UANDO La Mole y Coconnas concluyeron su frugal comida, pues las aves de la posada de A la Belle Etoile no existían más que en el anuncio, Coconnas hizo girar su silla sobre una pata, estiró las piernas, apoyó el codo sobre la mesa y, saboreando el último vaso de vino:
—¿Pensáis acostaros inmediatamente, señor de La Mole? —preguntó.
—¡A fe mía! Puesto que es muy posible que vengan a despertarme a medianoche.
—A mí también —dijo Coconnas—; por eso creo que en lugar de acostarnos y luego hacer esperar a quien venga en busca nuestra, haríamos mejor en pedir una baraja y jugar. Así estaremos prevenidos en todo momento.
—Aceptaría complacido vuestra proposición, pero tengo poco dinero para jugar: escasamente cien escudos de oro en mi maleta. Y ese es todo mi tesoro. Con tan poco trataré de hacer fortuna en París.
—¡Cien escudos de oro! —exclamó Coconnas—. ¿Y os quejáis? ¡Pardiez! ¡Qué diré yo, que sólo poseo seis!…
—¡Vaya! —repuso La Mole—. Os he visto sacar de vuestro bolsillo una bolsa que me ha parecido no sólo bien redondeada, sino a punto de estallar.
—¡Ah! —dijo Coconnas—. Eso lo traigo para cancelar una antigua deuda con un amigo de mi padre, de quien sospecho, igual que de vos, que es algo hugonote. Sí, aquí hay cien apetitosas libras —continuó golpeando la bolsa—, pero estas cien opulentas damas le pertenecen a maese Mercandon. En cuanto a mi patrimonio personal, ya os he dicho que se reduce a seis escudos.
—¿Cómo vamos a jugar entonces?
—Precisamente por eso quiero jugar. Además, se me ocurre una idea.
—¿Cuál?
—¿No hemos venido los dos a París con un mismo objetivo?
—Sí.
—¿No contáis con el vuestro tanto como yo con el mío?
—Sí.
—Pues bien, se me ocurre que juguemos por lo pronto nuestro dinero y luego el primer favor que recibamos, sea de la corte, sea de nuestras queridas…
—Realmente es un procedimiento muy ingenioso —dijo La Mole sonriendo—, pero confieso que no soy tan hábil jugador como para arriesgar mi vida entera a una carta o a los dados; puesto que de ese primer favor que aludís dependerá probablemente mi vida o la vuestra.
—Suprimamos entonces el primer favor de la corte y juguemos el primero de nuestras queridas.
—No veo más que un inconveniente —repuso La Mole.
—¿Y es?
—Que no tengo querida.
—Yo tampoco; pero pronto tendré alguna. ¡Gracias a Dios no estoy hecho a pasarme sin mujeres!
—No os faltarán a vos, señor de Coconnas, pero como yo no tengo la misma confianza en mi estrella amorosa, creo que sería un robo apostar mis posibilidades contra las vuestras. Juguemos, pues, los seis escudos que poseéis y si os los gano por desdicha vuestra y aún queréis seguir el juego… ¡Pardiez! Sois un caballero y vuestra palabra vale oro.
—¡En buena hora! —exclamó Coconnas—. ¡Así se habla! Y tenéis razón; la palabra de un gentilhombre vale oro, sobre todo cuando ese gentilhombre tiene crédito en la corte. Creedme que no arriesgaría mucho jugando contra vos el primer favor que obtenga.
—Sólo que podríais perderlo y yo no lo podría ganar, puesto que siendo yo del rey Enrique de Navarra no puedo recibir nada del señor duque de Guisa.
—¡Ah, el impío! Ya lo suponía —murmuró el posadero limpiando su viejo casco.
Y se interrumpió para hacer la señal de la cruz.
—¿Conque decididamente sois de los otros? —preguntó Coconnas mientras barajaba los naipes que le había traído el mozo.
—¿De qué otros?
—Dé los protestantes.
—¿Yo?
—Sí, vos.
—Suponed que así sea —dijo sonriendo La Mole—. ¿Tenéis algo en contra nuestra?
—No, a Dios gracias, no. Podéis ser lo que queráis, me es igual. Odio profundamente el protestantismo, pero no detesto a los hugonotes. Además, ahora están de moda.
—Sí —repuso La Mole, riendo con sorna—; prueba de ello es el atentado al señor almirante. ¿Queréis que también apostemos las balas de nuestros arcabuces?
—Como gustéis —replicó Coconnas—; con tal de jugar, poco me importa el qué. Juguemos, pues —dijo La Mole, recogiendo sus cartas y acomodándolas en su mano.
Jugad y hacedlo con confianza, porque aunque pierda cien escudos de oro como los vuestros, mañana tendré con qué pagarlos.
—¿Vendrá a veros la fortuna mientras dormís?
—No, seré yo quien vaya a su encuentro.
—Decidme dónde y os acompañaré.
—Al Louvre.
—¿Volveréis allí esta noche?
—Sí, tengo una audiencia particular con el duque de Guisa.
Desde que Coconnas hubo mencionado su propósito de ir al Louvre a buscar fortuna, La Hurière dejó de frotar su casco y fue a colocarse detrás de la silla de La Mole, de modo que sólo el otro jugador pudiera verlo, y desde allí empezó a hacerle señas al piamontés, quien, atento a su juego y pendiente de la conversación, no las veía.
—¡Es milagroso! —exclamó La Mole—. Teníais razón al decir que habíamos nacido bajo la misma estrella. Yo también tengo una cita esta noche en el Louvre; pero no con el duque de Guisa, sino con el rey de Navarra.
—¿Sabéis el santo y seña? —Sí.
—¿Y tenéis algún distintivo?
—No.
—Pues yo sí: el santo y seña es…
Al oír estas palabras del piamontés, La Hurière hizo un gesto tan expresivo, precisamente en el momento en que el indiscreto gentilhombre levantaba la cabeza, que Coconnas se quedó petrificado más por la cara del posadero que por la jugada en que acababa de perder tres escudos. Viendo el asombro que se pintaba en el rostro de su adversario, La Mole miró hacia atrás, pero no vio sino al posadero cruzado de brazos y cubierto con el casco que hacía un momento estaba limpiando.
—¿Qué os pasa? —preguntó La Mole a Coconnas.
Coconnas miraba al posadero y a su compañero sin responder, pues era incapaz de descifrar las reiteradas señas de maese La Hurière.
Este comprendió que debía sacarle de apuros.
—Es que yo también soy muy aficionado al juego —dijo rápidamente—, y como me acerqué para ver la baza que acabáis de ganar, os habrá sorprendido sin duda este aspecto belicoso en un pobre burgués como yo.
—¡Tenéis un gran tipo, a fe mía! —exclamó el conde de La Mole riendo a carcajadas.
—¡Pues, señor! —replicó La Hurière con una inocencia admirablemente fingida y un encogimiento de hombros lleno del sentimiento de su propia inferioridad—. Nosotros no tenemos por qué ser valientes ni poseer esa esbeltez refinada. Esto está bien para los nobles gentiles hombres como vos, que lucen cascos dorados y elegantes espadas. Nosotros con montar puntualmente las guardias…
—¡Ah! —dijo La Mole barajando—. ¿Hacéis guardias?
—¡Por Dios, señor conde! ¡Naturalmente! Soy sargento de las milicias burguesas.
Dicho esto, y mientras La Mole Baba las cartas, se retiró llevándose un dedo a los labios para recomendar discreción a Coconnas, que cada vez se hallaba más desorientado.
Esta precaución fue causa sin duda de que Coconnas perdiera la segunda jugada con tanta rapidez como la primera.
—Con esto —dijo La Mole— habéis perdido vuestros seis escudos. ¿Queréis jugar la revancha y responder con vuestra futura fortuna?
—Encantado —dijo Coconnas.
—Pero antes de empezar, ¿no teníais una cita con el señor de Guisa?
Coconnas miró hacia la cocina, donde tropezó con los abultados ojos de La Hurière, que repetía la misma advertencia.
—Sí —dijo—, pero aún no es la hora. Hablemos un poco de vos, señor de La Mole.
—Mejor haríamos hablando del juego, querido señor Coconnas, porque o mucho me equivoco o voy a ganaros otros seis escudos.
—¡Es verdad, voto al diablo…!: Siempre he oído decir que los hugonotes son afortunados en el juego. ¡Que el diablo me lleve, pero me están entrando ganas de hacerme protestante!
Los ojos de La Hurière brillaron como dos carbones encendidos; pero Coconnas, distraído, no se dio cuenta.
—Hacedlo, conde, hacedlo; y aunque es bastante singular la forma en que os ha entrado la vocación, seréis bien recibido entre nosotros.
Coconnas se rascó una oreja.
—Si estuviese seguro de que vuestra suerte se debe a eso —dijo—, os aseguro que… Porque, en fin, no tengo demasiado apego a la misa y, desde que al rey tampoco le gusta…
—Además, es una religión hermosa, tan sencilla, tan pura… —agregó La Mole.
—Además… está de moda —dijo Coconnas— y da suerte en el juego, porque ¡qué me lleve el diablo!, no hay ases en la baraja más que para vos. Sin embargo, os estoy observando desde que empezamos a jugar y veo que no hacéis trampas… ¡Tiene que ser influencia de la religión!…
—Me debéis seis escudos más —dijo tranquilamente La Mole.
—¡Ah! ¡Cómo me tentáis! —dijo Coconnas—. Si esta noche el duque de Guisa no me satisface…
—¿Qué haréis?
—¿Qué? Pues mañana os pediré que me presentéis al rey de Navarra, y estad tranquilo, si llego a hacerme hugonote, seré más hugonote que Lutero, Calvino, Melanchthon y todos los protestantes de la tierra.
—¡Silencio! —observó La Mole—, nos vamos a disgustar con nuestro posadero.
—¡Cierto! —dijo Coconnas mirando a la cocina—. Pero no nos escucha; está demasiado ocupado en este momento.
—¿Qué hace? —preguntó La Mole. No podía verle desde su sitio.
—Conversa, con… ¡Lléveme el diablo! ¡Si es él!
—¿Quién?
—Aquella especie de lechuza con quien estaba hablando cuando llegamos; el hombre del jubón amarillo y la capa color ceniciento. ¡Voto al diablo! ¡Con qué fuego discute! Decidme, maese La Hurière, ¿habláis de política por casualidad?
Pero esta vez la respuesta de La Hurière fue un gesto tan enérgico a imperioso que Coconnas, pese a su afición por la baraja, se levantó y se acercó a él.
—¿Qué os pasa? —preguntó La Mole.
—¿Pedís vino, caballero? —dijo La Hurière, tirando de la manga a Coconnas—. Ahora os lo servirán. ¡Gregorio: vino para estos señores!
Luego al oído del piamontés:
—¡Silencio! —bisbiseó—. ¡Silencio! ¡Por vuestra vida, separaos de vuestro compañero!
La Hurière estaba tan pálido y el individuo vestido de amarillo tan lúgubre, que Coconnas sintióse traspasado por un escalofrío y volviéndose a La Mole:
—Os ruego que me excuséis, querido señor de La Mole —le dijo—. He perdido ya cincuenta escudos.
Tengo mala suerte esta noche y temo comprometerme demasiado.
—Muy bien, señor, como os plazca. Además, no me disgusta la idea de echarme un rato en la cama. ¡Maese La Hurière!
—¿Señor conde?
—Si vienen a buscarme de parte del rey de Navarra, despertadme. Me acostaré vestido para estar listo en un momento.
—Lo mismo haré yo —dijo Coconnas—; voy a preparar mi distintivo para no hacer esperar a Su Alteza un solo instante. La Hurière, traedme tijeras y papel blanco.
—¡Gregorio! —gritó La Hurière—. ¡Papel para cartas y unas tijeras para cortar un sobre!
«Decididamente —dijo para sí el piamontés—, aquí ocurre algo muy misterioso».
—¡Buenas noches, señor de Coconnas! Y vos, posadero, tened la bondad de indicarme el camino de mi cuarto. ¡Buena suerte, amigo!
Y La Mole desapareció por una escalera de caracol, seguido de La Hurière. Entonces, el hombre misterioso cogió del brazo a Coconnas y atrayéndole hacia sí le dijo sin transición:
—Señor, cien veces habéis estado a punto de revelar un secreto del que depende la suerte del reino. Dios ha querido que vuestra boca se cerrara a tiempo. Una palabra más y os hubiera hecho callar con una bala de mi arcabuz. Ahora, felizmente, estamos solos: escuchad.
—¿Pero quién sois vos para hablarme con ese tono de mando? —preguntó Coconnas.
—¿Habéis oído hablar por casualidad del señor Maurevel?
—¿Del asesino del almirante?
—Y del capitán De Mouy.
—Sí, por cierto.
—¡Pues bien! El señor Maurevel soy yo.
—¡Oh! —exclamó Coconnas.
—Escuchadme, pues.
—¡Voto al diablo! Ya lo creo que os escucho.
—¡Chist! —dijo Maurevel, poniéndose un dedo en los labios.
Coconnas aguzó el oído.
Se oyó en aquel momento al posadero cerrar la puerta de un cuarto, luego la del corredor, echar los cerrojos y volver precipitadamente al lugar donde estaban Coconnas y Maurevel.
Ofrecióles a cada uno una silla, y cogiendo otra para él, dijo:
—Podéis hablar, señor Maurevel. Todo está cerrado.
Dieron las once en Saint-Germain d’Auxerre. Maurevel contó una por una las campanadas, que resonaron vibrantes y lúgubres en la noche. Cuando la última se perdió en el espacio:
—Señor —dijo, volviéndose a Coconnas, asustado al ver las precauciones que tomaban—, ¿sois buen católico?
—Por tal me tengo —respondió Coconnas.
—¿Sois adicto al rey?
—En cuerpo y alma. Hasta os diré que me ofendéis al hacerme semejante pregunta.
—No disputemos por eso. Sólo sé que habréis de seguirnos.
—¿Adónde? .
—Poco os importa. Dejaos guiar. Depende de ello vuestra fortuna y tal vez vuestra vida.
—Os advierto que a las doce tengo que estar en el Louvre.
—Precisamente vamos allí.
—El señor de Guisa me espera.
—A nosotros también.
—Tengo un santo y seña particular —continuó Coconnas, un poco mortificado al ver que tenía que compartir una audiencia con Maurevel y maese La Hurière.
—Nosotros también.
—Pero yo poseo además un distintivo para darme a conocer.
Maurevel sonrió; sacó de su capa un puñado de cruces de tela blanca, dio una a La Hurière, otra a Coconnas y se quedó con una tercera para él. La Hurière prendió la suya a su casco. Maurevel hizo lo mismo con la suya en su sombrero.
—¡Oh! —exclamó Coconnas estupefacto—. ¿De modo que la cita, el santo y seña y el distintivo son para todo el mundo?
—Sí, señor; es decir, para los buenos católicos.
—¿Hay entonces fiesta en el Louvre? ¿Algún banquete real? —dijo Coconnas—. Y quieren excluir a esos perros de hugonotes, ¿no es cierto? ¡Bueno! ¡Está bien! ¡Magnífico! Hace ya demasiado tiempo que gozan de favor.
—En efecto, hay fiesta en el Louvre —afirmó Maurevel—. Hay banquete real y los hugonotes están convidados… Más aún: serán los héroes de la fiesta, ¡pagarán el festín! Conque si queréis ser de los nuestros, venid. Comenzamos invitando a su principal campeón, a su Gedeón, como ellos le llaman.
—¿Al almirante? —preguntó Coconnas.
—Sí, al viejo Gaspar, a quien no pude acertar con mi puntería. ¡Imbécil de mí! Y eso que tiré con el arcabuz del rey.
—Aquí tenéis la causa, señor mío, de que lustrara mi casco, afilara mi espada y dispusiera mis cuchillos —dijo con voz estridente maese La Hurière, disfrazado de guerrero. Al oír estas palabras, Coconnas se estremeció y se puso sobremanera pálido. Empezaba a comprender.
—Pero ¿es posible?… Esta fiesta, este banquete…, es que… van a…
—Habéis tardado mucho en adivinarlo, señor —dijo Maurevel—. Se ve que no estáis harto como nosotros de las impertinencias de esos herejes.
—¿Y vosotros os encargáis de ir a casa del almirante y de…? Maurevel sonrió y llevando a Coconnas hacia una ventana:
—Mirad —le dijo—: ¿Veis allá en la placita, al extremo de la calle, detrás de la iglesia, esa tropa que se alinea sigilosamente en la oscuridad? —Sí.
—Los hombres que la forman llevan como maese La Hurière y como nosotros una cruz blanca en el sombrero.
—¿Y qué?
—Esos hombres pertenecen a un batallón de suizos de los pequeños cantones mandado por Toquenot. Ya sabéis que esos suizos de los pequeños cantones son compadres del rey.
—¡Ajá! —dijo Coconnas.
—¿Y no veis ahora ese escuadrón de caballería que entra por la calle? ¿Reconocéis a su jefe?
—¿Cómo queréis que lo reconozca —repuso Coconnas estremeciéndose— si he llegado a París esta misma noche?
—Pues es el mismo con quien tenéis una cita a medianoche en el Louvre. Vedle: se dirige a esperaros.
—¿Es el duque de Guisa?
—¡El mismo! Los que le escoltan son Marcelo, expreboste de los mercaderes, y J. Cheron, preboste actual. Los dos van a movilizar sus batallones de paisanos: allí tenéis al capitán del barrio, que viene por esta calle; observad bien lo que hace.
—Viene llamando a las puertas. Pero ¿qué es lo que tienen pintado encima las puertas dónde llama? —Una cruz blanca, joven; una cruz igual a la que llevamos en los sombreros. Antes se encomendaba a Dios el trabajo de reconocer a los suyos, hoy somos más civilizados y le ahorramos esta molestia.
—Todas las puertas donde llama se abren, y de cada casa salen hombres armados.
—Llamará también a la nuestra y saldremos cuando nos toque el turno.
—¿Pero toda esa gente se pone en pie para ir a matar a un anciano hugonote? ¡Esto es vergonzoso! Es una faena propia de asesinos y no de soldados.
Joven —dijo Maurevel—, si os repugnan los ancianos, podréis elegir entre los maduros. Habrá para todos los gustos. Si despreciáis el puñal, podréis requerir la espada; porque los hugonotes no son hombres que se dejen degollar sin defenderse, y sabréis que todos ellos, jóvenes o viejos, tienen el pellejo duro.
—¿Pero van a matarlos a todos? —exclamó Coconnas.
—A todos.
—¿Por orden del rey?
—Por orden del rey y del duque de Guisa.
—¿Cuándo?
—Cuando oigáis la campana en Saint-Germain d’Auxerre.
—¡Ah! Por eso aquel amable alemán que está al servicio del señor de Guisa… Por cierto, ¿cómo se llama? —¿El señor de Besme?
—¡Exacto! Por eso me dijo que fuese al Louvre cuando oyera la campana.
—¿Habéis visto al señor de Besme?
—Le he visto y he hablado con él.
—¿Dónde?
—En el Louvre. Fue quien me facilitó la entrada, me dio el santo y seña y me…
—Mirad.
—¡Pardiez! ¡Si es él!
—¿Queréis hablarle?
—¡Por mi alma! No me disgustaría.
Maurevel abrió la ventana sin hacer ruido. Precisamente pasaba Besme con una veintena de hombres.
—¡Guisa y Lorena! —dijo Maurevel.
Besme se volvió, y comprendiendo que le llamaban, acercóse a la ventana.
—¡Ah! ¡Ah! ¿Sois fos, sinior Maurefel?
—Sí, yo soy, ¿qué buscáis?
—Busco la bosada de A la Pelle Etoile, para avisar a un tal sinior Gogonnas.
—¡Aquí estoy, señor Besme! —exclamó el joven.
—¡Pueno! ¡Muy pien!… ¿Estáis listo?
—Sí, ¿qué debo hacer?
—Lo que os tiga el sinior Maurefel. Estar un puen católico.
—¿Oís? —preguntó Maurevel.
—Sí —respondió Coconnas—. Pero vos, señor de Besme, ¿dónde vais?
—¿Yo? —preguntó Besme riendo.
—Sí, vos.
—A decir un balabrita al almirante.
—Decidle dos si es preciso —dijo Maurevel—. Si con la primera se despierta, que se quede dormido con la segunda.
—Estad tranquilo, sinior Maurefel, estad tranquilo y aleccionad pien a este joven.
—No temáis. Los Coconnas son buenos sabuesos de fino olfato y cazadores de pura sangre.
—Adiós.
—Adiós.
—¿Y fos?
—Comenzad la caza; nosotros llegaremos para el festín. Besme se alejó y Maurevel cerró la ventana.
—¿Habéis oído, joven? —dijo Maurevel—. Si tenéis algún enemigo particular, aunque no sea del todo hugonote, ponedlo en la lista y caerá con los demás.
Coconnas, más aturdido que nunca por lo que oía y presenciaba, miró alternativamente al posadero, que adoptaba bélicas actitudes, y a Maurevel, que tranquilamente sacaba un papel de su bolsillo.
—Aquí está mi lista —dijo—: Son trescientos. Que cada buen católico haga esta noche la décima parte de lo que haré yo y mañana no quedará un solo hereje en el reino.
—¡Silencio! —previno La Hurière.
—¿Qué pasa? —preguntaron a la vez Coconnas y Maurevel.
Se oyó vibrar en aquel momento la campana de Saint-Germain d’Auxerre.
—¡La señal! —gritó Maurevel—. Por lo visto han adelantado la hora. Me dijeron que sería a medianoche… ¡Tanto mejor! Cuando se trata de la gloria de Dios y del rey, más vale que adelanten los relojes y no que atrasen.
Retumbó el toque lúgubre de las campanas de la iglesia. Casi al mismo tiempo sonó un tiro a inmediatamente el resplandor de muchas antorchas iluminó como un relámpago la calle de l’Arbre-Sec. Coconnas se pasó por la frente su mano sudorosa.
—¡Ya empezó! —gritó Maurevel—. ¡Vamos!
—¡Un momento! ¡Un momento! —dijo el posadero—. Antes de entrar en campaña aseguremos la retaguardia. No quiero que degüellen a mi mujer y a mis hijos mientras yo no esté. Aquí dentro hay un hugonote.
—¿El señor de La Mole? —preguntó Coconnas sobresaltado.
—Sí, ¡el muy impío se ha metido en la boca del lobo!
—¿Cómo? ¿Atacaréis a vuestro huésped? —preguntó Coconnas.
—Para él afilé mi tizona.
—¡Oh! ¡Oh! —dijo el piamontés frunciendo el entrecejo.
—Hasta ahora no he matado más que conejos, patos y pollos —replicó el digno hostelero—. No sé cómo me las arreglaré para matar a un hombre. Ensayaré con él. Si cometo alguna torpeza, nadie podrá burlarse de mí.
—¡Voto al diablo! ¡Es demasiado! —objetó Coconnas—. El señor, de La Mole es mi compañero. Ha cenado y jugado conmigo.
—Sí, pero el señor de La Mole es un hereje —intervino Maurevel— y está condenado. Si nosotros le dejamos, otros le matarán.
—Sin contar —añadió el posadero— que os ha ganado cincuenta escudos.
—Muy cierto —repuso Coconnas—, pero en buena ley.
—Os los haya ganado honradamente o no, el caso es que se los tendréis que pagar, mientras que, muerto el perro, se acabó la rabia.
—¡Vamos! ¡Vamos! Apresurémonos, señores —gritó Maurevel—. Matadlo de un balazo, de una estocada, de un martillazo, de un palo o de un golpe cualquiera, con lo que más os guste, pero acabemos si queréis llegar a tiempo como hemos prometido, para ayudar al señor de Guisa en casa del almirante.
Coconnas suspiró.
—¡Vengo volando! —gritó La Hurière—. Esperadme.
—¡Maldita sea! —exclamó Coconnas—. Va a hacer sufrir a ese pobre muchacho y es capaz de robarle. Acabaré con él si es preciso; pero impediré que toque su dinero.
Y movido por tan generosa idea, Coconnas subió la escalera detrás de maese La Hurière, a quien pronto dio alcance, ya que el posadero, a medida que se acercaba a la habitación de su huésped, sin duda por efecto de la reflexión, acortaba el paso. En el momento en que llegaba a la puerta seguido de Coconnas, se oyeron varios disparos en la calle.
Al oírlos, La Mole saltó de la cama y sus pasos hicieron crujir el suelo.
—¡Diablo! —murmuró La Hurière un poco perplejo—. Parece despierto.
—Así lo creo —dijo Coconnas.
—¿Y se defenderá?
—Es capaz. Sería gracioso que os matase, maese La Hurière.
—¡Hum! —contestó el aludido.
Pero viéndose armado de un buen arcabuz, cobró ánimos y derribó la puerta de un vigoroso puntapié.
Apareció entonces La Mole, sin sombrero, pero completamente vestido. Se hallaba atrincherado detrás de la cama con la espada entre los dientes y una pistola en cada mano.
—¡Oh! —exclamó Coconnas dilatando las narices como fiera que huele la sangre—. Esto se está poniendo muy interesante, maese La Hurière. ¡Adelante!
—¡Pretenden asesinarme, a lo que veo! —gritó La Mole mientras sus ojos echaban chispas—. ¿Y eres tú, miserable?
Maese La Hurière respondió cargando el arcabuz y apuntando al joven. Gracias a que, vista la maniobra, La Mole se encogió de rodillas, la bala pasó por encima de su cabeza.
—¡A mí! ¡A mí, señor de Maurevel! —gritó La Hurière.
—A fe mía, señor de La Mole —repuso Coconnas—. Lo más que puedo hacer en este caso es no tomar parte en la pelea. Por lo visto esta noche matamos a los hugonotes en nombre del rey. Salid como podáis del apuro.
—¡Traidores! ¡Asesinos! ¿Conque es así? ¡Está bien! ¡Esperad!
Y La Mole, apuntando a su vez, apretó el gatillo de una de sus pistolas. La Hurière, que no le quitaba ojo, tuvo tiempo de hacerse a un lado; pero Coconnas, que no esperaba esta respuesta, permaneció inmóvil y la bala le rozó un hombro.
—¡Voto al diablo! —gritó apretando los dientes—. Estoy herido. Te verás con los dos, puesto que así lo quieres.
Y, desenvainando su espada, se lanzó contra La Mole.
Si hubiera estado solo, La Mole le habría hecho frente; pero Coconnas tenía a sus espaldas a La Hurière, que cargaba de nuevo su arcabuz, sin contar con que Maurevel, al oír la invitación del posadero, subía de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera. La Mole se metió en otra habitación y atrancó la puerta.
—¡Ah! ¡Desalmado! —exclamó Coconnas furioso golpeando la puerta con la empuñadura de su espada—. ¡Espera! ¡Espera! ¡Voy a agujerearte el pellejo tantas veces como escudos me ganaste anoche! ¿De modo que vengo para impedir que lo hagan daño, para que no lo roben, y me recompensas con un tiro en el hombro? ¡Espera! ¡Canalla! ¡Espera!…
Entre tanto maese La Hurière se acercó a la puerta, haciéndola saltar en astillas con un culatazo de su arcabuz.
Coconnas se precipitó por el hueco y fue a dar con la nariz en la pared de enfrente.
La pieza estaba vacía y la ventana abierta.
—Se ha tirado a la calle —dijo el posadero—, y como estamos en el cuarto piso se habrá matado.
—O se habrá escapado por el techo de la casa vecina —añadió Coconnas, saltando por encima del barrote de la ventana y dispuesto a seguirle por aquel escarpado y resbaladizo terreno.
Maurevel y La Hurière se precipitaron tras él con ánimo de obligarle a desistir de sus propósitos.
—¿Estáis loco? —le dijeron los dos a la vez—. Vais a mataros.
—¡Bah! —dijo Coconnas—. Soy de la montaña y estoy acostumbrado a correr sobre el hielo. Además, cuando un hombre me ha insultado una vez, soy capaz de subir hasta el cielo o de bajar hasta los infiernos con tal de alcanzarle. ¡Dejadme!
—Id, si queréis —dijo Maurevel—, pero si no se ha muerto, ya estará muy lejos. Mejor será que vengáis con nosotros; si ese se escapa ya encontraréis otros mil que le reemplacen.
—Tenéis razón —aulló Coconnas—. ¡Mueran los hugonotes! ¡Necesito vengarme y cuanto antes mejor!
Los tres bajaron la escalera como un alud.
—¡A casa del almirante! —gritó Maurevel.
—¡A casa del almirante! —repitió La Hurière.
—¡A casa del almirante, pues! —terminó Coconnas.
Y juntos los tres salieron de A la Belle Etoile, dejando de guardia en la posada a Gregorio y a los demás mozos. Se encaminaron hacia la casa del almirante, situada en la calle Bethisy. El fulgor de las antorchas y el ruido de las armas les orientaban.
—¿Eh? ¿Quién viene ahí? —gritó Coconnas—. Un hombre sin jubón y sin capa.
—Alguien que trata de escapar —dijo Maurevel.
—¡Tiradle vos, que tenéis arcabuz! —dijo Coconnas.
—¡Quiá! —respondió Maurevel—. Guardo la pólvora para caza mayor.
—Esperad, esperad —repuso el posadero apuntando.
—Sí, y mientras tanto, se os irá de las manos —dijo Coconnas.
Y se lanzó en persecución del infeliz, a quien no tardó en dar alcance, pues se hallaba herido.
En el momento en que, para no matarle por la espalda, le gritaba: «¡Volveos! ¡Volveos!», sonó un tiro, pasó silbando una bala de arcabuz y el fugitivo cayó rodando como una liebre alcanzada en plena carrera por el plomo certero del cazador.
Se oyó un grito de triunfo y, al volverse, el piamontés vio a La Hurière blandiendo su arma.
—¡Ah! —gritaba—. ¡Al menos me he estrenado!
—Sí, pero estuvisteis a punto de atravesarme de parte a parte.
—¡Cuidado, caballero, cuidado! —advirtió La Hurière.
Coconnas dio un salto hacia atrás. El herido se había levantado apoyándose en una rodilla y, dispuesto a vengarse, iba a dar una puñalada a Coconnas en el preciso instante en que la advertencia del posadero puso en guardia al piamontés.
—¡Ah, víbora! —gritó Coconnas, y arrojándose sobre el herido le hundió tres veces la espada en el pecho hasta la empuñadura—. ¡Y ahora, a casa del almirante! —añadió dejando al hugonote debatiéndose en las últimas convulsiones de la agonía.
—¡Ah! ¡Ah, señor mío, parece que os vais aficionando! —dijo Maurevel.
—Sí, por cierto. No sé si será el olor de la pólvora lo que me embriaga o la vista de la sangre lo que me excita; pero ¡voto al diablo!, os juro que le estoy tomando gusto a la matanza. Es como si fuera una batida de hombres. Hasta ahora sólo había participado en las de osos o de lobos; pero ¡por mi honor!, que la batida de hombres me resulta más divertida.
Y los tres siguieron animosos su camino.