OS dos gentiles hombres, informados por la primera persona que encontraron, tomaron por la calle de Averon, luego por la de Saint-Germain d’Auxerre y no tardaron en hallarse ante el Louvre, cuyas torres se confundían ya con las primeras sombras de la noche.
—¿Qué os ocurre? —preguntó Coconnas a La Mole que, absorto a la vista del viejo castillo, miraba con profundo respeto los puentes levadizos, las ventanas estrechas y los campanarios puntiagudos que se presentaban ante sus ojos.
—¡A fe mía que no lo sé! —dijo La Mole—. Pero el corazón me late agitado. No soy cobarde, pero no sé por qué este palacio me parece sombrío y hasta diría terrible.
—Pues a mí no sé lo que me pasa —dijo Coconnas—, pero siento una alegría extraña. Mi aspecto es algo descuidado —continuó observando su traje de viaje—; pero ¡bah!, tengo apostura de caballero. Además, las órdenes me indicaban rapidez. Seré, pues, bien acogido, ya que obedezco puntualmente.
Y los dos jóvenes continuaron su camino, preocupado cada cual por los sentimientos que había expresado.
Había numerosa guardia en el Louvre; todos los puestos parecían reforzados. Nuestros dos viajeros se quedaron al principio un tanto perplejos. Pero Coconnas, que había notado que el nombre del duque de Guisa era una especie de talismán para los parisienses, se acercó a un centinela y, mencionando este nombre omnipotente, preguntó si, gracias a él, podría entrar en el Louvre.
El nombre pareció ejercer sobre el centinela el efecto acostumbrado; sin embargo, también preguntó a Coconnas el santo y seña.
Coconnas se vio obligado a confesar que no lo sabía.
—Retiraos entonces, caballero —dijo el soldado.
En este momento, un hombre que conversaba con el oficial de guardia y oyó a Coconnas pedir permiso para entrar en el Louvre, interrumpiendo su charla se le acercó y le dijo:
—¿Qué quiere vos del sinnior de Güise?
—Yo querer hablarle —respondió Coconnas sonriendo.
—Imposible, el dugue estar con el rey.
—Sin embargo, tengo una carta llamándome a París.
—¡Ah! ¿Fos tener una cagta?
—Sí, y vengo desde muy lejos.
—¡Ah! ¿Fos llegar teste muy lejos?
—Vengo del Piamonte.
—¡Pien, pien! Esto es otra cosa. ¿Y cómo os llamáis?
—Soy el conde Annibal de Coconnas.
—¡Pueno! ¡Pueno! Tadme la cagta, sinior Annibal, y tádmela.
—Vaya un hombre amable —se dijo La Mole—. ¡Si pudiera encontrar otro igual que me condujera ante el rey de Navarra!
—Pero tadme la cagta —continuó el gentilhombre alemán extendiendo la mano hacia Coconnas, que vacilaba.
—¡Cáspita! —dijo el piamontés desconfiado como un semiitaliano—. No sé si debo. Tan siquiera tengo el honor de conoceros, señor.
—Soy Pesme; bertenezco al serficio del sinior de Güise.
—Pesme… —murmuró Coconnas—. No conozco ese nombre.
—Es el señor de Besme —dijo el centinela—. La pronunciación os confunde. Dadle vuestra carta, yo respondo.
—¡Ah! ¡Es el señor Besme! —exclamó Coconnas—. ¡Ya lo creo que lo conozco! ¡Cómo no! Con el mayor placer. Aquí tenéis mi carta y perdonad mi duda. Es preciso dudar cuando se quiere ser fiel.
—¡Pien, pien! —dijo Besme—. No hafía necesidad de esgusa.
—Señor —dijo La Mole aproximándose—. Ya que sois tan amable, ¿querríais encargaros de mi carta como acabáis de hacer con la de mi compañero?
—¿Quién sois fos?
—El conde Lerac de La Mole.
—¿El gonde Lerac de La Mole?
—Sí, señor.
—No gonosgo ese nombre.
—Es muy fácil que yo no tenga el honor de que me conozcáis, pues soy extranjero y, lo mismo que el conde de Coconnas, acabo de llegar de muy lejos.
—¿De dónde fenís?
—De Provenza.
—¿Y con una cagta?
—Sí, con una carta.
—¿Para el sinior de Güise?
—No, para Su Majestad el rey de Navarra.
—Yo no servir al rey de Naparra, sinior —respondió Besme con súbita frialdad—. Yo no poder llefar puestra cagta.
Y volviendo la espalda a La Mole, Besme entró en el Louvre haciendo señas a Coconnas de que le siguiera de cerca.
La Mole se quedó solo.
En el mismo momento en que desaparecían Besme y Coconnas por una puerta del Louvre, un grupo formado por un centenar de caballeros salía por otra.
—¡Ah, ah! —dijo el centinela a un compañero de servicio—. Es De Mouy con sus hugonotes. ¡Están radiantes! El rey les habrá prometido la muerte del asesino del almirante y, como es el mismo que mató al padre de De Mouy, el hijo matará dos pájaros de un tiro.
—Perdón —dijo La Mole dirigiéndose al soldado—. Creo haber oído que ese oficial es el señor De Mouy.
—En efecto.
—Y que los que le acompañan son…
—Herejes.
—Gracias —dijo La Mole sin dar muestras de haber oído el término despectivo empleado por el centinela—. Eso es todo cuanto deseaba saber.
Y dirigiéndose al jefe de los caballeros:
—Señor —dijo abordándole—, acabo de saber que sois el señor De Mouy.
—El mismo, caballero —respondió el oficial cortésmente.
—Vuestro nombre, tan conocido por los de mi religión, me anima a dirigirme a vos, señor, para pediros un favor.
—¿De qué se trata? Pero ante todo, ¿con quién tengo el honor de hablar?
—Con el conde de Lerac de La Mole.
Los dos jóvenes se saludaron.
—Os escucho, señor —dijo De Mouy.
—Acabo de llegar de Aix y soy portador de una carta del señor Auriac, gobernador de Provenza. Esta carta va dirigida al rey de Navarra y contiene noticias importantes y urgentes. ¿Cómo podré entregarla? ¿Cómo podré entrar en el Louvre?
—Nada más fácil que entrar en el Louvre, señor —replicó De Mouy—. Únicamente temo que el rey de Navarra esté demasiado ocupado en este momento para recibiros. Pero no importa; si queréis seguirme, os conduciré hasta sus habitaciones. El resto corre por vuestra cuenta.
—Mil gracias.
—Venid, pues —dijo De Mouy.
El oficial dejó las riendas de su caballo en manos de un lacayo y, encaminándose hacia la garita, se dio a conocer al centinela. Luego introdujo a La Mole en el castillo y, abriendo la puerta que daba paso a las habitaciones del rey:
—Entrad —le dijo—, a informaos.
Y saludándole se retiró.
Apenas estuvo solo, La Mole miró a su alrededor. La antecámara estaba vacía y una de sus puertas interiores abierta. Dio algunos pasos y se encontró en un pasillo. Golpeó y llamó sin que nadie le respondiera. El más profundo silencio reinaba en esta parte del Louvre.
«¡Y pensar que me habían hablado de un rígido protocolo! —dijo para sí—. En este palacio todo el mundo entra y sale como en una plaza pública».
Y volvió a llamar sin obtener mejor resultado que la primera vez.
«¡Adelante, pues! —pensó—. ¡Ya tropezaré con alguien!».
Y se metió por el pasillo, que se hacía cada vez más oscuro.
De pronto, la puerta que quedaba enfrente de aquella por donde había entrado se abrió y aparecieron dos pajes llevando antorchas con las que iluminaban el camino a una mujer de estatura imponente, porte majestuoso y, sobre todo, de una admirable belleza.
La luz dio de lleno sobre La Mole, que permaneció inmóvil.
La dama se detuvo al verle.
—¿Queríais algo, señor? —le preguntó con una voz que en los oídos del joven hizo el efecto de una música deliciosa.
—¡Oh, señora! —dijo La Mole bajando la vista—. Excusadme, os lo ruego. Acabo de dejar al señor De Mouy, que ha tenido la gentileza de conducirme hasta aquí, y buscaba al rey de Navarra.
—Su Majestad no se encuentra aquí, señor; está con su cuñado. Pero en su ausencia podríais decir a la reina…
—Sí, sin duda, señora, con tal de que alguien se dignara llevarme hasta ella.
—Estáis en su presencia.
—¡Cómo! —exclamó La Mole.
—Soy la reina de Navarra —dijo Margarita.
La Mole, asustado, hizo un gesto de estupor que provocó la risa de la reina.
—Hablad pronto, señor, que me está esperando la reina madre.
—¡Oh! Señora, si tenéis prisa, permitidme que me retire, porque me sería imposible hablaros en este momento. Me siento incapaz de concebir una idea; vuestra presencia me ha deslumbrado. Ya no pienso, admiro.
Margarita se acercó llena de gracia y de belleza a aquel joven que, sin saberlo, acababa de expresarse como un refinado cortesano.
—Serenaos, señor. Esperaré y me esperarán.
—Perdonadme, señora, si no he saludado antes a Vuestra Majestad con todo el respeto que tiene derecho a esperar de uno de sus más humildes servidores, pero…
—Pero —continuó Margarita—, ¿me tomasteis por una de mis damas?
—No, no, señora: por la sombra de la bella Diana de Poitiers. Me han dicho que suele aparecerse en el Louvre.
—Vamos, señor —dijo Margarita—, ya no necesitáis que me preocupe más de vos: ¡seguro que haréis fortuna en la come! ¿Dijisteis que teníais una carta para el rey? Es inútil que esperéis, pero no importa, podéis dármela y yo se la entregaré… Pero daos prisa, os lo ruego.
En un abrir y cerrar de ojos, La Mole desató los cordones de su jubón y sacó del pecho una carta encerrada en un sobre de seda.
Margarita la cogió y observó la letra.
—¿Sois el señor de La Mole? —preguntó.
—Sí, señora. ¡Dios mío! ¿Tendré la dicha de que mi nombre sea conocido por Vuestra Majestad?
—Se lo he oído pronunciar al rey mi marido y a mi hermano el duque de Alençon. Sé que os esperan.
Y deslizó en su corpiño recamado de bordados y diamantes aquella carta que le entregaba el joven y que aún conservaba el calor de su pecho. La Mole seguía ávidamente con los ojos cada uno de los movimientos de Margarita.
—Ahora —le dijo—, descended a la galería y esperad hasta que vayan a buscaros de parte del rey de Navarra o del duque de Alençon. Uno de mis pajes os va a conducir.
Después de pronunciar estas palabras Margarita continuó su camino. Aunque La Mole se apretó contra la pared, el pasillo era tan estrecho y el miriñaque de la reina de Navarra tan ancho que su vestido de seda rozó con el joven. Quedó tras ella una estela de penetrante perfume.
La Mole se estremeció por entero y, sintiéndose a punto de caer desvanecido, se apoyó contra la pared.
Margarita desapareció como una quimera.
—¿Venís, señor? —dijo el paje encargado de acompañar a La Mole hasta la galería inferior.
—Sí, sí —respondió La Mole entusiasmado. Precisamente, el muchacho le indicaba el camino por donde acababa de alejarse Margarita, con lo que pensó que, apresurándose, aún la vería.
En efecto; al llegar a lo alto de la escalera logró verla cuando llegaba al piso de abajo, y, sea por casualidad o porque el ruido de sus pasos llegara hasta ella, lo cierto es que levantó la cabeza y el joven La Mole pudo contemplar otra vez aquellos ojos.
—¡Oh! —exclamó—. No es una mortal, es una diosa, y como dijo Virgilio:
Et vera incessu patuit dea[7].
—¿Me seguís? —preguntó el paje.
—Aquí estoy, perdonad, ya os sigo —respondió La Mole.
El paje, precedido de La Mole, descendió un piso, abrió una puerta, luego otra y, deteniéndose en el umbral, dijo:
—Este es el lugar donde debéis esperar.
La Mole entró en la galería y la puerta se cerró a sus espaldas.
En la galería tan sólo halló a otro gentilhombre que se paseaba y parecía esperar también.
Ya la noche comenzaba a enviar espesas sombras desde lo alto de las bóvedas y, aunque los dos hombres estaban apenas a veinte pasos de distancia uno de otro, no podían distinguir sus rostros. La Mole se acercó.
—¡Dios me perdone! —exclamó cuando estuvo a pocos pasos del otro—. ¡Si es el señor conde de Coconnas!
Al oír sus pasos, el piamontés se había vuelto y le miraba con el mismo asombro con que era mirado.
—¡Pardiez! ¡Que el diablo me lleve si no sois el señor conde de La Mole! ¡Uf! ¿Qué estoy haciendo? ¿Jurar en la casa del rey? Pero ¡bah! Tengo entendido que el rey jura más que yo y hasta en la iglesia. Nos encontramos de nuevo en el Louvre…
—Tal como lo estáis viendo. ¿Os introdujo el señor Besme?
—Sí, es un alemán sumamente amable… Y a vos ¿quién os sirvió de introductor?
—El señor De Mouy. No me equivocaba al deciros que los hugonotes tenían prestigio en la corte… ¿Habéis visto al duque de Guisa?
—Aún no. Y vos ¿obtuvisteis vuestra audiencia con el rey de Navarra?
—No, pero no tardaré en conseguirla. Me trajeron hasta aquí diciéndome que esperara.
—¡Ya veréis cómo se trata de algún magnífico festín al que seremos invitados! ¡Pero qué singular casualidad, a fe mía! Desde hace dos horas el destino nos une. Pero ¿qué tenéis? Parecéis preocupado…
—¿Yo? —dijo en seguida La Mole, estremeciéndose porque, efectivamente, seguía como en éxtasis recordando la visión que se le había aparecido—. No, pero el lugar en que nos hallamos trae a mi espíritu multitud de sugerencias.
—Filosóficas, ¿no es cierto? Lo mismo me ocurre a mí. Justamente cuando entrasteis, acudían a mi mente todas las recomendaciones de mi preceptor. ¿Habéis leído a Plutarco, señor conde?
—¡Cómo no! —dijo La Mole sonriendo—. Es uno de mis autores predilectos.
—Pues bien —continuo gravemente Coconnas—, creo que ese gran hombre no se equivoca cuando compara los dones de la naturaleza con flores brillantes pero efímeras, mientras que considera a la virtud como una planta balsámica de perfume imperecedero y de soberana eficacia para curar las heridas.
—¿Sabéis griego, señor Coconnas? —dijo La Mole, mirando fijamente a su interlocutor.
—No, pero mi preceptor sabía y me recomendó con mucho interés que, cuando estuviese en la corte, no dejara de discurrir sobre la virtud: «Eso —me dijo— está bien visto». En cuanto a eso, he venido bien pertrechado, os lo advierto. Y a propósito ¿tenéis apetito?
—No.
—Me parece, sin embargo, que os atraía bastante el ave asada de A la Belle Etoile. Yo me muero de inanición.
—Señor Coconnas, esta es una buena ocasión para sacar a relucir vuestros argumentos sobre la virtud y probar vuestra admiración por Plutarco. Este buen escritor dice en alguna parte: «Es bueno acostumbrar el alma al dolor y el estómago al hambre». Prepon esti tên men psuchên odunê, ton de gastéra semô askeïn.
—¡Ah! ¿Sabíais el griego? —exclamó Coconnas, estupefacto.
—Ya lo creo; mi preceptor me lo enseñó.
—¡Voto al diablo, conde! Entonces tenéis asegurada la fortuna: haréis versos con el rey Carlos IX y hablaréis en griego con la reina Margarita.
—Sin contar —añadió La Mole riendo— con que, además, puedo hablar en gascón con el rey de Navarra.
En aquel momento se abrió una puerta de la galería que comunicaba con las habitaciones del rey; resonaron unos pasos y se vio en la oscuridad una sombra que avanzaba. Esta sombra se convirtió en un cuerpo. Y este cuerpo era el del señor de Besme.
Olfateó a los dos jóvenes para reconocer al que buscaba a hizo señas a Coconnas para que le siguiera.
Coconnas se despidió de La Mole agitando el brazo.
Besme condujo a Coconnas al extremo de la galería, abrió una puerta y se encontraron ante el primer peldaño de una escalera.
Llegados allí, Besme se detuvo, y luego de mirar alrededor, arriba y abajo, preguntó:
—Sinior de Coconnas, ¿dónde fifís?
—En la posada de A la Belle Etoile, calle de l’Arbre-Sec.
—¡Pueno! ¡Pueno! Estar a dos basos de aquí… Folfed bronto a fuestro hotel y esta noche…
Miró otra vez en torno suyo.
—¿Esta noche? —preguntó Coconnas.
—Pien, esta noche folfed aquí con una puena esbada. La consigna es Güise. ¡Silencio! Poca cerrada.
—¿Pero a qué hora debo venir?
—Cuando oigáis la cambana.
—¿Cómo, la cambana?
—Sí, la cambana, ¡tam!, ¡tam!
—¡Ah! ¿La campana?
—Sí, esto es lo que decía.
—Así será —dijo Coconnas.
Y saludó a Besme, preguntándose en voz baja cuando se alejaba:
—¿Qué diablos querrá decir y con qué motivo tocarán las campanas? De todos modos mantengo mi opinión: el señor Besme es un tedesco[8] muy amable. ¿Si esperara al conde de La Mole?… Pero no; es probable que cene con el rey de Navarra.
Y Coconnas se dirigió hacia la calle de l’Arbre-Sec, donde el anuncio de A la Belle Etoile le atraía como un imán. Entre tanto, la puerta de la galería correspondiente a las habitaciones del rey de Navarra se abrió y un paje se adelantó hacia La Mole.
—¿Sois el conde de La Mole? —preguntó.
—El mismo.
—¿Dónde vivís?
—En la calle de l’Arbre-Sec, posada de A la Belle Etoile.
—Bien, está a las puertas del Louvre. Escuchad… Su Majestad os envía decir que no puede recibiros en este momento; quizás esta noche os mande llamar. En todo caso, si mañana por la mañana no habéis recibido noticias suyas, venid al Louvre.
—¿Y si el centinela me niega la entrada?
—¡Ah! Es cierto. El santo y seña es Navarra; pronunciad esta palabra y se os abrirán todas las puertas.
—Gracias.
—Esperad, caballero; tengo orden de acompañaros hasta la salida para que no os extraviéis por el palacio.
—¿Qué será de Coconnas? —se preguntó La Mole cuando estuvo en la calle—. ¡Oh! Seguramente se habrá quedado a cenar con el duque de Guisa.
Pero al volver a casa de maese La Hurière, la primera persona que vio nuestro hombre fue Coconnas, sentado ante una gigantesca tortilla con tocino.
—¡Oh, oh! —exclamó Coconnas, riendo a carcajadas—. Parece que os quedasteis sin la cena del rey de Navarra, así como yo sin la del duque de Guisa.
—Así parece.
—¿Y os volvió el apetito?
—Creo que sí.
—¿A pesar de Plutarco?
—Señor conde —dijo riendo La Mole—, Plutarco dice en otra parte que el que tiene debe repartir con el que no tiene. ¿Queréis, por amor a Plutarco, compartir vuestra tortilla conmigo? Hablaremos de la virtud mientras cenamos.
—¡Oh, no! —dijo Coconnas—. Eso está bien para cuando uno se halla en el Louvre, temiendo ser escuchado y con el estómago vacío. Sentaos ahí y cenemos.
—Veo que la suerte nos ha hecho inseparables. ¿Dormiréis aquí?
—No sé todavía.
—Yo tampoco.
—En todo caso sé muy bien dónde pasaré la noche.
—¿Dónde?
—Pues en el mismo sitio donde la paséis vos. ¡No fallará!
Ambos se echaron a reír, haciendo los honores a la tortilla de maese La Hurière.