OS días siguientes a la boda transcurrieron entre fiestas, bailes y torneos. Continuaba estrechándose la unión entre los dos partidos rivales. Se prodigaron finezas y ternuras capaces de hacer perder la cabeza a los más fanáticos hugonotes; se vio al padre Gotton cenar y divertirse en compañía del barón de Courtaumer y al duque de Guisa remontar el Sena con el príncipe de Condé, en un barco con música.
El rey Carlos parecía haber olvidado su habitual melancolía y no se alejaba ni un minuto de su cuñado Enrique. Hasta la reina madre llegó a perder el sueño, tan alegre y entretenida estaba con sus bordados, joyas y plumas.
Los hugonotes, cediendo un tanto a la molicie de esta nueva Capua, comenzaron a lucir jubones de seda, a enarbolar sus divisas y a pavonearse ante ciertos balcones como si hubieran sido católicos. Por doquier se advertía tal reacción a favor de la religión reformada que pudo creerse por un momento que toda la corte se iba a convertir al protestantismo.
Incluso el almirante, a pesar de su experiencia, se dejó engañar como los demás y, tan aturdido estaba, que una tarde, durante dos horas, se olvidó de morder su palillo de dientes, ocupación a la que solía dedicarse desde las dos de la tarde, hora en que concluía su almuerzo, hasta las ocho de la noche, en que se sentaba a la mesa para cenar.
La noche en que el almirante, faltando a sus costumbres, cometió tan increíble descuido, el rey Carlos IX había invitado a Enrique de Navarra y al duque de Guisa a una merienda íntima. Terminada la colación, pasó con ellos a su dormitorio, donde comenzó a explicarles el ingenioso mecanismo de un cepo para cazar lobos, que él mismo había inventado, cuando se interrumpió repentinamente:
—¿No viene el señor almirante esta noche? —preguntó—. ¿Quién le ha visto hoy y puede darme nuevas suyas?
—Yo —dijo el rey de Navarra—, y si Vuestra Majestad se interesa por su salud, tranquilícese, porque le he visto esta mañana a las seis y esta tarde a las siete.
—¡Ah, ah! —comentó el rey, cuya mirada, por un momento distraída, se clavó con penetrante curiosidad en su cuñado—. Sois demasiado madrugador, Enrique, para ser un recién casado.
—Sí, Sire —respondió el rey de Navarra—, quería saber a través del almirante, que todo lo sabe, si están ya en camino hacia aquí algunos gentiles hombres que aún espero.
—¡Más gentiles hombres! Teníais ya ochocientos el día de vuestra boda, y a diario llegan nuevos contingentes. ¿Queréis, acaso, invadirme? —dijo Carlos riendo.
El duque de Guisa frunció el ceño.
—Sire —replicó el bearnés—, se habla de una campaña contra Flandes. Por eso reúno en torno mío a todos aquellos de mi país y sus alrededores que creo puedan ser útiles a Vuestra Majestad.
El duque, acordándose del proyecto que el bearnés comunicara a Margarita el día de sus bodas, escuchó con mayor atención.
—¡Bueno, bueno! —respondió el rey con su sonrisa felina—. Mientras más haya, más contentos estaremos. Traedlos, pues, Enrique, traedlos. Pero ¿quiénes son esos gentiles hombres? Supongo que serán valientes…
—Ignoro, Sire, si mis gentiles hombres valdrán tanto como los de Vuestra Majestad, los del duque de Anjou o los del señor de Guisa, pero los conozco y sé que, llegado el caso, harán lo que puedan.
—¿Esperáis a muchos?
—A diez o doce todavía.
—¿Cuáles son sus nombres?
—Sire, sus nombres escapan a mi memoria y, excepto uno que me ha sido recomendado por Teligny como cabal gentilhombre y que se llama La Mole, todos los demás…
—¡La Mole! ¿No es un Lerac de La Mole? —preguntó el rey, muy versado en genealogía—. ¿Un provenzal?
—Precisamente, Sire; como veis, los recluto hasta en Provenza.
—Todavía voy yo más lejos que Su Majestad el rey de Navarra —intervino el duque de Guisa con sonrisa burlona—, porque voy a buscar hasta Piamonte a cuantos católicos de confianza pueda hallar.
—Católicos o hugonotes —terminó el rey—. Me importa muy poco con tal de que sean valientes.
Para decir estas intencionadas palabras que pretendían confundir a católicos y hugonotes, el rey adoptó tal expresión de indiferencia, que hasta el duque de Guisa quedóse asombrado.
—¿Vuestra Majestad se ocupa de nuestros flamencos? —dijo el almirante, a quien el rey, desde hacía unos días, había concedido el favor especial de entrar en sus habitaciones sin ser anunciado, y que acababa de oír las últimas palabras del rey.
—¡Oh! He aquí a mi padre el almirante —exclamó Carlos IX abriendo los brazos—. Se habla de guerra, de gentiles hombres, de valientes, y él se presenta. El imán atrae al hierro. Mi cuñado, el rey de Navarra, y mi primo, el duque de Guisa, esperan refuerzos para vuestro ejército. A esto nos referíamos.
—Pues sabed que esos refuerzos están al llegar —dijo el almirante.
—¿Habéis tenido noticias, señor? —preguntó el bearnés.
—Sí, hijo mío, y en particular del señor de La Mole; estaba ayer en Orleáns y mañana o pasado mañana estará en París.
—¡Demonios! ¿Acaso es un brujo el señor almirante para saber así lo que ocurre a treinta o cuarenta leguas de distancia? Por lo que a mí respecta, me interesaría saber con igual certeza lo que pasa ahora en Orleáns, y más aún lo que pasó.
Coligny aguantó impasiblemente la sangrienta puya del duque de Guisa, quien sin duda aludía a la muerte de su padre, don Francisco de Guisa, asesinado por Poltrot de Meré, sospechándose que fue el almirante quien aconsejó este crimen.
—Señor —replicó este fría y dignamente—, soy brujo o nigromante siempre que deseo saber con exactitud lo que concierne a mis asuntos o a los del rey. Mi correo de Orleáns llegó hace una hora, y gracias a la posta, ha recorrido treinta y dos leguas en el día. El señor de La Mole, que viaja a caballo, no hace sino diez por día, así es que llegará el veinticuatro. He aquí a lo que se reduce toda mi magia.
—¡Bravo, padre mío! Muy bien contestado —dijo Carlos IX—; demostradles a estos jóvenes que la sabiduría, al mismo tiempo que los años, ha hecho blanquear vuestra barba y vuestra cabellera. Enviémosles a que hablen de sus torneos y de sus amores y quedemos nosotros hablando de nuestras guerras. Los buenos soldados son quienes resultan buenos reyes. Conque ya lo sabéis, señores, tengo que conversar con el almirante.
Los dos jóvenes salieron. El rey de Navarra, primero; el duque de Guisa, después.
En cuanto traspusieron la puerta, cada uno se fue por su lado, luego de cambiar una fría reverencia.
Coligny los siguió con la mirada, no sin abrigar cierta inquietud. Siempre que veía aproximarse aquellos dos odios, temía el choque que hiciera surgir el relámpago. Carlos IX, comprendiendo lo que turbaba su mente, se le acercó y, cogiéndole por el brazo:
—Estad tranquilo, padre —le dijo—. Aquí estoy yo para mantener a cada uno dentro de la obediencia y del respeto debido. Soy rey desde que mi madre dejó de ser reina, esto es, desde que Coligny es mi padre.
—¡Oh, Sire! —dijo el almirante—. La reina Catalina…
—… Es una intrigante. Con ella no hay paz posible. Esos católicos italianos son fanáticos y no entienden de otra cosa que no sea exterminar. Yo, por el contrario, no sólo quiero pacificar, sino que, además, deseo fortalecer a los de la religión reformada. Los otros, padre mío, son demasiado disolutos y me escandalizan con sus amoríos y desvergüenzas. Mira, ¿quieres que lo hable con franqueza? —continuó Carlos IX, cada vez más expansivo—. Pues bien: desconfío de todos los que me rodean, exceptuando a mis nuevos amigos. La ambición de Tavannes me resulta sospechosa. A Vieilleville sólo le interesa el buen vino, y sería capaz de traicionar a su rey por un tonel de malvasía. Montmorency no tiene más preocupación que la caza y pierde todo su tiempo con sus perros y sus halcones. El conde de Retz es español, los Guisa son loreneses; creo que no hay más verdaderos franceses en Francia, ¡Dios me perdone!, que yo, mi cuñado, el de Navarra, y tú. Pero yo estoy encadenado al trono y no puedo mandar ejércitos, a lo sumo me dejan cazar a gusto en Saint-Germain y en Rambouillet. Mi cuñado, el de Navarra, es demasiado joven a inexperto. Por otra parte, parece el vivo retrato de su padre Antonio, a quien las mujeres echaron a perder. Tan sólo tú, padre mío, eres al mismo tiempo valiente como Julio César y sabio como Platón. Por eso dudo, en verdad, qué debo hacer: si conservarte aquí como consejero o enviarte allá como general. Si tú me aconsejas, ¿quién mandará el ejército? Y si tú combates, ¿quién me aconsejará?
—Sire —respondió Coligny—, lo primero es vencer; el consejo vendrá después de la victoria.
—¡Sea! El lunes partirás para Flandes y yo para Amboise.
—¿Se aleja Vuestra Majestad de París?
—Sí, estoy fatigado de todas estas fiestas y de tanto bullicio. Yo no soy un hombre de acción sino un soñador. No nací para ser rey, sino para ser poeta. Formarás una especie de Consejo que gobernará mientras tú haces la guerra; y siempre que mi madre no intervenga en él, todo marchará perfectamente. Yo he prevenido a Ronsard para que vaya a reunirse conmigo y, allá, los dos juntos, lejos del ruido, lejos del mundo, lejos de los inoportunos, a la sombra de nuestros grandes bosques, junto a la orilla del río y oyendo el murmullo de los arroyos, hablaremos de Dios, única compensación que tiene el hombre en este mundo. Escucha estos versos, en los cuales le invito a que me acompañe. Los hice esta mañana.
Coligny sonrió. Carlos IX se pasó la mano por su frente amarillenta y tersa como el marfil. Con ritmo cadencioso recitó los versos siguientes:
Ronsard, je connais bien que si tu ne me vois
Tu oublies soudain de ton grand roi la voix,
Mais, pour ton souvenir, pense que je n’oublie
Continuer toujours d’apprendre en poésie,
Et pour ce j’ai voulu t’envoyer cet écrit,
Pour enthousiasmer ton fantastique esprit.
Donc ne t’amuse plus aux soins de ton ménage,
Maintenant n’est plus temps de faire jardinage;
Il faut suivre ton roi, qui t’aime par sus tous,
Pour les vers qui de toi coulent braves et doux,
Et crois, si tu ne viens me trouver à Amboise,
Qu’entre nous adviendra une bien grande noise[3].
—¡Bravo, Sire! —dijo Coligny—. Soy más entendido en cosas de guerra que en poesía, pero creo que esos versos pueden compararse a los más bellos de Ronsard, Dorat y hasta de Miguel de l’Hospital, canciller de Francia.
—¡Ay, padre mío! —exclamó Carlos IX—. ¡Si fuera verdad lo que dices! El título de poeta es el que ambiciono por encima de todo. Como le decía hace pocos días a mi maestro de poesía:
L’art de faire des vers, dût-on s’en indigner,
Doit être à plus haut prix que celui de régner;
Tous deux également nous portons des couronnes:
Mais roi, je les reçus, poète, tu les donnes;
Ton esprit, enflammé d’une céleste ardeur,
Éclate par soi-même et moi par ma grandeur.
Si du côté des dieux je cherche l’avantage,
Ronsard est leur mignon et je suis leur image.
Ta lyre, qui ravit par de si doux accords,
Te soumet les esprits dont je n’ai que les corps;
Elle t’en rend le maître et te fait introduire
Où le plus fier tyran n’a jamais eu d’empire[4].
—Sire —dijo Coligny—, sabía que Vuestra Majestad se entretenía con las musas, pero ignoraba que hubiese hecho de ellas sus principales consejeras.
—Después de ti, padre mío, después de ti; y para no turbar mis relaciones con ellas voy a darte el gobierno de todos los asuntos. Escucha, pues: en este momento tengo que responder a un nuevo madrigal que mi querido y gran poeta me ha enviado…; no puedo, por lo tanto, entregarte todos los papeles necesarios para que lo pongas al corriente de la gran cuestión que nos separa a Felipe II y a mí. Tengo, además, una especie de plan de campaña que proyectaron mis ministros. Buscaré todo eso y lo entregaré mañana por la mañana.
—¿A qué hora, señor?
—Alas diez; y si por casualidad me hallara ocupado con mis versos y estuviese encerrado en mi despacho… ¡No importa! Entra de todos modos y coge cuantos papeles encuentres sobre esta mesa, dentro de esa carpeta roja: su color es tan llamativo que no podrás equivocarte. Voy a escribir ahora mismo a Ronsard.
—Adiós, señor.
—Adiós, padre mío.
—¿Vuestra mano?
—¿Mi mano? ¡Ven a mis brazos, junto a mi corazón! Es el lugar que lo corresponde. ¡Ven acá, viejo guerrero, ven!
Y Carlos IX, atrayendo hacia sí a Coligny cuando este se inclinaba, le besó sus blancos cabellos.
El almirante salió enjugándose una lágrima.
Carlos IX le siguió mirando hasta perderlo de vista, aguzó el oído hasta que no oyó sus pasos y, cuando ya no veía ni oía nada, inclinó, como acostumbraba, su cabeza sobre el hombro y pasó lentamente a la sala de armas.
Aquel era el lugar favorito del rey; allí recibía las lecciones de esgrima de Pompeyo y aprendía con Ronsard las reglas de la poesía. Había reunido una gran colección de las más perfectas armas ofensivas y defensivas que pudo hallar.
Todas las paredes estaban cubiertas de hachas, escudos, picas, alabardas, pistolas y mosquetes. Aquel mismo día, un célebre armero le había traído un magnífico arcabuz, en cuyo cañón, incrustados en letras de plata, podían leerse estos cuatro versos compuestos por el rey poeta:
Carlos IX entró, como hemos dicho, en esta sala y, después de cerrar la puerta principal por donde había entrado, fue a levantar un tapiz que disimulaba el paso a otra habitación, donde una mujer, arrodillada en un reclinatorio, rezaba sus oraciones.
Como este movimiento fue efectuado con lentitud y los pasos del rey, ahogados por la alfombra, no hicieron más ruido que los de un fantasma, la mujer arrodillada no oyó nada, continuando su rezo sin volver la cabeza. Carlos permaneció un instante de pie, pensativo y contemplándola.
Era una mujer de treinta y cuatro o treinta y cinco años, cuya enérgica belleza se veía realzada por el traje de las aldeanas de los alrededores de Caux. Llevaba un gorro alto que estuvo muy de moda en la corte de Francia durante el reinado de Isabel de Baviera. Su corpiño encarnado estaba completamente bordado en oro, tal y como lo usan hoy las aldeanas de Nettuno y de Sora. El departamento contiguo al dormitorio del rey, que ocupaba desde hacía casi veinte años, ofrecía una mezcla singular de elegancia y rusticidad, debido a que el palacio se había introducido en la cabaña en las mismas proporciones que esta en el palacio. Así, la habitación era un término medio entre la sencillez de la campesina y el lujo de la gran dama. En efecto, el reclinatorio sobre el cual estaba arrodillada era de madera de roble prodigiosamente tallada y tapizado de terciopelo con hilos de oro; mientras que la Biblia en que leía sus oraciones, pues esta mujer pertenecía a la religión reformada, era uno de esos viejos libros, medio destrozados, como los que se encuentran en las casas más pobres. Todo lo demás se hallaba de acuerdo con este reclinatorio y esta Biblia.
—¡Eh, Madelón! —dijo el rey.
La mujer arrodillada levantó sonriendo la cabeza al oír aquella voz familiar.
Luego, incorporándose:
—¡Ah, eres tú, hijo mío! —exclamó.
—Sí, nodriza, ven aquí.
Carlos IX dejó caer el tapiz y fue a sentarse en el brazo de un sillón. No tardó en volverse a levantar el tapiz para dar paso a la nodriza.
—¿Qué quieres, pequeño? —preguntó.
—Ven aquí y responde en voz baja.
La nodriza se acercó con esa familiaridad que muy bien podía provenir de la ternura maternal que siente la mujer por el niño que ha amamantado, pero que los libelos de la época atribuían a un origen infinitamente menos puro.
—Aquí estoy —dijo—, hablad.
—¿Está ahí el hombre a quien mandé llamar?
—Desde hace media hora.
Carlos se levantó, se dirigió a la ventana, observando si había algún curioso, se acercó a la puerta para asegurarse de que nadie escuchaba, sacudió el polvo de sus trofeos guerreros y acarició a un gran lebrel que le seguía paso a paso, deteniéndose cuando su amo se detenía y continuando su camino cuando este se ponía en marcha. Luego, volviéndose hacia su nodriza:
—Está bien, hazlo entrar.
La buena mujer salió por el mismo pasadizo por donde había entrado, mientras el rey se reclinaba sobre una mesa en la que había una colección de armas de toda clase.
Inmediatamente volvió a levantarse el tapiz, dando paso al hombre que el rey esperaba. Tenía unos cuarenta años, ojos grises y falsos, nariz de lechuza, rostro alargado y pómulos salientes. Quiso parecer respetuoso, mas su gesto se quebró en sus labios descoloridos por el miedo con una sonrisa hipócrita.
Carlos alargó pausadamente el brazo, apoyando su mano sobre el mango de una pistola de reciente invención, que disparaba mediante una piedra puesta en contacto con una rueda de acero, en lugar de hacerlo merced a una mecha. Miró con sus ojos turbios al nuevo personaje que acabamos de presentar. Durante el examen silbaba con una justeza y un oído admirables uno de sus aires de caza favoritos.
Después de algunos segundos, durante los cuales se descompuso cada vez más el rostro del desconocido, preguntó el rey:
—¿Vuestro nombre es Francisco Louviers Maurevel?
—Sí, señor.
—¿Sois jefe de petarderos?
—Sí, señor.
—Os quiero hablar.
Maurevel se inclinó.
—Sabréis —continuo Carlos subrayando cada palabra— que quiero por igual a todos mis súbditos.
—Sé que Vuestra Majestad es el padre de su pueblo —balbuceó Maurevel.
—Y que tanto a los hugonotes como a los católicos les considero mis hijos…
Maurevel se quedó callado; sólo el temblor que agitaba su cuerpo se hizo visible a las miradas penetrantes del rey, que descubrían a su interlocutor aun cuando se hallase casi por completo oculto en las sombras.
—Quizás os contraríe lo que digo —continuo el rey—, ya que habéis librado guerra sin cuartel a los hugonotes.
Maurevel cayó de rodillas.
—Sire —balbuceó—, creedme, yo…
—Creo —continuo Carlos IX, clavando en Maurevel una mirada vidriosa que se fue iluminando hasta tornarse de fuego— que tuvisteis muchos deseos de matar en Moncontour al señor almirante, que acaba de salir de aquí; creo que errasteis vuestro golpe y os pasasteis entonces al ejército de nuestro hermano, el duque de Anjou; creo, en fin, que os volvisteis a pasar al bando de los príncipes y entrasteis en compañía del señor De Mouy de Saint-Phale…
—¡Oh, Sire!
—¿Un valiente gentilhombre picardo?
—¡No me abruméis, Sire! —exclamó Maurevel.
—Era un digno oficial —continuo Carlos IX y, a medida que hablaba, una expresión de crueldad casi feroz se pintaba en su rostro—, que os acogió como a un hijo, os dio albergue, os vistió y alimentó…
Maurevel dejó escapar un suspiro de desesperación.
—Creo que le llamabais vuestro padre —continuo implacablemente el rey— y que una tierna amistad os unía a su hijo, el joven De Mouy.
Maurevel, siempre de rodillas, se inclinaba cada vez más abrumado por las palabras de Carlos IX, quien permanecía de pie, impasible, semejante a una estatua en la que solamente los labios estuviesen dotados de vida.
—A propósito —continuo el rey—, ¿no eran diez mil escudos los que debíais recibir del señor de Guisa si matabais al almirante?
El asesino, consternado, tocaba el suelo con la frente.
—En cuanto al señor De Mouy, vuestro buen padre, tengo entendido que un día lo escoltasteis en un reconocimiento que efectuaba por el lado de Chevreux. Se le cayó el látigo y bajó del caballo para recogerlo. Tan sólo vos estabais con él; desenfundasteis una pistola y mientras se agachaba le disparasteis por la espalda; luego, viéndolo muerto, huisteis en el mismo caballo que él os había regalado. Esta es la historia, según creo.
Y como Maurevel permaneciera mudo ante esta acusación, cuyos detalles todos eran ciertos, Carlos IX volvió a silbar con igual justeza y ritmo el mismo aire de caza.
—¿Sabéis que con esto, señor asesino —dijo al cabo de un instante—, me están entrando ganas de haceros colgar? .
—¡Por favor, Majestad! —gritó Maurevel.
—El joven De Mouy me lo suplicaba ayer mismo y, en verdad, no supe qué decirle, porque tiene mucha razón.
Maurevel juntó sus manos.
—Tanto más justa sería vuestra condena cuanto que, como vos lo habéis dicho, soy el padre de mi pueblo y que, como os he respondido ahora que estoy reconciliado con los hugonotes, los considero tan hijos míos como a los católicos.
—Sire —dijo Maurevel completamente desarmado—, mi vida está en vuestras manos, haced con ella lo que queráis.
—Sólo os digo que yo no daría ni un céntimo por ella.
—Pero, Sire, ¿no habría algún medio para que se me perdonara mi crimen? —preguntó el asesino.
—No conozco ninguno. Sin embargo, si estuviera en vuestro lugar, cosa que no es así, ¡gracias a Dios!…
—¿Si estuvierais en mi lugar…? —murmuró Maurevel, la mirada suspensa de los labios de Carlos IX.
—Creo que saldría del paso.
Maurevel levantó una rodilla y se apoyó con una mano en el suelo, sin dejar de mirar a Carlos para asegurarse de que no se burlaba.
—Quiero mucho, sin duda, al joven De Mouy —continuó el rey—, pero también quiero mucho a mi primo el duque de Guisa, y si él me pidiera la vida de un hombre cuya muerte me implorase el otro, confieso que me hallaría en un aprieto. Sin embargo, tanto en buena política como en buena religión debería complacer a mi primo, pues, por valiente capitán que sea De Mouy no puede comparársele a un príncipe de Lorena.
Conforme oía estas palabras, Maurevel se iba incorporando lentamente como si volviese a la vida.
—Por lo tanto, lo más importante para vos en la difícil situación en que os halláis es ganar la confianza de mi primo, y a este respecto recuerdo una cosa que me contó ayer: «Figuraos, Sire» —me decía—, «que todas las mañanas, a eso de las diez, pasa por la calle de Saint Germain d’Auxerre, de vuelta del Louvre, mi enemigo mortal; le veo desde una ventana enrejada de la planta baja que corresponde a la habitación de mi antiguo preceptor el canónigo Pedro Piles, y cada vez ruego al diablo que le hunda en las entrañas de la tierra». Decidme, pues, Maurevel —prosiguió Carlos—, si vos fueseis el diablo o si por un momento ocupaseis su lugar, ¿le desagradaría a mi primo el de Guisa?
Maurevel recuperó su infernal sonrisa, y sus labios, pálidos aún de terror, dejaron caer estas palabras:
—¡Pero, Sire, yo no tengo poder para abrir la tierra!
—Sin embargo, si no recuerdo mal, la abristeis para el bravo De Mouy. Me diréis que fue con una pistola… ¿La habéis perdido?…
—Perdonad, Sire —repuso el truhán, ya casi tranquilizado—, pero manejo mejor el arcabuz que la pistola.
—¡Oh! —exclamó Carlos IX—. Poco importa que sea pistola o arcabuz, estoy seguro de que mi primo no hará cuestión por esto.
—Pero —dijo Maurevel— precisaría un arma muy segura, porque probablemente tendré que tirar de lejos.
—Tengo diez arcabuces en esta sala —dijo Carlos IX—; con cualquiera de ellos soy capaz de dar a un escudo de oro a cincuenta pasos. ¿Queréis ensayar alguno?
—¡Oh, Sire, con el mayor placer! —exclamó Maurevel, aproximándose a un rincón donde se hallaba el arcabuz que aquel mismo día habían entregado a Carlos IX.
—No, ese no —dijo el rey—. Lo reservo para mí. Uno de estos días tendré una importante partida de caza donde espero que me sea útil. Todos los demás están a vuestra disposición.
Maurevel descolgó un arcabuz de una panoplia.
—¿Y quién será la víctima, si puede saberse? —preguntó el asesino.
—¿Acaso lo sé yo? —respondió Carlos IX, aplastando al miserable bajo una desdeñosa mirada.
—Se lo preguntaré entonces al señor de Guisa —balbuceó Maurevel.
El rey se limitó a encogerse de hombros.
—Más vale que no preguntéis nada. El señor de Guisa no os responderá. ¿Por ventura se contestan esa clase de preguntas? Corresponde a aquellos que no quieren ser ahorcados adivinarlo.
—Pero, en fin, ¿cómo podré reconocer a la víctima?
—Ya os dije que todas las mañanas, a eso de las diez, pasa por delante de la ventana del canónigo.
—¡Pasarán tantos frente a esa ventana! Dígnese Vuestra Majestad indicarme siquiera alguna señal.
—¡Oh! Es muy fácil. Mañana, por ejemplo, llevará bajo el brazo una cartera de cuero rojo.
—Basta con eso, Sire.
—¿Conserváis aún aquel caballo tan ligero que os regaló el señor De Mouy?
—Tengo uno, árabe, de los más veloces.
—No creáis que os compadezco: sin embargo, os convendrá saber que el claustro tiene una puerta trasera.
—Gracias, Sire. Ahora rogad a Dios por mí.
—¡Qué os lleven los demonios! Y encomendaos a ellos, porque sólo con su protección podréis evitar la horca.
—Adiós, Sire.
—Adiós. Y a propósito, señor de Maurevel, quiero que sepáis que si por cualquier motivo se oye hablar de vos mañana antes de las diez o si no se oye hablar después de esa hora, hay una mazmorra en el Louvre.
Y Carlos IX se puso a silbar tranquilamente, y con mejor entonación que nunca, su canción favorita.