaba gradualmente en acerado brillo, le preguntó:

—¡Oh! ¿Crees que me he tomado la molestia de ofrecerles la misa a todos los que están pereciendo allí?

—Sire —dijo Enrique retirando su brazo—, ¿no moriríais vos en la religión de vuestros padres?

—¡Sí, vive Dios! ¿Y tú?

—Yo también, Sire —respondió Enrique.

Carlos lanzó un rugido de furia y cogió con mano temblorosa su arcabuz, que se hallaba encima de una mesa. Enrique, pegado a un tapiz, sentía correr un sudor de angustia por su frente, pero, gracias al dominio que ejercía sobre sí mismo, pudo seguir, tranquilo en apariencia, con el ávido estupor del pájaro fascinado por la serpiente, todos los movimientos del terrible monarca.

Carlos cargó su arcabuz y pateando el suelo con ciego furor:

—¿Aceptas la misa? —preguntó a su cuñado, iluminándole con el resplandor del arma fatal.

Enrique no contestó.

Carlos IX conmovió las bóvedas del Louvre con el más terrible juramento que haya salido jamás de la boca de un hombre, y de pálido que estaba se puso lívido.

—¡Muerte, misa o Bastilla! —gritó apuntando al rey de Navarra.

—¡Oh, Sire! ¿Vais a matarme a mí, a vuestro hermano?

Enrique acababa de eludir, con aquella incomparable presencia de ánimo que constituía una de sus más poderosas facultades, la respuesta que le exigía Carlos IX; ya que, sin duda, en el caso de haber sido negativa, habría muerto.

Así como al paroxismo de la cólera sucede siempre el comienzo de la reacción, Carlos IX no reiteró la pregunta que acababa de formular al príncipe de Navarra y, después de un instante de vacilación, durante el cual dejó oír un sordo rugido, se volvió hacia la ventana abierta y apuntó a un hombre que corría por la orilla del río.

—Es preciso que mate a alguien —gritó Carlos IX, lívido como un cadáver y con los ojos inyectados de sangre.

Y apretando el gatillo dejó muerto al hombre que corría.

Enrique dejó escapar un gemido.

Entonces, animado por una terrible excitación, Carlos cargó y descargó sin descanso su arcabuz, lanzando exclamaciones de placer cada vez que acertaba a dar a un hombre.

«Estoy perdido —pensó el rey de Navarra—. Cuando no encuentre a nadie a quien tirar, me matará a mí».

—¿Ya terminó todo? —preguntó de repente una voz detrás de los príncipes.

Era Catalina de Médicis, que acababa de entrar sin ser oída en el mismo momento en que sonaba la última detonación.

—¡No, por mil demonios! —aulló Carlos, arrojando al suelo su arcabuz—. ¡No, el testarudo no quiere!…

Catalina no respondió.

Volvió lentamente sus ojos hacia donde se hallaba Enrique, tan inmóvil como las figuras pintadas en el tapiz contra el cual se apoyaba. Después miró a su hijo con una expresión que significaba: «Entonces, ¿por qué vive?».

—Vive…, vive… —murmuró Carlos IX, que comprendía perfectamente aquella mirada y que respondía, como se ve, sin titubear—. Vive…, porque es pariente mío.

Catalina sonrió.

Al ver Enrique aquella sonrisa comprendió que contra quien tenía que combatir era, sobre todo, contra Catalina.

—Señora —le dijo—, vos sois la culpable de todo, ahora lo veo, y no mi cuñado Carlos. Vos habéis concebido la idea de tenderme un lazo; vos habéis ideado convertir a vuestra hija en el cebo que nos perdería a todos; vos me habéis separado de mi esposa para que ella no sufriera la afrenta de que me mataran ante sus ojos.

—¡Sí, pero eso no sucederá! —gritó otra voz jadeante y apasionada y que hizo estremecer de sorpresa a Carlos IX y de furor a Catalina.

—¡Margarita! —exclamó totalmente sorprendido Enrique.

—¡Margot! —dijo Carlos IX.

—¡Mi hija! —murmuró Catalina.

—Señor —dijo Margarita dirigiéndose a Enrique—, vuestras últimas palabras me acusan y son a la vez justas e injustas, justas porque, en efecto, soy el instrumento de que se han servido para perderos a todos; a injustas porque yo ignoraba que marchabais a vuestra perdición. Yo misma, señor, tal como me veis, debo la vida a la casualidad o quizás al olvido de mi madre; pero no bien me he enterado del peligro que corríais, recordé mi deber. Y el deber de una esposa es el de compartir la suerte de su marido. Si os destierran, os acompañaré al destierro; si os encierran en una prisión, haré que me lleven presa; si os matan, moriré con vos.

Y tendió la mano a su marido, que este cogió si no con amor, al menos con gratitud.

—¡Ah, mi pobre Margot! —dijo Carlos IX—. Mejor sería que le aconsejaras que se convirtiera al catolicismo.

—Sire —respondió Margarita con aquella altiva dignidad tan natural en ella—. Sire, creedme: en consideración a vos mismo, no exijáis una cobardía a un príncipe de vuestra casa.

Catalina lanzó a su hijo una significativa mirada.

—Hermano —exclamó Margarita, que, como el rey Carlos, comprendía perfectamente la terrible pantomima de Catalina—, pensad que vos hicisteis de él mi esposo.

Carlos IX, asediado por las miradas imperativas de Catalina y las suplicantes de Margarita, como por dos fuerzas opuestas, quedó indeciso un instante, pero, al fin, venció Ormaz, el genio del bien.

—En realidad, señora —lijo inclinándose al oído de Catalina—, Margot tiene razón y Enrique es mi cuñado.

—Sí —respondió Catalina, aproximándose a su vez al oído de su hijo—, es cierto…, pero ¿y si no lo fuera?